Una inolvidable travesía en auto, «diseñada» por
un chico de diez años, con su padre como
obediente piloto.
Los viajes siempre empiezan antes. Sobre todo, me parece, en el momento preciso que se discute el lugar hacia el que se quiere ir. Sin embargo, en este viaje que les voy a contar no hubo ninguna discusión. Los dos, Juan, mi hijo de por entonces casi 10 años, corría el año 2003, y yo, queríamos conocer, de una vez por todas, las Cataratas del Iguazú. Claro que, aunque no hubo discusión, igual empezó mucho antes. Como íbamos a hacerlo en auto y teníamos 9 días de vacaciones por delante, le pedí que diseñara el itinerario incluyendo los lugares que quisiera conocer en el camino. Y lo hizo. Sobre un mapa de la Argentina gigante, de esos que se cuelgan en las paredes de los colegios, y con una fibra de color rojo, si no recuerdo mal, fue marcando la ruta y estableciendo las paradas que habríamos de tener. Durante días, y a medida que recordaba cosas o aprendía algo nuevo en la escuela, lo vi, feliz, agregar destinos. Y un día partimos remontando el río Uruguay. La primera detención fue en el Palacio San José, enseguida los palmares e hicimos noche en Yapeyú. Al otro día, después de visitar la casa natal de San Martín, recorrimos el resto del camino hasta Iguazú, tomándonos sólo un recreo para ver bien de cerca las plantas de yerba mate.
Llegamos muy tarde. Demasiado tarde. Y eso provocó, por mi entera culpa, el momento más dramático de la semana. Muy a pesar de las cuantiosas recomendaciones acerca de lo crucial que resultaba reservar algún hotel en las Cataratas durante las vacaciones de invierno, yo, fiel a mi horrorosa costumbre de ser imprevisible, me había negado a hacerlo. No sé, por razones psicológicas que ignoro, siempre me atrajo la idea de llegar a los lugares que desconozco sin saber adónde es que dormiré. Pero estaba con Juan, y a Juan, evidentemente, la imprevisión no lo atraía. Ante cada nuevo rechazo hotelero, mi hijo se hundía dentro de un susto cada vez más enorme. Y yo era el único culpable.
Finalmente, y para no exagerar el dramatismo de la situación, me apuro a informar que sí conseguimos un hostel en las afueras, que convivimos muy amablemente y durante varios días en la misma habitación con un inglés, una peruana y una pareja de colombianos, que a mi hijo le encantó que en el salón hubiera muchos pools y mesas de ping-pong y que la pasamos bárbaro buscando tucanes entre los árboles. No vimos ninguno, sólo los que aparecían a cada rato en las láminas que adornaban las vidrieras de la ciudad. Pero vimos un yacaré tomando el sol sobre una piedra. Y las Cataratas, claro. La vuelta fue por la ribera del Paraná: las minas de Wanda, las ruinas de San Ignacio en donde nos colamos involuntariamente al entrar por la puerta de salida, la casa de Horacio Quiroga, Juan acababa de leer sus cuentos de la selva, y cruzamos hacia Santa Fe por el túnel subfluvial, una de las grandes decepciones del viaje, creo que Juan esperaba que fuera de vidrio y que se vieran los peces desde el auto. Llegamos a Baradero un domingo por la mañana. Y lo más lindo, sin duda, fue estar tan juntos todos esos días.
Federico Jeanmaire
Escritor. Ganador del Premio Clarín de Novela 2009 con «Más liviano que el aire».
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