Una tentativa de suicidio fue el gesto más directo, más explícito que hice para hallar ese ámbito inescrutable, ese misterio que yace estampado en mi conciencia. ¿Por acaso me sedujo el carácter extintivo de la condición humana?, ¿mi juventud dibujando la amenaza de su sombra?, ¿una niñez transcurrida entre cadáveres, velorios y sepulcros?, ¿O habrá sido quizás la belleza terrible que signó mi infancia —Pepi y yo jugando en la encrucijada de la solemne avenida que transita hacia la eternidad?
Mi amigo Pepi era el hijo del funebrero, y la Funeraria Amigo y Cataldo (en San Martín, casi esquina Santa María de Oro, a la vuelta de mi hogar natal) fue nuestro playground. La casa tenía carrozas fúnebres tiradas por caballos, una docena de percherones permanente atados en la caballeriza y una sala donde los peones se transformaban en los chóferes de La Muerte. Había allí armarios con libreas negras y estantes con sombreros de copa cuya roseta púrpura indicaba un servicio macabro. Había un salón de exposición de ataúdes y —no sé si en mi memoria de la realidad o de mi imaginación— nos veo a Pepi y a mí probándolos, acostándonos en los mismos, sintiendo sus interiores absurdamente acolchados. Recuerdo que entre el forro de satén y el exterior de madera, el ataúd tenía una sección intermedia hecha de aluminio. Era una suerte de caja metálica (un ataúd interior de latón) cuya función era impedir que los fluidos emanados al descomponerse los cuerpos se filtrasen al exterior. No olvido la pequeña ventanita ovalada que había en la tapa interior de algunos cofres de lujo. Era obvio que a veces había necesidad de velar al difunto con esta tapa interior cerrada. Entonces el óvalo de vidrio servía para que los visitantes le dieran un último vistazo al rostro del fallecido. Ingenuo, yo estaba seguro de que este era un ojo de buey por el cual el finado —como los faraones egipcios desde sus criptas— podría observar el mundo desde el más allá.
Todos los días presenciaba de un modo u otro los rituales de la muerte. Los cuerpos llegaban en ambulancia a la funeraria y allí los aprestaban para el velorio. Muchas otras, guinches o camiones de carga traían automóviles destrozados por accidentes en la Ruta Panamericana. Íbamos a ver sus interiores cubiertos de sangre; hallábamos el lugar exacto donde una cabeza se había estrellado porque allí había adheridos pedazos de materia gris. Estudiábamos esos restos y manchas como si fueran mapas de la tragedia.
Volantes retorcidos cuyas columnas de dirección habían lanceado pechos, techos hundidos de autos volcados que habían aplastado mortalmente a sus ocupantes, capots acordeonados por choques frontales que habían desintegrado piernas. Todo esto yacía en el corralón de la Funeraria Amigo y Cataldo por días o meses, esperando la investigación policial o interminables procesos judiciales posteriores.
La pieza más importante que recuerdo es El auto de los seis muertos. Era un Jeep IKA convertible color celeste que se había estrellado contra un camión cargado de trigo, aniquilando instantáneamente al conductor y a los otros cinco pasajeros (su ‘familia inmediata’). La capota de lona había sido aplastada hasta el nivel del capot y tenía aberturas informes que los bomberos habían cortado para retirar los cuerpos. La sangre, fluyendo abundante, había regado el interior del vehículo y también el trigo que se había filtrado desde la caja del camión accidentado. Los granos habían germinado y ahora las espigas, que crecían imperturbables, asomaban por los agujeros tijereteados de la lona transformando el coche en una horripilante ikebana dadaísta. Ni siquiera los peones de la funeraria —gauchos endurecidos por años y años de transportar muertos a la iglesia para los últimos ritos y después al cementerio para el entierro— permitían que Pepi y yo jugáramos cerca de este arte-facto.
Audaz, yo fiscalizaba diariamente la realidad de la muerte: pasaba por el corredor que llevaba a las salas velatorias y leía los obituarios para enterarme de cuántos sepelios habría ese día, quiénes serían los protagonistas. Hombres de trajes negros se agrupaban en la puerta fumando cigarrillos y susurrando. Mujeres vestidas de luto y mantillas de encaje se sentaban en la fila de sillas de madera apoyadas contra las paredes laterales de las salas velatorias. Como si fueran plañideras, lloraban al unísono cacofónico y se confortaban mutuamente.
Pepi y yo cruzábamos el corredor, espiando disimuladamente los cajones abiertos para observar el rigor mortis.
En el fondo, Pancho, Cherro y Bohle —los peones— tomaban mate, fumaban y contaban cuentos subidos de tono. Por medio de los mismos, yo era informado de forma burda sobre un mundo que todavía desconocía. Hasta donde me era dado entender, indudablemente esos cuentos verdes reafirmaban que el sexo y la muerte estaban interconectados. Irma Cataldo, la madre de Pepi, era la directora de recursos humanos de la funeraria. Aunque no muy alta, era una mujer enorme y temible —fumaba un cigarrillo atrás de otro, escupía en el piso y puteaba a los gritos. Su carcajada era aguda e interminable; era para mí incongruente oír esa risa entremezclándose con los suspiros y llantos que llegaban de las salas velatorias. Tanto la madre de Pepi como los peones de Amigo y Cataldo eran tan crudos y explícitos porque en una sociedad reprimida habitaban una región de libertad ilimitada —manipulaban cuerpos que no podían ocultar nada. Para ponerlo del modo más literal posible: siempre tenían carne indefensa entre sus manos.
Un día leí un extraño obituario. En una de las salas mortuorias velaban a N.N. Con esta sigla se designa a personas no-identificadas. Creo que alguna ley establecía que aun sus cuerpos debían ser expuestos por un mínimo de veinticuatro horas. La municipalidad arcaba con las expensas del velorio, el transporte al cementerio y el entierro. Yo fui a visitar a Pepi antes del almuerzo y me invitó a ver al difunto. El cadáver había sido hallado en la zona y no se sabía nada de su identidad, ni si tenía parientes o conocidos. Había solamente el cajón, las cuatro velas, el enorme crucifijo y las sillas vacías. Nadie le hacía compañía; nadie le prestaba sus últimos respetos.
Apenas entré a la sala del velorio, Pepi cerró la puerta y me dejó aprisionado con el muerto. No había nadie cerca que pudiera oírme; era casi la hora del almuerzo y los peones comían su asado en el corralón, cerca de las caballerizas. Creo que por un rato martillé la puerta con mis puños, sin lograr que nadie acudiera a auxiliarme. Entonces, resignado, me volví para observar el contenido del féretro. Recuerdo perfectamente el rostro del pobre hombre: era como una de las máscaras que pintaba James Ensor. Su color y su forma me trajeron a la mente la cara de un payaso de circo pobre: una nariz de Tony y labios entreabiertos que mostraban una fila de dientes enormes y amarillentos. Cada vez que veo una de esas películas italianas en las que hay un cadáver a quien el funebrero ha maquillado exageradamente, me acuerdo de él.
Cuando por fin Pepi abrió la puerta (ya que, en todo su sadismo infantil, si no viera mi rostro aterrorizado, para él mi encierro habría sido inútil), me comporté como si nada hubiera sucedido y caminé hecho un autómata la cuadra que me distanciaba de mi hogar. Me senté con mis padres y mi hermana a la mesa familiar y comí mis ravioles sin chistar.
Cuando terminé, fui al baño y los vomité.
Cruces elaboradas, altos candelabros, cortinas de terciopelo púrpura, jarrones gigantescos con flores marchitándose prematuramente; atriles portacoronas, coronas con bandas de satén violáceo ostentando inscripciones doradas (“Tus amigos”, “Mamá”), tarjeteros de condolencia. Toda la parafernalia de la muerte nos rodeaba e inspiraba nuestros juegos. A veces poníamos en escena nuestros velorios y entierros, y alternábamos nuestros papeles: uno era el muerto; el otro, el deudo. Si había suficiente cantidad de chicos, algunos hacían de caballos de tiro y arrastraban la carroza (una carretilla en posición reversa).
Nos paseábamos por el salón de exhibición para observar la intrincada artesanía de las manijas de metal de los ataúdes. Les dedicábamos nuestra atención más especial a los cajoncitos blancos para enterrar angelitos. Pero siempre acababa sorprendiéndonos algún empleado de la funeraria que nos expulsaba. Discutíamos nuestras teorías sobre la función de la cal que los peones espolvoreaban con una pequeña pala en el fondo de los cajones antes de colocar los cadáveres. Hablábamos de cómo los gusanos se alimentaban de la carroña, del tiempo que llevaba después de la muerte para que las uñas y el cabello pararan de crecer. Hablábamos de esqueletos y de urnas. A menudo imitábamos al Cristo sangrante clavado en la enorme cruz de la sala velatoria principal: nos colgábamos de la “T” de los atriles portacoronas de metal cromado, por tanto tiempo como nuestros dedos pudieran aguantar el dolor.
Matábamos gatos y los enterrábamos.
Pedaleábamos frecuentemente hasta el cementerio para jugar. Nos deteníamos en las tumbas y leíamos los epitafios; fijábamos nuestros ojos en daguerrotipos ovalados que reproducían rostros de niños muertos a comienzos del siglo pasado. Nerviosos, tratábamos de vislumbrar sus parecidos contemporáneos. Finalmente, abandonábamos nuestras bicicletas y caminábamos hasta los panteones de las sociedades varias del pueblo; bajábamos a sus criptas para ver las calaveras y huesos desparramados al azar. Por último, llegábamos hasta la parte más antigua del cementerio para ver las cruces herrumbradas, medio escondidas entre los yuyos, clavadas en montículos olvidados para siempre. Espiábamos a través de los vidrios rotos de bóvedas, cuyos ataúdes destruidos por el tiempo revelaban esqueletos, todavía semicubiertos por mortajas ocres y rasgadas por cien años de resolanas.
Éramos verdaderos expertos en sepelios: podíamos identificar la importancia del fallecido por la cantidad de coronas que le enviaban y el número de coches que se perfilaban en la caravana al cementerio. Sabíamos también cómo las campanas doblaban cuando la procesión que transportaba al muerto se aproximaba a la iglesia. Sabíamos que una carroza fúnebre tirada por cuatro percherones era más importante que una que tuviera sólo dos. Sabíamos también que si tres pares de lustrosos caballos eran atados a la carroza, el entierro sería excepcional; Don José Cataldo estaría ya vistiendo su levita negra y peinándose cuidadosamente con mucha gomina, ya que caminaría al lado de la primera yunta dirigiendo la procesión. En este caso, la carroza iría vacía: el féretro sería llevado a pulso, la mayoría de las veces por los deudos del finado, pero otras por tantos peones de librea y sombrero de copa como manijas tuviera el féretro.
Pepi y yo seguíamos el cortejo desde la vereda (no nos permitían caminar por la calle), avanzando hacia el frente, demorándonos hasta la retaguardia. A medida que la caravana avanzaba por las calles, si el extinto era una persona socialmente prominente, los comerciantes del pueblo cerraban sus puertas y bajaban las persianas, al interrumpir sus negocios en señal de respeto. Acercándose a la iglesia, la comitiva pasaba frente a la plaza: los hombres se levantaban de los bancos y aplastaban sus cigarrillos bajo las suelas de los zapatos. Se quitaban los sombreros y, compadecidos, meneaban sus cabezas de lado a lado. Cabizbajas, las mujeres se persignaban haciendo la señal de la cruz. Todo se tornaba solemne y silencioso. El único sonido, además del penoso tañer de las campanas, provenía de los cascos de los caballos sobre el asfalto, y el arrastrar de pies y los sollozos de los deudos.
A la entrada de la iglesia mayor, envueltos en el humo del incensario que balanceaba el monaguillo, el Párroco Gener y el sacristán Churrín ya los estarían esperando.
Él, también, ha renunciado a su papel
en la comedia casual;
él, también, cambió al llegarle el momento,
fue profundamente transformado:
nace una belleza terrible.
William Butler Yeats
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Hugo Pezzini
New York City, 2013
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