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Sucedió todo a bordo de una Packard 1938.

En la cochería los peones no se referían a este vehículo como “el Packard ’38”, sino “la Packard ’38”. La llamaban así porque era una ambulancia,  no un automóvil.

Las salas velatorias, la oficina y el salón de exposición y ventas de ataúdes de la cochería fúnebre Amigo y Cataldo estaba situada en la Avenida San Martín 1046, enfrente a lo de Muñeca Rosón. Al corralón, estacionamiento y caballerizas —casi justo frente a la puerta del almacén “Lo Belesía”— se entraba por un portón enorme de una sola hoja, que se hallaba siempre abierto porque el tráfico de la cochería era incesante.

Los variados servicios que ofrecía Amigo y Cataldo incluían, además de las salas para los velorios y las carrozas a tiro equino para los sepelios, una variedad de carruajes, también de tracción a sangre, para el transporte de pasajeros y sus pertenencias por los caminos de tierra cuando éstos se ponían impasables debido a los barriales que se formaban durante las estaciones de las lluvias. La flota incluía breques, sulkys y berlinas. Había además una chata de tiro en yunta para traer del campo fardos de pasto y alfalfa verde para alimentar los solemnes y briosos caballos negros de la cochería.

Por último, Amigo y Cataldo disponía de un “Servicio de ambulancia” para el transporte de urgencia de accidentados o enfermos graves a hospitales de ciudades vecinas o viceversa —y en casos de extrema gravedad, a la Capital Federal. El Servicio de ambulancia se reducía a la Packard ‘38 blanca. Por eso toda la gente que trabajaba en la cochería la llamaba “La ambulancia” o “La Packard ‘38”. Así nomás, pero siempre nombrando el año de producción de ese coche. Vaya uno a saber por qué.

 

Ha muerto la hermanita de nuestro compañerito de clase Toti Belli. No recuerdo a los cuántos meses de nacida, pero es un angelito. Toti falta a la escuela y la maestra nos dice que hoy después de clase iremos directo al velorio del angelito en delegación, para representar en el velorio a la Escuela Número 1 General José de San Martín.

Todos nos ponemos muy nerviosos porque muy pocos de nosotros han estado alguna vez frente a un muerto. De lejos, ya que no me quise acercar, hace dos años yo la vi muerta a tía Elvira —la mamá de mis primos Tato, Goli y Antoñito Veiga, pobrecitos. No la velaron en lo de Amigo y Cataldo, primero porque el velorio fue en su propia casa, y segundo porque eso fue en San Pedro, en la calle Eugenio Arnaldo 49, donde viven mis primos de San Pedro.

Muchos chicos tienen miedo de ir al velorio pero como va toda la clase y es obligatorio, hacen de las tripas corazón y empiezan la cuenta regresiva hacia las cinco de la tarde cuando el portero pelirrojo Huqui, uno de los dos de la escuela, toca la campana de salida. Como es invierno, a las cinco de la tarde estará bastante oscuro, así que para cuando lleguemos al velorio —en la calle Bulnes cerca de la Calle Ancha, porque al angelito lo velan en la casa de Toti Belli— va a ser casi de noche.

 

Estamos en tercer grado pero yo ya tengo novia. Mi novia se llama Nidia y es muy rubia y de piel color rosa. Rubia rubia, rubia; toda rubia. Tiene una tonelada de pequitas color sepia, ojos celeste clarito clarito y a veces usa un rodete rubio o dos trencitas rubias que le hace la mamá antes de salir para la escuela.

Nidia es muy aseada (como dice mamá; yo digo “limpita”) e impecable. Huele a jabón de bebé. Es muy aplicada (“aplicada” dice mi mami; yo digo “estudiosa”): tiene un montón de “diez felicitados” en el cuaderno y su nombre figura en el Cuadro de Honor que uno ve al principio del corredor largo de la escuela, clavado en la pared al lado de la puerta de Primero Superior, cuya maestra es la Señora de Correa, mamá del Flaco Correa, otro chico de la barra. Nidia tiene el mejor boletín de Tercer Grado.

Mi novia Nidia a veces me ayuda en los ejercicios de matemáticas; porque no sé si les dije que yo soy un burro en matemáticas, pero ando bastante bien en castellano porque me gusta el libro de lectura.

Nidia tiene nueve años igual que yo y los cumplimos casi el mismo día. Estamos juntos en el tercer grado de la Señora de Diez, nuestra maestra “catamarqueña” (creo que esto quiere decir que no es del pueblo). Pero no sólo eso: Nidia me dijo que cuando nacimos a ambos ‘nos trajo’ el Doctor Pepe Allende, que es pelado, medio gordito y se parece un poco a papá. Lo ayudó a traernos al mundo la enfermera que pone inyecciones brutales en la cola y a la que todos los chicos le tenemos miedo, la María Barman. Además, Nidia me contó que su mamá le contó que cuando nació no sé por qué nos pusieron a los dos juntos en la misma cunita de la Clínica Moderna. Quiere decir que Nidia y yo ya estuvimos juntos cuando nacimos. ¿Ven? Entonces yo creo que la quiero mucho y espero que ella me quiera igual a mí; no estoy seguro. A veces, le toco la mano.

Bueno, suena la campana y vamos a formar. Porque hace mucho frío lo hacemos en el patio del medio, el patio cubierto, aun cuando a la bandera si hace tanto frío la arrían en el primer patio descubierto, el de la entrada. Para hacer eso, van solamente el abanderado de ese mes y las escoltas. De nuestro grado me parece que el escolta este mes es el Flaco Asprella. Mientras bajan la bandera algunos de nosotros nos lamentamos en voz baja de no vamos a “salir” e irnos a casa a tomar el café con leche con pan y manteca, sino que —como nos advirtió ya la Señora de Diez que es catamarqueña— todo el Tercer grado, los compañeritos de clase del Toti Belli, vamos a ir directo “en delegación” ( ¿? ) al velorio de su hermanita muerta, el angelito.

 

Vamos en fila de a dos, todos de guardapolvos. La Señora de Diez va caminando al costado, también de guardapolvos, pero el de ella es sin cinturón ni moño.

Susana saca tres chicles Bazooka de uno de los dos bolsillos de su guardapolvos. Nos da uno a Nidia y uno a mí porque, a pesar de que vivimos lejos —como a cinco cuadras de su casa, o sea que no somos vecinos—,  nosotros dos somos sus mejores amigos.

Yo estoy aprendiendo a hacer globos de chicle, pero Susana sabe hacer unos enormes que al final revientan y la superficie bien finita de chicle del ex-globo se le pega a la nariz y a los labios. La trompita de Susana así cubierta por el globo parece la un pony de esos de los dibujos animados. Durante el trayecto al velorio Susana hace dos globos grandes. Ambos, per-fec-tos. Yo la admiro.

A mí ni bien me empieza a salir por entre los labios el pedacito de chicle finito finito y se empieza a inflar porque va a ser un globo. . . se me revienta. Patiño dice que es porque soy un jetón. En tercer grado todavía no me dicen El Mono; me llaman El Cabezón Pezzini, o entonces, El Jeta. No tengo que explicar por qué, ¿no?

 

Llegamos al velorio. Hay un zaguán largo y al final la puerta “cancel” de la casa está abierta. Cancel  —así es como la llaman a esa puerta que hay al final del zaguán en la casa de San Pedro, que es la de mis abuelos: la puerta cancel. Nosotros no tenemos puerta cancel, porque a mi casa hay que entrar por la joyería de papá, en Santa María de Oro 486.

Hay dos puertas, una a cada lado de las dos vidrieras frontales del negocio, pero en general entramos por la de la derecha si la joyería está abierta, pero si está cerrada mi hermana y yo entramos por la de la izquierda, porque en ésta hay timbre. El timbre está tan alto que para tocar me subo al borde de mármol que sirve de base de una de las dos vidrieras laterales de la joyería, esa que está a la izquierda del ‘descanso’ de esa entrada. Casi siempre ahí ponen cristales tallados —vasos de whisky tumblers, copas de vino, jarras y décanters, todo de cristal. Pero allí mamá también pone piezas de Plata Lappas o Plata Toledo. De esta vidriera, a mí me gusta mucho el juego de té de seis piezas y bandeja, marca Plata Lappas. A mi hermana Pupi LE ENCANTA la Plata Toledo, pero yo prefiero la Plata Lappas. No sé todavía explicarles por qué. No tengo todavía las palabras porque tengo que crecer un poquito más. Ustedes ven. Además a Pupi le encanta la porcelana pero yo prefiero el cristal… Esos tumblers de whisky. . .    mmm…. Bueno, cada uno con su gusto, ¿no? Miramos todo eso siempre después de cenar, cuando la joyería está cerrada, mientras papá “hace la caja”. A veces cuando toco timbre tardan un montón para venir a atender, porque la cocina está al final de todo y están allá preparando la comida o escuchando radio.

Por supuesto que todo esto que dije sobre por cuál puerta entrar a la joyería se refiere a cuando está cerrada, porque si está abierta, no hay problema: en ese caso uno pasa como Pancho por su casa con sus juguetes en las manos sin mirar a los clientes ni saludar. Pero nos lo hacemos los unos a los otros. Es mutuo. Todo queda entre nosotros:  Cuando los chiquitos pasamos por la joyería —de casa a la calle o en sentido contrario— mientras los clientes compran o pagan la cuota, ellos no nos dan bola ni a mí ni a mis amigos (ni a mi hermana Pupi ni a sus amigas tampoco). Y los pibitos ignoramos a todos los clientes. De acuerdo a como yo me siento, es como si los nenes no existiésemos; nadie parece darse cuenta del tráfico de infantes por la joyería. Si pasase por allí pedaleando en mi bici —lo que no hago— nadie diría una palabra. Ni se darían cuenta.

No pasa naranja.

 

Volviendo a la puerta del zaguán y la puerta cancel de la casa de Toti Belli, donde están velando a su hermanita que se murió muy chiquita y por eso ahora es un angelito: La puerta del zaguán y la puerta cancel están ambas abiertas porque hay un velorio. Eso se hace así. Entonces desde la calle ya vemos el cajón blanco chiquito donde está acostado el angelito.

Yo estoy duro de miedo de acercarme al cuerpo muerto y los otros seguro que también porque nos quedamos todos ahí, paralizados en la vereda sin animarnos a entrar, hasta que la Señora de Diez va y entra primero, haciéndonos señas de que la sigamos. Toti Belli nos ve y se pone a llorar y viene a nuestro encuentro. No hay más remedio que entrar a ver al angelito muerto.

 

Ni bien estamos adentro la Señora de Diez nos insta a besarle la frente a la hermanita muerta del Toti Belli. Hace acercar a la delegación del Tercer grado hasta que estamos todos rodeando el cajoncito. Vamos a besar por turno al angelito.

La hermanita de Toti está acostada vestida de blanco, con una especie de camisón bordado igualito a las ropas blancas que llevan los monaguillos bajo la casulla roja en la misa que da el Padre Géner los domingos. O entonces, está vestida de blanco como el ángel en que  ella se ha transformado al morir. Porque la hermana de Toti Belli está muerta, su rostro es del mismo color de la cera de las velas enormes y gruesas que arden en los seis candelabros barrocos de metal plateado muy trabajaado que rodean el cajoncito. Los labios del angelito muerto parecen dos gajitos de caramelo de una Mandarina de caramelos.

Saben que hay unos caramelos con forma de gajos de mandarina: cada caramelo con forma de gajo es del sabor y color de una fruta diferente; y cada gajo encaja al lado de otro gajo, y así se forma la mandarina de caramelos. A la mandarina la componen esos gajos de caramelo ordenados por cada sabor y color diferente. Viene cada uno envuelto en su papelito celofán individual, pero todos a su vez están dentro de una bolsita esférica también de celofán que los mantiene apretaditos a todos los gajitos, así forman la mandarina de caramelos y la bolsita los mantiene en su lugar, igual a como vienen los gajos en una mandarina de verrdad. De a poco, uno se los va comiendo hasta que la bolsita queda vacía y no hay más necesidad de atarle la cintita arriba para cerrarla.

Bueno, vuelvo a lo que decía: dentro del cofrecito blanco con manijitas doradas, la hermanita muerta del Toti Belli espera el beso. Es al pensar en ese beso que noto que la piel del rostro es del color marfíl de la cera de las enormes velas que nos rodean. Pero al pensar en ese beso lo que más noto, como dije, es que los labios de la hermanita muerta de Toti Belli parecen dos gajos de una mandarina de caramelos. Los dos caramelos que antes eran sus labios son del color de los de sabor de uva.  El rostro está cubierto por un tul y me parece que todo el cuerpo huele a hospital.

Debo hacerlo. Tembloroso, apoyo mis labios sobre la frente del angelito. Bajo la textura áspera del tul, siento el frío y la rigidez de su piel —tan helada y dura como el mármol.

Esa es la muerte.

 

Después de besar, como estoy alelado (mamá dice que eso es lo opuesto a despabilado), mientras me repongo no sé cómo— me descubro de pie en el medio del living de la casa de Toti Belli. Sin saber qué hacer me dedico a observar lo qué pasa en el velorio: algunos hombres toman unas bebidas fuertes y algunas mujeres sollozan sentadas en sillas que están apoyadas contra la pared. Un chico duerme en la falda de una viejita. En un rincón, una señora ceba mates.

Por fin la maestra nos llama para irnos.

Como ahora es de noche y llueve mucho, la Señora de Diez les pide a los empleados de la cochería fúnebre que por favor transporten a la delegación de compañeros de Toti Belli del primero superior de la Escuela Número uno a nuestras respectivas casas.

No sé por qué la Packard ’38 está estacionada frente a la vereda de la casa de Toti Belli, donde se hace el velorio. Pero está ahí. Mientras esperamos que nos lleven, el Masca Bonini me cuenta que su papá (con quien se encontró en el velorio, pero ya se iba) le dijo que al angelito lo habían traído en esa ambulancia. Yo pienso ¿será que vino directo del Hospital Municipal Lino Piñieiro donde murió?, ¿o será que lo trajeron de la cochería fúnebre? ¿No tienen que llevar a los muertos primero a la cochería para lavarlos y maquillarlos? De esas cosas todavía mucho no sé. No sé muy bien. No sé.

Bueno, la cosa es que la Packard ’38 blanca está ahí y la Señora de Diez nos hace subir a todos a la parte de atrás de la ambulancia —donde van los heridos, los enfermos y por ahí los muertos. Cabemos justito.

Hay tres asientos plegables y una camilla con manijas cromadas. La camilla tiene una colchonetita con su almohada y está “hecha” como una cama: con las sábanas y una frazada color blanco amarillento.

Los que subieron primero se agarran rápido todos los asientos, y Susana, La Pelutzky, La de Córdoba, Nidia y yo no tenemos más remedio que sentarnos sobre la camilla. Mientras nos sentamos, yo me pregunto en silencio si antes estuvo acostado el angelito muerto justo ahí, o si por ahí ahí se acostó algún otro cadáver de algún viaje anterior de la Packard ’38 a otro lugar. Capaz que fue un leproso, un sifilítico o algún infectado con la peste bubónica. Sólo me vienen a la cabeza esas enfermedades de miedo.

Nidia ya se sentó y me hace un lugarcito a su lado; entonces me olvido de quién estuvo ahí antes y me siento. Sin poder contenerme, le agarro la mano. La Pelusky ve y de inmediato inicia un coro de “¡Que se besen! ¡Que se besen! ¡Que se besen!”

Nidia es muy rara, tímida y extrovertida al mismo tiempo. Sus reacciones son siempre inesperadas. Es misteriosa. Al oír los gritos del coro se pone roja como un  tomate. La Señora de Diez no puede hacer callar al coro porque no lo oye. La Packard ’38 es una ambulancia antigua, de esas que tienen la parte de atrás separada por completo de la cabina del chofer y el enfermero acompañante. La señora de Diez va de acompañante de Pancho, el peón más hermoso y alto de la cochería, que maneja la Packard ’38.

Cuando hay un entierro de lujo con la carroza tirada por cuatro de los caballos negros enormes, elegantes y lustrosos que guardan en la caballeriza de la cochería fúnebre, Pancho va sentado en la silla alta del carruaje. Metido en una larga vaina vertical fijada al costado de su asiento, lleva un largo rebenque igualito al de los domadores de leoness de los circos. Pero nunca se lo vi usar. Los caballos ya lo conocen y saben muy bien qué hacer en los entierros.

Para esos entierros Pancho va vestido con un frac con levitas, camisa blanca de cuello duro cerrado por un moño negro; cubre su cabeza una galera bien alta, casi tan alta como los gorros de los Granaderos de San Martín, pero no azul y roja como los sombreros de los granaderos. Su galera es color negro y a la derecha —en la cinta que ajusta la copa ahí donde sale el ala estrecha— tiene aplicada una roseta color violeta oscuro. Creo que la roseta quiere decir que la galera es fúnebre, como de luto.

Pero ahora en la ambulancia Pancho va vestido de velorio, no de entierro. Lleva un traje negro, se ha peinado con brillantina como siempre y  también está bien afeitado, como de costumbre. Pancho es muy pulcro (otra de mamá). Tiene piel aceitunada y su barba es tan cerrada que aun afeitado a la perfección le hace una especie de sombra en toda la región donde le crece, que le queda preciosa. La Señora de Diez va sentada a su lado, vestida con el guardapolvo blanco de maestra. No hacen linda pareja, ni un poco.

Como la Señora de Diez está conversando con Pancho allá adelante, separada por una pared de metal, por supuesto que no oye el coro en la parte de atrás. A pesar de que a sus espaldas hay una ventanita por la que podría al menos vernos, las cortinas están cerradas. Ni ellos dos nos ven a nosotros ni nosotros a ellos dos. Mientras el coro canta, aunque avergonzado y sin saber cómo reaccionar ante el «¡que se besen!», yo igual me pregunto: ¿de qué habla la maestra con el peón de la funeraria? Por ahí hablan de si lavaron al angelito antes de meterlo en el cajoncito blanco o no. No sé. Pero insisto: Pancho y la Señora de Diez no pueden oír el coro de todos los chicos, que siguen gritando “¡Que se besen! ¡Que se beseen! ¡QUE SE BESEEEN!”, cada vez más fuerte.

La cosa es que Nidia de repente para de ponerse colorada, me mira con cara pícara y, medio a lo torpe, porque ninguno de los dos sabemos cómo hacerlo, apoya sus labios contra los míos…  y así me besa. El escalofrío hierve. Nos besamos.

Obnubilado, me acuerdo de las películas de Hollywood que vamos a ver con mamá, papá y mi hermana Pupi todos los viernes a la noche en el Cine San Martín del Padre Gener. El padre Gener duerme en el cine mientras dan la película. Los chicos dicen que tiene narcolepsia, como algunos personajes en las películas de terror.

Las películas que pasan en ese cine son en su mayoría “comedias románticas”, dice mamá. Cada vez que Rock Hudson besa a Doris Day, la tira para atrás: en el sofá, si están sentados; o entonces la dobla toda para atrás quebrándole la columna vertebral, si están parados. Con un beso como ese, no sé por qué Doris Day sigue besándolo a Rock Hudson en lugar de ponerse a gritar y llorar de dolor.

Yo no entiendo bien el cine porque antes tengo que crecer un poquito más. Pero en compensación ya entiendo todos los dibujitos animados.

Ahora, si en la escena están en una cama, Rock Hudson, mientras la besa, la empuja a Doris Day hasta que la cabeza de ella va babajando hasta la almohada, y entonces él le apoya el pecho sobre el de ella para que no se levante antes de que el beso termine, porque si ella se levantara, entonces ella arruinaría el beso, ¿no les parece?

Como estamos sobre una camilla —que es más o menos igual a mi cama del segundo piso de mi casa en la pieza que da al balcón, aunque mi cama sea sin manijas y un poco más grande— me doy cuenta de que el beso que nos tenemos que dar con Nidia es tercero de los tres besos posibles de las comedias románticas de Hollywood que dan en el cine San Martín del padre Gener. El beso ese en la cama.

En la Packard ’38, los chicos gritan cada vez más alto —ahora “¡Uhhhh se están besando! ¡Se besan ¡Se besan!” Yo estoy concentrado en mantener mis labios pegados a los de Nidia para no arruinar el beso y seguir obnubilado, porque, a pesar de que así me siento raro, es muy lindo. Por eso quiero que dure. Siguiendo las normas del beso número tres de los tres besos posibles de las comedias románticas de Hollywood —como hace Rock Hudson— yo también apoyo el pecho de mi guardapolvos sobre el pecho tableado y almidonado del guardapolvos de mi novia Nidia.

Creo que Nidia también debe haber visto algunas comedias románticas de Hollywood, porque ni bien empiezo a empujar con mi pecho el de ella, me rodea con sus brazos (y yo a ella), y se deja llevar hacia atrás hasta la almohadita mientras el coro para de decir “ ¡Se besan!”, y empiezan todos a gritar y a aplaudir y a reírse a carcajadas. Una fiesta total.

Cuando a Nidia y a mí nos parece que el beso se ha terminado, nos separamos. Nidia está otra vez roja como un tomate y yo en un estado que no sé describir todavía porque, para entender de todo eso, antes tengo que crecer todavía un poquito más. Ustedes ya saben.

La escandalosa gritería se va acallando y cuando los alumnos empiezan a bajar de la Packard ’38, al llegar cada uno a su hogar, el beso parece haber sido olvidado.

Pero yo no lo olvido. Creo que Nidia tampoco.

La ambulancia la deja primero a Nidia que a mí porque ella vive en Bulnes, a media cuadra de donde un día van a poner un busto del Almirante Brown, rodeado como las velas del velorio rodeaban al ataúd blanco del angelito. Sólo que en este caso lo que va a rodear al busto del Almirante Brown serán balas de cañón que parecen supositorios, pero mucho más grandes y de fierro. No entrarían jamás. Ni doliendo mucho más que una inyección.

A mí me dejan en casa tres chicos después porque yo vivo en el centro, pero hay otros que viven por ayá por la estación, y Angelli vive en la fundición del padre, cerca de la Calle Ancha, pero lejos del velorio. Yo vivo en una joyería y Angelli vive en una fundición. La Packard ’38 todavía tiene que ir a varios lugares antes de que se terminen los chicos y quede vacía. Al final, Pancho debe llevar a su casa a la Señora de Diez. No tengo idea.

Entro a casa. Papá y mamá me preguntan del velorio, pero yo trato de no hablar mucho para que no se me vaya el efecto del beso número tres de las comedias románticas de Hollywood que todavía me dura. Sin embargo, no consigo evitar que de a poco se vaya yendo, así que me como el bife con puré de papas con manteca. De postre hay mandarinas, porque es invierno. Estas son de verdad, no de caramelo. Están ricas, entonces me como dos.

 

Al día siguiente me levanto temprano para tomar el desayuno y hacer los deberes; son tan difíciles que creo que me olvido de mi novia Nidia.

 

Ahora ya es de tarde y estamos en la primera clase, la de lectura. Como dentro de poco será el Día de la independencia Nacional, la lectura de hoy es sobre el Congreso de Tucumán. En las dos hojas del libro que abarca esa lectura, hay una foto de Narciso Laprida y otra de la Casa de Tucumán. La Casa de Tucumán a cada lado de la doble puerta tiene una columna enroscada como esos caramelos bastoncito que venden en el quiosco de Piriti pero que mamá nunca me quiere comprar.

La maestra nos hace leer a cada alumno un párrafo diferente, de acuerdo al orden de los pupitres. Nidia leyó primero porque siempre se sienta en el primer banco del lado de las niñas, que es el de las ventanas del segundo piso que dan a la calle Rodríguez, frente a la Iglesia de Santiago Apóstol.

La Peluzky se sienta en el último banco de esa misma fila, siete pupitres más atrás. La mejor en el primer pupitre y la peor en el último. Cada uno elige donde sentarse, ¿eh?

Para leer hay que pasar al frente. Es por eso que la clase de lectura lleva tanto tiempo. Es como un examen oral, pero leído. Después de la lectura, la Señora de Diez nos hace “preguntas de comprensión”; en consecuencia, lo inteligente es hacer los deberes antes de venir a la escuela, como Nidia y yo. Entre los deberes  figura “preparar la lectura del día”.

Ustedes vieron que yo hago los deberes a la mañana. Durante la semana solamente juego a la tardecita, después de la escuela, que termina a las cinco de la tarde. Café con leche con dos tostadas con manteca y después, a jugar. Yo quiero que mamá le ponga la manteca cuando la tostada recién sale del tostador, porque me gusta calentita y con la manteca derretida. Antes de comerme cada bocado, la mojo en el café con leche. Una delicia.

Cuando le llega el turno de leer a La Pelutzky, La Pelutzky pasa al frente, se para bien en el centro del frente con su delantal muy acampanado y su pechera levantada porque ya tiene tetas y corpiño de tazas armadas con espuma de nylon, exacto como Doris Day.

En vez de empezar a leer, La Pelutzky nos mira primero a Nidia, después a mí, y por último a la Señora de Diez. Se pone más colorada que Nidia cuando el coro empezó a gritar “ ¡Que se besen! ¡Que se besen! ¡Que se besen!” antes del beso número tres de las comedias románicas de Hollywood que dan en el Cine San Martín del padre Géner. Entonces exclama: 


«¡Ayer cuando volvíamos del velorio, esos dos se besaron en la camilla de la ambulancia!»

Lo dice señalándonos a Nidia y a mí con un dedo manchado de tinta azul de los tinteros que hay en cada pupitre. La tinta ya está seca, así que le va a costar trabajo para que le salga. Mucho jabón y refregársela bien. Y por ahí ni así le sale… Creo que con agua caliente y Puloil sí sale.

«¡Se acostaron en la camilla de la ambulancia y se dieron besos en la boca, señora; se dieron, señora!”

Ahora quienes se ponen rojas como un tomate son mi novia Nidia y la Señora de Diez.

Yo me pongo blanco como un papel.

Empiezo a temblar.

Desde su escritorio, que está a la izquierda del pizarrón y a la derecha de donde está parada La Pelutzky (que tiene el libro en la mano pero no lee nada; para mí que no preparó la lectura, como siempre), con voz de furia la Señora de Diez nos ordena:

«¡Irma (así se llama La Pelutzky); vuelva a su asiento! ¡Nidia y Hugo; vengan acá los dos inmediatamente!»

Nos mira con los ojos llenos de rayos y centellas y pregunta:

«¿Es verdad lo que dice Irma?»

De inmediato yo respondo, “¡No, no! ¡Son puras mentiras, Señora! ¡Puras mentiras de La Peluzky! ¡Todo mentira, Señora! ¡Qué nos vamos a besar!”

La Peluzky insiste. Grita desde su pupitre el fondo del salón:

“¡Sí, Señora: se besaban todo el tiempo, besos largos en la boca acostados uno arriba del otro en la camilla, Señora! ¡La Nidia abajo y el Hugo arriba, señora!”

A pesar de mi enorme vergüenza y turbación trato de negar la veracidad de lo que afirma La Pelutzky a los gritos y con voz de urraca.

Hay algo en el rostro y el tono de voz de La Peluzky que me desorienta y me da náuseas. No tengo la más mínima idea de lo que está pasando, pero me doy cuenta de que La Pelutzky —a pesar de estar diciendo lo que hicimos tal como lo hicimos— habla de otra cosa. Tengo certeza de que esa acusación, en su boca significa otra cosa, que es muy diferente de ese beso número tres de las comedias románticas de Hollywood que mi novia Nidia y yo nos dimos sobre la camilla de la Packard ’38.

Me asalta el pánico cuando mi cabecita de nene de nueve años vislumbra que tal vez exista la posibilidad de que el beso número tres de las comedias románticas de Hollywood signifique alguna otra cosa diferente de lo que uno ve —en la pantalla grande y en Technicolor del cine San Martín del padre Géner— cuando Rock Hudson se lo da a Doris Day en la cama. 

Por la cara de la Señora de Diez también me doy cuenta de que ella y La Pelutzky saben de algo que Nidia y yo ignoramos, y que es de eso que ellas dos ahora hablan con sus miradas. Lo que La Pelutzky dice significa esa otra cosa que la Señora de Diez conoce muy bien y entiende con exactitud. Eso debe ser cosa de grandes. Entonces me queda claro que es totalmente lógico que ni Nidia ni yo podamos significar (ni darnos cuenta de) esa otra cosa de la que hablan La Pelutzky, la Señora de Diez y el Cine San Martín cuando hablan del beso, porque nosotros dos tenemos tan sólo nueve años y todavía tenemos que crecer un poquito más.

Por ahí es también de eso que la Señora de Diez hablaba con Pancho en la cabina de la Packard ’38 mientras atrás el coro de La Delegación gritaba y Nidia y yo nos dábamos el beso número tres de las comedias románticas de Hollywood. Vaya uno a saber.

Roja como los granos de las granadas que me baja del árbol la mucama de casa, Ester Cándido, cuando voy a visitarla a su casa de la bajada de piedra, Nidia se pone a llorar, alto y a sollozos, como una nena, como la nena de nueve años que es, y dice que sí con la cabeza, dice que sí: que nos besamos sobre la camilla de la Packard ’38.

Increíble. Nidia me contradice y confiesa que nos besamos en la camilla, yo arriba y ella abajo, tal como dijo La Pelutsky.

 

Nidia llora sin parar; sigue llorando, y va llorando por todo el camino del corredor y más. Llora desde el salón del tercer grado en el segundo piso hasta la dirección, a la entrada de la Número uno; esa oficina donde trabaja el director de la escuela, Salaberry, hacia donde la Señora de Diez nos lleva de la mano. Nidia camina llorando sin parar, los mocos y las lágrimas cayéndole sobre la pechera tableada almidonada impecable del guardapolvos bien planchado porque Nidia es muy aseada y aplicada y su nombre está en el cuadro de honor al lado del Salón de Segundo grado adonde está mi hermana Pupi que todavía no sabe nada de que nos dimos el beso número tres de las comedias románticas de Hollywood, yo arriba y Nidia abajo, como dijo La Pelutzky, pero que ahora ressulta que significa otra cosa.

La Señora de Diez catamarqueña que no es del pueblo nos sienta en el banco frente al busto de O’Higgins y entra a la dirección para hablar con el director Salaberry. Al principio hablan y nos miran; pero un poco después mientras hablan me miran solamente a mí.

Con respecto a Nidia, todo se transforma en lo que pasa con los clientes cuando nosotros los nenes pasamos por la joyería. Para los clientes, no existimos. Ahora Nídia es los nenes y Salaberry y la Señora de Diez son los clientes. Nidia dejó de existir.

Pero a mí sí que me miran todo el tiempo. Pienso que La Pelutzky y la Señora de Diez piensan que soy grande. . . y me miran; me miran y hablan mirándome.

Yo me hago como que no me doy cuenta, pero claro que yo también —como si fuera grande— miro y me doy cuenta muy bien de que la Señora de Diez le está diciendo a Salaberry que Nidia y yo nos dimos el beso número tres de la comedias románticas de Hollywood en la camilla de la Packard ’38. Pero no se lo dice como pasó, sino como la otra cosa diferente que La Peluzky le dijo con las mismas palabras a la Señora de Diez, pero que significan algo diferente. Esa otra cosa.

Tiemblo fuerte fuerte fuerte porque me doy cuenta de que ahora todo se trata de esa cosa diferente de grandes —esa que ni Nidia ni yo entendemos porque los dos tenemos que crecer un poquito más. ¿No les dije que tenemos los dos nada más que nueve años?

Lo más extraño es que después de hablar un montón, la Señora de Diez sale, me dice que el director Salaberry me llama, agarra a Nidia de la mano y se la lleva, todavía llorisqueando, de vuelta para la escalera del fondo, que va al segundo piso donde está nuestro salón de Tercer grado primario. Me deja solo, ahí, en la puerta de la dirección y se va con Nidia.

 

Abro la puerta de madera de la dirección. La puerta tiene varios vidrios y una cortinita de voile transparente; cuando uno la abre hace un chirrido feo que parece de película de miedo. Adentro hace mucho más frío que en el hall de entrada. Salaberry —sentado ahora a su escritorio— lleva un guardapolvos blanco como nosotros, pero con varias lapiceras que no son de mojar sino ‘fuente’ en el bolsillo de arriba del corazón. Nunca escribí con una de esas, pero a la joyería llegaron unas Parker negras con virola y pluma de oro. Sí papá se agarra alguna, le voy a pedir que me deje probarla. Tratando de hacer letra linda, voy a escribir NIDIA.

Salaberry me mira muy serio, con la misma cara de la Señora de Diez y de La Pelutzky. Sin una palabra, abre el primer cajón de la derecha —de su derecha, no de la mía. Si yo fuera Salaberry abriría el de la izquierda, porque soy re-zurdo. Mamá dice que hasta cuando me ayuda a ponerme los pantalones, yo levanto primero la pierna izquierda, pero yo lo hago sin darme cuenta. Me sale así. Salaberry saca un cuaderno, lo abre, lo da vuelta para que quede mirando para mi lado y me dice.

—Pezzini, usted sabe muy bien lo que hizo, cómo lo hizo y dónde lo hizo:  nada menos que durante un velorio. La suya es una acción indisciplinaria MUY SERIA. Vas (ahora me tutea, creo que decidió parar de camelear) a firmar el Cuaderno de disciplina y te me vas a tu casa. Voy a convocar una reunión de docentes para decidir la actitud a tomar al respecto. Tenés a llevarle una nota comunicandoles esta indisciplina a tus padres, y para que vengan a verme. Cuanto antes.

El director Salaberry escribe en una hoja ‘con membrete’, como las de la joyería, pero en vez de Joyería Pezzini tiene escrito Escuela No. 1 General José de San Martín. Me dice “Esta es la comunicación y una cita. Tus padres tienen que venir a verme cuanto antes, como te digo”. Salaberry me entrega el sobre con la cita y entonces sucede lo que menos me esperaba: me hace probar una de sus lapiceras ‘fuente’. Con la mejor letra de la que soy capaz —que no es muy linda porque soy zurdo y por lo tanto tengo letra fea— firmo mi nombre y apellido completos en el Cuaderno de disciplina.

 Por último, el director me dice que me vaya a mi casa. No son ni las tres de la tarde, creo. Salimos a las cinco, cuando Huqui toca la campana del patio cubierto. Me está mandando antes.

Cruzo la plaza sordo y mudo, y entro a la joyería para sorpresa de mamá, que está llevando los libros de contabilidad sobre una de las vidrieras bajas del negocio. Sin palabras, le entrego el sobre de parte de Salaberry. Mamá lo abre, lee lo que está escrito y ella también se pone blanca, como todavía debo estar yo, seguro.

Lo que sigue es largo, complicado y es difícil de explicarlo para mí porque todavía tengo que…. bueh, ustedes ya saben el resto.

 

El lunes siguiente vuelvo a la escuela. Mamá ya fue a verlo a Salaberry; la reunión de docentes ya se hizo también. 

 Si yo me sentase a esperar para enterarme qué pasó, me moriría esperando: no se habla más del asunto. Siempre me quedará la intriga de lo que pasó. Sobre todo de por qué ni papá ni mamá me dicen nada. No me retan ni me dicen una palabra al respecto. Yo, como estúpido no soy, no pregunto tampoco. No hay que hacer olas. 

Ni siquiera La Pelutzky vuelve a mencionar mas el tema.

El Masca Bonini dice que mientras el papá y la mamá tomaban mate en la cocina, escuchó que su papá le decía a su mamá que “ese asunto no pasó a mayores porque el que se mandó la cagada fue el chico de Pezzini. Si hubiera sido otro, ni a palos seguía en la escuela: Lo expulsaban seguro… si hasta en la iglesia se habló de lo que sucedió en esa ambulancia”.

Me tengo que ir a dormir porque por el Canal 7 ya dieron el noticiero de las diez y cenamos hace rato. No obstante, no puedo subir las escaleras para ir a acostarme sin antes confesarles que esa noche del entierro del angelito, Nidia y yo no sólo entendimos algo sobre el amor y la muerte, sino que también apareció esa otra cosa que amputó un pedazo de nuestra niñez.

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San Francisco, California. Sábado 2 de junio de 2018

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