
Hace unos días escribí lo siguiente:
“Una publicación nueva por semana, eso es lo que me gustaría (escribir) y lo que en principio me había propuesto. ¿Qué es lo que se interpone y dificulta ese proyecto? He llegado a la conclusión de que lo que se interpone es la vida real. Tal vez, la intensidad de la vida real. (. . . ) Bajo otra óptica (. . .), existe otro conflicto que de algún modo está relacionado al método de mi proyecto: ¿Cómo voy a hallar fresca inspiración si me someto a mí mismo a un sistema que me transforma en alguien que debe crear de acuerdo a un mecanismo de relojería; o al menos, de almanaque? Si me esclavizo a esa cronología metronómica, ¿cómo hallo inspiración para generar un texto con un poder de atracción tal que le despierte quince minutos o media hora de interés activo a quién me lee —y además le provoque algún tipo de placer considerable?”
Bien, desde hace un tiempo estos textos para esta columna dominical —que mi intención o mi deseo los pretendía ‘semanales’, han dejado de serlo. Por ejemplo; no he publicado nada desde mi crónica titulada “Desde el epicentro”, donde describía los estragos del Coronavirus aquí en Nueva York y en los Estados Unidos. De eso hace ya veinte días, y el artículo comenzaba de la siguiente manera:
“Estoy en el epicentro del epicentro: la ciudad más afectada del país más afectado por el virus Covid-19 de todo el mundo. Hasta la fecha, el número de infectados por el Coronavirus en Estados Unidos de Norteamérica se cuenta en setecientos diecisiete mil (717.000) con un total de fatalidades de treinta y cinco mil cuatrocientos cuarenta cuerpos (35.440), de acuerdo a los números de hoy, sábado dieciocho de abril de dos mil veinte. En términos absolutos, estas son las cifras más altas del planeta.”
En la primera de mis dos citas de arriba (pertenecieente a un escrito mío de hace bastante tiempo, titulado «Bloqueado»), digo que lo que me impedía satisfacer mi deseo de escribir un texto nuevo cada semana, en esa instancia era la intensidad de la vida.
Cómo podría yo imaginar (en París, donde me encontraba en ese momento y expresé esa queja), que hoy —sentado a mi escritorio de los Estados Unidos— me hallaría también silenciado, pero esta vez por la intensidad de la muerte.
Comparen las cifras de aquel artículo anterior mío sobre el Coronavirus con las de hoy. El número actual de infectados en este país es de un millón trescientos veinte y siete mil doscientos veintinueve (1.327.229) y la cantidad de muertos ha alcanzado los setenta y ocho mil ochocientos cuatro (78.804). Ambas cantidades, desde el dieciocho de abril hasta hoy, se han duplicado. Las consecuencias de la acción del Covid-19 nos afectan con una violencia inesperada y desmedida. Nuestro raciocinio —y nuestras reacciones, por ende— se hallan obscurecidas, neblinosas y confusas ante esta nueva versión de la realidad. Esta última ha dejado de ser concreta, ya que —como bien lo coloca el escritor francés Michel Houellebecq en una nota suya de esta semana que finaliza— sólo es posible expresarla por medio de cifras numéricas, lo que la transforma en una mera abstracción cuantitativa.
Me quejaba en París porque la intensidad de la vida real (de la realidad) no me dejaba escribir. Hoy no puedo escribir porque la muerte ha transformado la experiencia existencial en algo tan irreal como la inmaterialidad de lo abstracto. Y este es el mundo en el cual nos hallamos inmersos con pavorosa naturalidad. En esta observación estoy de acuerdo con el literato francés, quien es un especialista en la detección, observación y articulación escrita de los aspectos más despiadados de la existencia humana posmoderna. De nosotros, hoy.
Esta pandemia ha impactado la Edad Posmoderna, nuestra era, como la peste bubónica impactara la Edad Media. La Edad Posmoderna ha sido descripta como la Era del desencanto. La pandemia de Covid-19, nos halló en este estado, sin preparación psicosocial alguna para enfrentarla. No tenemos recursos internos para entenderla y comprenderla; aprenderla y aprehenderla. La ficha no cae. Creemos que nuestra conciencia funciona a velocidad crucero y estamos presentes, atentos, empáticos y conectados a esta nueva realidad; ésta que me confieso incapaz de describir aquí. Como lo denuncia Houellebecq, yo también me limito tan sólo a dar las cifras y así creo que hablo de ella —que ‘articulo’ la pandemia. Meras cifras:
Hoy a la mañana oí por National Public Radio (la Radio Nacional de aquí) que tan sólo en la ciudad de Nueva York el número de muertes equivale a un nuevo “11 de septiembre” día por medio: Entonces trato de imaginarlo: muy cerquita de mi hogar, cada 48 horas caen de nuevo las torres gemelas del World Trade Center y muere la misma cantidad de gente, unas tres mil personas. Si lo comparo con la conmoción y reacción emocional que provocara aquel ataque terrorista, puedo agregar que, ante el mismo hecho, hoy «la gente ni se inmuta”. Encerrados en su cuarentena, los individuos se hallan abocados a la tarea de inventariar cuántos bifes hay en la heladera para la semana, ver si hay suficiente leche; en preguntarse cuándo abre de nuevo la peluquería, cuándo se puede ir a ese restaurante favorito una vez más. Si los niños volverán a las escuelas o a las guarderías. Si ya se puede ir a la oficina. Si Amazon.com demora más de lo normal para entregar los pedidos.
Claro que se aplaude a los trabajadores esenciales, se canta a distancia, se conversa en el mundo virtual; se ponen memes y fotos en los medios sociales. Se trabaja vía Zoom: Algunas cosas han cambiado, pero esto es ínfimo, porque el rasgo más importante es invisible: la relativización del valor de la vida, de la pérdida de la vida, de la muerte en masa. Estamos anestesiados. Enceguecidos ante el horror.
Me callo y le doy la pluma a Michel Houellebecq. Él sabe escribirlo:
«¿Nacerán libros interesantes, inspirados en este período? Emmanuel Carrère se pregunta. Yo también me lo pregunto. Realmente, me hice la pregunta, pero básicamente no lo creo. Sobre la peste se ha producido mucho a lo largo de los siglos; la peste ha interesado mucho a los escritores. Pero sobre esto de ahora, tengo dudas. No creo ni por medio segundo en esas declaraciones del género, «ya nada volverá a ser igual». Por el contrario, todo permanecerá exactamente igual. El curso de esta epidemia incluso es notablemente normal. ( . . . ) Sería incorrecto afirmar que hemos redescubierto lo trágico, la muerte, la finitud, etc.
«La tendencia desde hace más de medio siglo, bien descrita por Philippe Ariès, ha sido encubrir la muerte tanto como fuere posible; bueno, la muerte nunca ha sido más discreta que en estas últimas semanas. Las personas mueren solas en sus cuartos de hospital o en las habitaciones de los hogares de ancianos. Y son enterradas de inmediato (¿o incineradas? La cremación está más en el espíritu de los tiempos), sin invitar a nadie, en secreto. Muertas sin ninguna evidencia, sin testigos; las víctimas se reducen a una unidad en las estadísticas de muertes cotidianas, y la ansiedad que se extiende entre la población a medida que aumenta el total tiene algo extrañamente abstracto.
«Otra cifra se ha vuelto muy importante en estas semanas: la de la edad de los enfermos. ¿Hasta cuándo conviene resucitarlos, reanimarlos y curarlos? 70, 75, 80 años de edad? Eso, aparentemente, depende de la región del mundo donde uno viva; pero nunca, en todo caso, se había expresado con un impudor tan desenfadado (*aunque Houellebecq en realidad escribe sarcásticamente “une aussi tranquille impudeur”) el hecho de que la vida de todos no tiene el mismo valor; que desde cierta edad (¿70, 75, 80?), es un poco como si uno ya estuviera muerto Todas estas tendencias, dije, ya existían antes del coronavirus; sólo se manifestaron con nueva evidencia. No nos despertaremos, después del encierro, a un mundo nuevo; será lo mismo, todavía un poco peor».
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Pleasantville, New York – Sábado 9 de mayo de 2020
Abajo: Michel Houellebecq

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