Agonizaba la década del ‘30 del siglo XX, y con ella también lo hacía el pueblo de Pilar, una colonia agrícola de Santa Fe. Las políticas económicas de la llamada Década Infame provocaban estragos. Había cerrado el molino harinero Estela, la principal fuente de puestos de trabajo. También estaban vacíos los talleres ferroviarios. La desocupación hacía mella en el tejido social del pueblo. Y los jóvenes se marchaban a la ciudad de Santa Fe (a 63 kilómetros de distancia), a Rafaela (38 kilómetros) o a Rosario. Nada nuevo en la Argentina circular, que repite sus dramas.

El pueblo, que hoy tiene 7 mil habitantes, fue fundado por un inmigrante alemán, Guillermo Lehmann. Era empresario y periodista, pero en la provincia de Santa Fe, donde se afincó, lo recuerdan por sembrar de localidades su geografía. La ciudad de Rafaela, Ataliva, Susana, Angélica, Humberto Primo y la que lleva su nombre, Lehmann, son frutos de su espíritu emprendedor. La Colonia de Pilar comenzó el 30 de abril de 1875 con el establecimiento de un grupo de doce familias que se dedicaron al agro. Finalmente, ante la falta de documentación, se acordó fijar la fecha de la fundación el 1° de enero de 1876, cuando se acreditó en forma oficial la venta de terrenos.

Pero todo el esfuerzo de los descendientes de esos gringos fundadores se desbarrancaba. Gente acostumbrada al esfuerzo diario, bajar los brazos no era una posibilidad. Sólo hacía falta que alguien se pusiera al frente para sacudirles la desazón. Y aparecieron. Los “héroes” fueron el cura del pueblo, Venancio Cruz; el maestro primario, Máximo Manetti; y el dueño del negocio de ramos generales, Antonio Tavernier. Ellos organizaron una comisión de vecinos para debatir el destino de Pilar y generar fuentes de trabajo. Más que hablar, pusieron manos a la obra. Al trío inicial pronto se sumaron Francisco PochettinoSilvio Levri­noSebastián Miloni Domingo Oliva, entre otros.

El primer intento fue una fábrica de cosechadoras, pero hubo algunos desacuerdos y naufragó antes de lanzarse a producir. El segundo, el que prendió, hoy quizás parezca alocado. Contactaron a un fabricante de pianos de la ciudad de Santa Fe, José María Alcayde. Este hombre ya tenía una fábrica de esos instrumentos en la capital provincial, y había sido galardonado varias veces por la calidad de sus productos. Lo convencieron de mudarse a Pilar y en 1939 arrancó la producción. Durante las cinco décadas que siguieron, La Primera fue el orgullo del pueblo.

Para entender este fenómeno hay que situarse en la época. Por entonces, una de las aspiraciones familiares era tener un piano en el living de la casa. Muchos sabían tocar algún instrumento, y era habitual que en las reuniones los niños y niñas de la casa dieran un concierto para tíos, primos y abuelos. En esos años, la brecha generacional no estaba tan marcada: por lo general, los hijos pensaban, se vestían y hasta oían la misma música que sus padres.

Cuando Alcayde dejó el emprendimiento un par de años más tarde, lo reemplazó el español Francisco Santandreu, que ya colaboraba con él. La fábrica pasó a llamarse La Primera. Uno de los impulsores de la incipiente industria, Francisco Pochettino, fue designado como el primer presidente del directorio. El dinero para poner en marcha el negocio lo pusieron los propios trabajadores, que se convirtieron en accionistas. El artículo 3° de su Estatuto decía: “Se constituye la Sociedad con el objeto de explotar en Pilar una fábrica de pianos y sus accesorios, la fabricación de toda clase de instrumentos musicales, una fundición de metales, o cualquier otra industria derivada de la utilización de las máquinas e instalaciones que posea la fábrica. La Sociedad tiene facultad de establecer sucursales y agencias, dentro y fuera del país, por su propia cuenta o en Sociedad con terceros, para la comercialización de los productos que elabore y la venta de cualquier artículo relacionado con el ramo de la música.” El emprendimiento logró aglutinar alrededor suyo al resto de los habitantes de Pilar. Era el emblema del pueblo, que en la época de auge de La Primera tenía 10 mil habitantes, un tercio más que en el último censo.

El primer año salieron de la fábrica 24 pianos. Los hacían de 1.35 metro de altura. Poco a poco, se fueron perfeccionando. Con Santandreu, el método de producción varió y se cambió la medida a 1,10 metro de altura. Fueron un suceso comercial. Como contó Herison Chiosso, uno de los antiguos operarios, en una entrevista que brindó al diario El Litoral en el año 2000, la producción se dividía en secciones: “Estaba la carpintería gruesa, la herrería donde se hacía el matrizado de clavijas y la perforación del armazón, la de armado de los puentes y la caja armónica, la carpintería, la de encordado donde se construían las bordonas del piano, con el acero y el cobre, la de enchapado .donde se le ponía el traje a la madera- y la de rearmado en un sector… En otro, estaban los que fabricaban las máquinas, las perforaciones de los mecanismos, el teclado, le daban el lustre y el terminado. También se hacía acá la afinación, que dejaba los pianos listos para que se pudieran tocar”.

En un comienzo, el acero para las piezas se importaba desde Alemania, Estados Unidos o Francia. La madera que se usaba en los pianos (pero también en la fabricación de muebles, que se hacían allí mismo) llegaba desde la mesopotamia argentina y desde el exterior: cedro brasilero, mara boliviana, petiribí, viraró, pino de Brasil, guatambú, algarrobo, álamo y ébano. Más tarde, los encordados se hicieron con acero proveniente de Suecia y el casimir (el paño que cubre los “martillos” que golpean las cuerdas: cuanto más grueso, más grave es el sonido) se traía desde Inglaterra. La fábrica llegó a ocupar 6.290 metros cuadrados, y en su mejor momento, durante los primeros cinco años de la década del ‘60, producían entre 110 y 120 pianos por mes. Único en su tipo en la Argentina y en Sudamérica, el emprendimiento le daba trabajo en ese lustro a 230 familias.

Los pianos se comercializaban en todo el país bajo la marca Burmeister. En Buenos Aires por ejemplo, los vendía la Antigua Casa Nuñez. Pero también se exportaban a Suiza (en 1969), a Italia (en 1974) y a países de la región como Bolivia, Ecuador, Venezuela, Perú y Paraguay. Era una de las 15 principales fábricas de pianos del mundo. Uno de los orgullos era el Libro de Visitas. Allí estamparon su rúbrica, entre otros, el compositor de tangos Lucio Demare, los folcloristas Hermanos Abalos, el pianista italiano conocido como “el príncipe Kalender”, el acordeonista francés Feliciano Brunelli o la poetisa chilena Gabriela Mistral.

Cuando la moda cambió y aparecieron los teclados electrónicos, los pianos se empezaron a vender menos. La Primera comenzó, entonces, un lento declive. Según el Libro del Centenario de Pilar, en 1976 la producción había mermado hasta llegar a los 600 pianos por mes. Pero de la planta ya habían salido 22 mil pianos.

Al auge de los órganos y la falta de interés por los pianos acústicos se le sumó la política económica de Martínez de Hoz. En 1986, periodistas de una colección de fascículos llamada Historias de la Argentina Secreta se acercaron a Pilar. En el número 11 de la publicación (se editaron 100), llamado “Pilar, un pueblo y sus pianos”, el gerente de la planta, Manuel Feijoó, señala con tristeza que “año a año nos vamos sacrificando más en la producción, en los elementos que tenemos. En esta fábrica, hace casi treinta años atrás se hacían 110 pianos mensuales. Pero allá en el ochenta comenzamos a bajar la producción ya que no había casi ventas: la gente de la república había perdido su poder adquisitivo… Hace ocho meses que no se vende un piano en una casa de música. Nos mantenemos con un plan de ahorro para vender el piano en cuarenta cuotas mensuales. Mientras tanto, hacemos otras cosas como taburetes. banquetas o juegos de living. Pero hemos bajado otra vez la producción de pianos, que ahora anda apenas en los 22 o 23 mensuales”.

De aquellos trabajadores que transitaron la agonía de la fábrica quedan muy pocos. Patricia Bracamonte es una de ellas. Cuando ingresó contaba apenas con 15 y sus compañeros le decían “La Chilindrina”, porque usaba el pelo atado con dos colitas. “A mi me encantaba y hasta hoy, cuando me encuentro con alguno, me llama ‘La Chili’”, le cuenta a Infobae desde Pilar, donde nació hace 57 años y continúa viviendo. Su comienzo en La Primera fue fortuito: “Entré a trabajar de sirvienta en la casa del gerente que manejaba la fábrica, el señor Feijoó. Eran las 12 del mediodía y me dijo ‘vos no servís para esto, te tenés que meter en la fábrica’. Y me llevó. Entré en la sección lustre. Me mandó con un jefe, de apellido Sarich. Le dije que no entendía nada de ese trabajo. Los primeros días fueron de terror, pero le agarré la mano y me encantó. A los cinco años me ascendieron a otro pabellón, de media terminación, y luego pasé a terminación. Ahí lustraba, empapelaba los pianos, les ponía unas maderas y así salían para exportarlos”.

En 1990, según recuerda, un empresario italiano de apellido Picconi compró la fábrica y la sentenció a muerte. “Lo sacaron a Feijoó y mandó gente de Buenos Aires para que se haga cargo de la administración. Pero ya no era lo mismo. Hicieron todo mal. No sé qué vinieron a hacer, pero no le llevaban el apunte. Importaron pianos de Rusia en vez de fabricarlos acá. Eran de mala calidad, y la empresa se fue a pique hasta que cerró”.

Finalmente, en marzo de 1992 la fábrica bajó la persiana. Patricia fue la última que atravesó la puerta de salida. “Irme de allí fue algo muy triste. Yo tenía una vida ahí. Éramos todos compañeros, era como una segunda casa. Un día me dijeron ‘no vengas más’ y adiós. La última que salió fui yo junto a dos compañeras”.

A pesar del dolor, Patricia se recuperó. Con su esposo -que había trabajado tres meses en La Primera- tienen una pequeña carpintería. Y ella sigue lustrando la madera, como aprendió cuando hacía la terminación de los pianos. “Me encantó el oficio que aprendí, y no lo voy a dejar”, agradece.

Donde estaba La Primera hoy funciona Pietcard, una empresa que elabora equipos electrónicos para motocicletas. Michael, uno de los hijos de Patricia, trabaja allí. Un día le contó que vió su nombre escrito en una de las paredes, junto con otros nombres. “Cuando vimos que todo se terminaba, los escribimos los que trabajábamos ahí. Después supe que pintaron esa pared…”

En Pilar aún viven algunos ex empleados del histórico emprendimiento. “Casi todos son todas personas muy mayores. A veces hablamos, algunos están en el hospital, ya internados…”, cuenta Patricia. Otros se fueron, dice con nostalgia: “El señor Feijoó se mudó a Esperanza, y allí murió. A su esposa la vi hace un tiempo… Si él hubiera estado, no nos fundíamos. Nos dijo una vez ‘voy a luchar para que no cierre’”.

La fábrica cerró, pero los pianos, como la música, siguen tocando. Hoy, en Mercado Libre, un piano Burmeister en buen estado se cotiza en más de 600 mil pesos. Y todavía afinan en “La 440″.

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