En las más antiguas sepulturas del cementerio de la Recoleta es común hallar, junto con la familia, a los criados de mayor confianza; aquellos que acompañaron a sus amos toda la vida. El caso más divulgado se encuentra en la bóveda de la familia de Bernabé Sáenz Valiente, ya que una placa lo confirma: “Catalina Dogan, en su humilde clase de sirvienta, fue un ejemplo de fidelidad y honradez”. Nosotros nos ocuparemos de una mujer que descansa en otra bóveda histórica. Nos referimos a Victorina Romarí, criada de los Bioy.
Su padre, el negro Timoteo, fue cochero de la familia (compuesta por Juan Bautista Bioy, Luisa Domecq e hijos) desde 1840, aproximadamente. Su mujer –cuyo nombre desconocemos–, también sirvió en la casa. Lo mismo ocurrió con los hijos, a medida que fueron naciendo: Salustiano, Bernardo, Daniel, Isidro, Sixta y nuestra mencionada Victorina, entre otros. Hacia mediados de la década de 1880, Timoteo ya se había ganado el cariño de los chicos de la casa, que lo llamaban Tata, pero llegó el tiempo de retirarse de la actividad. Su pelo se volvió cano y solía mencionar que se había convertido en tordillo (en relación al pelaje del caballo, mezcla de negro y blanco), para luego estallar en una carcajada. Su retiro no presentó muchas variantes. Solía sentarse al aire libre para fumar cigarrillos armados y contar cuentos, además de reírse mucho. Solo se ponía serio ante la presencia de su hijo Daniel, quien había tomado la posta para convertirse en el cochero de la casa. Timoteo sentía gran admiración y respeto por su hijo.
Entre los niños Bioy –Javier, María Luisa, Virginia, Pedro Antonio, Juan Bautista (h), Adolfo, futuro padre del escritor, Enrique y Augusto–, las preferidas fueron sus niñeras, la morenas Sixta y Victorina. La primera murió jovencita, víctima de la tuberculosis. Victorina, en cambio, acompañó a la familia durante décadas. Cuando tenía cerca de 30 años, Luisa Domecq de Bioy, quien solía decir que Victorina era su ministra de Relaciones Exteriores, le anunció que le pagaría. La negra no quiso saber nada. El recuerdo familiar es que la criada pidió que por favor no le hicieran eso y se puso a llorar. Los Bioy se las ingeniaron para disfrazar la paga en forma de regalos, incluso en algunos casos, de dinero. Lo que nos lleva a preguntarnos si no será que Victorina –quien, como todos sus hermanos, no alcanzaba a familiarizarse con el idioma–, tal vez entendió que le había dicho que le iban a pegar.
Lo cierto es que a través de los años la criada acumuló una pequeña fortuna, ya que nunca había tenido la necesidad de gastar en nada. Es más: cuando los Bioy hicieron su testamento, legaron a la fiel Victorina cincuenta productivas hectáreas en Olavarría. Ella, en cambio, no tenía descendencia. Sí, gente muy querida: en su testamento ordenó que el campo pasase a manos del menor de los Bioy, Augusto, a quien había criado desde chiquito. El dinero ahorrado lo repartió entre los numerosos nietos de la familia. Cada uno recibió quinientos pesos al morir Victorina. Entre ellos, Adolfo Bioy Casares. Tanto el escritor como la fiel criada descansan el sueño eterno en la Recoleta. Victorina en la bóveda de los Bioy. Adolfo en la bóveda Casares.
DANIEL BALMACEDA
Publicado el 03.12.14
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