¡Oh, mis hermanos, conciudadanos míos, mis queridos coterráneos baraderenses! ¡Cómo vuela el tiempo! ¡Cuán inesperada, insospechada e insoslayable resultó ser la realidad futura!
¡Parece que fue ayer!
Parece que fue ayer que caminábamos por las calles medio desiertas del pequeño pueblo, compuesto de un damero escueto de unas pocas calles asfaltadas, no mucho más numerosas que las filas horizontales y verticales de cuadros blancos y negros del tablero de ajedrez. Y de ahí en más, …. el campo.
Parece que fue ayer que nos dispersábamos como una bomba de fragmentación hacia los cuatro puntos cardinales de Baradero desde la puerta del Instituto Santiago Ferrari, de la Escuela Juana Berisso, del Instituto San José, o de la Escuela de Educación Técnica N.1, ni bien daban las doce y media; o algunos días, entonces, las trece quince.
Todos de guardapolvos blancos, con nuestros encendedores Carusita o nuestros fósforos de cera Luxor, encendíamos los puchos negros Particulares sin filtro o Jockey Club king size rubios con filtro en la vereda misma del colegio. Desfilábamos nuestra fresca adolescencia de pucho en mano, pero vestidos con nuestros absurdos guardapolvos blancos. Muchachones y chicas púberes, caminábamos apresados pero displicentes rumbo al almuerzo familiar, o a la merienda vespertina, según el turno.
Solos o en grupos, cavilábamos la tarde en la plaza, o entonces bromeábamos crueldades adolescentes en los bares locales. Comentábamos las alternativas dramáticas de la jornada escolar, de la clase de matemáticas, de física o francés.
Sin noción alguna de lo que nos deparaba el futuro —sin concepto de futuridad en absoluto, diríamos hoy— existíamos sumidos en el eterno presente que otorga la omnipotencia de esa edad de maravillas y portentos.
Éramos todos niños nacidos durante el boom demográfico de la posguerra. Como más tarde, al fin de la Guerra Fría, se equivocaría el politólogo Francis Fukuyama, la sociedad global ponía fe en que el fin de la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración nazis del norte europeo y las bombas de Hiroshima y Nagasaki habían signado un “Fin de la historia”. A partir de ahí, hermanitos y hermanitas, no más guerras, no más pestes, no más calamidades. Con la lección bien aprendida por medio de sangre, sudor, lágrimas y muerte masiva, nunca más reinaría la Peste Negra, nunca más se esparcirían más millones de cadáveres civiles y militares por las calles de las ciudades y por los senderos de las campiñas. Todo eso era pasado; de ahí en más, la celeste eternidad de una paz inamovible imperaría absoluta. Esas necedades.
¿Cómo podríamos imaginar que un día nos depararíamos con un Medio Oriente en llamas, o con la masacre insalubre e incurable del SIDA, o un hoy-Covid? Esa tierra, el Medio Oriente, para nosotros tan sólo existía en los cuentos de Las mil y una noches; en Aladino y la lámpara maravillosa, en Alí Babá y los cuarenta ladrones, en El ladrón de Bagdad; en las historias legendarias de los hombres azules de Marruecos, de los beduinos, en las comarcas de los Sheiks, Rajás, y alfombras voladoras, harems y tiendas en medio del Sahara, de caravanas de camellos portando mercancías, quienes desfilaban en fila india por el desierto, durante semanas o meses, a través de arenas eternas e interminables, interrumpidas tan sólo por oasis y espejismos portentosos.
¿Cómo íbamos a imaginar que un día bombas norteamericanas caerían sobre el sudeste asiático destrozando aldeas y arrozales, o más tarde en el tiempo, desde drones certeros mísiles teledirigidos no tripulados se abatirían sobre las poblaciones civiles de la Mesopotamia? La Mesopotamia, la tierra bíblica que, durante las clases de catecismo para tomar la primera comunión, las catequistas nos nos habían asegurado que constituía el local del Paraíso terrenal. Así como a la nuestra propia mesopotamia la delimitaban los ríos Paraná y Uruguay —el lugar original de Adán y Eva, ellas nos decían— residía enclaustrado entre los ríos Tigris y Éufrates: ¿para probarlo, no había por acaso un mapa de hule colgado en la pared del salón de la ventana de la sede de la Acción Católica, en la calle Laprida entre Rodríguez y Bulnes?
¿Islamismo? Ni sabíamos que esa tercera religión “del libro” además de la católica y la judaica, fuera algo todavía existente en el mundo real y actual. Para nosotros, chicos de pueblo para quienes Buenos Aires quedaba «allá lejos», ese otro mundo no existía; el Oriente Medio era ficción. Sólo ocupaba el espacio ficticio de los libros de historias exóticas que bajábamos —no del internet, sino de los estantes de la Biblioteca Pública local, un ambiente único enorme, casi siempre desierto, poblado de mesas y sillas, casi siempre vacías, frente a la plaza, sobre Santa María de Oro entre Anchorena y San Martín. “La señora”, una bibliotecaria rubia de rodetes e impecable guardapolvos blanco nos vigilaba en silencio desde su escritorio, que dominaba el espacio desde la derecha de la puerta de entrada, mientras nosotros hojeábamos entre susurros las páginas de algún volumen de la enciclopedia Larousse «Lo sé todo», siempre en busca del mundo que existiría más allá de nuestra aún limitada comprensión quasi-infantil del universo.
No sabíamos durante nuestro incipiente imaginario, por eso mismo descomunal pero ineficiente, nada en absoluto del inalcanzable Medio Oriente real, actual. Ese que pronto comenzaría a fissionarse a partir del establecimiento de la desafiante agrupación regional OPEP, Organización de los Países Exportadores de Petroleo. No habíamos nosotros, pobres chicos de pueblo, ni registrado en nuestra conciencia que poquitos años antes, en 1949 (el año de mi nacimiento, by the way), los ingleses les habían entregado sus posesiones en la Palestina a los judíos, quienes en ese mismo año fundarían el Estado de Israel, bien ahí, en el mágico, fabuloso, mítico Medio Oriente. El futuro también acechaba bien ahí, en ese lugar y momento crucial.
¿Fundamentalismo islámico?, ¿Afganistán? ¿ISIS? ¿Chalecos explosivos? El suicidio combatiente para nosotros había fenecido con el fin de la Segunda Guerra Mundial, en los cadáveres de aquellos pilotos kamikazes japoneses, igualmente irreales para estos nenes de la posguerra que éramos. Navegábamos entre el mundo real de la amnesia postraumática de la segunda guerra y la imaginación creadora de la ficción juvenil de ese tiempo de espera, ese hiato histórico en el que tuvimos la suerte de comenzar a crecer.
Nos alimentábamos de esos personajes de las historietas bélicas de las revistas de historietas que referenciaban un planeta histórico real pero adaptado para niños como nosotros: Hora cero, Pimpinela, Bucaneros, El Tony, D’Artagnan, Puño Fuerte. Con plata de papá o mamá, adquiríamos esas publicaciones en la librería de Emilio Bossetti, anexa al Bazar Willi, en el kiosco de Piriti o en el kiosco de la estación. Entonces nos tragábamos con pasión esas historias de guerras increíbles, desconocidas o imaginarias.
Ya en el secundario, en una clase de castellano o literatura de Fita Raggio se armó una discusión espontánea sobre las flamantes “canciones de protesta” que comenzaban a llegarnos de los Estados Unidos, en las voces de Joan Baez y Bob Dylan. En ese debate, el ala ‘conservadora’ de la clase, representada por el Jose Salaberry, éste último argumentara que en Argentina no se había desarrollado ni habría jamás un cancionero de protesta porque “en este país nunca tuvimos guerras”.
Fuera de la inexactitud amnésica del argumento (¿y la guerra de la independencia, la del Paraguay, las continuas batallas de la guerra civil entre unitarios y federales?), este razonamiento-cliché reflejaba de todos modos nuestra visión ciega del futuro y nuestra ignorancia de los intereses geopolíticos que se disputaban. Carecíamos de toda posibilidad de siquiera sospechar los encarnizados combates que pronto se entablarían entre las fuerzas de la izquierda armada contra las dictaduras militares (otro estilo de guerra civil, por otra parte). Esta beligerancia nos aguardaba a la vuelta de la próxima esquina de la historia inminente. En ese momento, ninguno de nosotros hubiera intuido o creído posible una Guerra de las Malvinas-Falklands contra el imperio británico para el tercer cuarto del siglo XX.
Vírgenes que éramos no nos dábamos cuenta de que Atahualpa Yupanki había estado cantando “protesta” desde hacía ya un par de décadas, como en ese preciso momento de nuestras discusiones en clase de Fita Raggio lo hacían también Horacio Guarany, Jorge Cafrune y José Larralde. Sentados en La Pajarera del Ferrari, no sospechábamos la inminencia y el auge del folk-rock de protesta de León Gieco, o del purísimo folklore de protesta de Mercedes Sosa y su posterior protesta fusion, cuando ella se transformara en una exiliada europea más. No preveíamos el álbum de la canción que tantos y tantos otros cantores de denuncia y protesta en folk, rock y música ciudadana engrosarían y compendiaría la Argentina y nuestras vecinas Uruguay y Chile. En un todo, ignorábamos que este cono sur compartiría en una lírica de letra y música casi en común su historia de desigualdad, discriminación, golpes de estado, dictaduras, represión y asesinatos.
Sí, éramos vírgenes en más de un sentido. Ignorantes de una realidad socioeconómica que desde siempre nos incorporaba e incluía en la geopolítica regional —que en nuestro continente se libraban «proxy wars» entre los poderes del «Primer Mundo». Porque éramos pibes demasiado jóvenes e insulares, tiernitos, aún para entenderlo, ese tiempo constituyó nuestra Edad de Oro (nuestra Golden Age). En nuestra inocencia, aún no habíamos caído de nuestro pedestal de «mayor clase media de Latinoamérica», cuando todavía conservábamos aquel brillo esencial casi exclusivo en el mundo.
Los norteamericanos y los ingleses venían a visitarnos para comprobar y maravillarse de nuestra tan singular forma de europeísmo, y de paso comprar en los locales exclusivos de la calle Florida mates y orfebrería de plata, cueros y pieles artesanales o de alto diseño y confección “de exportación”, que se exhibían en esas vidrieras impecables con carteles que rezaban “We speak English” y “On parle français”, cerquita de —o ya frente a— la Plaza San Martín de Buenos Aires. Estos turistas se hospedaban en el Hotel Plaza o por ahí cerquita, en el Claridge Hotel de calle Tucumán casi esquina Florida; o entonces en el Alvear Palace Hotel del barrio Recoleta, sobre la avenida que le diera nombre al hotel, cuando la avenida todavía estaba compuesta en su totalidad de mansiones y edificios Beaux-Arts neoclásicos, a la París Haussmaniana.
Durante la semana como el fin de semana, días útiles y días feriados, nuestras ciudades más cosmopolitas mostraban un ajetreo continuo de gente ‘entrajeada’ día y noche. ¡Cómo vestían de bien los argentinos! Los argentinos éramos gente elegante, che. Recuerdo a papá como un hombre eternamente de traje, aún por la noche marplatense de febrero, durante las vacaciones. Recuerdo que todas las tardes mamá nos bañaba a mi hermana y a mí, antes de cambiarnos en nuestras ropas “para la tarde”. Había en casa (y en las casas de nuestros amiguitos también) un código sartorio que consideraba una quiebra de etiqueta el llegar a la plaza después de las diecisiete horas sin que todos nosotros, adultos y niños no nos hubiéramos antes «arreglado como corresponde”, sin que antes hubiéramos vestido «ropa de salir». Era un mundo sin culpas ni imperfecciones y de reglas inamovibles pero cuya existencia era tan implícita y sutil que su propia existencia no llegaba al plano de lo consciente.
Baradero era la tranquilidad del hogar natal, protegido por la vigilancia mutua, tácita y colectiva. El peligro era prácticamente inexistente. La inseguridad, ni siquiera un tema. Toda la ciudad y su sociedad era una familia única y su residencia. No había casas ni coches ‘cerrados con llave’. Uno llegaba a cualquier hogar y simplemente bajaba el picaporte, empujaba la puerta y se adentraba llamando el nombre del amiguito en pos de quien uno había llegado. En las quintas y chacras del campo, la gente simplemente avanzaba batiendo palmas y anunciando “Ave María Purísima”, para entonces detenerse más o menos a la altura del aljibe, cosa de evitar sorprender a los dueños de casa de ropa interior, o alguna otra situación embarazosa similar. El «Sin pecado concebida» como respuesta era el «piedra libre» para entonces sí, adentrarse en las instalaciones.
La arquitectura del pueblo permanecía intocada desde hacía casi un siglo, excepto por los chalets de algunos audaces, como el de propiedad de Refinerías de Maíz, para los Líster en la bajada al puerto, el de Descalzo en la esquina frente al mástil; un poco más tarde el de los Veckiardo, cerca de la Cochería Drago, y pará de contar. No me acuerdo de ningún otro. Hasta el kiosco —vea uno esto, ¿eh? El kiosco—obedecía a las normas arquitectónicas específicas para tal construcción y su función: el de Piriti en la plaza Mitre, que ya he mencionado antes, una hermosa casillita oval de ladrillo visto; el de la estación, de arquitectura más moderna y minimalista, sobre el andén dirección norte; el de Skiba, que se hallaba built-in como parte integral de una construcción neoclásica, a la que no-desfiguraba ni invadía en modo alguno, sino que se fusionaba por completo mimetizándose a la misma.
Si la arquitectura de un pueblo es «la forma ideal» (platónica) pero expresa de su realidad material, me aventuraría a especular que la de-formación de la primera (de la arquitectura) podría simbolizar de modo profundo la transformación espiritual que el segundo (el pueblo) ha ido sufriendo a lo largo del tiempo.
Esta página es una foto borrosa de nuestra imperfecta inocencia infantil; de ese, por aquel entonces, presente no imaginativo de nuestra futuridad.
______________________________________
Pleasantville, New York, sábado 15 de agosto de 2020
* «La foto salió movida» es el título de uno de los textos de Julio Cortázar en su libro de 1962, «Historias de Cronópios y Famas»
Comentarios de Facebook