Yo no sé si a vos te pasa lo mismo, estimo que sí; ¿vos qué pensás?
Mirá, yo voy a hablar por mí, pero me aventuro a imaginar que actúo como el ventrílocuo de la generalidad, flaco. Pienso que esto nos infecta y afecta a todos nosotros.
Superados ya en números los 130.000 muertos y los más de 3.500.000 casos de infección de Coronavirus aquí en Estados Unidos, la rutina de más de una centena de días en cuarentena se me empieza a naturalizar.
Negros nubarrones bajo las colinas boscosas de Pleasantville. Un día más y un día menos. El color más intenso del cielo, la presencia de gente enmascarada en las calles, el ocasional ciervo que se me aparece de entre la maleza, a pocos metros de mí mientras estoy haciendo trekking por los bosques de la reserva natural de Grahan Hills’ Park, comienzan a parecer meras cotidianeidades. Lo mismo sucede con mis actividades diarias en el interior de mi pequeña buhardilla: ya he casi olvidado aquellos comienzos del año, cuando mi vida todavía despertaba con la alarma de mi iPhone a las 4 de la mañana, ya que tomaba el primer tren del día hacia la Grand Central Terminal de Manhattan a las 4:57 horas exactas, cosa de a las seis de la matina, más o menos, ya estar sentado en mi oficina. A esto último he comenzado a sentirlo como una lejana y nebulosa memoria.
En cambio, se me ha normalizado la leve oscilación entre las cinco y media y las siete de la mañana, cuando me despierto por acción de mi propia conciencia o entonces por efecto del canto de los pájaros en los árboles frente a mis ventanas. O me despierto debido al puro y simple deseo matinal de tomarme esa primera taza de café bien caliente y también de oír las tempranas noticias de la jornada (en realidad, siempre una recapitulación de las del día previo, por supuesto) en la versión neoyorkina (WNYC) de la Radio Nacional Pública (NPR).
He adquirido una serenidad neurótica que me hace caminar más despacio, desarrollar las tareas domésticas con una deliberación más lenta y metódica, y perderme en ocios no productivos, pero tan placenteros que incluyen siestas en medio de la tarde, jamás-antes dormidas. La noche se prolonga hasta más allá del comienzo del próximo día, dependiendo de la continuidad de los capítulos de la serie vía TV-cable que esté mirando en ese momento, o por la lectura discontinua pero constante de un par de libros simultáneos; o, por último, por mi dificultad para componer esta columna para BTI porque la disforia monotónica de este presente continuo y actual me impide encontrar en mi mente historias pasadas de mi pueblo o de mi propia juventud (que es el tema donde —o por medio del cual— vos y yo realmente nos encontramos y permanecemos juntos, verdad sea dicha). Mi silencio (o parálisis) de escritor nace de la realidad expresionista/ quasi romanticista, que me sacude y acabo de describirte. Aunque prisionero de la nebulosa-Covid (o por eso mismo), la veo con una lucidez y claridad diáfana, críspida y resonante. Sus paradojas:
Recordarás que al comienzo de nuestra charla especulaba sobre la posibilidad de que a vos te sucediese (o no) lo mismo que a mí (“a mi me pasa, lo mismo que a usted…”). Creo que trataba de referirme a esta percepción que trato de describir mientras, al concentrarme, compruebo que crece sin cesar: que la fortificación de mi conciencia de mi propia individualidad se afianza más y más como consecuencia o subproducto de este tiempo de suspensión en el tiempo.
Esta levitación de la realidad ha realzado la autopercepción de mi propia existencia. Este estado de soledad ferviente la ha enfatizado; este tiempo libre y despojado de compañía, todo para mí mismo, sin fecha de expiración ni huellas que me guíen hacia la estimación de un fin en algún punto de la línea temporal, recoloca mi posición y función en el universo de un modo distinto, nuevo, inesperado. No olvides que al comienzo afirmo que creo hablar por todos nosotros: La historiadora de la Universidad John Hopkins, EE. UU., sostiene que «lo que realmente marca el fin de la Edad Media (y el inicio de la Moderna) es la peste negra (bubónica)». Transpuesta esta hecatombe mundial a nuestra época presente, podría afirmar que tarde ya, al fin de la segunda década del XXI, y a causa del Covid-19, es cuando en verdad sucede “El giro del siglo”, tal como lo cantaran allá por los 60s del XX los Bee Gees: Turn of The Century. Bienvenidos a la Edad Posmoderna.
La postergación, la demora y/o directamente el aplazo de proyectos, tareas y viajes a cumplir (de estos últimos, hasta ahora ya dos) me han situado en un espacio de libertad vigilada; este hiato irreal donde el monitor de la computadora que me conecta a los medios sociales se ha constituido en la ventana hacia el mundo exterior. Personas que debía estar viendo; lugares que debía estar visitando; experiencias que debía estar viviendo se han transformado en imágenes, paisajes y retratos bidimensionales y virtuales en movimiento que observo en Facebook o en Instagram. Mis diálogos en general son cibernéticos y los interlocutores existen tan sólo cuando alguien me llama por Messenger o Whatsapp, o entonces cuando soy yo quien lo hago. Según el caso, soy el sujeto pasivo o activo de esos simulacros de socialización real.
Con toda esta libertad en la reclusión, dispongo de mucho más tiempo para reflexionar sobre lo qué como, cuándo lo como y cómo se comporta mi cuerpo dependiendo de eso que como. Describo este detalle fisiológico porque sirve de ejemplo orgánico de una conciencia mayor —más aguda— que he adquirido (o al menos, que paso a paso y día a día voy adquiriendo). En este caso, una clara percepción del estado y características del involucro físico “dentro” el cual mi “ser” (my “being”) se manifiesta en el cosmos (en alguna época hubiera escrito “mi alma” se manifiesta).
Todo esto para decir que durante y en el interior de la cuarentena de la pandemia del Covid-19 reside intrínseca la posibilidad de una revelación. No es posible nada más apocalíptico que esto. De hecho, literal: la nostálgica, agridulce —a veces, dolorosa— percepción distintiva de la condición humana.
Como a menudo decimos los argentinos para poner algo en términos explícitos y terminantes: Es más: habito en el país que constituye el epicentro de la pandemia desde el comienzo de esta crisis sin comparación. Además, y por mi edad, pertenezco al grupo demográfico de todo el estamento etario de la especie humana que se halla más amenazado por la muerte (he pasado ya a lo largo el momento de mi jubilación). Es indudable que la suma de estos factores me han generado un sentimiento de fragilidad tal que de modo paradójico lo vivo como un rejuvenecimiento. Siento mi estado de espíritu purificado, tan indefenso como el de la infancia. Desde afuera y desde adentro de mí mismo (mi país y mi cuerpo), mi existir perdura bajo amenaza continua. Esta es una nueva forma de vivir el peligro; un modo muy diferente de cómo vivía el riesgo antes de la aparición de este asesino submicroscópico que nos aniquila sin cesar y sin piedad.
En aquel entonces no tan lejano —antes de la pandemia—, arriesgaba mi vida de forma intencional y voluntaria por medio de mis deportes extremos (debo confesar que, a pesar de las circunstancias especiales, a esto último lo sigo haciendo). Me arriesgaba porque al acercarme al umbral de la muerte disfrutaba sentirme audaz. En cambio, ahora —en el día a día, excepción hecha del momento de esos deportes— me siento como el niño miedoso que una vez fui, por instancia, ante la oscuridad de la noche, después de que mamá ya hubiese apagado todas las luces dejando la casa en tinieblas.
Mi estado anímico (del ánima; o sea, el de mi alma) frente al mundo y a la sociedad en este preciso instante es el de alguien casi endeble, dotado de una humildad similar a…. a… a la de esos seres humanos, digo, cuyos derechos existen apenas en una referencia meramente teórica o en la letra escrita de ciertos artículos o enmiendas de la Constitución, que en la práctica no rigen, ya que —para esos primeros— constituyen meros enunciados.
He sido despojado de todos los privilegios. Mi omnipotencia ha desfallecido.
Si querés, vos y yo supongamos que tengo una consulta con algún especialista médico (durante estos días, lo que temo es que cualquier y todos mis síntomas puedan ser terminales).
No sé si se debe a la respiración enrarecida por la máscara, pero, sea por lo que sea, camino desde mi departamento hasta el auto estacionado a unos doscientos metros envuelto (involucrado) en una neblina no-existente, pero tan visual y sensitiva que se adapta con exactitud al silencio inusual de las calles de mi pueblo.
Llego al «Tisch Hospital» del New York University Medical Center. Mis intercambios con la recepcionista, con la enfermera que me prepara antes del ingreso del médico a la salita individual de consulta —y los que mantengo a continuación con el profesional mismo cuando finalmente éste llega y mi visita alcanza su ápex— completan diálogos donde me veo, siento y oigo existir como ese individuo frágil, endeble y humilde que te acabo de describir.
No es que yo exista y me presente en este momento como alguien asustado, triste o deprimido, no me malinterpretes. No. Lo que siente entonces y manifiesta este ser frágil, endeble y humilde en quien ahora me reconozco es una sutil pero alegre euforia, ya que al fin me hallo frente a frente con seres humanos reales. Aunque todos estemos dotados de máscaras que ocultan nuestros rostros con excepción tan sólo de los ojos, estamos allí, juntos. La especie humana se compone de seres eminentemente sociales. No obstante y en mi caso al menos, a pesar de esa dicha —en comparación a la inmensidad descomunal de este instante cósmico— quien existe y vive ese momento es un ser diminuto e intrascendente.
Tal vez sea por eso que al mismo tiempo ahora estoy mucho más presente de cómo lo estaba antes de la pandemia, anterior a la transformación que ha operado el virus.
Trivialicémoslo: no importa que el motivo superficial de este estado sensorio tan especial resida en este medioambiente neblinoso, enrarecido, ese que al principio atribuí al oxígeno deficiente por culpa de la máscara —un poco como si me hallase en medio del high que causara la acción de alguna droga. No. Sé muy bien que ahora, durante mi visita al médico, se hallan agudizadas mi percepción y recepción de la existencia de esas personas reales y en vivo con quienes me comunico. Creo que soy —y estoy con ellos— de un modo más sólido que jamás antes —lo fui— y lo estuve.
Me pregunto si —por medio de esta confesión de mis propias vivencias, mis más íntimas, las más mías de este momento— sin proponérmelo y sin fe, no hago más que cumplir mi asignatura teleológica (o sea, útil y específica) de escritor. Lo que quiero significar y veo es que por medio de este texto, también sin proponérmelo, he tratado de articular y conferirle sentido y contexto a la antigua teoría que sostiene que —en un agudo contraste a la continua consciencia (the awareness) del sentido trágico de la vida— la amenaza de la muerte magnifica la percepción humana hasta un grado insospechado: sagrado.
Para y por hablar de este momento específico desde el pensamiento mágico: años antes del nacimiento del virus Covid-19 que hoy nos redefine —y todavía yo ignorante de este futuro que constituye este hoy pavoroso, claro—, ¿es posible que no haya sido por pura coincidencia (profética) que yo decidiera que el prefacio de mi libro del año 2014, Belleza terrible, iba a expresarse por medio de estos conceptos ajenos que transcribo aquí abajo y que ahora de súbito han cobrado tanta actualidad?
Hoy en día la gente vive en habitaciones que no han sido tocadas por la muerte, secos habitantes de la eternidad y, cuando el fin se acerca, sus herederos los esconden en sanatorios u hospitales. Sin embargo, es característico que no sólo el conocimiento o la sabiduría de un hombre, pero sobre todo su vida real —y esa es la materia de la cual se construyen las historias— por primera vez asume una forma transmisible en el momento de su muerte. Así como se pone en movimiento una secuencia de imágenes en el interior de un hombre cuando su vida llega al fin —se revela una visión de sí mismo bajo la cual éste se encontraba sin tener conciencia de ello— súbitamente en sus expresiones y en su aspecto emerge lo inolvidable, e imparte a todo lo que le concierne esa autoridad que al morir incluso el más pobre desgraciado posee sobre lo que existe a su alrededor. Esta autoridad se sitúa en la fuente misma del relato. (Walter Benjamin, El cuentista)
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Pleasantville, New York; sábado 18 de julio de 2020.
En la ilustración: El Hospital Tisch del Centro Medico de la Universidad de Nueva York, Manhattan, Ciudad de Nueva York.
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