Empecemos por el comienzo: no sé si fue Bocha Arate o Justo Béyer quien tuvo la idea de identificar a su boliche de la calle Aráoz entre Rodríguez y Santa María de Oro con el nombre de una tribu africana: Dinka. Éste pueblo étnico habitaba originalmente en las riberas del río Nilo a la altura de Sudán del Sur. Sí sé que para titular su segundo bar, éste en la calle Anchorena entre Malabia y Darragueira, el mismo par de muchachos simplemente invirtió las sílabas del nombre del primer boliche: Din-ka = Ka-dín. Y así —con Dinka y Kadín— Bocha y Justo pasaron a ser los dueños del ruido y de la noche.

Listo, eso ya está resuelto. Ahora te contaré lo que quería contarte desde el principio. A eso vamos.

No tengo idea de qué horas son. Seguramente no demasiado tarde, ya que todavía llega y se va gente de Dinka. Este ajetreo crea una cierta perturbación visual de baja intensidad, lo que sólo sucede cuando se aproximan las horas finales de la ‘matinée’ del boliche. Esto, además —ya te diste cuenta—, significa que es una noche de domingo: solamente los domingos Dinka funciona desde la tarde —la sesión matinée. No obstante, una vez finalizada esta apertura en horario vespertino, el boliche después continúa abierto hasta el fin de la jornada. A ese momento conclusivo —el del final de la noche— lo designa un gesto despiadado de Bocha Arate y Justo Beyer (pero universal en la mecánica de los boliches bailables, debo reconocerlo): sin pena ni consideración alguna para con la música ni para con los pendejos y pendejas presentes —como lo hacen siempre para terminar la joda estos reyes de la noche— encienden las ofensivas luces brillantes en todas las dependencias del boliche, que hasta ese punto se hallaba en su estado natural: en penumbras. El D.J. ya sabe que en ese momento debe levantar la púa del disco que estaba tocando y anunciar por el micrófono que la jornada ha terminado y cada uno de los presentes debe dirigirse a la puerta de salida de inmediato porque Dinka está cerrando. Quienes se hallaban disfrutando de melodías bailables o arrinconados en el chiaroscuro favorable a los franeleantes y franeleros, saben que no les queda otra que obedecer estas directivas domingueras. Son parte del esquema acostumbrado. Fin de noche, che. Rajate, piba. Mandate a mudar, pibe.

Pero no estamos todavía en ese momento terminal. No. Ni así puede serlo, ya que este es el principio del relato, no su colofón. Te decía que no tengo idea de la hora, pero —por aproximación nomás, haciendo uso de los datos que te di arriba y algunas explicaciones accesorias y necesarias que vendrán— te darás cuenta de que no estamos próximos al horario de apertura (creo que a las diecisiete horas). Lo sabemos porque vemos que un grupo de flaquitos con sus pendejas ya se las están tomando hacia los bares del pueblo para seguirla con un penúltimo whisky antes de rajarse para sus casas. Pero al mismo tiempo sabemos que tampoco estamos al borde de la hora de cierre, ya que algunos rezagados todavía ascienden por las escaleras desde la planta baja —donde funciona el primer bar y es al mismo tiempo recepción y lounge. Pisan los peldaños hacia el segundo piso de Dinka. Estos retardados —perdón: retrasados, pero son re-tardados porque llegan retarde— acaban de entrar al boliche. Han pagado el ticket de ingreso al pato vica de la puerta y, como acabo de explicar, ahora ascienden al piso principal para tomarse el trago que viene incluido en ese boleto de entrada. Falta mucho para cerrar, es obvio.

El segundo piso es Dinka propiamente dicho: es ahí donde se encuentra la larga barra principal —y la pista de baile a la derecha de quien está sentado a esa barra. Detrás de la bara veo la estantería del bar con su stock de botellas, y a la derecha la cabina del disc-jockey. Ésta también se ubica detrás de la barra, en su extremo derecho. Una de sus ventanas mira hacia el frente, o sea que quien bebe sentado en una de las banquetas de la barra puede distraerse mirando cómo Carlitos El loco Dovo manipula los longplays, los brazos del par de bandejas reproductoras y los botones del amplificador y del ecualizador de sonido. Pero también desde la cabina, por la ventana lateral de la derecha, ese muchacho, quien es el D.J. de marras, también relojea la pista de baile, bien al fondo, con el hueco de la mencionada escalera ascendiente de por medio.

De allí en más, en las profundidades recónditas de ese local y separados por paredes intermedias con enormes aberturas, Dinka ofrece dos salones con varios bancos empotrados en la pared —con sus mesitas bajas de cóctel. Estas acomodaciones constituyen el salón (o lounge principal) del boliche. De acuerdo al uso estándar—o sea al procedimiento comportamental, funcional o behaviorista— de cualquier uno de este tipo de comercios— las mesas están allí para chupar y chapar. Eso es lo que se hace cuando uno se sienta a las mesas de un bailable. Caso contrario, uno permanece de pie mirando la pista con cara de boludo, vaso en la mano y meta trago tupido de acuerdo al deseo y la capacidad alcohólica de cada individuo. Acá se incluyen las minas, pero estas en general no se quedan de pie. No uso lenguaje inclusivo: cada individuo significa tanto masculino como femenino. El genérico incluye ambos géneros, ¿cachai?, como dicen en Chile.

La intelligentzia de la boite mantiene el lounge siempre en sombras convenientes a la disposición erótica de la clientela que se halla en pareja. Creo que Bocha y Justo hacen más guita en las mesitas que en la barra, y mirá que la barra durante las noches corrientes es un islote atestado de náufragos sedientos, che. Un escándalo. No, para nada: eso es de praxis en todo boliche bailable. Es parte del modus vivendi nacional de la época. La “disco” no ha llegado todavía. Pero el ruido ya es parte de la identidad de toda la juventud nacional. Andate a cualquier metrópolis del país… o a cualquier pueblucho argentino: todos sin excepción tienen sus boliches bailables con idéntico método y formato. Así marcha la diversión: es institucional. De a poco su denominación inicial, “confitería bailable”, ha cambiado por la que he estado usando: boliche bailable. O mejor: “boliche” a secas nomás.

Volviendo a la escena que relato: yo vine solo y sigo solo en Dinka. En general, es lo que hago durante las tardes del domingo, cuando impera el viento, el frío y la soledad invernal en este pueblo erigido sobre la tierra fértil de la pampa húmeda. Las ráfagas de aire helado no sólo barren la hojarasca de las veredas, sino que también apuran a ese uno que otro rezagado que camina en dirección a algunos de los cafés del pueblo o se dirige a la matiné del Suiza, del Colón o del San Martín. Mas tarde, y menor cantidad de rezagados todavía, a la sesión cinematográfica de la noche. Los cafés, el boliche bailable o las películas en cartel son las únicas alternativas de escape del melancólico y temprano atardecer del domingo. Tristeza crónica. La depre dominguera.

Yo, el domingo a la tarde, después de un par de Criadores en el Sportman, siempre decido o elijo ir al boliche: voy solo y permanezco solo, insisto. Tal vez sea porque yo también estoy aquejado del ennui (embole, pero en la versión snob: en franchute) que nos tiñe de gris el día postrero de la semana. Sí, ¡ya sé, ya sé! El almanaque le asigna al domingo el primer lugar de esos siete días, pero a esa formalidad los argentinos no le damos ni cinco de bola. Cero bola. Para nosotros, la semana se cuenta desde el lunes. Por ahí es porque el lunes es el primer día de laburo o de colegio después del intervalo del fin de semana. Dicen que en realidad es educacional. Por ejemplo, acá en Baradero, muchos de nosotros fuimos a colegios religiosos; al Ferrari o a las monjas, entonces aceptamos el dogma del folklore genealógico bíblico cristiano: ese día el tal Dios Nuestro Señor también descansó en los cielos después de haberse mandado el laburazo animalún de crear todo el universo desde el lunes hasta el sábado de esa misma semana (y no el “sábado inglés” con tan sólo medio día laboral, che; no: ese tal del Ser Supremo se comió yugándola el sábado entero: enterito, fulltime). Y es seguro que lo hizo trabajando bajo un régimen intensivo con horas extras. Sin esas horas extras hubiera sido imposible crear todo el universo visible más los agujeros negros, te darás cuenta, loco. Así que el Flaco Máximo Sobrenatural ese día domingo siguiente a La Creación hizo fiaca como todos los demás. Me pregunto hacia qué boliche se habrá encaminado al atardecer. Si fuese baraderense, la Santísima Trinidad se mandaba para Dinka, como yo; no hay duda. Amén.

Un detalle rompecabecístico: No sé por qué, pero la convención cultural en el centro baraderense es que el sábado se va a La Suiza, al Hotel de las Naciones o a lo de Vega, pero las tardes del domingo son del Sportman, sin discusión ni alternativa. Es igual con respecto a la noche: Antes de ir a bailar, uno va a Kadín, sí o sí. Unos años antes de la invención de Kadín, era obligatorio ir a Lo de Vega, pero desde que abrió Kadín, Vega medio como que kaput. ¡Ah!, de paso: no se dice “la previa”, todavía. Eso viene décadas después. Antes de ir a bailar se llama «antes de ir a bailar», nomás. Así directo.

Volviendo a las tardes y los atardeceres de ese día final: decía que el frío te espanta de las calles. Una vez que toda esta humanidad baraderense joven se enchufa en sus destinaciones respectivas, por las calles del pueblo sólo restan los domingueros (y bien que restan). Así los llamamos —en coincidente unanimidad por toda la nación— a quienes circulan en segunda velocidad dando la vuelta del perro dentro de sus autos. Van encerrados meta mate, radio y conversación. Algunos más recalcitrantes yiran de modo exclusivo tan sólo para chusmear. No sé muy bien de qué o a quién chusmean ya que el frío ha espantado al pueblo de las calles, como te jedi hace un segundo. Estos lares helados por el invierno carecen de material humano fresquito para disecar.

 Muchos domingueros acaban estacionándose al final del acceso, con la trompa del auto mirando hacia la Ruta 9, sobre el camino de tierra paralelo a la misma— incluidos ahí mis viejos dentro de su Valiant I color gris de interior rojo. De paso: en ese tiempo la nueve todavía era identificada como lo que en realidad es, si considerás the big picture, es decir la ruta en su totalidad: Se decía “La Panamericana”, no «la nueve», ni  «la ruta nueve». En Baradero, cuando uno decidía ir a ver pasar a otros giles en sus autos y camiones, decía, “¿Y si nos llegamos hasta La Panamericana?”. Creélo si querés porque a mí no me importa:  lo que llamamos hoy “la Panamericana—el rápido acceso a La Capital, o no existía o entonces se hallaba en todavía en construcción. Lógico que a la rotonda de la 41 no iba nadie. No se podía. La cuarenta y uno no existía tampoco. Por lo tanto la barranca no había sido “intervenida” (bah, abierta a topadora y excavadora), en consecuencia no existía rotonda alguna en la cual girar describiendo un círculo, ni tampoco estacionarse por ahí. No habría motivo. Era La vuelta brava: un rancherío allá a lo lejos, perros sueltos de campo (que nos aterrorizaban si pasábamos por ahí en bici) y al frente el enorme meandro principal del Río Baradero de esa zona: la vuelta brava en sí misma. Complicación para los barqueros. De resto, tan sólo el camino del tierra desierto desde los adoquines del puerto hasta su fin, en la entrada a la papelera.

Retroceso: sigo sentado a la barra y, como te anticipé, a mi lado hay una banqueta vacía pero el resto de los asientos está ocupado por minas y machos con los cuales no converso. No pasa nada entre nosotros, ni amistad ni enemistad. Simplemente son de otra barra. El gregarismo baraderense tiene sus propios códigos estrictos e inmutables. De acuerdo a un pácto tácito, sagrado y general, la gente de una barra sólo pasa el tiempo y conversa o sale con los de su barra. A esta regla sólo la interrumpe o la rompe el baile o el levante o el polvo. Si sacás a bailar a una mina de otra barra, no pasa naranja de peligroso: nada. Eso es parte del juego aceptable y aceptado. En el levante impera el multiculturalismo absoluto. Claro, a no ser que la mina tenga un macho constante. Entonces tiene dueño. Quedate sota. Para qué meterte en problemas. Lo mismo del lado de las minas. Es tabú, anatema, sacrilegio que una mina le saque el macho a otra mina. No obstante, estas reglas inamovibles son desobedecidas y quebradas más a menudo de lo que te imagines. Pero ahí se arman unos quilombos infernales que muchas veces acaban en piñas, cachetazos, sollozos, gritos y ruptura de relaciones románticas, sexuales y de amistad. Son las muchas y variadas excepciones a la regla. Tira más una yunta…   vos sabés.

Pero atención, el código rige para todos y siempre y cuando sean del pueblo, se entiende, ¿no? Uno tiene que ser local, baraderense. Sabés cómo funciona, que no sos boludo. Por eso los foráneos en general más temprano o más tarde acaban cobrando. No saben nada o se hacen los giles. Unas trompadas y listo. Pero, te lo repito y recuerdo: si sos del pueblo y te levantás una mina de otra barra, no pasa nada, y viceversa. Esto es aceptable y está aceptado de acuerdo al código tácito de las relaciones posibles entre jóvenes baraderenses. Funciona así y siempre. Es así, independientemente de que sea ella la que te saca conversación a vos, o si vos te la has atracado a ella. No pasa nada, flaco; mandate al frente tranquilo. Cuando ella se aproxima a vos, en vez de vos a ella, y te empieza a chamuyar de lo que sea, ni explicaciones hacen falta. Mandate al frente como te jedi y andá para la pista y bailate unas cuantas. Si funca, después para los bancos tapizados de cuerina negra que hay al fondo del salón, contra la pared. Otro acuerdo tácito entre los géneros y las barras: beso de lengua.

Esta es una descripción más o menos aproximada, pero también una burda generalización de la mecánica social del atraque entre los géneros, en este momento y en este lugar, no sólo en los boliches bailables sino también en cualquier bar, club, o aún en la plaza. Piedra libre para la búsqueda del amor y el sexo, no así para la amistad, como te dije. La amistad es cosa seria, macho; no la cagués ni la confundas. La cosa es así: cada integrante de una barra en términos de amistad interactúa más o menos de modo exclusivo con aquel o aquella de su propia barra. Los de afuera son de palo. Como dirían en un inglés medio forzado: en Baradero (y por doquier en el país, me imagino), en la calle todos los chicos y chicas son gangsters: cada uno con su gang. La segregación es ab-so-lu-ta, pibe. Funciona así, vos no lo elegiste, te lo entregaron hecho así, hermano.

Dicho sea de paso, beninún. Algún día te explico bien bien bien por qué este  tipo que habla acá, o sea yo, es un machista repelente, repugnante e insolente, loco. Ahora no. Pero te anticipo unas pocas palabras:  es todo una cuestión de contexto histórico; en este momento (el de mi relato, claro) los argentinos —ergo, los baraderenses— somos así, o éramos así, si mirás hacia atrás varias décadas, como en general lo hago yo para contarte de estas historias de nuestro tiempo. Por eso el —hoy despreciable— galán de la película Il Sorpasso que interpretara Vittorio Gassman, es un héroe nacional, el verdadero role model de todo machito argentino de esos años (Il Sorpasso se estrenó en 1962). Quelevachaché ¿no? Somos como somos; éramos como éramos, nomás. Y yo, este narrador, este tipo que habla acá —como te estoy tratando de explicar— en realidad te llega en la máquina del tiempo (no en “la de los dioses’). Yo, por medio de mi lenguaje te meto en un time warp (ah, ¿no sabés lo qué significa? No seas fiaca, hermano: usa el traductor del internet. Hoy es fácil). Conmigo siempre estás en el presente del pasado.

La cultura patriarcal de este momento del que vengo no sólo impera en Argentina, sino que también impera en Italia, por supuesto. La Bota europea es nuestro padre patria. Si España es nuestra madre patria, ¿quién puede dudar que Italia no sea nuestro padre patria? Aunque te suene obtuso y forzado, así te la canto yo. No te olvides de la genialidad de Jorge Luis Borges: “Un argentino es un italiano que habla en español y cree ser inglés”. Entonces, en Italia es lo mismo que acá. Fue por eso que allá en Italia es donde Dino Risi y Ettore Scola pensaron y realizaron ese film que te acabo de nombrar, Il Sorpasso. ¿No es verdad? Tiene toda la lógica del mundo. Tanto así que tanto allá en Italia y como acá en Argentina, la gente confunde al actor con el personaje, cree que el actor es el personaje. En consecuencia, Vittorio Gassman después de su papel en ese film adquiere la reputación y fama de “Bruno Cortona”, el descarado protagonista de Il Sorpasso. En la escena para mí más escandalosa, en playa La Lucciola» de Livorno, este chanta no reconoce a su propia hija y se la atraca (es divorciado y la hija es tenencia de su madre, así que no la ve jamás). En la vida real esta piba es la actriz Catherine Spaak a los diecisiete años de edad. Comprenderás todos los elementos del escándalo embutidos en esta película, ¿no? Once upon a time todos fuimos Bruno Cortona. Mea culpa. Grazie a Dio este presente es el pasado, como te informé, güevón.

Esta fotografía no sólo está medio amarillenta por el pasar de los años sino que también es bastante estática: empecé el relato acodado solo a la barra de Dinka y sigo acodado solo a la barra de Dinka. También continúan sentados los mismos tipitos y las mismas minitas en las banquetas cercanas. Siempre hay un macho o una hembra sentada en cada una de esas banquetas y tres o cuatro tipos y/o minas de pie a su alrededor en una especie de semicírculo irreductible dentro del cual rota la conversación o la discusión o la broma o la risotada medio por turno. Es un contínuum excitado y satisfactorio en el que corre tupido el alcohol y el pucho. Sigue vacía la banqueta contigua a la mía. Yo observo, escucho y pienso. No estoy ni me siento superior: chusmeo. Sin saberlo, recojo material para el futuro. Esto que décadas más tarde tecleo en mi computadora.

 Como no baila mucha gente, Carlitos Dovo aprovecha para poner la música que a ÉL le gusta y sólo esa: no le importa si el ritmo es apropiado o no para llamar a la gente a la pista de baile o para mantenerla allí, moviendo el esqueleto, como dice la cumbia. Ni siquiera le importa si es música bailable. Mete lo que se le canten las pelotas. Y a mí me gusta todo lo que a él le gusta. Carlitos loco querido; un día los dos andaremos como tortugas con su caparazón a espaldas, pero las nuestras serán paracaídas. De modo literal. ¿No la pescás? No tiene importancia. Me siento y ando medio hermético hoy: así me pone Dinka los domingos. En fin, ambos terminamos siendo paracaidistas, de modo literal.

El volumen en el boliche es diez veces más alto que el del equipo de música de casa. Insuperable. El entorno es también perfecto. Es un espacio simple y ascético; en Dinka no existe decoración. Es un boliche minimalista. Aquí impera la música, la danza, y a veces, la compañía. Gracias al loco Carlitos Dovo, en este preciso instante estoy escuchando las partes orquestales más intricadas de The Wall, por Pink Floyd… y su desesperante estribillo: 

We don’t need no education
We don’t need no thought control

No dark sarcasm in the classroom
Teacher, leave them kids alone
Hey! Teacher, leave them kids alone
All in all it’s just another brick in the wall

La melodía me entra por los oídos y se deposita directamente en lo más recóndito de mi alma. Mi disfrute y entendimiento de este sonido no tiene nada que ver con la razón, eso es lo que quiero decir. Es puro placer metafísico. No sé qué pienso, pero absorbo todo lo que llega a mi sensibilidad como si mi cerebro fuese una esponja: siento las presencias, las voces, la música. Todo me refiere a un ámbito ideal, paradisíaco. Carlitos Dovo selecciona sus vinilos y yo los disfruto.  Es para eso que los domingos vengo solo a este lugar. Así de simple tal vez sea la felicidad.

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Manhattan, 3 de julio de 2021

 

 

 

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