¿Carecés, por acaso, de todo aquello
que los necios —y yo también—
dicen ser el elemento indispensable
que genera ese gemido de placer/
que atrona y estalla en las gargantas/
y resuena en la penumbra de los cuartos/
donde se hace el amor?
No puede ser así.
Nunca la penumbra de esos ámbitos íntimos/
que encierran y atestiguan nuestros encuentros/
oyó ¡tantas palabras susurradas!
¡tantos silencios calcinados¡
—aquellos que interrumpen nuestro aliento
confundido y anhelante—
como cuando tu cuerpo, que creés
—creemos— desprovisto de proporciones ideales,
aviene a que el mío participe del milagro
de sentirse en contacto con el tuyo.
Incierta, y por cierto inexplicable
es la química que rige las leyes del deseo
y orienta su expresión.
Pero existe, sí, —sin duda— una fórmula exacta
o una excelsa ecuación inmensurable
que evocamos toda vez que estamos juntos.
Cuando tu carne ya exhausta
adormece a mi lado sus postreros espasmos
—ese dulce epílogo del encuentro amoroso—,
una rica fauna de aromas primales y salvajes
prolonga en el silencio y en el sueño
ese milagro de vida y de muerte
que me resisto a creer
sea nada más que un orgasmo.
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Buenos Aires, noviembre de 1987
Ilustración: Willi Kissmer
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