Tito Bizzotto me dijo que me pasa a buscar por casa a las nueve: Joyería Pezzini, calle Santa María de Oro 486, casi esquina avenida San Martín.

Es sábado y mis viejos salieron. Entonces no tengo que preocuparme ni apurarme para cenar ni tampoco por Tito: Tito siempre llega y se mete al baño donde me estoy dando la biaba de perfume y gomina, para usar él también mi perfume Old Spice y mi gomina Lord Cheseline azul. Sabés que para entrar a KADÍN bien no podés tener un sólo pelo fuera de lugar y el peinado tiene que ser más perfecto que esculpido con cincel en una estatua de mármol del renacimiento italiano.

El combinado estéreo Telefunken está en el living, así que para que me llegue el sonido del longplay de los Beatles, Beatles for Sale, tengo que poner el volumen altísimo; la música (¡en este momento está tocando Mr. Moonlight!) tiene que cruzar todo el living, la biblioteca, subir los tres lances de escaleras con sus dos descansos, pasar por el hall de invierno y finalmente entrar al baño.

Por suerte mis viejos andan dando una vuelta en auto, así que mi vieja no va a venir a pedirme que baje el volumen porque si no “van a volar los vidrios de las ventanas que dan al patio”. Se refiere a las ventanas del living, “y los vecinos van a venir a quejarse” (jamás lo hicieron). Pero estoy solo con el peine en la mano. Ya tomé una ducha donde me lavé cuidadosamente, inclusive metiéndome bien los dedos con jabón adentro de los agujeros de las orejas (que no es lo mismo que “los oídos”, ojo), me froté las axilas con la esponja bien empapada de jabón Lux (“el jabón de las estrellas”) y agua, e hice lo mismo con mis genitales y mi trasero; llamémoslo pudorosamente así, porque escribir el ojete queda más bruto que un chorizo seco colgado de la araña de caireles de cristal del comedor.

Lo que sucede es que el sábado a la noche puede pasar cualquier cosa: hay que estar bien limpio. El fin de noche puede acabar en unos whiskies con los muchachos en una mesa de La Suiza. O entonces puede acabar en el asiento de atrás del Valiant III de mi viejo, estacionado en algún camino de tierra transversal a la Ruta 41. Porque soy muy muy afortunado en este tipo de amor libre, las noches de sábado —muchas veces también las de los viernes y domingos— las termino en la ruta. Los vidrios se van empañando mientras la radio sintonizada en Modart en la Noche, toca canción tras canción, que selecciona y anuncia con su voz inconfundible Pedro Aníbal Mansilla. Al día siguiente, llegará la queja de mi viejo porque los asientos y el techo están llenos de pelo largo, pegados por obra de la transpiración mutua, por el vapor que nuestros cuerpos exudaron durante ese placer indescriptible que es tan nuevo y único, insospechado e inimaginable, en ésta, mi fascinante vida adolescente, tan llena de pecado e indolencia. In-ol-vi-da-ble, tan inolvidable como el bolero de ese título, que bailamos en Gongut mientras lo canta Tito Rodríguez. Pero volvamos al otro Tito: Bizzotto.

Tito conoce, u oye desde la puerta, el volumen infernal del estéreo, algo constante y normal en estas noches de ruido, así que se pega al timbre de la joyería como si estuviera siendo electrocutado—. ¿No sabe que el timbre se oye por sobre cualquier otro sonido, por alto que éste sea? Mi viejo compró un timbre tan animal como la bocina de un camión Thornycroft porque –ya que es también el timbre para los clientes— tiene que oírse desde la cocina, que es la última habitación bien al fondo de la casa. Se oye desde allí, aún con la radio que mi viejo sintoniza siempre en el Glostora Tango Club o en el noticiero de Radio Colonia del Uruguay en la voz de Ariel Delgado, quien es más intenso que John Lennon y Paul McCartney juntos. En fin; una vez que Tito se ha colgado del timbre, no me queda otra que bajar corriendo las escaleras (todavía estoy en bolas) y aprovechar para cambiar el longplay, que por suerte justo termina.

Mientras suena la campanilla ensordecedora pongo rapidito uno de Johnny Rivers, Live at the Whiskey A Go Go. Johnny comienza con la canción John Lee Hooker (buscalo y escúchalo) y yo corro hacia la joyería antes de que “este chico” —con su insistencia— “rompa las vidrieras de la joyería de tanto timbrazo” De nuevo mi vieja, jejejjeejeje: Tito primero pone el dedo sobre el timbre y allí lo deja por uno o dos minutos; después ataca con el Plan B: timbrazos cortos y continuos hasta que yo voy veloz como un rayo porque estoy en bolas, como te digo, y las puertas de la joyería son de vidrio. Ya con la voz de Johnny Rivers cantando John Lee Hooker, o sea, en-cantándome (aunque la mezcla de timbre y música produce una hecatombe sonora) me llego hasta el picaporte y le doy las dos vueltas de cerradura. Abro, Tito entra, cierro la puerta y salgo otra vez a los re-pedos para la escalera con Tito, también en velocidad, corriendo sin motivo en mi retaguardia. Cosas de pendejos un sábado a la noche.

Si hay alguien mirando la mercadería expuesta vidriera lateral a la puerta donde Tito está tocando (la otra no tiene timbre), seguro que esos clientes potenciales de joyas también ven las joyas que cuelgan de mi cuerpo. Vos me entendés. No obstante, como soy un adolescente muy inocente e imaginativo —supongo que, si soy rápido lo suficiente, mi velocidad en la operación abro/entra Tito/cierro la puerta me transforma en una especie de hombre invisible. Estoy seguro de que nadie me ve.

A este asunto de ventanas y desnudez no lo he superado hasta hoy: sigo paseándome en bolas frente a las ventanas de mi buhardilla en el tercer piso de un edificio de Pleasantville, New York. Continúo seguro de que nadie me ve, o al menos de que nadie me presta atención ni le intereso. Esto era cierto en Río de Janeiro donde todo el mundo anda desnudo y la desnudez casi total se considera el estado normal de todo ser humano. Andá hasta el Coqueirão del Posto 9 de la playa de Ipanema, si no me creés. Para que viviese la “experiencia Río” en su dimensión total, llevé a mi tercera esposa, Luitgard, “la de Berlín”, a ese punto de la playa. Le presenté a mis amigos, se armó un grupito curioso que vino a saludarme después de mi larga ausencia. Más tarde, caminamos todos juntos desde allí hasta el bar Garota de Ipanema, a unas pocas cuadritas de distancia. Éramos una barra considerable de gente casi desnuda: Luitgard vestía una tanga de crochet que habíamos comprado al llegar a Río en Salinas. Salinas es esa boutique playera de la Rua Vizconde de Pirajá donde se venden esas tangas bien a la carioca que prácticamente solo cubren la sección más baja del pubis (un triangulito menor que la factura de hojaldre que bajo el nombre de “religiosas” uno compra en la Panadería Europea de la Calle San Luis de la ciudad de Rosario. Arriba, dos triangulitos mucho menores apenas alcanzan a cubrir los pezones. Nada más. Luitgard, casi al borde del orgasmo emocional por la experiencia insospechada, camina con nosotros mientras repite incrédula, I can’t believe that I am walking naked on a public Street! (¡No puedo creer que estoy caminando desnuda en una calle pública!) En Manhattan, por otra parte, el mito generalizado es que podrías andar desnudo por la calle (o pegarle un tiro a alguien en medio de la 5ta avenida, como dijo Donald Trump) y nadie ni siquiera se daría cuenta. Cada uno con lo suyo. Pero Pleasantville es un lugar tradicional y conservador, así que tan invisible acá en mi hogar no debo ser. Ya me enteraré y te la canto como es.

Sigo con la noche del sábado. Subimos las escaleras corriendo y vamos directo al baño. Me doy los últimos toques y salgo hacia mi pieza para vestirme. Mientras tanto, Tito queda a cargo del peine, el cepillo, la gomina y los cepillos. Y el perfume, claro. Yo ya estoy peinado: me di una lambida de vaca brutal, directo de la frente a la nuca, el pelo estirado hacia atrás y pegado al cráneo como si fuese un casco de motociclista. Tito se divide el pelo con una raya en el costado izquierdo de su cabeza, a la Gardel. La raya es tan perfecta como si se la hubiese trazado con una regla de las clases de geometría de la señora de Rivadeneyra. ¡Ah!, me olvidaba: antes que cualquier otra cosa, nos habíamos afeitado ambos a la perfección con la afeitadora eléctrica Remington último modelo que mi viejo se agarró de las veinte o treinta que llegaron para la joyería. Te deja la cara tan suavecita como el culito de un bebé. Después, un buen masaje con after-shave Aqua Velva Williams y quedamos igualitos a dos maniquíes de porcelana de la vidriera de El Arca, la tienda de ropa para hombres de los Ravellino. Y listo, a vestirse, es decir, a vestirme. Tito ya ha llegado de traje negro, camisa blanca y una corbata finita verde oscuro y mocasines y medias negras. Aprovecha mi caja de zapatero y se lustra los zapatos con pomada Wassington (sic). Los cepilla y después les pasa la franela hasta que les quedan como un espejo. Los míos siempre están así, porque –de modo compulsivo—, cada vez que estoy más al pedo que timbre de tumba en mi habitación, abro mi zapatera y lustro todos mis pares hasta que brillan como brillarán como los de Tito dentro de dos minutos.

Saco del ropero un traje pied-de-poule gris y negro, una camisa blanca y una corbata —tan angosta como la de Tito, porque son la última moda— azul y negra, entretejida tan fina que parece tornasolada. A este conjunto lo compramos con mi vieja en la Rhoder’s de la calle Florida casi esquina Paraguay. A mi vieja le encanta ‘vestirme bien’. Siempre me insiste en que uno no compra “una prenda de ropa”, sino que compra un atuendo completo, caso contrario después acaba no usándola porque no combina con nada. Tiene toda la razón, doña Herminda. Mis mocasines suavecitos de gamuza gris son de Esse y van muy bien con unas medias de un tono gris como el del pied-de-poule de mi traje. Che, acá en Baradero el sábado a la noche se anda de traje, ¿me entendiste?

Ahora nos vamos al living y nos servimos unos whiskachos Johnny Walker con hielo y nos sentamos a esperar a los otros y a mis viejos con el auto. ¡La puta madre! Espero que no demoren una eternidad. Dan un montón de vueltas desde la estación hasta el centro, una bajada hasta el puerto, y por fin se estacionan a cuarenta y cinco grados en una de las cuadras de la manzana de la plaza a mirar a los otros que dan la vuelta del perro en auto o a pata.

Toca el timbre otra vez: es Osqui, “El Petiso” Amante. Tal como a Pepi Cataldo, a veces lo llamamos “El Petiso” o “El Enano”. No te preocupes, loco; esto no es ni ofensa ni detrimento: Yo soy “El Mono”, “El Cabezón” o “El Jeta” Pezzini. Y tenemos además al Burro Santagatti, a los hermanos El Caballo y Pinceleta Pontalti; al Negro Mushinga Rodríguez (“Negros” y “Flacos” tenemos tantos en la barra que ni te hago la lista: El Flaco Roli Lagar, sin ir más lejos). Tenemos al Loco Murphy, a Pan de Leche y a otros muchos de sobrenombres igualmente tan creativos que se me van de la memoria en este momento. Pero apodos de malísimo gusto o no tanto llevamos todos y cada uno de nosotros. De nacionalidades, ni se habla: El Napo Albisiño, El Tano Sahía, El Turco Jaruf, los Turcos Sued de la tienda La Flor del Día, El Chino (aunque es su familia es japonesa) Hokama,  El Ruso Iwaniszyn de la vidriería, El Português… El Português tiene un acento português fuertísimo pero después de que me voy a vivir a Brasil descubro que en realidad no habla ni entiende ni jota de ese idioma. Misterios de la vida. Por las mesas del café La Suiza anda El Jubilado, porque no labura; El Licenciado Rubén Coria —porque vivió en Méjico y allá, según él, todos los cameleros son «licenciados»; está también El Abuelo Hernández y hay un par de «Gauchos»; por último te nombro a El Entrerriano Denaday, y por supuesto que no se te pasará por alto Toscano Di Toro, quien ya estará también por en cualquier momento prenderse al timbre de la joyería. Mirá, la lista de tipos con apodos sería tan larga como la telefónica del pueblo. Dejémoslo por ahí nomás.

Osqui ya viene listo, y por eso llega más tarde. Impecable de pies a cabeza: digno hijo de su madre. Traje color tabaco y todo lo demás en combinación estética totalmente cerebral. Otro timbrazo. ¿No te dije?: Toscano Di Toro. Toscano siempre viste un estilo sport que ni las normas más rígidas podrán alterar: no se cuántos pulóveres tiene, pero seguramente deben ocupar un armario entero. Al de hoy lo lleva a lo caquero: anudado en el pecho por las mangas, dejando que el cuerpo mismo del abrigo cuelgue sobre la espalda, como si fuera una capa o un ponchito. Bajo el pulóver tiene puesta una remera de esas que después empezarán a denominarse “polo”, pero que en realidad son de tenis. La más famosa en esa época es la Lacoste y después sigue la Penguin. Los pulóveres más sofisticados son los Braemar escoceses, que venden unos importadores de la galería de la esquina de Cabildo y Juramento, en Belgrano. Toscano completa su vestimenta con jeans y zapatillas deportivas. Esto no es casual. Toscano es nuestro tenista; gana todas las partidas en el Regatas, y los domingos en los que no juega en ese club se raja a campeonatos de ciudades cercanas. Te imaginarás que después de los pedos que nos agarramos hoy (sábado) a la noche, Toscano va a esas competencias no con un hangover ni una resaca: juega y gana todavía con el pedo de la noche anterior. No sé cómo lo hace. En la barra, todos lo consideramos una especie de Superhombre. Un-fucking-believable, como decimos en inglés ante cualquier fenómeno inexplicable o increíble.

Un poco después cae Titino Gómez —vestido de full sport, como Toscano—, otro disidente anarco-nihilista. Hablando de acentos: no muy lejos en el futuro Titino emigrará a España y volverá de visita mucho después. Charlo con él en una mesa de la vereda de La Suiza y descubro en su hablar un acento tan gallego como el del actor argentino ‘en la vida real’ José Ignacio Abadal. Este actor argentino, en la ficción del filme Nueve Reinas del fallecido auteur Fabián Bielinsky, es el ‘actor español’ Vidal Gandolfo. Es por eso que comparo su acento con el de Titino: dos argentinos que hablan como gallegos. Titino entra y se manda directo al bargueño, por un vaso, hielo y la botella, como lo hicimos ya todos antes de su llegada. Titino ha entrado en la escena de La previa medio tarde, pero no importa: cada vez que arriba uno más surge una nuevaexcusa par a hacer otro brindis.

Cuando vamos por el penúltimo whisky y escuchamos a Los Pickups llegan por fin mis viejos. Mi vieja —formal como es ella— se viene directo a “hacer sala”: saluda a todos los amigos y entabla una charlita corta y superficial para mostrar que son bienvenidos, para que se sientan cómodos. Mis viejos son campeones en ignorar transgresiones. La ropa sucia se lava en casa. Las amigas de mi hermana venían todas a jugar a la canasta aquí en casa, porque acá ‘se podía fumar’. De la misma forma que años antes, cuando yo era hasta demasiado pendejo para fumar en casa, me iba a la casa de Toti Bottaro, la mamá de mi amigo Tato, también porque allá “se podía fumar”. Sólo si surgiera violencia mis viejos habrían intervenido. Lo que jamás aconteció en casa. Podríamos mamarnos como carneritos de leche y no dirían nada. Era La previa, ¿cachás? Sería poco elegante. No obstante, mi viejo, a quien Rubén El Licenciado Coria lo apodó “El Escondedor”, se va por la puerta del patio a mirar televisión al jol de arriba, así no tiene que saludar a nadie. En ese sentido, es lo opuesto de mi vieja.

Es obvio que que el living está atestado de humo de nuestros Parisiennes negros con filtro, Jockey Clubs rubios y —claro— los otros rubios, Marlboro, que van a suplantar al Jockey Club en popularidad dentro del país en muy poco tiempo. Penetración cultural yanki: a la mierda las marcas argentinas. Los Parisiennes se elaboran bajo licencia de la fábrica Caporal, que en Francia fabrica los Gauloises —los negros favoritos de Julio Cortázar, ese argentino transplantado a París. Bueno, los Parisiennes le hicieron un buraco enorme —casi rajaron del mercado— a mis negros favoritos, los Particulares. Asociación libre de ideas: debí haber dicho «las» Parisiennes. Fijate vos que Parisiennes es un adjetivo-sustantivo femenino: significa “Parisinas”. Es que cigarrillo en Francia es un sustantivo femenino. Se dice “la cigarette”. A esto sólo lo aprenderé viviendo en París dentro de muchas décadas. Varias vidas de por medio. Lo que quiera que sea que llena y contamina el living —humo argentino, norteamericano o francés; negro o rubio— mamá, ni mu. Respeto total a los irrespetuosos. Después de que salgamos, seguro que abre todas las ventanas y enciende algunas velas aromáticas.

Antes de que yo pierda la habilidad de manejar cualquier vehículo, nos despedimos de mi vieja. Todos la besamos en fila india y en fila india partimos hacia la calle —el pasaje por la biblioteca hacia la joyería, con los muebles, floreros, la escalera y todo lo demás sólo cede espacio de circulación a un peatón por turno. Una vez en la vereda, también uno a uno y por turno nos vamos apilando dentro del Valiant III. Abrimos todos los vidrios. Tito, mi ladero más constante de esa época, va sentado en el asiento del acompañante, del lado de la ventanilla, lo que en EE. UU. se llama “ir de Shotgun”. ¿Sabés por qué? Shotgun significa “escopeta”. Por supuesto que has visto películas del Far West, ¿No es así? Muy bien, entonces pensá en las diligencias que cruzan los desiertos de Arizona y Texas: ¿Quién va en el pescante? Dos cowboys “duros”: a la izquierda, un tipo con las riendas dirige las tres yuntas de caballos. ¿Y a la derecha? ¿Ves? Un tipo con un fusil Winchester del ’12. Eso se llama “ir de shotgun”. O sea, de escopeta o fusil. En EE. UU. hasta hoy esa expresión se conserva para nombrar a quién va en el asiento delantero, el del acompañante. Si nuestra salida durante La previa sucediese en los Estados Unidos, a cualquier uno del grupo que gritase “Shotgun!” se le conferiría el derecho de viajar en el asiento delantero, el del acompañante. Eso, porque lo gritó primero. Así todavía lo hacen aquí en los Estados Unidos los pibes de la actualidad. Por otra parte, también hasta el presente, en las zonas rurales es lo más común y legal llevar enganchada de forma horizontal y más arriba del respaldo de los asientos de cualquier pickup un poderoso fusil, listo para que el tipo “sentado shotgun” lo descuelgue para usarlo si surgiera la necesidad. Bueh, Tito casi siempre es el shotgun de mi auto. Nota al margen: en una cierta época muchos de nosotros anduvimos por las calles del pueblo bien armados —yo, con el Colt 38 Police de mi viejo. Si don Hugo Pezzini se hubiera enterado me habría matado él mismo, tal vez con el mismísimo Colt, para que aprendiese, jejejeje —pero esa es otra historia.

Además de Tito y yo, en el asiento de adelante y entre nosotros dos va Osqui El Petiso Amante. ¿Por qué el Petiso y por qué en el medio? Osqui Amante, ya en ese momento, era un fanático de la música, tocaba bien la guitarra y cantaba como los dioses y, como su padre, era técnico de radios y equipos de música por vocación. En el futuro sería sonidista de los mejores músicos del país y de varios del exterior. Entonces, hasta por designio oracular no le quedaba otra alternativa que hacerse cargo de la autoradio del Valiant III durante nuestros paseos. Lo hacía siempre de modo espontáneo e indefectible, también en nuestros viajes a San Pedro, a Zárate, a Campana e inclusive a Buenos Aires. Sabía no sólo hallar la mejor música, sino además cuál era la mejor música del momento. De Osqui aprendíamos sin parar. Era nuestro tipo más sabido y distinto de la barra. Traía su sabiduría ‘de afuera’. Había llegado de Gobernador Castro, no era del pueblo, y creo que ya había vivido en Buenos Aires. Tenía MUCHA más calle que nosotros, aunque su vieja —bravísima, al menos en comparación a la mía— lo tuviese cortito cortito. Osqui era una golondrina siempre a punto de volar. El genio de nuestra barra. Y así se nos voló tan pero tan temprano.

Damos una vuelta por la plaza campaneando las minas. Están todas que matan y todas van para Kadín. Es una fija. El guacho de Titino ahora saca la botella de Johnny Walker que contrabandeó de mi casa hasta el auto sin que ni mamá ni ninguno de nosotros se diese cuenta. Hermosa sorpresa: agradecidos, nos pasamos la botella un par de vueltas uno a uno, tomando tragos de whisky directamente del pico. Más cowboys, imposible. Manejando de esta manera y en estas condiciones, no es sorpresa que alguno de nosotros muriese de vez en cuando en un accidente automovilístico. Siempre creí que era inmortal, con “un dios aparte”, por haber sobrevivido esa juventud tan loca. Creo de modo ferviente en ese infantil dios aparte —hasta hoy. Teníamos un Ángel de la Guardia en Esteroides. Sigo realizando actos peligrosísimos, creeme, inconcebibles, en todo tipo de vehículo y artefacto móvil. Y sigo vivo. Por si las moscas, de vez en cuando les informo a todos los miembros de mi familia que, si muero en un accidente ciclístico, por ejemplo, entiendan que he fallecido haciendo una de las varias cosas que más placer me dan. En una de las alforjas de mi bicicleta llevo un cartel bien visible con mi nombre, mi grupo sanguíneo (cero negativo) y el teléfono de mi hija para que la llamen en caso de emergencia. Mi hijo vive en Orlando, Florida: demasiado lejos para una emergencia. Lo mismo se aplica al mar y las montañas. Te j-u-r-o. Me he hallado al borde de la muerte en incontables ocasiones y los dolores de mi estructura ósea me lo recuerdan de modo perenne. Pero, una vez más: eso es otra historia.

Hay que dejar un poco de espacio en el estómago y en el cerebro para Kadín: encaramos para Anchorena y yiramos hasta encontrar un lugar dónde estacionar. Por fin, a una cuadra del boliche hallamos uno. Es otoño, tal vez invierno. Tiene que serlo por los trajes y pulóveres y porque en Kadín no hay mesas afuera. Kadín funciona en la antigua concesionaria IKA de automóviles que fuera de los Genoud. Te dije hace pocas semanas que Kadín es una inversión de la palabra Dinka, el nombre del boliche bailable de Bocha Arate y Justo Beyer. Y te dije además que Kadín también es de Justo y Bocha, por eso lo del nombre invertido. Kadín le robó a “Lo de Vega” su primacía. Ahora Kadín tiene la hegemonía de “La previa”: la “mejor juventud” del pueblo (entre la que se cuentan los cinco chantas medio borrachos que llegan al boliche en este momento dentro del Valiant III azul del joyero) pasa por Kadín antes de ir a bailar. En este momento de nuestra adolescencia el flamante Gongut es el boliche bailable al que se va. Se localiza en la calle Laprida, no lejos de kadín, y tal vez esa sea la razón por la cual Gongut en estos días anda canibalizando a Dinka. Kadín tiene el amplísimo frente de vidrio que fuera instalado con la intención de exhibir los Ramblers, Bergantins, Jeeps, Estancieras, Renaults y Torinos de la IKA, Industrias Kaiser Argentina. Dado ese frente total de vidrio, desde el interior uno tiene una vista completa de la calle, y desde la calle, ve todo el interior de Kadín. Y más importante, desde la calle uno tiene una idea de quién ya o todavía está ahí.

A pesar de lo acicalados y bien vestidos que llegamos, entramos sin hacer alarde alguno de nuestra apariencia. Nuestro estado etílico nos otorga el aplomo y la naturalidad suficiente como para olvidar estos detalles, para olvidarnos de nosotros mismos. Estamos equipados hasta la coronilla de lo que en los países anglo parlantes llaman de “Irish Courage”: Coraje irlandés. O sea, ese mucho chupi previo que ahora llevamos encima nos ha causado la desinhibición total y absoluto confort con que ahora nos desempeñamos. A gusto con nosotros mismos y quienes somos: coraje irlandés. Mejor previa para la previa no existe. No obstante, debo informarte que los mismos efluvios etílicos brotan por los poros de la mayoría de los clientes de Kadín, verdad sea dicha. El ambiente cordial y festivo es insuperable. Euforia perecedera que hay que alimentar con tragos graduales bien dosificados. En eso estamos. Y en eso están todos los presentes y también la caja registradora de Kadín.

Ni bien entramos al boliche nos separamos por un momento, porque nos distribuimos entre mesas varias para saludar y charlar con amigos y conocidos sentados a las mismas. Se hace sociedad ya desde la mismísima puerta. Uno llega creando y renovando lazos. Eso es lo hermoso de los pueblos no demasiado grandes. Así reptamos a paso de tortuga entre las mesas y entre los presentes.

Por fin todos los que bajamos juntos del Valiant III nos reencontramos en el jagüel del boliche: la barra. A Bocha y a Justo no hay necesidad alguna de llamarlos. Sus aguzadas antenas profesionales y su efectividad comercial ya están demostradas por el hecho de que son propietarios de los dos boliches de mayor éxito del pueblo —Gongut podrá ser la novedad, pero es tan solo un ‘fad’, algo que pronto se esfumará. Fuego de paja. Verdaderos Reyes de la noche, Bocha y Justo conocen uno por uno a sus clientes y saben quiénes son los más asiduos y de billeteras más abiertas (“follow the money”), saben cómo satisfacerlos y conservarlos. Es por eso que en un minuto todos tenemos en nuestras manos los altos y estrechos vasos highball típicos de Kadín —en Lo de Vega son los bajos y panzones tumblers tallados en cristal. Felices, agitamos nuestros tres cubos de hielo para que se enfríen nuestras super generosas medidas de El Elegido de los Criadores, Blenders de Seagram. Así comienza la noche; después de La previa, iremos todos a Gongut. Algún día te cuento.

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Pleasantville, New York, sábado 10 de septiembre de 2022

 

 

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