Los limpiaparabrisas no dan abasto. La lluvia es torrencial y el viento que sopla cruzando el valle barre la montaña con un chaparrón diagonal. Mi coche avanza con dificultad por la ruta escarpada y serpenteante. La autopista ya fue cerrada debido al temporal, y este desastre semi asfaltado alternativo —este camino en lo más alto del Paso Fréjusque en el futuro sería reemplazado por la planeada Transalpine Lyon-Torino, desde donde un día se verán las vías de laLyon-Torinohigh-speedrailway—, constituye mi única opción [desesperada] de llegar a destino en medio de la lluvia. No soy el único loco que pretende cruzar los Alpes cuando los caminos están cerrados. De vez en cuando diviso el vago haz de luz de un coche solitario que también se desplaza allá lejos, mucho más abajo, proyectando un rayo débil y nebuloso sobre el estrecho camino que ambos descendemos a duras penas.
Mis luces antiniebla magnifican el ventarrón acuoso que rebota contra la pared de piedra y se desintegra formando remolinos adelante del auto. Este fenómeno transforma el paisaje; es una realidad casi incomprensible. Siento como si yo en mi vehículo y quien quiera que sea que navega a la distancia, fuéramos las únicas criaturas vivas en un planeta de naturaleza hostil —un oscuro cuerpo celeste en el que un diluvio continuo lava nieves eternas. Levanto los ojos hacia las puntas de los esquíes que asoman sobre el parabrisas, en el rack del techo. Mi coche no es más el Alfa de ensueños que alquilé al llegar a Italia, sino un vehículo de formas aerodinámicas especialmente pensadas para moverse en ese planeta helado: mi rover interplanetario.
Para tratar de retornar a la tierra, enciendo la radio. Un locutor anónimo nos insta a no transitar las rutas en medio de la tormenta. Con voz enérgica advierte a los conductores para que se detengan o que, si aún no han salido, desistan por completo de hacerlo. Lo ignoro: acelero frente a uno de los belvédères del lado externo de este camino de cornisa. Es un desolado espacio semicircular al borde mismo del precipicio, un plató cercado apenas con un bajo muro de piedra, un estacionamiento para detenerse un momento a apreciar la vista panorámica del abismo. Está atestado de conductores más prudentes que yo. Todos han dejado encendidas sus parking lights anunciando: «Aquí estamos a salvo».
Parecería que sólo yo y mi acompañante desconocido, a quien veo reptar allá abajo, nos aventuramos a circular en semejante noche. Pasado un tiempo, también las luces de su auto desaparecen. Y quedo solo. Pienso que por fin ese otro coche también ha desistido. Lo imagino: el conductor tiene entre sus manos ese chocolate humeante que tanto deseo. “Ahí seguramente está el otro,” me digo cuando finalmente aparece una estación de servicio. Las luces tenues de su interior me llaman a los gritos. Tratando de vislumbrar cuál es el suyo, miro las culatas de los coches estacionados. Sería genial detenerme y unirme a la algarabía y al humo atabacado de los viajeros a la espera del amaine; al menos esta vez tendría sentido hablar del tiempo. Calculo que en este momento todos beben café caliente [o mi chocolate] y exaltados se cuentan sus historias, fabulando meteoros inconcebibles sobrevividos en otras travesías de los Alpes. Seguramente los habrán sobrevivido estacionados en lugares similares.
Pero sigo adelante. Tengo un pasaje comprado a precio de nada para regresar a New York y —si a nivel del mar esta tormenta no existe— mi vuelo partirá al amanecer. Apenas si alcanzaré a llegar a Torino para descargar los esquíes y recoger las pocas pertenencias que dejé en el departamento de Piero, en la Vía Roma. Sé desde ya que no podré estacionar ahí a esa hora. Mi plan es dejar por un momento el Alfa en el parking de la esquina de Corso Vittorio Emanuelle II, en la terminal ferroviaria de Porta Nuova, y correr al departamento. Una vez allí, será cuestión de meter el resto de mis ropas de cualquier manera en la mochila y en el bolsón de ski, y volver al estacionamiento para rescatar la máquina; entonces cubrir lo más rápido posible los más de veinte kilómetros hasta el aeropuerto Caselle Internazionale. Fue allá que alquilé este coche y —si manejo toda la noche— lo devolveré sano, salvo y dentro del plazo estipulado cuando lo alquilé, sin penalidades ni recargos. Calculo que dispondré del tiempo justo para hacer el check-in y subir a bordo de mi avión; realmente debo apurarme.
Llegaré exhausto.
Ahora me muevo por una sección todavía más estrecha de la ruta; es rocosa, escarpada y árida. El ancho de esta parte del camino apenas permite la circulación de dos coches en sentidos opuestos, estimo. Aminorando la velocidad, noto que en algunas de las curvas más cerradas hay abollones en el guardrail: sólo pueden haberlos producido automóviles al estrellarse contra el mismo. Mi incomodidad aumenta; siento como si la butaca ergonómica del Alfa se hubiera transformado en una de las sillas de madera del Caffè Al Bicerin, en Piazza Della Consolata.
Recorro una larga curva descendente. Debido a pequeños aludes y torrentes creados por tormentas similares —y falta de mantenimiento—, el asfalto en esta parte está tan erosionado que mi automóvil abarca la totalidad de lo que queda de la pista de circulación. Sigue una senda rectilínea y precipitosa que baja hasta otra de esas curvas cerradas. Todas auspician otras rectas tan resbaladizas como las que he venido negociando, una tras otra, en la última media hora.
Especialmente para la travesía reservé por un precio absurdo este Alfa Romeo GT cupé. Es un 1.9 JTDm: 16v Lusso, seis velocidades, equipado con cubiertas Cinturatto de dibujo especial. Lo busqué pacientemente en el Internet, antes de dejar New York. Mi sueño, lo confieso. Aunque es un sueño para manejar en montaña, no lo es para transitar esta ruta anegada por nieve barrosa. Es por eso que no consigo evitar un cierto zigzagueo continuo que amenaza descontrolar mi descenso. Cada una de las largas o cortas rectas me lleva inexorablemente a otra curva peligrosa, y el resto es sinuosidad. No hay ningún cartel que lo advierta. Engancho una segunda y, haciendo «punta y taco», piso simultáneamente los pedales del freno y del acelerador para aumentar la adherencia. Creo ver algo que se mueve, ¿o es alguien, parado, inmóvil bajo el salvaje chaparrón? No. Nada. Desciendo y desciendo, desacelerando.
Entonces la diviso.
Falta una sección del guardrail; sus bordes están desgarrados. He venido viajando con las luces bajas para poder ver con más claridad el estado del pavimento que, rápido, va siendo cubierto más y más por la nieve y por la lluvia que la remplaza de modo alternado, formando eso que en inglés llamamos slush. No obstante, cambio de inmediato por las luces altas. El amarillo del iodo antiniebla la hace nítida: hay en el medio de la ruta una mujer parcialmente cubierta por un vestido verde hecho trizas; éste se pega a su cuerpo y parece diluirse hasta desaparecer chorreando con el agua. Cuando ya estoy muy próximo, a pesar de la lluvia veo correr por lo que habrá sido su escote un curso líquido rojizo que se lava y vuelve a brotar en espasmos, a borbotones —bombeando a un ritmo tan regular que me hace pensar en arterias fundamentales seccionadas.
Me detengo.
—¡Aiuto! ¡Aiuto! ¡La prego, signore, per Dio! !Aiuto!
Tambalea hacia el coche, sus manos en el pecho, el rostro cubierto por el cabello; no puedo ver sus facciones. Observo, pero sin registrarlo, que lleva unos guantes de conducir, de esos deportivos, de dedos recortados. Salgo de la cupé y encuentro la lluvia helada, que de inmediato me enceguece. No sé cómo la entiendo ni cómo puede estar hablándome. Hay una profunda herida cortante que se abre desde la clavícula hasta el centro del esternón. Su pecho izquierdo cuelga casi cercenado de su cuerpo, por lo tanto lo sostiene con la mano derecha, como alguien dispuesta a amamantar. Infructuosamente trata de re colocarlo en su lugar, mientras me habla, tosiendo y ahogándose en sangre y agua.
No sé si vomita, se atraganta, o ambas cosas. ¡Tanta sangre!, pero no para de hablar. Y entiendo todo lo que me dice; a pesar de mi italiano apenas básico, incomprensiblemente la comprendo. Sé lo que me pide.
Abro la puerta del Alfa y casi la obligo —tengo que forzarla, en realidad— a acostarse: La tomo de los hombros y la empujo hacia el asiento trasero, tratando de no tocar la herida, de no ver el enorme desgarrón que ella trata de cubrir, re colocando el pecho donde debió haber estado hasta el accidente.
Como el auto está de puertas abiertas, el viento nos arroja la lluvia y también la nieve que le roba a la montaña. Acerco el oído a esa boca que no calla: me escupe su sangre y sus palabras. Sus ojos fijos en los míos, la malherida me habla en un italiano que nunca aprendí. Y sé todo lo que quiere que haga. Entiendo. Cada una de sus palabras.
Deseo que se calle; quiero arrojarla a la ruta y seguir mi camino, olvidarla.
Abandonarla, escapar. No hay testigos.
Debo llegar a Torino. A New York.
Me toma de los brazos. Hay una fuerza inconcebible en ese alguien que encontré en la ruta, ese alguien que debería estar muerto, que debería dejarme partir, seguir mi viaje a Torino. Y que me habla:
Cuando perdió el control de su coche viajaba al volante con su marido durmiendo a su lado. Mientras derrapaba hacia el abismo, su único pensamiento era el niño. Arrancaba y arrastraba pedazos de guardrail pensando en el niño. A los tumbos rodaba el automóvil por la barranca, y ella pensaba en el niño, en el niño aprisionado por el cinturón de seguridad en el asiento de atrás.
Estrellado en el fondo de la barranca, el coche finalmente quieto.
Y ella pensando en el niño.
Con certeza absoluta me asegura que su marido está muerto. Y con la misma seguridad me dice que el niño, amarrado con el cinturón de seguridad, ¡atrapado por el cinturón de seguridad!, está vivo en la cabina inservible. No hay más tiempo, me dice; ella ya no precisa de ayuda porque está muriendo. Me implora. Sin atención médica inmediata, morirá de cualquier manera en unos pocos minutos; lo sé: en realidad, ella ya ni precisa de atención. Pero el niño está vivo, esperando allá abajo en el coche destruido. Me ruega que baje, que lo libere, que traiga al niño a mi coche; me vomita sin cesar su pedido de auxilio.
En el asiento del auto hay un lago de sangre aguada que ya se desborda hacia el piso y, mientras me pongo el pasamontañas, pienso de forma vaga en los funcionarios de Avis que inspeccionarán mi coche en Caselle Internazionale.
Dejo el rápido y confortable Alfa y me alejo de ella. Sus ojos ya cerrados, su pecho entregando sangre a borbotones cíclicos, la mujer continúa instándome al descenso, al rescate.
—¡La prego! ¡La prego! ¡Per Dio!
Camino hacia el guardrail destruido y me adentro en el verdadero horror de esa noche.
En su caída el automóvil ha barrido la nieve hasta el lugar de su descanso final y ha abierto así una suerte de sendero. En toda esta oscuridad ha delineado una senda con bastante claridad, y es por la misma que me guiaré.
Armado de mi linterna, impotente sobre la nieve y bajo la lluvia, patino, resbalo, me caigo y me levanto repetidas veces. Me detengo, tratando de divisar el siniestro.
Debo admitirlo: poseído por cierta fascinación macabray al mismo tiempo aterrorizado, me despeño lleno de prisa, pero en realidad apenas me arrastro en el lodazal blanco. La nieve es como cristal pulverizado en algunos lugares y jalea alba en otros. Mis guantes y mis botitas de conducir con tapones de adherencia en la suela son ahora meros receptáculos de agua helada, propicios a generar tanto anestesia como gangrena. El hielo pulverizado se me filtra por el cuello y tiemblo en cortos espasmos… y al mismo tiempo transpiro.
Me interno más y más en ese oscuro abismo sin fondo que ruge su violencia nocturna.
El Maelstrom.
No puedo imaginar dónde o cómo esa figura desfalleciente —que se desangra con su seno arrancado de cuajo allá arriba en el asiento posterior de mi Alfa— ha hallado la fuerza extraordinaria y los medios requeridos para escalar esa barranca resbaladiza, esas salientes y depresiones ocultas que me catapultan por un momento y me secuestran en el siguiente.
“Después, ¿cómo haré para ascender?”, pienso mientras sigo oyendo la voz de la mujer en un eco interior, en un espacio de mi memoria que sé que la guardará para siempre. Inteligible a pesar de cualquier lógica, la voz de esa madre desesperada me insta a continuar.
¿Cómo esa mujer moribunda consiguió bajo el diluvio escalar la escarpada ladera en la oscuridad total, llegar a la ruta, detener mi camino de regreso y arrojarme a la furia de los elementos en pos de su hijo?
Ese misterio, la hazaña de la mortalmente herida, me impone esta tarea irrenunciable, mi propia hazaña: tengo que rescatar a su niño, extraerlo de los destrozos, llevarlo hasta la carretera, a la seguridad de mi coche. Estos pensamientos me ocupan mientras cumplo el absurdo cometido que esta noche inexplicable me ha entregado.
Después de descender metro a metro con gran dificultad casi pierdo la vida al rodar durante varios segundos de descontrol hacia una pared de roca que desciende en forma vertical hacia la nada. Ahí es cuando lo último que veo es mi linterna perderse en caída libre —por lo tanto quedo sumido en sombras.
Igual continúo a tientas hasta cruzar la primera línea de pinos, donde me encuentro con la escena del accidente. En realidad la imagino, más que divisarla:
En la oscuridad, en el refugio momentáneo que constituyen los árboles después de tanto azote del viento, lo que distingo es una silueta ajena a la organicidad de los elementos naturales del paisaje… y oigo, superpuesto al rugido del vendaval, el cristalino llanto del niño.
Ahora estoy corriendo sobre mis manos y pies en dirección a la masa informe de chapa y hierros retorcidos.
Llego a los restos despedazados del automóvil.
El coche invertido muestra sus ruedas al cielo como en una plegaria. Maldigo mi estupidez al caer de nuevo, pero bendigo mi fortuna milagrosa cuando de pronto, al tropezar, aguijonea mi hombro la mini linterna cuya existencia había olvidado por completo en la locura del momento. Es una Victorino xiodo light de goma que es parte del equipo estándar de la parka Swiss Army que estoy usando.
Con gran alivio la extraigo de su bolsillo en la manga y la enciendo. Me llevo la linterna a la boca y la sostengo entre los dientes, mordiéndola para tener las manos libres. Gateo como un infante; rasgo mi abrigo al exprimirme por lo que restó de la ventanilla, para entrar a lo que una vez fue el interior de la cabina aplastada —que ahora es un diminuto cajón de chapa deforme y abollada.
Porque mis dedos están entumecidos de frío, liberar al niño de su cinturón de seguridad me cuesta un enorme esfuerzo, y lo que pareciera ser una eternidad. Pero al fin lo logro. Es poco más que un bebé, pero no tengo ninguna duda de que será un muchachito hermoso. Lo inspecciono bien; no hay sangre, no parece estar herido. Me quito la parka, envuelvo al niño en la misma, lo levanto en mis brazos y me arrastro fuera de la carcasa metálica. Hago un esfuerzo para girar la cabeza y así dirigir el haz de la linterna —que continúa en mi boca— hacia la parte anterior de los restos de la cabina.
Veo los cuerpos.
El marido debe haberse escabullido del cinturón durante los tumbos o entonces no estaba usándolo mientras dormía. La puerta, que sin duda se abrió mientras el coche caía por la pendiente ha comprimido su cráneo, destrozándolo. Está muerto, tal como la mujer lo había dicho. Y ella está a su lado, también muerta. Su cabello marrón cuelga lacio. La lluvia corre por los bucles desarmados y chorrea junto con los últimos vestigios de sangre. Eso que está incrustado en el pecho de la mujer —y que ha casi descepado enteramente el seno izquierdo— es la columna de dirección. La barra de acero atravesó su tronco y emergió por la espalda, bajo la clavícula y ha remachado su cuerpo contra el respaldo del asiento.
La observo una vez más: el vestido verde hecho trizas; los guantes deportivos de dedos recortados en las manos rígidas, todavía aferradas a algo plástico que podría ser restos del volante —como si hubiera tratado de controlar el coche sin desistir, hasta el fin, mucho más allá de los límites impuestos por su propia fuerza física y condición humana. Un esfuerzo cuyo alcance va más allá de la muerte. Pero ahora su expresión es serena; su rostro, calmo.
Hay en sus labios el esbozo sutil de una sonrisa.
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Hugo Pezzini
París, 2004
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