A 32 años de haber desbaratado la banda liderada por Arquímedes Puccio, la jueza María Servini revela datos inéditos del clan. La intimidad, los silencios y las mentiras de la familia de San Isidro que a mediados de los 80 shockeó a la sociedad con sus secuestros y asesinatos. La casa del horror por dentro, el lamento de Epifanía frente a su crisis matrimonial y las sorprendentes confesiones de las hijas
«Teníamos la puerta de sótano siempre cerrada para que no se cayera la tortuga».
Epifanía Ángeles Calvo habló sin ninguna emoción, sin lágrimas, sin desesperación. Frente a la jueza María Romilda Servini lanzó esta frase banal y sin sentido -digna de una novela de ficción- solo cinco días después de que la policía encontrara a una mujer encadenada a un camastro, en un cuartucho oscuro y sofocante, en el sótano de su casa familiar en San Isidro.
Fue hace 32 años cuando la jueza rescató de un infierno de 32 días a la empresaria Nélida Bollini de Prado y logró desbaratar al clan Puccio, la banda criminal que conmocionó a la sociedad a mediados de los ochenta secuestrando y asesinando a sus víctimas luego de mantenerlas prisioneras en la casona colonial del aristocrático barrio de zona norte.
La mujer conversó tranquila, como si se tratara de una reunión social entre amigas y no de una indagatoria judicial, ajena al horror de tener a toda su familia detenida por el aberrante delito de secuestro extorsivo. Su marido Arquímedes (56), como cabeza del clan siniestro. Su hijo mayor Alejandro (26), rugbier del CASI y de los Pumas, investigado por haber estado en la casa la noche del allanamiento: «Estaba custodiando a la detenida», sospecharon los investigadores. Su otro hijo, Daniel «Maguila» (23), cómplice del secuestro: fue quien empujó a la mujer de 58 años dentro de la camioneta Mitsubishi cuando la «levantaron» en el barrio de Caballito. Su hija Silvia Inés (25), profesora de arte y cerámica, investigada. Y su hija menor, Adriana, de solo quince años, alojada en el instituto de menores Santa Rosa. Todos estaban privados de su libertad.
La esposa de Puccio se acomodó el pelo rubio -algo despeinado porque había pasado la noche en una celda-, planchó la pollera escocesa con sus manos, abrochó el botón de la camisa blanca. Parecía estar angustiada por su aspecto y no por lo que estaba ocurriendo.
«Era una familia que se preocupaba mucho por las apariencias, buscaban pertenecer a una elite social», recuerda hoy la doctora Servini frente a Infobae mientras ojea el viejo expediente que tiene guardado en una de las bibliotecas de su enorme despacho del Juzgado Federal Número 1, en la planta baja del Palacio de Tribunales.
El viernes 23 de agosto de 1985, a las siete de la tarde, doce patrulleros rodearon la esquina de Martín y Omar y 25 de Mayo, en pleno corazón del San Isidro histórico. Cuarenta efectivos de Defraudaciones y Estafas, dirigidos por la magistrada, irrumpieron con violencia en la casa. Solo una hora antes habían atrapado a Arquímedes Puccio, a su hijo Maguila, y a su cómplice Guillermo Fernández Laborda en una estación de servicio cerca de la cancha de Huracán mientras llamaban a los hijos de la víctima para cerrar el pago de los 186 mil dólares que exigían por el rescate.
«Esa noche esperé en el patrullero hasta que liberaron a la señora Bollini de Prado. Cuando bajé estaba sentada en la cama matrimonial de Puccio, temblando y con una crisis de nervios. Le dije que iba a llamar a un médico. ‘No lo haga, estoy sucia, me da vergüenza’, me dijo la pobre mujer. Vi que la entrada del dormitorio estaba al lado de la puerta que daba al sótano y al patio… «, recuerda Servini.
En otra habitación la policía mantenía a los demás integrantes de la familia Puccio: Alejandro, que esa noche estaba en la casa mirando un video con su novia; Epifanía y Adriana, que habían llegado de una exposición de muebles de oficina en el Centro Municipal de Exposiciones en Avenida Figueroa Alcorta; y Silvia, que había atravesado el gran portón negro en medio del allanamiento cuando regresaba de una clase de pintura.
«Lo que más me impactó es que ninguno lloró, ninguno mostró sorpresa, ninguno preguntó ‘¿qué pasa? ¿quién es esa mujer?’. Si estás en tu casa, entra la policía y del sótano sacan a una secuestrada… ¿no preguntarías qué pasó? Todos estaban mudos, nadie decía nada….», reflexiona la jueza.
Y cuenta lo que sintió al recorrer la casa del horror: «Toda la planta baja era como de una casa vieja, con muebles pasados de moda, espantosos, todo descuidado. El primer piso, en cambio, era otra cosa. Le habían puesto muebles franceses, aunque las paredes parecían de telgopor. Era una casa como de fachada, con sillones de terciopelo y aparadores y mesas de caoba, como para que Alejandro, que tenía en esa planta su dormitorio, viviera en un ambiente del mismo nivel que sus amigos del rugby. En cambio, el dormitorio de Arquímedes y Epifanía tenía una cama matrimonial sencilla y un ropero grande, pero los zapatos estaban guardados en cajas apiladas en un gran desorden. Todo era para aparentar. Por eso el padre obligaba a Alejandro a ir a misa: quería imponerlo, que se hiciera amigo del cura, que fuese importante. Ellos anhelaban levantar el nivel social».
De acuerdo al plano de la casa de los Puccio permite ver, como vio la jueza al recorrerla, que es imposible que las mujeres del clan hayan ignorado lo que allí ocurría. La entrada del sótano, donde tuvieron secuestrada a la empresaria, está pegada al dormitorio matrimonial y el balde con desperdicios lo desagotaban en los baños. A las dos víctimas anteriores, Ricardo Manoukian y Eduardo Aulet, las tuvieron encerradas en el único baño y en el escritorio de la planta superior. ¿Nunca nadie los vio?
Cuando Epifanía Calvo se sentó frente a la magistrada se lamentó de sus días junto a Arquímedes Puccio y, casi como en una confesión, le reveló las penurias e intimidades de su vida matrimonial.
«La relación con mi marido nunca fue buena. Muchas veces llegamos a no hablarnos, a estar días enteros sin cruzar una sola palabra. Arquímedes es una persona muy egoísta y sumamente autoritaria, tanto que no me permite fumar en su presencia».
Luego, cambió su expresión de mujer sometida y casi con orgullo relató: «Mi marido es doctor en Ciencias Económicas y fue vicecónsul durante la primera presidencia del general Juan Domingo Perón. Desde marzo de 1961 a fin de enero de 1963 viví junto a él en Europa, en Madrid, lugar donde había sido designado correo diplomático. Luego regresamos al país y nos instalamos en el domicilio de su madre, más tarde en un departamento y por último, compramos la casa de San Isidro. Yo soy profesora de mecanografía y contabilidad práctica en el Instituto María Auxiliadora y en la Escuela de Enseñanza Media Número 1 de Martínez desde hace 15 años. Me dediqué siempre a enseñar y a la crianza de mis hijos, ya que la relación matrimonial no es la ideal».
—¿Sabía usted a qué se dedicaba su marido?, inquirió Servini.
—Es una persona muy poco comunicativa, desconozco qué actividad desarrolla. En general él se queda en casa la mayor parte del día, salvo cuando sale a hacer alguna diligencia.
—¿Conocía que existía una habitación oculta en el sótano?
—No tenía idea. Solo bajaba al sótano a retirar botellas de vino cuando realizábamos alguna reunión social.
—¿Conocía las actividades ilícitas de su marido e hijos, relacionadas con la permanencia de una mujer privada de su libertad en el interior de su domicilio?
—No sabía nada. Tomé conocimiento el viernes 23 a la noche cuando fui detenida. No sé nada de este secuestro que investigan.
Arquímedes, por su parte, había confirmado que el matrimonio hacía tiempo que estaba distanciado. En un testimonio confuso y lleno de contradicciones, aseguró que había sido presionado y amenazado por una cuestión política para que secuestrara a la empresaria: «En una ronda de los jueves de las Madres de Plaza de Mayo, a la que había asistido porque tengo un amigo desaparecido, se me acercaron dos hombres que se identificaron como Mario y Ricardo. Primero me preguntaron si era un ‘infiltrado’ y les dije que no. Me dijeron que estaban interesados en buscar pruebas de los muertos por la subversión. Después me exigieron conocer el sótano y armaron el cuarto como celda y le pusieron rueditas al armario para tapar la puerta, todo ocurrió a fines de 1984». Acotó que los hombres le habían informado que la señora Bollini de Prado era dueña de una funeraria «que enterraba a los desaparecidos».
En su exposición inventó complejas historias que involucraban a la represión de los 70, a las Madres de Plaza de Mayo, y al padre de Dagmar Hagelin, la joven sueca secuestrada por Alfredo Astiz en 1977. En medio de ese delirio aseguró que su crisis matrimonial también tenía que ver con la política: «La relación con mi mujer en apariencia era normal pero nuestros caracteres eran opuestos y ella hacía su vida. Además, yo no compartía su posición política, lo que hizo que estuviéramos distanciados».
«Puccio impostaba la voz y se daba aires de superioridad. Tenía una actitud firme, aunque respetuosa, pero veladamente desafiante. Hablaba como si detentara permanentemente una máscara de solvencia moral», recuerda Servini de aquella tarde en que el jefe de la banda pretendió engañarla con sus buenos modales y su discurso.
Epifanía llevaba un diario personal donde cada mañana anotaba su peso, ya que vivía obsesionada con las dietas ( «hoy aumenté 300 gramos, no tengo que comer más pan»), y revelaba sus crisis maritales («Arquímedes se enojó en la mesa y yo me callé»). En el despacho judicial, desmenuzó sus tristes días de rutinas inamovibles.
«Los lunes hago las compras y en algunas oportunidades duermo en lo de mi madre, María Rodríguez, ya que tiene 89 años y necesita ciertos cuidados. Salvo en esas ocasiones, siempre me quedo en casa. Los martes, jueves y sábados me quedo en mi hogar, excepto de 8:30 a 11:30 cuando voy a al CASI a hacer gimnasia. Los miércoles doy clases en el María Auxiliadora en el horario de 12 a 13:30, y estoy en casa hasta las 11. Los domingos me quedo en casa y en algunas oportunidades voy a ver partidos de rugby, o acompaño a mamá hasta casa cuando viene a visitarnos. Los viernes de 11:15 a 17:10 doy clases en la Escuela Media de Martínez».
Apocada, de buenos modales, pidió un vaso de agua y describió a los miembros de su familia, exponiendo datos superfluos e intimidades innecesarias. «Fue como si tuviera una agenda muy rígida en su cabeza con los horarios y actividades de lo que hacía cada uno durante la semana», define Servini.
Arquímedes: «Considero que mi marido está desequilibrado, ya que tiene un carácter muy cambiante y cuida demasiado a los animales. Fíjese que llega a peinar todos los días a la perra que está en casa».
Alejandro: «Es algo introvertido y no se lleva bien con su padre. Muchas veces hasta llegó a contestarle mal. Alex se levanta todos los días a las 9:30 y abre su negocio. A las 12:30 se va a almorzar o realiza diligencias en los bancos, casi nunca come en casa. Cerca de las cuatro, vuelve a abrir Hobby Wind hasta las ocho en verano y hasta las siete y media en invierno. A la noche muy pocas veces come en casa. Los martes y jueves tiene entrenamiento en el CASI, y muchos sábados se queda a dormir en lo de su novia».
Maguila: «Daniel actualmente no trabaja. Se levanta a las 10 y se va al CASI donde hace fisicoculturismo. Casi nunca almuerza en casa, pero sí come a la noche. A veces también duerme la siesta, pero no es su rutina, no vaya a creer».
Silvia: «Ella va dos veces por semana a un taller de cerámica, otro día concurre a uno de pintura y en algunas ocasiones va a hacer gimnasia. Pero estas no son las únicas actividades de mi hija, ya que suele vender tours a Bariloche, usando como agencia el negocio que tiene Alejandro. También se dedica a realizar trabajos de cerámica en un taller en la planta baja de la casa».
Adriana: «Va al Instituto María Auxiliadora desde las 7:30 a las 13:30 y los lunes y miércoles desde las 7:30 a las 14:10. El resto del tiempo por lo general lo pasa en casa, salvo cuando va a estudiar a la casa de alguna amiga».
Guillermo: «Quiero decirle que tengo un hijo de 22 años que se fue a Nueva Zelanda a jugar al rugby y no regresó».
La esposa del jefe de la banda describió a su entorno como «una familia normal». Y contó que habían comprado la casa de San Isidro en 1979 («está a nombre mío y de mis hijos, no así de mi marido»), que construyeron la planta alta e hicieron la cocina a nuevo. Solo después planificaron el sótano.
«Lo mandó a construir mi marido para tener un espacio donde guardar cosas y para utilizarlo como futura bodega. En lo que hoy es el taller de mi hija y el negocio de Alejandro funcionó una rotisería que cerró y quedó numerosa mercadería. Por eso hicimos estantes en el sótano para guardar todas las botellas que no se pudieron vender», contó.
Pero el sótano no era solo una bodega. Era el lugar donde Puccio había construido una cárcel para su rentable empresa: «Una fábrica sin chimeneas, con mano de obra barata, pero que deja mucho dinero», solía repetir.
La empresaria secuestrada, llorando, había expuesto su tormento. «Me bajaron enseguida del auto, sentí que un animal se rascaba. ‘Traé el candado y el alambre’, le dijo uno al otro'». Le sacaron la capucha negra, la encadenaron a la cama, le llevaron un tacho para que hiciera sus necesidades. «Me va a lastimar el borde», dijo la mujer acongojada. «No se preocupe, a la tarde le hago una tapa», prometió Fernández Laborda. Le sirvieron un té con galletitas. Esa fue la primera noche de un martirio que duraría 32 eternos días.
Puccio aseguró ante la justicia que la banda había cocinado siempre en el sótano para alimentar a la mujer: «Fideos, arroz, cosas que no dejaban olor». El testimonio de Bollini de Prado lo desmintió: «Una noche me llevaron un bife seco que no pude comer, otra vez una suprema de pollo, pizza, hamburguesas, tartas de choclo y pascualina, salchicha con puré, ravioles, zapallitos rellenos y arroz con pollo. Siempre en plato descartable. Escuchaba voces de personas que bajaban y se reían, de gente grande y de jóvenes, pero inmediatamente subían el volumen de la radio. Era una tortura: dejaban el aparato siempre encendido en un volumen muy alto… Tuve que pedirles que lo bajaran porque no me dejaba dormir».
«Entre la 1:30 y las 2 de la madrugada bajaban personas por la escalera. A la mañana escuchaba una cerradura que se abría y luego llegaba Guillermo que me traía el desayuno. Ponían un ventilador, pero el lugar era sofocante. En dos oportunidades escuché a alguien a quien llamaban ‘Alejandro’. No sentí que se cocinara en el lugar. Guillermo siempre me decía ‘a ver qué cocinó la otra gente, ya que la cocina no está en mis manos’. Durante el día escuchaba tres o cuatro voces que hablaban de mis bienes y de mi familia», siguió al borde del colapso nervioso.
La primera noche los secuestradores le entregaron un jabón. Cuando llevaba 23 días comparó el suyo con otro que estaba en el cuartucho. «El que estuvo antes que yo debe haber pasado el mismo tiempo», calculó la mujer por el tamaño de los jabones. A los 20 días, cuando la toalla ya estaba extremadamente sucia, pidió que se la cambiaran. Escuchó cómo Fernandez Laborda preguntaba si había otra y le respondían con furia «¡No hay nada!». Entonces, el hombre entró y le dijo: «Yo se la voy a lavar». Las sábanas estaban oscuras, manchadas, usadas. A la señora Bollini de Prado le dio asco: «Me tapé con el tapado… además la colcha se iba rompiendo por las cadenas».
La prisionera conservaba su reloj, así que supo que transcurría el día 16 de cautiverio cuando su custodio llegó exultante y le dijo que iban a festejar porque ya estaban por cerrar el pago del rescate con sus hijos. «Me ofrecieron un peine y si quería lavarme la cabeza. Yo les dije que si iban a dejarme en libertad prefería lavarme en mi casa, ya que estaba acostumbrada a secarme el pelo. Guillermo me dijo: ‘Yo le consigo un secador'».
«El tacho de servicio lo sacaba Guillermo hasta la escalera, pero otra persona lo tiraba en el baño (Maguila confesó que él echaba en el baño los desperdicios; Puccio, en cambio, dijo que era él quien los arrojaba en la calle cuando caía la noche). Después de un tiempo hacía mis necesidades en un papel y las tiraba en una bolsa de residuos, ya que Guillermo me dijo que era mejor así porque el papel higiénico tapaba el baño de arriba», continuó en su relato de las humillaciones vividas.
«El último día que estuve detenida Guillermo me ofreció un té con galletitas, pero lo vi turbio y pensé que me querían dormir así que lo fui tirando de a poco en el tacho. Me trajeron después la comida y me dijeron que lo hacían temprano porque faltaba gente. Escuché que cerró la puerta con llave, que corrió algo y que cerró otra puerta con llave. Identifiqué voces de hombres, la de Guillermo y la del ‘comandante’, mientras la radio continuaba encendida. A eso de las ocho escuché pasos livianos que bajaban la escalera, como si estuvieran controlando…», finalizó.
¿Era posible mantener a una mujer en el sótano, la presencia de Fernández Laborda en distintos horarios dentro de la casa, cocinar y desagotar el balde en los baños sin que nadie de la casa se diera cuenta? La doctora María Servini es tajante: «Todos sabían».
«Epifanía no podía desconocer lo que pasaba. Se cocinaba de más, entraba y salía gente del sótano, la radio estaba siempre encendida, día y noche, tan fuerte que la mujer -aun encerrada- pidió que bajaran el volumen. El sótano estaba al lado de la entrada de su dormitorio y de la cocina…», reflexiona.
«Aunque nunca lo reconoció, ella era quien cocinaba. Años antes la banda había tenido secuestrados en la casa a dos jóvenes empresarios, a quienes asesinaron a sangre fría: a Ricardo Manoukian en el baño del primer piso, y a Eduardo Aulet en una enorme caja dentro del escritorio de su marido. ¿Nunca los vio?», remata Servini.
En aquella primera indagatoria la jueza enfrentó a Epifanía con cada detalle que exponía la complicidad -al menos desde el silencio- de los integrantes de todo el clan. La interrogó con dureza.
—¿Sabía que existía un cuarto simulado en el sótano?
—Nunca lo supe. Mi marido nunca me habló de la construcción de ese cuartito, ni sé si se hizo cuando se realizaron las reformas para guardar el vino.
—¿Quién construyó el sótano?
—Lo hicieron personas especializadas en la construcción de cimientos, pero no me acuerdo el nombre (fue el albañil Herculiano Vilca, miembro de la banda y con quien todos mantenían una relación de cercanía).
—¿Qué hizo el día 22 de julio, fecha en que la mujer fue secuestrada?
—No recuerdo si entre las ocho y las nueve de la noche me quedé en casa, pero pienso que quizás ese día fui a lo de mi madre, ya que si hubiese visto movimientos extraños lo recordaría (ese día estaba en la casa, según los testimonios de Puccio, Maguila y Fernández Laborda).
—¿Del 22 de julio a la fecha, nunca notó un movimiento extraño en su casa?
—No, nunca noté nada raro. Cuando estoy en mi domicilio suelo pasar en repetidas oportunidades por la puerta del sótano y nunca percibí nada, ningún olor ni movimiento extraño, ni faltante de comida, ni mayor cantidad de desperdicios.
—¿Vio bajar a su marido al sótano?
—No noté que mi esposo bajara más de lo acostumbrado. Él baja varias veces por día ya que tiene el hobby de la carpintería. Fíjese que mi esposo es quien realiza las refacciones menores de la casa…
—¿Bajaban sus hijos al sótano?
—Mis hijos casi no bajaban al sótano, y no me acuerdo si lo hicieron durante este último mes.
—¿Prohibió su marido que lo hicieran?
—Mi marido nunca prohibió ni a mí ni a mis hijos que bajáramos al sótano.
Las contradicciones con los dichos de los demás miembros de la familia fueron evidentes, pero Servini la dejó hablar. Y se sorprendió por el tenor de la siguiente declaración: «Le cuento doctora que el perro que tenemos es medio ‘idiota’ ya que únicamente ladra cuando hay otro perro o gato cerca de la casa, pero no le ladra a las personas extrañas», dijo tratando de explicar cómo una persona podía haber estado en su casa sin que nadie lo notara.
Casi sin necesidad de preguntas, Epifanía, desglosó su vida llena de mentiras y silencios. Pero, curiosamente, nunca dejó de expresarse como una mujer de clase acomodada de San Isidro, con los tics y comentarios propios de ese círculo social al que tanto anhelaba pertenecer. Habló de «la chica que viene a casa a hacer la limpieza, mi mucama», «las madres del club», «el sacerdote de la catedral» y sus tardes en el CASI.
La mujer de Arquímedes negó conocer a Fernández Laborda y a Roberto Díaz (otro de los implicados en el secuestro y miembro de la banda) aunque los investigadores habían encontrado el contrato de una sociedad -Elfar, que formaron para instalar la rotisería Los Naranjos- en la que ellos figuraban como sus socios. «Nunca los vi en mi vida», juró en vano.
Fue el mismo Arquímedes quien la dejó al descubierto: «Mi esposa sí conocía a Fernández Laborda, pero no creo que a Díaz, aunque él estuvo en mi casa. La familia no sabía que Laborda concurría a casa a diario ya que ingresaba por la puerta de 25 de Mayo, la de servicio, y se dirigía directo al sótano. Yo le hacía una señal de seguridad y observaba su ingreso desde la ventana del escritorio».
Epifanía insistió en la aparente normalidad que se vivía en su hogar mientras la mujer permanecía prisionera y encadenada en el sótano: «No vi a nadie que no fuera de mi familia en casa, y no recuerdo si algún amigo de mi marido vino en forma asidua. Además, doctora, la casa tiene dos entradas. Si entran por la de 25 de Mayo pueden ir directo a la planta superior, ya sea al estudio de mi marido o alguna otra dependencia, y nosotros no nos enteramos. Yo no suelo subir al despacho de mi marido ni a las dependencias que están en la planta superior, ya que normalmente mi vida se desarrolla en mi habitación, la cocina, el comedor de diario o el dormitorio de mis hijas».
Las declaraciones de los vecinos evidenciaron la mentira. «Vi entrar a Fernández Laborda por el portón principal tantas veces que hasta pensé que vivía con los Puccio», declaró el señor Amarilla, quien residía en la casa de enfrente. El dueño del kiosco sumó: «Vi a la señora de Puccio conversando en la vereda con ese hombre, se notaba que eran viejos conocidos».
Como Puccio había pretendido darle un tinte político al secuestro, la conversación con la magistrada derivó hacia ese punto. «Mi marido fue peronista, pero nunca tuvo fanatismo. Actualmente está desengañado con el PJ por la clase de dirigentes que tiene, como es el caso de Herminio Iglesias. Nunca me habló de los desaparecidos».
Arquímedes había asegurado que los dos hombres que lo forzaron a cometer el ilícito «me amenazaron, me mantuvieron retenido y me golpearon para obligarme a secuestrar a la mujer». Pero Epifanía lo contradijo: «Nunca vi llegar a mi marido golpeado a casa ni nunca faltó a dormir durante todo este año, y lo sé porque dormimos en la misma habitación. Si tiene heridas en el brazo, o más bien cicatrices, fue porque a principios del año pasado lo mordió en dos ocasiones un perro dogo que teníamos».
Ella nunca le contó a la jueza que el dogo había pertenecido a Alejandro, se lo habían regalado los amigos del CASI cuando él debió quedarse en cama por una hepatitis. Pero el perro mordió a Puccio y el jefe de la banda le pegó dos tiros, metió el cuerpo del animal en un gran cajón de madera y lo bajó al sótano. «Este no jode más», dijo el viejo ante la desesperación de su hijo mayor.
La segunda vez que Epifanía Calvo se sentó frente a la jueza parecía estar más cómoda y compuesta. En tono confesional le contó sobre la extraña costumbre de Puccio: «La manía de mi marido por barrer la vereda es de antigua data. Generalmente barría dos o tres veces por día, ni bien se levantaba sin importar la hora, y luego por la tarde cuando Alejandro cerraba el negocio. A la noche salía a regar las plantas, pero no recuerdo si en esas ocasiones también barría la vereda, como tampoco el horario, ya que varios de mis hijos me comentaron que en varias oportunidades al llegar de una fiesta a la madrugada habían visto a su padre barrer la vereda».
—¿Por qué su marido hizo regresar al país a su hijo Daniel?, quiso saber la magistrada.
—Mi marido le pidió que regresara -le dijo incluso que le pagaría el pasaje- porque lo extrañaba. Daniel es el más bueno y dócil de mis hijos varones. Quizás por eso mi marido lo eligió para cometer este delito que se investiga, ya que Guillermo está fuera del país y Alejandro es muy rebelde, no acepta lo que le dice su padre y hace su vida.
Antes de que la policía le colocara las esposas, la mujer de Puccio buscó conmover a la jueza: «Hasta el momento en que me detuvieron ignoraba todo lo que ocurría en mi casa y nunca imaginé que mi marido fuera capaz de hacer algo semejante. Yo pienso que Arquímedes actuó como una persona esquizofrénica».
Al día siguiente, Silvia Inés Puccio entró al despacho de Servini. Estaba muy nerviosa, le transpiraban las manos, pidió agua porque se le secaba la boca y habló lanzando las palabras a borbotones, casi sin respirar.
La doctora se dio cuenta de la enorme debilidad que la hija de Arquímedes tenía por su padre: «Silvia sentía que su padre había hecho todo por la familia. Ella sabía lo que pasaba en la casa. Tenía su taller de cerámica en el lugar donde antes funcionaba la rotisería, justo frente a la puerta del sótano. Un día por la tarde encontré en un pasillo a la monja que era su íntima amiga. Le pregunté por qué estaba ahí: ‘Porque soy muy amiga de Silvia, he ido a moldear cerámica con ella’. Le dije: ‘¿La vio bajar al sótano?’ Y me respondió: ‘Sí, a buscar herramientas’. Entonces quise tomarle una testimonial. Y cuando vino a tribunales negó todo. Yo no tenía otro testigo que certificara lo que me había dicho y no pude hacer nada. Eso la salvó a Silvia. Y además, estaban las cartas…».
«Las cartas», dice Servini, y busca en un enorme mueble de su despacho. Algunas fueron agregadas a la causa, otras quedaron guardadas en una inmensa bolsa: «Los Puccio dejaban todo por escrito. Había cientos de cartas, papeles y documentos», explica. Las encuentra y lee en voz alta una misiva de Silvia a su hermano Daniel, fechada el 3 de junio de 1982: «A papá le están yendo las cosas muy bien; pronto habrá nuevas perspectivas para todos, pero hay que hacerlas bien y saber esperar». Y una carta más: «Mamá y papá ya casi no se hablan. Se pelean todo el día. Ya les dijimos mil veces que cierren la rotisería, pero claro esto le sirve a papá para su otro negocio».
Silvia, al igual que su madre, marcó cada detalle de su vida con horarios y rutinas. Contó que pasaba las mañanas en su casa, en los talleres de cerámica y pintura ubicados al lado del sótano y en el primer piso, que seguía cursos de arte en el Instituto de Cultura Hispánica y en el Museo Nacional de Bellas Artes, y que cinco veces por semana iba al CASI con su madre y su hermana para hacer gimnasia y practicar tenis.
—¿Cómo es la relación con su padre?
—Mi relación es cordial. Papá suele ser una persona dócil, cosa que no podría decir de la actitud que tiene con mi madre ya que casi no tienen comunicación y se llevan mal.
—¿Qué hacía su padre durante el día?
—Papá en general se quedaba en casa, salía a hacer algunas diligencias o lo ayudaba a Alejandro en el negocio. Mi papá tenía la manía de barrer la vereda o lavarla con la manguera a cualquier hora, incluso de noche. Es una manía que tiene desde que yo era chica.
—¿Bajaba usted al sótano?
—No. Mi papá era el que guardaba las llaves del sótano y siempre que necesitábamos sacar algo teníamos que pedirle a él, ya que como tenía herramientas lo tenía cerrado con llave. Esa era una costumbre que empezó a tener este último año (Alejandro y Epifania declararon que el sótano no estaba cerrado con llaves).
—¿De qué trabajaba su padre?
—No sé qué actividad desarrolla mi padre, pero en general todos los integrantes -salvo Daniel que no trabaja y mi hermana menor- solventan sus propias necesidades.
María Servini hizo una anotación: todos los miembros de la familia dijeron no saber exactamente de qué trabajaba Arquímedes. Epifanía aseguró desconocer las actividades de su marido. Alejandro declaró: «No sé cómo vive u obtiene dinero. Creo que como mis abuelos eran de plata, posiblemente haya administrado bien la herencia. Hubo momentos en la vida de la familia donde se hizo ostentación de grandes cantidades de dinero, pero ignoro de dónde provenía». Maguila aportó un dato que nadie confirmó: «Mi papá tenía dinero que colocaba en financieras y efectuaba operaciones en la Bolsa de Valores. Pero no sé más, porque la relación entre nosotros no era muy fluida».
El día que la hija mayor de Puccio quedó en libertad volvió a la casa del horror. Tiempo después la policía comenzó a realizar excavaciones en busca del cadáver de Eduardo Aulet, una de las víctimas del clan. Pero la joven no pareció perturbada. Permaneció en Martín y Omar 544, donde la acompañó -siempre y a cualquier hora- la hermana Cecilia Demargazzo, su apoyo espiritual, la amiga que la había salvado al negar todo ante la justicia.
Cuando el 8 de noviembre de 1985 Alejandro Puccio saltó desde el quinto piso de tribunales buscando la muerte, Silvia corrió al lado de su hermano y en los pasillos del hospital hizo una confesión que demostró que ella creía ciegamente en su padre: «Alejandro es un chico especial y sensible. Lo quebraron, lo hicieron sentir que ya no podía salir de esta. El tiene toda su familia deshecha, porque nos han destruido. Está encerrado soportando cargos sin poder hacer nada… se desesperó. Yo solo sé que tengo que ser fuerte y que hoy puedo ser el sostén de mi hermano y de mi hermanita porque tengo el apoyo de mi familia. Pueden decir lo que quieran de mis padres, las barbaridades más terribles, pero sé que mi padre actuó presionado, lo hizo por nosotros. Lo amenazaban, estoy segura. Mi padre es todo para mí».
Una amiga llamada Lis, que trabajaba en el negocio de náutica Rio Rio (pegado a la casa de los Puccio) semanas más tarde le preguntó a Silvia.
—¿Cómo pudiste decir que tu padre hizo todo esto por ustedes? No entiendo…
—¿Y qué querés que diga? Yo a mi viejo lo quiero mucho.
Cuentan que muchos años después, cuando la verdad salió a la luz y los horrendos crímenes del clan mancharon de sangre el apellido Puccio, Arquímedes quiso hablar con su hija adorada. Del otro lado del teléfono recibió una respuesta inesperada.
—No me llames nunca más, vos para mí estás muerto.
Cae la tarde en el Palacio de Tribunales. La jueza toma un té y ofrece galletitas. En el silencio de su despacho, sentencia: «Las mujeres del clan Puccio sabían todo lo que pasaba en esa casa».
—¿También la adolescente de 15 años?, pregunta Infobae.
—También ella. La noche en que cayó la banda fue derivada al instituto de menores Santa Rosa. La directora me llamó y me dijo: «No se adaptó, no habló con nadie y esta chica sabe todo lo que pasaba en esa casa aunque quizás no podía dimensionar la gravedad de los hechos». La mujer tenía experiencia de muchos años con menores… Yo también supe que todos sabían. Después de tantos años de tomar declaraciones, te das cuenta cuando el detenido miente.
—¿Por qué no fueron presas?
—Contra Silvia no hubo pruebas fehacientes. Epifania estuvo dos años presa y la liberó Zaffaroni, al igual que a Maguila que después estuvo prófugo durante 13 años.
La Doctora María Servini cierra el grueso cuerpo del expediente. Y define en once palabras el caso que más la impactó en su larga carrera judicial: «Arquímedes era un psicópata y los Puccio una familia muy enferma».
Por Gaby Cociffi 29 de septiembre de 2017
Directora Editorial de Infobae | [email protected]
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Chan Chan.
Muy linda Adriana. Ojalá se un buena persona.
Otras épocas.