A diferencia de los bares rurales de los Estados Unidos, más conocidos como Salooms, centro de la mitología y la cinematografía sobre el lejano Oeste; su equivalente criollo, las pulperías, han sido relegadas por nuestra historia oficial a una especie de museo rural que evoca aquel sitio donde el gaucho “vago y malentretenido” iba a embriagarse, a buscar pelea o a perder sus escasos pesos en la taba o en los juegos de naipes. La imagen que se nos sigue dando es la de un reducto de vagabundos y violadores, siguiendo la definición sarmientina de club de gauchos.
Pero, desde ya, hay otra mirada posible sobre aquellos sitios adonde concurrían los sectores populares rurales, entre los que había igual ¿o menor? proporción de delincuentes y malhechores que en las clases “acomodadas” de la época. La pulpería era el único lugar de encuentro posible para el gaucho en la inmensidad y soledad de la pampa.
Allí, como señala algún poema gauchesco, la gente comprobaba que podía seguir hablando, después de días y a veces meses de no intercambiar palabras, ni nada con ningún ser humano. En algunas de ellas existían pistas de baile, e incluso pequeños teatros rurales como el que aún hoy se puede visitar en la pulpería “el Torito” en Baradero, provincia de Buenos Aires. El torito fue famoso por su ubicación, en el cruce del Camino Real que conducía al norte del país, y era el sitio de cambio de posta de caballos y de descanso de los famosos chasquis, aquellos bravos jinetes que oficiaban de correos. Era común encontrar estos bares de campo junto a las canchas de cuadreras y hubo una en particular que tenía un caballito de adorno junto al mostrador en referencia a su nombre y terminó bautizando al actual barrio porteño de Caballito.
En su terreno podía asistirse los domingos a las carreras cuadreras o de sortija, a duelos verbales filosos en tono de payada y a duelo de los otros, como bien lo retrata el Martín Fierro de José Hernández.
Una de las primeras pulperías instaladas en nuestro actual territorio fue inaugurada por Ana Díaz, una de las mujeres que acompañó a Garay en la segunda fundación de Buenos Aires, allá por 1580. Lo poco que se sabe de esta mujer es que se trataba de una viuda de Asunción, posiblemente nacida en el Paraguay, y llegada a Buenos Aires con la expedición fundadora. Su nombre está incluido entre los 232 beneficiarios del reparto de solares realizado por Garay. Su lote era el número 87 y ocupaba lo que hoy corresponde a la para nada despreciable esquina sudoeste de Florida y Corrientes. Pero en aquellos días era tierra marginal, ubicada en los límites de la traza urbana. Doña Ana habría venido para acompañar a una hija, y en la recién fundada aldea porteña se casó con un mestizo, uno de los tantos “mancebos de la tierra” que llegaron desde Asunción, llamado Juan Martín. Se la puede ver en el inmenso cuadro sobre la fundación de Buenos Aires por Juan de Garay pintado por José Moreno Carbonero que adorna el salón blanco de la Jefatura de Gobierno de la ciudad capital. Allí está entre el estandarte y el rollo fundacional. Ana no imaginó, sin embargo, que donde ella instaló una pulpería, habría cuatrocientos treinta y un años después un Burger King.
Autor: Felipe Pigna
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