
Mi madre, sentada cerca de mí, se queja de su soledad. Dice que no solo ha muerto su marido, que también han muerto sus hermanos y todos sus amigos, que es muy fea la soledad, que es horrible, que solo le quedan los recuerdos. Le explico que yo también vivo solo. Y Juan. Y tanta gente que conozco. Pero me responde que eso es muy distinto, que lo mío o lo de Juan o lo de la gente que conozco es una elección, que ella no eligió quedarse sola, que ya vivió demasiado, que la dejó sola la muerte de los demás, que espera que pronto Dios se acuerde de ella y se la lleve.
Hace un rato, nada más, Inés estaba feliz de volver a escuchar el canto de los pájaros. Ahora está muy triste, abrumada y completamente sola. Aunque yo esté tan cerca, escribiendo a su lado.
En unos pocos minutos.
Del cielo al infierno, sin paradas intermedias.
En el cementerio viejo hay otra historia escrita en forma de lápida. Me la mostró hace unos meses Daniel, el encargado. La encontraron de casualidad, limpiando de malezas un pasillo abierto entre dos bóvedas.
Dice:
AQUI YACEN los restos de la SEÑORA DOÑA AURELIA VALENTINA MUÑOZ DE FANDIÑO. Falleció el 5 de noviembre de 1849, a las 11 y media del día a la edad de 19 años 8 meses 20 días. SU MUERTE PREMATURA ha dejado un vacío en el corazón de sus amigos, de su familia y en el de SU ESPOSO QUE DEDICA este recuerdo a su querida MEMORIA.
Una historia de amor con sus minúsculas y sus mayúsculas elegidas cariñosamente por el autor de la lápida. Con la precisión de sus números. Otra versión de la soledad que impone la muerte a los que quedan vivos y que, en esta oportunidad, no tiene que ver con la vejez. Una historia de la que me gustaría saber bastante más de lo que sé. Pero no. No pude averiguar absolutamente nada más al respecto.
Una catarata de números como la manera más explícita de exhibir el amor de un hombre por una mujer. El amor de Fandiño por su joven esposa Aurelia. También las páginas de mi abuelo Rómulo, que hace poco encontró mi madre, están repletas de números.
En este caso, el amor por lo que hacía. La exhibición del amor por sus muñecos.
Una de las fotografías que cuelgan de mi pared, allá en Buenos Aires, muestra a varios chicos, de unos quince años de edad, dibujando sobre tableros en plena clase de artes.
Están de espaldas a la cámara.
Y son siete u ocho.
Uno de ellos es Rómulo, aunque no sé cuál. Ni siquiera mi madre sabía cuál de los muchachos era su padre el día que me la entregó. Solo sabía que era de su clase de artes. Y no creo que importe cuál de ellos sea mi abuelo. Importa saberlo ahí. Aprendiendo, quizá en ese momento, que los números están detrás de cualquier cosa que amemos en la vida.
Choli llega a visitar a mi madre. Es una de sus nuevas amigas. Hace tres o cuatro años, Inés comenzó a encontrarse con varias señoras, viudas y de una edad parecida a la de ella. Salen a comer o a tomar el té, se visitan, hablan horas por teléfono. Se acompañan. No fueron amigas antes, a pesar de que mi pueblo es pequeño. Pero son amigas ahora. Cuando, seguramente, cada una de ellas ha perdido a los que han sido sus amigos de toda la vida.
Choli me saluda.
De inmediato, Inés le pide que pasen a la cocina, le explica que estoy escribiendo, que si se quedan charlando tan cerca, la conversación me va a distraer.
Mi madre sabe que otra voz, una voz que no sea la suya, puede sacarme de lo que estoy intentando escribir. Puede desconcentrarme. Tampoco he tenido que decírselo. Nunca. Lo sabe. Lo que no sabe es que, justo cuando llegó Choli y ella le pedía que fueran a conversar a algún otro sitio, yo estaba justo escribiendo sobre su padre, sobre Rómulo, de espaldas a la cámara, en una escuela de artes de hace un siglo.
Las madres saben casi todo de sus hijos.
No todo, pero casi.
Y una cosa me lleva a la otra. Como suele ocurrirme. Me quedo pensando en las fotografías que cuelgan de mi pared en Buenos Aires.
No lo había tenido en cuenta.
Y tendría que haberlo hecho.
Ahora el asunto me resulta casi obvio. Mientras que mis abuelos y mis bisabuelos aparecen de cuerpo entero y en medio de un escenario que exhibe su poderío, un escritorio, un sillón de cuero, la puerta de una casa, a mis abuelas y mis bisabuelas solo se les puede ver el rostro. Ni siquiera tienen cuerpos que acompañen a esos rostros. Sus cuerpos, con toda seguridad, también formaban parte del poder de aquellos varones.
La familia Genoud, la familia de granmamá, posee una bóveda todavía más enorme y más lujosa que la de los Jeanmaire. Está sobre la avenida principal, a muy pocos metros de la que compró mi bisabuelo. Y aunque puedo entender fácilmente que Lidya no haya querido que sus restos fueran a parar debajo del pedestal de su padre, me cuesta entender que granmamá no haya preferido descansar junto a los Genoud.
Otro mundo.
Un mundo en el que las mujeres seguían a sus hombres incluso hasta después de muertas.
La ampliación de mil ochocientos sesenta y tres no fue la última. El cementerio de mi pueblo creció luego hacia la izquierda y hacia la derecha. Últimamente, también lo hizo hacia el fondo. Las bóvedas modernas son pequeños cuadrados, pintados de blanco, sin ninguna ornamentación exterior y hay, además, una zona con una suerte de interminable cajonera de cemento con los nombres de los muertos allí dispuestos grabados en cada tapa.
Un centro rico.
Y una periferia pobre.
La injusticia y las diferencias sociales que se dan entre los vivos, reproducidas hasta la exactitud en el cementerio de mi pueblo.
Diferencias argentinas que no existen en el cementerio de la Bergmannstrasse. Tampoco en Yela. Y ahora, recién ahora, entiendo que perderse solo constituye una posibilidad que se da a partir de determinado tamaño de igualdad.
Choli viene a saludarme antes de irse. Me levanto de la silla para darle un beso y me olvido, recordando Berlín y recordando Yela, de levantar los pies cuando vuelvo a sentarme.
Diego aprovecha para morderme.
Otra vez en el mismo talón.
Pero tampoco en esta oportunidad me duele su mordisco. Y comienzo a creer que morder es lo único que la tortuga puede hacer para mantener algún tipo de contacto físico con aquellos que habitamos las cercanías de su mundo. Sería incapaz de levantar alguna de sus patas para intentar acariciarme. Solo le queda la boca para manifestar lo que sea que quiera manifestarme.
Ya es de noche. Y he escrito durante buena parte del día. Mi madre quiere que vayamos a cenar a La puerta roja, el restaurante de una amiga. Entonces, decido continuar mañana, no quiero desaprovechar ninguna de sus ganas de vivir.
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