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Lo que resta de la vida, novela por entregas/6

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Lo que resta de la vida, novela por entregas/6

19/04/2020

Categoría: Interés general, xHoy1

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Dormí. De un tirón. No soñé o no lo recuerdo. Seguro que de haberlo hecho, algo tendría que ver la imagen que anoche no podía sacarme de la cabeza. Me desperté hace un rato y salí de la cama de un salto. No quería perderme un solo minuto de esta última mañana alemana. De este último desayuno en el Strauss.

Estaba lleno de gente.

Como siempre.

Aunque tuve suerte y encontré una mesa libre en la galería. Antes, dejé todas mis cosas dentro de la librería y le pedí por teléfono a Carmen que por favor me pasara a buscar por acá para llevarme hasta el aeropuerto. De esa manera, me quedaba la mañana entera para buscar la tumba de alguno de los Strauss.

Pido café con leche y una porción de tarta de manzana. Una costumbre que he adquirido en Berlín, en Buenos Aires solo tomo mate como desayuno. No somos siempre iguales. Nos modificamos según sea dónde estemos o con quién. También con el paso del tiempo. Algo que resulta bastante nítido cuando tenemos dos imágenes enmarcadas de la misma persona colgadas de la pared y han pasado cuarenta años entre la una y la otra. Algo más difícil de descubrir cuando se trata de nosotros mismos.

Cambios bastante más profundos que un desayuno.

En el daguerrotipo, Lidya llevaba en su vientre a mi abuelo mientras le mostraba al corresponsal de La Nación cómo podía mover alegremente objetos de un sitio hacia otro ayudada solo de su mente. Cuarenta años después, en la foto pequeña, ya no parece una mujer alegre. Seria, mirando fijamente a la cámara, no creo que quisiera seguir moviendo nada. Ni siquiera parece querer que le tomen esa fotografía. Da la impresión de que, desesperada, ya solo deseaba descansar. Tirarse a dormir para siempre. Cerrar los ojos y morir. Aunque todavía Dios no lo hubiese determinado.

El cementerio de Yela, sigo obsesionado con eso mientras espero el desayuno, pone de manifiesto una verdad indiscutible: nadie va a los cementerios a visitar un antepasado que no conoció. Absolutamente nadie. Solemos llevarles flores a nuestros padres o a nuestros abuelos. O a un hijo, si es que hemos tenido la inigualable desgracia de que muera antes que nosotros. Entonces, no está nada mal el asunto de los pozos en donde un muerto reciente tapa una muerte antigua.

Aunque haya lápidas con sus respectivos nombres y apellidos, aquí al lado, alrededor de mi desayuno, las fechas que exhiben no llegan más allá del año mil ochocientos.

No hay constancia de los muertos de hace más de dos siglos.

Tampoco hay necesidad.

Igual que en Yela, en Berlín nadie vendría a visitarlos. Absolutamente nadie.

Únicamente se visitan los restos de muertos antiguos cuando se trata de famosos. Músicos, reyes, militares, pintores, escritores.

Aunque no sé.

No creo que se trate, estrictamente, de visitas a esos muertos.

Tengo la impresión de que se va a esos lugares para ver una tumba y sacarse una foto, que nadie extraña hasta las lágrimas a quienes están dentro de esas tumbas. Las pirámides de Egipto son el caso paradigmático de esta corriente turística a cementerios. ¿Acaso alguien recuerda con cariño a alguno de los faraones allí enterrados?

Como el primer bocado de la tarta de manzana mientras me pregunto por mi deseo de descubrir la lápida de alguno de los Strauss. Y enseguida me justifico: ni siquiera me gusta el vals. Mi búsqueda, en realidad, está ligada al hecho de descubrir si existe alguna relación entre el nombre del bar y los muertos que se encuentran en el cementerio.

Una necesidad bastante tonta.

La mía.

Descubrir si en realidad los seres humanos somos tan parecidos como lo imagino. En el fondo, me encantaría que ningún Strauss estuviese enterrado aquí, que el bar se llame así porque les haya gustado llamarlo así a sus dueñas. Me haría bien. En la pared de Buenos Aires, el lugar central, el sitio estelar, está ocupado por la fotografía de un hombre de oscuros y tupidos bigotes de quien ignoro absolutamente todo. Solo lo tengo allí porque me gustó su cara y porque lo encontré de casualidad en un sótano de mi pueblo buscando otra cosa.

Me gusta verlo ahí.

En medio de mis familiares.

Me gusta que mi pared, más que un cementerio, se parezca a un osario. Es la suerte que han corrido los huesos de Calderón o de Quevedo, sin ir más lejos. También es la suerte de los sucesivos muertos de Yela. Mezclarse para compartir el olvido eterno. Es la suerte que correremos todos: cualquier muerte es la muerte, escribe Marguerite Duras.

También, debo reconocerlo desde alguna vergüenza, la foto del desconocido ocupa el lugar central que ocupa en mi pared, debido a que el marco en madera, ovalado y oscuro en que la encontré, es realmente bonito.

La belleza siempre me pudo.

Como a casi todos.

Nadie viajaría hasta El Cairo si los restos de Keops, en vez de hallarse dentro de una pirámide monumental, estuviesen apenas por debajo de una lápida en medio del desierto.

Pido un segundo café con leche y aprovecho para preguntarle a la muchacha que me atiende si alguno de los Strauss se encuentra enterrado en el cementerio. Me contesta que no lo sabe, que le va a preguntar a su jefa.

Al rato, vuelve con mi café.

Y con la respuesta de su jefa.

En medio de una sonrisa, me cuenta que su jefa no tiene idea, que hace poco se hicieron cargo del bar, que jamás entró en el cementerio, pero que, si hay una tumba de Strauss, debe ser fácil de encontrar, que la busque. También me pregunta si yo soy pariente de Strauss. No, no, le contesto. Enseguida le agradezco la molestia que se ha tomado en averiguar. Le pago. Y, por supuesto, me cuido de confesarle que llevo días buscando infructuosamente esa lápida.

Apuro el café con leche, me levanto y, de inmediato, me interno dentro del cementerio. Por un lado, no quiero darle la oportunidad a la jefa de la muchacha que me atendió de acercarse hasta mi mesa para preguntarme por qué razón estoy tan interesado en saber si alguno de los Strauss está enterrado aquí. No quiero pasar por eso, no sabría qué responderle. Aunque, por el otro lado, también me apuro porque, mientras la muchacha sonreía y me decía lo que me decía, me prometí firmemente revisar hasta el último rincón del cementerio. Quiero subir al avión, dentro de algunas horas, con la certeza de que esa tumba no está aquí.

Me haría bien.

Humanamente bien.

Sobre todo frente al espinoso asunto de haberle otorgado, al desconocido señor de bigotes oscuros y tupidos, allá en Buenos Aires, el lugar preponderante de mi pared.

Es fácil perderse en un cementerio alemán. Muy fácil. No hay avenidas ni bóvedas enormes a partir de las cuales orientarse. Solo árboles y lápidas. Se mire para donde se mire, todo resulta parecido. La muerte, resulta parecida. Y hace ya un buen rato que no alcanzo a ver el bar.

Me siento en un banco.

Y escribo lo que escribo.

Es una manera de reencontrarme. La que suelo inventarme cada vez que estoy perdido por la razón que sea que esté perdido.

Perderme entre los muertos. Un anticipo de lo que algún día insoslayable me ocurrirá.

Si de algo sirve haber nacido en un pueblo, y con abuelos que viven en el campo, es cierta capacidad para reconocer con facilidad los puntos cardinales. Eso en la pampa, claro. Acá, en este bosque repleto de muertos berlineses, ese saber no cuenta. Es perfectamente inútil. El día está gris. Parejamente gris. No hay en el cielo ningún rincón más iluminado que otro y, de esa forma, es del todo imposible descubrir dónde es que se halla el sol. Mucho menos, reconocer hacia dónde es que se mueve.

Entonces, vuelvo a ponerme de pie.

Y decido caminar en línea recta.

Elijo una dirección, cualquier dirección, y allá voy. Sin permitirme ningún doblez en el camino. Se me ocurre que es el único modo de encontrar algún final de cementerio: un cerco o una pared como límite. Y luego, después de encontrar ese límite, bordearlo y así llegar, en algún momento del futuro, a la salida.

Aunque no me desvíe de la ruta establecida, continúo mirando hacia un lado y hacia el otro. Sigo buscando a Strauss a pesar de estar perdido.

Pero no lo encuentro.

Y comienzo a sospechar que el bar se llama como se llama por una mera cuestión estética. A sus dueñas les gusta el vals o el sonido de la palabra o vaya uno a saber qué. Igual que mi cuadro ovalado con la fotografía del señor de bigote oscuro y tupido.

La belleza nos puede.

Siempre.

La pertenencia a un sitio, a un lugar determinado del mundo, también está ligada a la probabilidad de perderse o de no perderse dentro de un cementerio. No podría perderme en el cementerio de mi pueblo. Jamás. Resulta imposible perderse en el cementerio del pueblo en el que uno ha nacido y vivido su infancia. Es cierto que el portal de ingreso es muy alto, que la avenida principal alberga bóvedas enormes, que el resto es más llano y que desde cualquier lugar alejado de la entrada podemos guiarnos a partir de sus cúpulas. Todo eso es cierto. Pero, sobre todo, creo que lo que importa para no perdernos en el cementerio que nos pertenece, es el vínculo íntimo que mantenemos con los muertos allí enterrados.

Restos que hemos conocido.

A los que hemos querido y nos han querido.

Restos y más restos que de ningún modo permitirían que nos perdiésemos en sus alrededores antes de tiempo.

Lidya recibe al corresponsal del diario La Nación en el salón principal de su casa. Emilio, mi bisabuelo, no está junto a ella. Está su padre y está su hermano, dos de las personas que más creen en sus poderes psíquicos. Tampoco es Lydia la que contesta las preguntas que le hace el periodista. Lo hacen ellos. Aunque Lidya sea la dueña de esas calidades sobrenaturales, el poder de hablar acerca del asunto, el verdadero poder, es de los hombres en aquel salón.

Emilio no está presente.

Mi bisabuelo parece haber sido un tipo bastante más apegado a la realidad que su suegro y que su cuñado.

Esa tarde, seguramente, Emilio estaría haciendo dinero o pensando en la forma de hacerlo, llegó a hacerse muy rico. O puede, también, que haya aprovechado la oportunidad de que su señora estaba ocupada, para encontrarse con otra mujer. No era un hombre muy fiel, mi bisabuelo.

Al momento de elegir qué dirección tomar en línea recta, no atendí a nada que justificara esa decisión. No tenía sentido: estaba perdido y, cuando uno está perdido, no existe un camino de salida más probable que otro.

La diferencia creo que está en decidirse a buscar esa salida o no hacerlo.

A mí, el azar me llevó directo hasta la parte trasera del bar Strauss. Lidya, en cambio, ni siquiera quiso dejar su cama. Se acostó y se dejó morir. Como si la muerte fuera la única salida que le encontrara a su vida.

La muerte fue el camino de salida elegido por mi bisabuela. La búsqueda de una escapada última para la vida. Vi sufrir a mi padre durante sus días finales. Lo vi sufrir lo inimaginable. Y escucho a mi madre, de vez en cuando, sobre todo las mañanas en que se encuentra deprimida, que ya está bien, que ha vivido demasiado, que le duele tanta soledad, que no tiene más ganas, que para qué.

Humanas formas de perderse.

La enfermedad, la vejez.

Y la muerte como el camino menos azaroso para encontrarle una salida a la vida.

Todavía faltaba un buen rato para que Carmen pase a buscarme. Y no quería volver al Strauss. Por las dudas. Tampoco quería seguir buscando una lápida inexistente. Me quedaba entonces la posibilidad del bar que está junto al pasillo de entrada a la librería de Teresa. Pero tampoco. Su dueña es española, no para de hablar un segundo y yo necesitaba escribir todo lo que llevo escrito desde que decidí levantarme del banco en el que estaba sentado dentro del bosque y encontrarle una salida al cementerio.

Estoy dentro de Andenbuch.

Un ámbito amable. Repleto de libros. El único sitio del barrio en el que perderse no supone la necesidad de buscar una salida.

Acaba de avisarme Carmen que ya está en camino para llevarme al aeropuerto, que la espere fuera porque no es fácil encontrar estacionamiento sobre la Bergmannstrasse. Le respondo que sí, que ya mismo salgo. Pero no lo hago. Antes tengo la necesidad de escribir que ni Lidya ni granmamá se subieron jamás a un avión. Ambas, incluso, conocieron casi nada del mundo que no fuera mi pueblo, apenas si Buenos Aires.

Quien sí se subió a un avión fue Emilio, mi bisabuelo.

Poco antes de morir, a los noventa y siete años de edad, sin decirle nada a nadie, un sábado por la mañana, bien temprano, fue hasta el aeródromo de mi pueblo, contrató un vuelo y se trepó a una avioneta. A la vuelta, me contó alguna vez mi tío José, no dejaba de repetir que la aviación era un gran invento. Estaba feliz de la vida, mi bisabuelo, tan poco antes de la muerte.

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