
Lugar
el griterío de los pibes en el patio cubierto de la N°1
el olor a salame y a queso gruyere en el almacén de Caíto
el suelo agrietado durante la sequía en la Laguna ‘e Piseta
el barro viscoso al borde de la bahía en las tardes de verano
el agua caliente que llega de la ‘ausina’ a la pileta del Regatas
el aroma a pan caliente y tortas negras en el local de El Vasquito
la empinada barranca que te deja sin aliento en la subida del Tiro
los adoquines que te hacen temblar la bici en la bajada de piedra
los Carlitos tostados que nos trae Pepe Vega a las mesas de afuera
las campanillas de los jacarandás que tapizan la vereda de la plaza
los peldaños de madera que graves resuenan en la casa de los Coria
las nubes de tierra que levantan los coches en los caminos del campo
la escalera de hierro que caracolea hacia arriba en el Santiago Ferrari
los escalones de mármol que uno sube para contar si le toca en el Cóndor
los cascos de los percherones sobre la piedra gris en el corralón de Cataldo
el césped sembrado de coquitos en ese cantero de la palmera mayor de la plaza
el lodo blanco donde los pies se entierran después de haber cruzado el río nadando
las juntas de alquitrán derretido que separan el pavimento en la Santa María de Oro
el albo frío que levita sobre los mosaicos al entrar por bifes a la carnicería de Brändli
las baldosas amarillas que no se deben pisar si uno elige las azules de cualquier vereda
los tábanos que zumban mientras uno duerme acostado en la isla más allá de Los Sauces
los puchos el humo y los gritos de hombres en las noches de box en el ring de El Atlético
el tintinear de los sifones temblorosos en la caja del Ford de reparto de Grasso y Salaberry
la curva asimétrica que desorienta a los autos por la cuarenta y uno ya casi llegando a la nueve
los copitos que forma la lluvia cuando el chaparrón se derrama entre nuestras macetas del patio
el perfume a azahares por el boulevard de los clubes durante el anochecer de cualquier primavera
el hombre de afuera con cinco lapiceras en la mano y una serpiente brillante enroscada en el cuello
la tierra prohibida entre los stands de tiro desde donde se dispara el máuser y allá lejos los blancos
el ruido que hacen las piedras pulidas de la payana en la galería cubierta del colegio ‘e las monjas
los abanicos de agua que al atardecer cuando pasa el regador hay que saltar con esfuerzo para no mojarse los zapatos
el terciopelo de aquella estrecha senda de tierra que nace en la calle ancha y al fin muere en el campo
la larga y aguda primera del colectivo de cabina de madera que maneja Pinocho pero es de su padre
el colchón de pedregullo gris desde la parada de Rossi hasta el alto escalón frente al cual estacionan los taxis para esperar los trenes
y es por ahí que se sale del pueblo
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