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Se va se va se va ya se va ya se va dos mil diecisiete como se van los segundos los minutos las horas los días las semanas los meses los años la vida dosmildiecisiete y viene fin de año y el año pasado se va y llega el  año nuevo y entonces viene el año que viene dosmildieciocho y así sigue sigue sigue sigue sigue. . .

Todos, a fin de año levantamos las copas y nos abrazamos con un sentimiento agridulce de esperanza en el año que viene y nostalgia por el año pasado. Son momentos de  coincidencia; sentimos que el universo marcha con precisión, que formamos parte de él y que funcionamos con su misma exactitud armónica. De acuerdo a ciertas teorías de las que vamos a conversar hoy vos y yo —sentados a esta mesa findeañera—, tal vez no estemos equivocados.

Se acaba el año y comienza el próximo: desde este día en adelante haremos cambios y mejoras. A partir de las cero horas —con las infinitas galaxias del universo alineadas en su posición exacta, la que corresponde a ese primer segundo del nuevo año— empezaremos de nuevo. Borrón y cuenta nueva.  

Nuestra fe en la situación, existencia exacta y significado de estos momentos “definitivos”, que también son ‘definitorios’ ya que enfatizan e iluminan el paso del tiempo, es inamovible. Nuestra convicción de que algo nuevo es inminente y que un pasado se esfuma es automática, absoluta. Inevitable.

Con esa misma fe férrea, cuando llega la medianoche transitiva hacia el año que viene, asumimos resoluciones y nos hacemos ciertas promesas de cambio o permanencia. Éstas fueron pensadas, decididas y afianzadas más o menos con cuidado en las últimas semanas, días, horas y minutos del año pasado. O sea, en ese instante transcendental, expresamos esa lista de intenciones que en verdad constituyen deseos, que esperamos se cumplan —siempre y cuando mantengamos bajo control nuestra más firme voluntad y actuemos de acuerdo a las decisiones tomadas en el ejercicio de (y también con fe en) nuestro libre albedrío.

Hace un par de semanas, en esta misma columna escribí sobre la evocación mental, automática e inevitable (creo que voy a escribir esta palabra varias veces hoy), de estos rótulos internos que afloran a la consciencia al observar la realidad que se desliza a lo largo del tiempo ante nuestra percepción existencial.

Los rótulos mentales nos la explican de modo instantáneo y nos sugieren los sentimientos correspondientes, o viceversaLos recuerdos se acumulan tal vez para brotar a la superficie en estos momentos remarcables en el tiempo fin de año, el año que vieneTime Landmarks: “Hitos del tiempo”, momentos remarcables.

Estas casi expresiones idiomáticas —como hitos del tiempo, por ejemplo— en lenguaje literario son calificadas de económicas, porque describen una historia o concepto completo en algo que cabe en una etiqueta —los llamamos ‘rótulos’ o, de un modo bastante peyorativo, clichés.

En esa columna—“Anochecer”[1] — confesé que el recuerdo de los atardeceres baraderenses del otoño —debido a una asociación por similitud con la frase que voy a escribir a continuación— me remitía en mi memoria al título de una novela de Manuel Puig: Cae la noche tropical. Esa es la frase. Bueno, eso: asociaciones mentales inevitables.

Existen hasta cuentos filosóficos al respecto de estos mecanismos del intelecto humano. Hoy voy a comenzar por relatarles una versión posible —que re-creo aquí, deformándola y  adornándola a efectos de entretenimiento— de una historia conocida, pero que yo modernizo. Ahí va:

Al pasar en su automóvil bajo un puente ferroviario, un viajero ve brillar —abandonada en la banquina— una antigua lámpara oriental de aceite, que por el aspecto sin duda está construida en oro macizo. Por supuesto que el hombre detiene su marcha para apropiarse de la misma. ¿Conoces a alguien que desprecie el hallazgo de una pieza de orfebrería confeccionada en un metal precioso?

Nuestro sujeto afortunado retrocede, estaciona el coche al borde del camino y va en busca del misterioso objeto. Recoge la refulgente lámpara y la levanta hasta sus ojos para observarla mejor.

Porque el paso del tráfico le ha estado arrojando polvo, una gruesa película de tierra y algo de barro ocultan casi por completo un magnífico cincelado—en una grafía incomprensible— que cubre toda la superficie algo panzona del tanque contenedor de aceite de la lámpara oriental.

Esto debe estar escrito en árabe, piensa este pasajero del camino y de la vida. Para observar las herméticas palabras que algún anónimo escriba grabara sobre el metal noble, el primero saca su pañuelo y —sin importarse con el estado en que va a quedar este trapo— limpia toda la superficie dorada del artefacto.

El individuo tocado por la fortuna frota el paño con energía, y del pico de la lámpara oriental aflora entonces un Genio encantado.

 Cubre sus extremidades inferiores un bombachón saruel hecho de sedas y satenes de anchas rayas verticales multicolores; sus pies están calzados en elaborados escarpines de cabritilla roja cuyas puntas se curvan como el pico de la lámpara de aceite; una enorme nariz aguileña arábigo-semítica precede el rostro agudo; los ojos refulgentes brillan con cierta furia plácida y sabia; los gruesos bigotes color negro azabache doblan hacia arriba y se van afinando en dirección a las cejas; la larga y lacia barba del mismo tono intenso desciende en punta hasta el centro de su pecho de piel oliva, musculoso y desnudo; los labios generosos se curvan hacia abajo con la solemne autoridad del Sheikh de alguna milenaria tribu saudita; la cabeza va cubierta por un turbante tornasolado que adornan enormes piedras preciosas, en toda la gama de colores del arco iris; en su brazo derecho alza una enorme cimitarra curva, de acero filoso y brillante. Mientras el viajero se repone de su estupor paralizante, el Genio abandona la breve levitación aérea que lo había mantenido sentado a media altura con las piernas cruzadas a la usanza de su especie sobrenatural, y ya de pie al borde de la ruta, se inclina con deferencia reverente ante su amo —ese flamante liberador, el viajero, que al frotar la lámpara rompió el encanto que había aprisionado al Genio dentro de esa escueta cárcel de oro durante centenas de años.  

Todos conocemos alguna versión de esta historia, cuyo original deben guardar las páginas de Las mil y una noches. No precisamos aprisionar a la bella y sensual Scheherazade para que nos la relate. Existen tantas formas posibles de contarla y de tantas formas se ha estado y se sigue contando a lo largo de los siglos.  

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En mi versión de esta antigua narrrativa, presento al Genio como El gran traductor: le leerá en castellano al hombre lo que la lámpara lleva escrito en ese lenguaje que este último desconoce. La fórmula que la lámpara lleva acuñada y que el genio articulará para el protagonista de esta historia dice más o menos lo siguiente:

Pero espera, lector; todavía no puedo escribirlo (piensa el Mono Pezzini), porque —mientras el Genio y el hombre caminan bajo el puente hacia el coche— un tren atrona el éter con el rugido de su paso veloz (es El rápido) —que en su marcha hace vibrar la estructura de acero del ferro-viaducto, por lo tanto si el Genio hablara en este momento no podríamos oír su voz.

No obstante, una vez que el tren se ha alejado lo suficiente y su ruido ensordecedor se ha acallado, el Genio traduce en voz alta al castellano esas palabras escritas en persa o en árabe —y el Mono Pezzini puede entonces continuar su relato.

La lámpara lleva escrito —y el Genio lee— lo siguiente:

Has sido agraciado con una fortuna inagotable.

Cada vez que tú pases, tanto sobre como bajo un puente, y coincidas —como acaba de suceder— con el paso de un convoy ferrocarril en movimiento bajo o sobre ese puente de modo respectivo con respecto a ti, el Genio que está leyéndote este presagio te satisfará todo y cualquier deseo o deseos que formules durante ese acontecimiento coincidente.

Existe tan sólo una salvedad y excepción. Una única:

Si en ese momento recuerdas este evento (es decir, el viaje en coche, el hallazgo de la lámpara, la presencia del genio, la traducción del texto y su mensaje o admonición), es inútil que formules nada, ya que el poder de realización de este presagio en esa única oportunidad excepcional, y debido a tu recuerdo, quedará anulado y cancelado. Siempre habrá una próxima oportunidad, … bajo las mismas condiciones.

Ese es el contenido del grabado sobre la lámpara.

¿Es necesario por acaso que yo, lectora o lector, te traduzca la moraleja y significado de esta historia? No. Es innecesario.

Éstas hablan de los rótulos internos y de la memoria. La escritura incomprensible en la lámpara denuncia la forma y funcionamiento de nuestros procesos racionales; la organización y estructura de nuestro archivo mental. Habla de la indefectibilidad, la determinación de la memoria humana. Ese hombre jamás podrá formular un deseo, o mejor, jamás se le otorgará de modo gratuito nada anhelado que solicite, porque el tren que corre en ese momento presente bajo o sobre el puente que él cruza le traerá en ese mismo instante de modo inevitable el recuerdo del aquel otro momento pasado, cuando un tren también corría por un cierto puente —y recordará también la lámpara oriental de aceite y todo lo demás: el rótulo mental, el Genio y el presagio brotarán a la superficie y la profecía será vana.

El hechizo habrá sido suspendido, dejado sin efecto.

El cliché personal que identifica ese momento y vivencia estará siempre  “en la punta de la lengua” —para utilizar el cliché usual que formulamos para decir que estamos a punto de recordar algo.

—A partir del instante en que el conductor del automóvil oye la traducción del texto que formula el presagio, se implantará en su intelecto la memoria y significado de esa experiencia trascendental. Éste rótulo memorioso signará la imposibilidad de realización mágica de cualquier deseo. Este evento significativo determina su destino: debe lograr y satisfacer sus deseos con el sudor de su frente.

Pero yo estaba escribiendo sobre el momento inminente del fin del año dos mil diecisiete. Es acertado pensar en nuestro calendario como un mecanismo dotado de la exactitud precisa del cliché, pero asimismo arbitrario. Un mecanismo organizacional cuyo significado le ha sido instituido de modo arbitrario.

Dentro de pocos días llega “Fin de año”. Ese momento henchido de expectativas arbitrarias. Su poder mágico se basa en el carácter crucial del momento —el minuto final de un ciclo, la medianoche (¿la misma medianoche encantada de La Cenicienta?): el instante cuando El Rápido corre raudo sobre el puente bajo el cual nos hallamos, y expresamos nuestros deseos y  resoluciones.

Es al menos curioso que la vida y la aventura humana existan en parte (o en un todo) para desafiar esa exactitud cósmica, por medio del ejercicio del libre albedrío. Uno de los temas universales de la filosofía es el permanente conflicto teórico entre la libertad y la predeterminación del ser humano –Freedom versus Determinism, es el cliché que nombra esta discusión filosófica en mi mente.

Éste rótulo se refiere a la ubicación humana con respecto a estas dos posiciones experienciales que acabo de mencionar, la libertad o la predeterminación (casi idéntica con la predestinación), y que sugieren estas preguntas: ¿actuamos de acuerdo a nuestra libre voluntad –el libre albedrío? (¿ves el cliché en acción?), ¿o todo y cada cosa que hacemos y vivimos está predeterminada por “el orden cósmico” o los designios de un ser sobrenatural absolutista y tiránico? —una condición bien metaforizada en el Genio y la escritura sobre la superficie de la lámpara. ¿Por acaso esta predeterminación nos sitúa en el mundo real como meros títeres, o al menos, autómatas?

Si has leído filosofía ya te has deleitado tratando de conocer y entender las respuestas teóricas a las preguntas fundamentales que “el único animal racional del planeta tierra» es capaz de formularse y elaborar. Hay ciertos misterios sobre los cuales nuestra especie ha estado especulando desde “el comienzo mismo de los tiempos” —que en realidad significa, “desde el comienzo mismo de nuestra actividad intelectual –o pensante”. Entonces sigamos contando historias extraídas de estas indagaciones.

Otro artificio filosófico de la misma discusión —éste en pro del determinismo— es el argumento conocido como El Demonio de Laplace. Laplace’s Daemon, es el cliché académico mental que guarda mi memoria —y en consecuencia así lo recuerdo, y no puedo pensar en él a menos que sea a partir de esa etiqueta. Laplace’s Daemon, me digo, y aflora a mi memoria este relato como aflora el Genio desde su lámpara, como —de modo inverso y reversible—cuando pienso en los atardeceres del otoño baraderense aflora la imagen de la tapa de la novela de Puig con la inscripción “Cae la noche tropical” .

Antes de continuar, y porque esto está de algún  modo relacionada, voy a responder la potencial pregunta de cualquier lector que haya tenido la paciencia o el interés de aventurarse a leer esta disquisición hasta este punto. La pregunta que imagino que alguien podría estarse formulando es, ¿Por qué Pezzini escribe todas estas expresiones en inglés (que tal vez  sean para más de uno tan incomprensibles como la inscripción oriental) y —como el Genio— de inmediato las traduce al castellano?

Las debo escribir así porque mis estudios de filosofía fueron hechos en inglés y eso condiciona (determina – predetermina) los procesos y mecanismos de mi pensamiento. Los rótulos brotan en la lengua en que los leí y releí de forma asidua; los pensé y trabajé (los estudié) en esa lengua. Es para mí imposible verlos en primera instancia en otra lengua, porque fueron inscriptos, cincelados (piensa en el cincel grabando el metal) en mi cerebro en inglés, como la escritura en la lámpara lo fuera en persa o árabe, ese idioma que el Genio—para poder salir de su cárcel de oro— está condenado a traducir ad aeternum.[2]

No consigo pensar en los conceptos que discuto sin antes extraerlos del archivo cerebral que los guarda, y su etiqueta ha sido escrita en inglés. Los tengo en alguna sección de mi mente cuyos contenidos están organizados en en esa lengua. Si pienso, por ejemplo, en el artificio filosófico pos-cartesiano en que se basa el argumento de la película The Matrix, viene a mi mente el rótulo The Brain in the Vat (“El cerebro en la cubeta”)—algo de lo que no voy a hablar hoy aquí, sólo lo cito a efectos de que comprendas mi archivo mental. Estoy obligado a leer en mi mente esas etiquetas impresas allí en esta lengua anglosajona extranjera en la que estudié, caso contrario no logro ‘visualizar’ y extraer el material y el significado de lo que ese rótulo identifica. Ciertos contenidos de mi acervo intelectual me obligan a recordar conceptos de acuerdo a como fue determinado mi pensamiento académico: en inglés.

Pero volviendo a nuestro relato del Demonio de Laplace. Éste presenta a otro ser sobrenatural, que no es un genio sino un demonio. Este demonio está dotado de un punto de vista equivalente a la omni-visión divina. El rótulo que el filósofo Baruch Spinoza le adjudicó en latín a esta visión absoluta es Sub Specie Aeternitatis, lo que significa algo así como “desde el punto de vista de la eternidad”, o “bajo el aspecto de la eternidad”.

Eso significa que ese demonio, como Dios, ve el todo, la totalidad, el absoluto, desde el comienzo del universo hasta el final de los tiempos –y de modo simultáneo.

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El Demonio de Laplace es un demonio científico; comprende las teorías físico-cosmológicas. Sabe que el orden universal se basa en la armonía cósmica; en el movimiento organizado de los planetas. Él observa y comprende que toda y cualquier partícula del universo obedece las mismas reglas armónicas que ordenan el movimiento continuo del todo, incluyéndome a mí e incluyéndote a vos: Aun imaginándonos inmóviles, dormidos en nuestras camas respectivas, vos y yo rotamos con el planeta Tierra, con él nos tra[n]sladamos (debido a la translación alrededor del sol del astro celeste que habitamos) y nos desplazamos con la galaxia que lo contiene.

Como este demonio ve todo y cualquier movimiento a lo largo de la totalidad del espacio y del tiempo, de cada partícula del universo (desde las galaxias hasta el grano de arena en el mar—no olvides que las mareas dependen del movimiento de la luna), sabe de antemano en qué exacto lugar cada una de esas partículas se hallará en determinado momento en el tiempo: todo ser humano es un elemento material más (una partícula más, si consideras la dimensión universal), localizado en algún punto del universo espacial y temporal, por ende ese demonio ve y conoce —aún de antemano— nuestras acciones. Ve como un todo dónde vos y yo estuvimos, estamos y estaremos.

La mirada o visión Sub Specie Aeternitatis científico-sobrenatural del Demonio de Laplace, se hace posible debido al poder de cálculo y computación de su mente infinita. Ésta podría ser hoy una buena metáfora del supercomputador inteligente que pronostican los futurólogos y que podría adueñarse del planeta y esclavizarnos. Pero debe quedar claro que el Demonio podrá realizar estos cálculos exacto tan sólo si funcionamos de acuerdo a esa visión determinista del accionar y destino humanos. Debemos comportarnos de acuerdo a la armonía universal, obedeciendo las leyes del cosmos sin hesitación ni fallas, lo que haremos, pues de acuerdo a la posición filosófica determinista, cuyo argumento este artificio imaginario trata de ejemplificar, no depende de nuestra voluntad —ya que no hay libre albedrío.

Super científico, el Demonio de Laplace está naturalmente familiarizado con la simple verdad de que la armonía universal demanda que cada objeto situado en el espacio universal, tenga su lugar asignado para cada instante mínimo y exacto en la línea del tiempo. Interrelacionando las posiciones de cada objeto material en cada momento sucesivo, puede calcular y ubicar al instante pasado presente o futuro cada evento tempo-espacial con una precisión aún mayor que la que posee el reloj magnético del Real Observatorio de Greenwich, ese que determinará el momento exacto de la medianoche del 31 de diciembre de 2017. 

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El argumento del Demonio de Laplace levanta la hipótesis de que si el universo está organizado —al menos con respecto a su materia— de acuerdo a inquebrantables reglas cósmicas que lo mantienen funcionando, el accionar de sus elementos está predeterminado por una necesidad armónica. Si no fuera así, los planetas entrarían en colisión y el universo se transformaría en un artefacto nuclear explosivo de la dimensión de sí mismo: Cada galaxia, cada sistema, cada planeta, y cada partícula del mismo colidirían, y eso significaría la hecatombe final.

Entonces, debido a esta organización suprema, la interdependencia cósmica determina los movimientos necesarios que cada uno de los miembros del universo debemos realizar para que nos situemos en el lugar preciso correspondiente a cada momento. Éstos —y todas nuestras acciones—están pre-determinados por una ley cinemática universal. Nuestro libre albedrío es una mera fantasía, un deseo irrealizable. Así lo expresó el poeta ítalo-argentino Antonio Porchia:

Situado en alguna nebulosa lejana, hago lo que hago, para que el universal equilibrio del que soy parte, no pierda su equilibrio.

En realidad, nadie tiene absoluta certeza sobre la respuesta a ninguno de estos interrogantes, ni dicho demonio existe. Todo forma parte de una elaborada estructura intelectual, erigida para que se apoye cada opinión opuesta con respecto al conflicto argumental que discute las posibilidades de existencia del libre albedrío humano o de un determinsmo universal absoluto que lo imposibilita.

Sin embargo, si de modo teórico nos atenemos a esta especulación argumental filosófica que sostiene que el Demonio de Laplace conoce de antemano los lugares sucesivos de ubicación de nuestros cuerpos a cada instante de todas nuestras vidas, por supuesto que sabe, sin ir más lejos, que tu cuerpo y el mío, nuestras personas, van a estar ocupando cierta silla de cierta mesa de cierto comedor de cierta casa de cierta ciudad de cierto país de cierto continente de cierto planeta de cierta galaxia en el minuto cero de la medianoche entre el año dos mil diecisiete y el dos mil dieciocho. Y  sabe también qué estaremos haciendo durante esos sesenta segundos tan transcendentes durante los cuales un año deja de ser y otro nuevo se personifica.

La charla debe haber sido fructífera,  ya que —en nuestra imaginación—  el amanecer del primer día de dos mil dieciocho se avecina a la mesa que compartimos vos, yo y las personas que nos importan. Todos hemos charlado durante la alta noche del año nuevo, después de haber brindado a la medianoche, bebido, y quizás también cantado y bailado celebrando la muerte del año viejo y el advenimiento del año nuevo. Nos entretuvimos con estos dos relatos pasibles de tantas interpretaciones valederas. Ambos sugieren que tanto las etéreas mentes como los sólidos cuerpos forman parte del material que nutre el conflicto teórico entre los designios de la libertad humana y las cadenas implacables del determinismo universal.

El mantel se ha manchado de nuestros  alcoholes varios; sobre el paño están esparcidas por doquier las cascaras y restos de las nueces, los higos, las pasas, los dátiles, almendras, avellanas y turrones de esa, la cornucopia oriental de las fiestas, que bien podría haber sido el contenido de una canasta de ofrendas a la vida que trajera colgada del brazo izquierdo el genio de la lámpara maravillosa.

Esos dos seres sobrenaturales hipotéticos nos han ofrendado, además de las vituallas, las profundas ideas que colmaron de riqueza la noche celebratoria de la transición de un año hacia el siguiente —el instante cuando atruena El Rápido al pasar por el punto exacto donde nos hallamos, mientras se desliza implacable sobre la totalidad de la vía férrea —del comienzo al final de los tiempos.

Descorchá, por favor, otra botella de champagne y sirvámonos en esta madrugada las últimas copas de ese champú. Aprovechemos para brindar todavía una vez más a la magia de esta última noche y de este primer amanecer. Por la ventura de esta aventura —nuestra vida tan llena de esperanzas, de sueños, de promesas, de deseos, de pasión y de misterio— ¡Salud!

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New York City, 24 de diciembre de 2017

Ilustran esta nota representaciones de:

  1. La lámpara mágica.
  2. Sheherezade.
  3. El Demonio de Laplace.
  4. The Shepper Gate Clock (1852), el primer reloj magnético exterior del Real Observatorio de Greenwich, Londres, Inglaterra.

[1] https://www.baraderoteinforma.com.ar/anochecer-por-hugo-pezzini/

[2] No constituye ninguna sorpresa que para discutir la problemática relación entre el pensamiento y el lenguaje, el filósofo Fredric Jameson titula su libro The Prison-House of Language (La casa-prisión del lenguaje)

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