En la política, los escándalos de gran envergadura suelen ocupar las primeras planas, pero la verdadera desconfianza ciudadana muchas veces se gesta en niveles más bajos, donde operan los llamados funcionarios menores. Estos actores, encargados de tareas cotidianas en los municipios o en la administración pública, tienen un impacto directo en la calidad de vida de los ciudadanos. Sin embargo, suelen actuar con una preocupante falta de transparencia, dejando en el aire la sensación de que se toman decisiones sin rendir cuentas de forma adecuada.

El problema principal reside en la opacidad con la que se manejan ciertos procesos administrativos, como la adjudicación de contratos, el manejo de fondos públicos o incluso la asignación de recursos comunitarios. En lugar de dar el ejemplo, algunos de estos funcionarios se amparan en la burocracia para mantener las decisiones lejos del escrutinio público, lo que solo aumenta la desconfianza de la ciudadanía. Este tipo de comportamiento genera una brecha entre la administración y las personas a las que se supone deben servir.

Resulta difícil no comparar estas prácticas con ejemplos de figuras reconocidas por su austeridad y transparencia. José Mujica, el expresidente uruguayo, es un ícono mundial de humildad. Durante su mandato, donó la mayor parte de su salario y vivió en su modesta casa de campo, rechazando los lujos que suelen acompañar a la clase política. El Papa Francisco ha seguido una línea similar, promoviendo una vida sencilla y cercana a los más vulnerables, renunciando a muchas de las comodidades y privilegios de su posición.

Estos ejemplos contrastan fuertemente con la realidad de muchos funcionarios menores que, lejos de practicar la austeridad o la rendición de cuentas, se involucran en pequeñas corruptelas que, aunque menos visibles que los grandes escándalos, tienen un efecto devastador en la confianza pública. La corrupción y la falta de transparencia en los niveles más bajos del gobierno no solo comprometen la eficiencia de la administración, sino que erosionan las bases mismas de la democracia.

La solución no pasa únicamente por implementar políticas de austeridad, sino por adoptar una verdadera cultura de transparencia. Los gobiernos locales deben abrir sus procesos, permitir que los ciudadanos supervisen de manera efectiva la administración de los recursos públicos y garantizar que cada decisión sea sometida a un escrutinio claro y accesible. Sin transparencia, la desconfianza continuará creciendo, y con ella, el desgaste de la relación entre el Estado y los ciudadanos.

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