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     Son las siete de la tarde y subo la primera de las dos largas escaleras rodantes que me rescatan de mi diaria sepultura en “Le Sarcophage”, que es como lo han nombrado quienes lo frecuentan. “El Sarcófago” se ahueca en las profundidades de Tolbiac, el complejo de mamotretos de vidrio que alberga a la Bibliothèque Nationale de France, François Mitterrand.

     Por si no lo sabés [y yo supongo que no, caso contrario no estaría explicándotelo], yo lo ignoraba: “Tolbiac” es el nombre del barrio en construcción que la rodea y contiene [y también de su arteria principal], pero los académicos y estudiantes que nunca llegan a atestarla, la tout París intellectuel, cuando quieren referirse a la biblioteca dicen simplemente Tolbiac, apropiándose así de un mote más para su idiolecto (1) .

     Cuando llegué a la ciudad, me encontré [adecuadamente o tal vez de manera absurda] en el segundo piso del Café de Flore con Khrysten Auchincloss. Bebimos sendas copas de bordeaux y permanecí en un mutismo embarazoso, sin entender a qué se refería ella cuando mencionó que uno de los libros que yo había venido a consultar desde New York estaba en Tolbiac. ¿Tolbiac? El libro, titulado Lettre ouverte à ceux qui sont passés du col Mao au Rotary(2) , se encontraba a metros de mi oficina, en la Bobst Library de New York University(3), verdad sea dicha. No obstante, esta edición —que estaba disponible en la biblioteca de la Universidad de Nueva York— carecía del prólogo original, que era lo que me interesaba: éste tan sólo había aparecido en la primera edición de ese libro de Guy Hocquenghem. De acuerdo a mi limitada investigación, esta primera edición francesa no existía en los Estados Unidos, por lo tanto debía ir a buscar el texto a su ciudad de origen.

     Leí Rayuela apenas se publicó, pero devoré a Cortázar de forma retroactiva —desde Los Reyes y hacia el futuro: esperaba cada nuevo libro suyo con la misma impaciencia de quien espera que salga una de mozzarella en Tuñín de la Boca. Fue por Rayuela que supe que un día encontraría alguna razón para vivir en París, que debía encontrar un medio de vivir en París. Tal vez mi “limitada” investigación en busca del prólogo original del libro de Guy Hocquenghem, y de los resultados desalentadores de la misma, formasen parte inconsciente de esa estrategia.

     Además, en Tolbiac, debía encontrar gran cantidad de material para sustentar una teoría historiográfica personal de los eventos de “mayo del sesenta y ocho” —la había traído a la capital francesa in mente y delineada en unas pocas notas—, que en algún momento del futuro esperaba ver desarrollada en su totalidad e impresa. Traía también un estipendio de New York University justo lo suficientemente generoso como para vivir aquí.

     En realidad todo estaba emparentado: Leí [en castellano] los graffiti de mayo del sesenta y ocho, por primera vez en Último Round de Cortázar. Estos señalaron para mí la definitiva rotura de amarras del puerto del hastío, me llevaron a zarpar hacia una poesía minimalista radiante. En su propio contexto, ésta encapsulaba una política contundente que denunciaba y arrasaba el costumbrismo degaulleano: “Métro, boulot, dodo” (4). En los muros del Latin Quartier(5) , en las paredes de la Sorbonne contra las que ahora apoyaba mi espalda muy frecuentemente para pitar un empedernido Gitanes(6), habían existido en el breve mayo del 68 esas proclamas que Julio Cortázar reprodujera y que me llamaban ya desde mi adolescencia: Sirenas –y yo sin un mero mástil. Hoy estaba en París, en parte para establecer esa teoría que “interrogase” a mayo del sesenta y ocho. De una rama para nada paralela, después recogería frutos para un paper(7) o un libro sobre las complicadas relaciones entre Francia y el Norte de África durante la transición del período colonial al postcolonial, que elaboraría de acuerdo a las narrativas de resistencia y rebelión. Así continuaría justificando mi permanencia en el país.

     Además, sabía que París a su vez me interrogaría.

     Lo primero que aprendí fue que en el invierno de París las mañanas son lluviosas por naturaleza, como lo son sus atardeceres igualmente acuosos. Comprendí por qué en Rayuela La Maga le escribe en el espejo a Rocamadour que en París hasta las patas de las palomas se herrumbran(8) . Pero al llegar a París antes de la lección de las lluvias, durante el bordeaux compartido en Café de Flore con Khrysten Auchincloss, apareció cifrado el microenigma Tolbiac. Mientras mi mentora me espetaba su familiaridad con eso que para mí era aún totalmente ajeno —intrascendente minucia, un término trivial de la jerga académica vernácula que cualquier estudiante entendería—, se creaba un instante de estupor por el silencio embarazoso de mi ignorancia: “Debía buscarlo en Tolbiac”. No sabía aún cómo investigar París, ni siquiera cómo descifrar el significado de Tolbiac. Nada. Distraje la vergüenza con una revelación: le confidencié a Khrysten que el proyecto “Mayo del sesenta y ocho” era en realidad mi pasaje a Francia.

     No sé cuántas horas pasaron, pero sé que dos botellas de bordeaux se agotaron mientras me confesaba perdidamente enamorado de la ciudad, enamorado desde aun años antes de estar unos pocos días en ella como un simple turista. Entonces me encontré hablando de hechos que no pertenecían bajo ningún aspecto al motivo ni al contexto de nuestro encuentro.

     Entremezclado entre mis recuerdos hallé uno de los posibles significados de la palabra griega de la cual deriva “nostalgia”, νοσταλγία: “el dolor de una vieja herida”. Le conté a Khrysten que en el pasado una corta visita a París había mitigado la angustia de un largo y desastroso viaje de ida y vuelta desde el Puerto de Marseille hasta la costa norte de Bretagne. ¿Constituiría esta confesión la postrera catarsis de aquel viejo sufrimiento? Porque fue a bordo de un Peugeot, recorriendo Francia en lo que debió haber sido nuestra luna de miel, donde mi tercera esposa y yo descubrimos que no nos amábamos. Su nombre era Luitgard, “Lulú: la de Berlín”, como a Bill le gustaba llamarla al bromear sobre el número de mis relaciones.

     Es absurdo haber comparado a Luitgard con París, filosóficamente un “error de categoría”, pero París fue un instrumento que midió cuánto yo era era capaz de sentir y cuán vacíos habían sido los días pasados con ella en el antiguo caserón de piedra, al borde de aquella larga playa de Bretagne.

     Durante las destempladas noches sin luna de Plestin-les-Grève, el mar se retiraba vertiginosamente, y revelaba una anchísima extensión de arena oscura, temporaria y vacía como un desierto tenebroso y húmedo —tan vacía como el alma de ese Peugeot que nos transportaba tristes, muchos días más tarde, casi al final del viaje, entre hermosos campos que nos cercaban: girasoles a la izquierda y lavandas a la derecha, o viceversa, o de forma alternada, o fila y fila. Tanto daba, en el valle de Lubéron, por la ruta de los castillos de Provence, como en un extremo de la bella Francia o el otro, Bretagne o Provence. Triste Luitgard y triste yo, turnándonos al volante, disparando desde Nîmes para llegar a dormir —ya de regreso, olvidándonos de hacer el amor— en las alturas del Panier de Marseille.

Le dije a Khrysten que lo que realmente amaba era París, a París desde la primera vez que la vi, ahora digo muchos años antes —veinte años antes de esta tarde en el Café de Flore—, cuando ambulaba por Europa con una mochila y sin dinero. El amor nació en una de aquellas noches, cuando respiré, también por primera vez, el olor agridulce del Sena. Entraba por mi ventana el perfume sutil de ese río mítico, confundiéndose con el que la lluvia les extraía a las juntas de los adoquines de la callejuela cercana a Port de l’Arsenal, donde estaba el cuarto en el que a la sazón yo dormía. El único aroma que seguramente Jean-Baptiste Grenouille(9) no podría jamás reproducir.

     Para llegar a Tolbiac a la mañana temprano tomo el único métro(10) robótico de París, por lo tanto el único desprovisto de espíritu. Es el único porque por ahora es experimental; no lleva ningún personnel de servicio. En este nuevo medio de transporte no hay maquinista ni operador de puertas, solamente el sistema computadorizado que lo dirige y gente que se aprieta arrugando Le Figaro o Libération(11); pero sí existe el incidental olor de los cuerpos que, mientras inspiro y expiro, me dice París, París, París, y crea así un eco olfativo del ruido del tren que traquetea mi rumbo hacia los libros: tractrac tractrac/ tractrac tractrac… quetrén quetrén/ quetrén quetrén… Dodes’ka-den/ Dodes’ka-den(12) … hacia Tolbiac.

     Subo al el primer vagón y me entretengo observando por su enorme parabrisas delantero el desplazamiento de la oscuridad, que viene a mi encuentro a través del túnel. Le Métropolitain es un enorme energúmeno de acero que se come las tinieblas para mi satisfacción personal.

     Emerjo del subterráneo en el horrible barrio de Tolbiac. Es un montón de predios desvalidos entre baldíos y anacrónicos grupos edilicios de hormigón que no guardan relación alguna con la organicidad de la ciudad en sus áreas centrales. Hay que cruzar una pasarela aérea [a esa hora, desoladamente atestada] para llegar a “Tolbiac”. Desciendo la escalera y camino las pocas cuadras que me separan de mi día de trabajo; paso frente al flamante edificio cuyo restaurante me muestra una terrasse(13) donde veo gente tomando ce petit-déjeuner très cher, que je ne peux pas me permettre(14) . Miro la mesa y recuerdo mi café solitario a las seis de la mañana en mi departamento del tercer piso. Es un espacio pequeño pero más que suficiente para el tiempo que permanezco en el mismo: el atardecer y mi corta noche. Allí leo, pienso, escribo y organizo el material que, como un arqueólogo, extraigo día a día del sarcófago. Todo el tiempo que me sobra lo paso en la calle.

     Salgo a la Rue du Roi de Sicile. Roi de Sicile se mueve paralela a Rue de Rivoli. Rivoli es larga —fundamental en la Rive Droite. Lleva sin sobresaltos, pero llena de sorpresas majestuosas, una después de otra [l’Hôtel de Ville, le Palais Royale, le Louvre, le Jardin des Toileries…] desde la Place de la Bastille hasta la Place de la Concorde. Pero Roi de Sicile, estrecha y simple, nace y muere sin pena ni gloria en dos “Ts”. Una “T” al comienzo de una cuadra intrascendente y otra al fin de otra cuadra igualmente intrascendente, tan sin pena ni gloria como la mayoría de las petites rues del barrio medieval.

     Por eso mismo Roi de Sicile es tan hermosa, tan menos importante que Rivoli, tan menos importante que su otra hermana paralela: la Rue des Rossiers —ésta es el último baluarte judío, serpenteando conspicua por el viejo Marais, que fue una vez todo él eminentemente judío en el Medioevo, cuando el barrio era exactamente su nombre literal, marais = pantano, el nombre de su naturaleza, su esencia anegadiza. Cuando les Juives(15) solamente podían habitar París en ese lugar de estancamiento y putrefacción, su ghetto —parte de la larga condena que Europa les impuso a sus ancestros bíblicos. En algún rincón de Le Marais debe estar todavía escondida la vergüenza.

     Roi de Sicile, encajonada entre Rivoli y des Rossiers: mi hogar.

     Emocionado, me digo barrocamente, “Vivo en París y mi corazón se ensancha”.

     Una vez mi psicoanalista de Río de Janeiro lo expresó de esta manera: “El chico dejó el pueblo, pero el pueblo jamás dejará al chico”:

     Es verdad, el pueblo de Baradero mora en mi corazón de la misma forma desde mi niñez: un punto referencial a partir del cual evalúo el universo, mi Macondo. El deslumbramiento ante cada nuevo puerto reafirma la capacidad de sorprenderme que me instiló la simplicidad de ese lugar fundamental. Allá, una corta pedaleada en cualquier dirección agotaba el asfalto y me internaba en un camino de tierra, donde las ruedas humeaban un polvo marrón-amarillento, o uno barroso, donde insistían en enterrarse haciendo una profunda huella en el lodo, opción de manejo equivocada por la que me automaldecía –pobre piloto de bicicleta, entrenándose sin saberlo para algún día transitar, siempre pedaleando, de un punto a otro de alguno de mis hogares sucesivos, más de una vez alternativos; esa cadena de ciudades cuyo eslabón inicial fue fundido y moldeado en el crisol de los que lo continuarían. Baradero.

     Si Cortázar me lanzó al mundo, Baradero determinó mi deseo de hiperurbanidad: Buenos Aires, Río de Janeiro, New York… París. La intensidad de mi sentir en estas ciudades era y es todavía la del niño marinero, figurándose la dimensión oceánica mientras se desliza a la deriva en una cáscara de nuez. ¿Qué historieta infantil me mostró al navegante impulsado por una minúscula vela en una diminuta embarcación de corteza, cruzando un mar de bañera, poseído por un deseo insaciable de descifrar los misterios del orbe?

     Mar o tierra: ese fácil pedaleo de la corta distancia hasta el fin del asfalto local, creó en mí un anhelo irreprimible de un asfalto interminable, me llevó a buscar un balance entre esa ficción mágica que iluminó mi infancia y su equivalente agigantado de adulto. La homogeneidad del pueblo natal descerrajó esa necesidad de salir, primero al puerto de Ayres bondadosos donde aprendí la ciudad. Más tarde, a la barra de arena salobre de Ipanema; después, hacia la descomunalidad arquitectónica de downtown(16) Manhattan. Y de allí a estos edificios de haussmannianos(17) o neoclásicos que coexisten, manzana a manzana parisina, tan orgánicamente como secuencias de ADN; las piedras de Oise y Caen brillando con reflejos auríferos al recibir los últimos rayos solares.

     Mi equilibrio [¿mi desequilibro?] estriba en estos saltos de lugar en lugar hacia un nuevo destino, determinado por mi pueblo de casas bajas y gente amable. Todos mis pasos redibujan e ilustran la memoria de mi espacio original, fuente de emociones justificadoras que le otorgan sentido a la vida que persigo ahora mismo, cuando salgo del robot rodante y camino por esas calles de Tolbiac que tanto desfiguran la “idea París”.

 

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1“Conjunto de rasgos propios de la forma de expresarse de un individuo o grupo”. Real Academia Española.
2Carta abierta a esos que pasaron del cuello Mao al Rotary.
3La Biblioteca Bobst de la Universidad de Nueva York.
4Métro, boulot, dodo: “Subte, laburo, noni-noni”, uno de los graffiti en las paredes de la Universidad de La Sorbona, en mayo del ’68.
5Latin Quartier: El “Barrio Latino” de París, llamado así porque allí era el enclave romano original “Lutèce” o “Lutetia Parisinorum”, el nombre original de la ciudad que hoy es París.
6Gitanes: un popular cigarrillo negro francés.
7Paper: “papel”, un artículo científico breve.
8La Maga y Rocamadour: dos personajes de la novela Rayuela, de Julio Cortázar
9El protagonista de la novela Das Parfum, El perfume, del escritor alemán Patrick Süskind.
10Le Métropolitain / Le métro: el tren subterráneo de París.
11Le Figaro y Liberación: Dos diarios franceses; el primero, políticamente conservador; el segundo, de centro-izquierda.
12Dodes’ka-den: palabra onomatopéyica japonesa que describe el ruido de un tren en movimiento. Tomada del título de un film del director japonés Arika Kurosawa.
13Terrasse: vereda delante de un bar, café o restaurante donde hay mesas y sillas disponibles para servir a los clientes; una continuación exterior de dicho establecimiento.
14“ese desayuno demasiado caro, que no puedo permitirme”.
15Les Juives: Los judíos.
16Downtown: el centro de la ciudad.
17La arquitectura típica de París, el ‘rostro’ de la ciudad, es resultado del barón Georges-Eugène Haussmann, que tuvo a su cargo el diseño y subsiguiente dirección de la radical reforma urbana de París, satisfaciendo órdenes del Emperador Napoleón III. El trabajo se realizó entre 1853 y 1870, pero las obras se extendieron hasta el fin del siglo.
18Oise y Caen: dos regiones de Francia, de donde provienen las piedras usadas como materia prima en la construcción de los edificios de París. De color rosado grisáceo la primera, y rosado amarillento la segunda, son las responsables de la particular luminosidad dorada que caracteriza a la ciudad –por eso llamada “La ciudad luz”.

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