Después de su regreso de Martha’s Vineyard, Mallory comenzó a cambiar más y más. Adriano fue obligado a considerar y por fin aceptar que las dudas que albergaba con respecto a las pocas posibilidades de sobrevivencia [o ninguna] de su relación con ella, podrían acabar resultando certezas. Siempre las había tenido, pero había estado tratando de sepultarlas con gran obstinación; al parecer, de modo infructuoso. Cada noche le costaba más conciliar el sueño.

Pasaban muy poco tiempo juntos en sus hogares mutuos y Adriano había notado que Mallory lo llamaba por teléfono cada vez menos. No había film que a ella le atrajera lo suficiente como para que fueran ambos a compartirlo en un cine [un hábito de los dos desde el comienzo de la relación] y no conseguía arrastrarla a la calle para hacer nada.

Mallory estaba perdiendo el interés en salir con él: se recluía más y más en su departamento, un síntoma terrible que Adriano reconocía como un retorno del y al pasado. El pasado volvía a Mallory y Mallory regresaba al pasado.

Los silencios aumentaban más y más cada [rara] vez que se encontraban. Se habían acabado las cenas de sashimi de todos los lunes en el restaurante japonés Taka del Greenwich Village y, por supuesto, ella no se libraba de su morada, como lo habían convenido en un acuerdo mutuo al recomenzar. Mallory no mencionaba más su voluntad de ir a vivir juntos. Además, evitaba con toda obviedad cualquier plan que incluyese a ambos [parecía una reproducción —defectuosa y en sentido contrario— de la antigua estrategia de Adriano de invisibilizar a Mallory]. Y una vez más, Mallory estaba actuando “à la Mallory”. ¿Quizás había recomenzado, en vez, su romance con las bolsitas de heroína?

¿Algúna nueva infatuación, quién sabe?

Adriano se sentía como si estuviera tratando de recoger las aguas azules de su Mare Mediterráneo con un colador de pasta siciliana.

 

La había invitado a cenar después del trabajo. Pasaría a buscarla a las ocho por Depression Modern.

Habían transcurrido ya varios años, sin embargo Adriano todavía estaba empleado en Bloomingdale’s. No obstante, ya no era más modelo; en la actualidad era el productor y estilista visual de Giorgio Armani. Esa noche lucía un traje Armani de lana liviana gris pied-de-poule, pero tanto la camisa blanca de seda y lino como la corbata lisa de seda bordó eran de Comme Des Garçons. Sus zapatos negros venían de Milano y eran wingtip oxfords de Prada. En el asiento trasero del coche había un sobretodo de pelo de camello de raro color plomo, también Armani; y una bufanda de colores brillantes, de una tela artesanal confeccionada en telar e importada de Nairobi, Kenia, especialmente para él. Completaba sus accesorios un sombrero gris fedora Stetson Royal Crown, de auténtico vintage 1940, que cubría su cráneo en ese momento.

El coche avanzaba centímetro a centímetro a lo largo de Broadway; era la hora pico. Lloviznaba, y esa lluvia generaba efectos ópticos en los vidrios del Alfa Romeo: los tonos multicolores de las lámparas de Broadway y de los otros automóviles —reflejados en el agua— patinaban por el parabrisas, se deslizaban de forma absurda hacia arriba cuando aceleraba, y se disolvían en regueros de estrellas fugaces y cometas cada vez que Adriano pisaba los frenos.

El tráfico estaba pesado pero él no tenía apuro; ya se había acostumbrado a desear y temer al mismo tiempo sus momentos con Mallory.

Depression Modern ya había cerrado y ella lo esperaba sobre el umbral de la entrada. Vestía un abrigo impermeable Issei Miyake de vinilo negro, que había hallado en una tienda de ropa de segunda mano, ahí, en Soho. Mallory se apoyaba en un paraguas plegado color tabaco, como si fuera un bastón —una pieza curiosa descubierta en la Rue des Blancs Manteaux del barrio de Le Marais, en París. El color perlado de la piel de sus piernas se fusionaba a la transparencia metálica de las medias La Perla, y pisaban el umbral un par de botas también tabaco —muy cortitas y con elásticos laterales, como botines à la Beatles— de Stuart Weitzman, inglesas.

La silueta de Mallory, las luces de la calle y la semipenumbra de las veredas de Soho llevaron a Adriano a conjeturar una imagen para la revista Vogue del próximo mes.

Cuando vio el coche, Mallory levantó el paraguas, lo abrió y se aproximó de prisa al cordón de la vereda. Entró a la macchina de Adriano sin decir más que un “Hola” —y el vehiculo se dirigió por el lento tráfico de la hora del rush hacia Mapamondo, un restaurante florentino situado en el punto exacto donde nace la Novena Avenida y muere la Calle Hudson. Mientras manejaba y en silencio, Adriano estudió la simbología del destino de ese corto viaje, las coincidencias de nacimientos y muertes.

. . . e il mondo gira e gira ogni giorno.

 

Durante la cena, ambos actuaron como si fuera una primera cita, pero un encuentro muy diferente de aquel que habían tenido muchos años antes, en Alô Alô.

A los postres, Mallory confesó que se sentía deprimida: el SIDA consumía a su viejo amigo Christopher, quien vivía solo en Maui. Le informó a Adriano que en noviembre ella volaría a Hawái para estar a su lado. La muerte vigilaba y aguardaba —muy, muy de cerca. Adriano se preguntó si al menos conseguiría pasar Thanksgiving con ella —el 24 de noviembre, Día de acción de gracias, otra ironía. Mallory habló de Christopher, de momentos felices del pasado, de amores perdidos, la soledad… y por último, claro, habló también de la muerte.

 

Después de cenar, recorrieron a pie la corta distancia desde Mapamondo hasta la White Horse Tavern y juntos decidieron que el dinero no era importante: tomaron repetidas dosis de Scotch Kinclaith Duncan Taylor 1969 [su precio, ¡un absurdo!]. Adriano sentía deseos de fumar un puro, pero no tenía, entonces fumó sus Gitanes.

Bebieron, y bebieron, y bebieron; rieron y bromearon con los parroquianos. Invitaron tragos que fueron retribuidos. El bar —esa institución de solitarios y el gran enemigo impotente de la soledad— los ayudó a olvidar por esa noche el pasado, el presente, el futuro y sus propias identidades públicas y privadas…   como si esos fueran Los años dorados. 

 

Cuando salieron de la taberna estaban algo más allá de la borrachera. En ese momento, Adriano ni siquiera recordaba el notable hecho histórico de que había sido en ese pub, bebiendo excesos de whisky, donde el poeta escocés Dylan Thomas concertó una cita irrecusable con La Muerte. En una noche como esa, había partido de la White Horse Tavern hacia el descanso eterno.

Se abrazaron, caminaron tomados de las manos, se detuvieron varias veces para besarse con pasión, hasta llegar al estacionamiento. Mallory le pidió que pasara la noche con ella, pero agregó: “De todos modos, ahora estamos juntos… Mañana será otro día”.

Más tarde hicieron el amor, aún con las luces apagadas. Mallory lo apretó ajustadamente, abrazándose a él con un raro afán. Con los muslos casi bajo las axilas de Adriano, le aprisionaba el torso con las piernas, mientras lo atraía hacia su propio cuerpo, presionando con los talones cruzados en la espalda del amante. Sincronizaron el ritmo sin prisa —el cuerpo de Mallory por momentos en el aire, colgada de brazos y piernas al de Adriano. Se sentían sumergidos sensualmente en la profunda carnalidad de ese intercurso tan especial, tan distinto —como otra primera vez. Trataban de adivinarse los ojos —entender las miradas en la oscuridad absoluta; prefigurando y persiguiendo el éxtasis, explorando sendas bocas con sus lenguas ávidas, bebiendo el elixir transubstanciado que, por la magia de esa noche, nacía de la mezcla de sus salivas.

Cuando Mallory sintió que el clímax se aproximaba, aceleró el movimiento de su cuerpo. Era ahora una silueta ungida de perfumes exóticos amalgamados al de su propia transpiración, una sombra animal que gemía en la penumbra del dormitorio. Entonces le rogó a Adriano que le acabara adentro.

Adriano sabía que el diafragma dormía en la mesa de luz y que existía la posibilidad de que ella estuviera en un día fértil, pero se dejó ir…

Por algunos segundos vislumbraron la eternidad. Y entonces, la Petite morte.

 

Cuando al fin despegaron sus cuerpos, permanecieron boca arriba, recuperando el aliento en la oscuridad.

Mientras Mallory disfrutaba de su primal y ambigua experiencia posorgásmica —algo exclusivo de la mujer, la repulsa y el placer simultáneos de sentir los jugos mutuos derramándose desde la pelvis, bajando entre los muslos y los glúteos e impregnando después las sábanas y el colchón que finalmente los absorvería para siempre— hicieron planes para el futuro, como si todo estuviera bien entre los dos.

Antes de dormirse eligieron un nombre para el hijo: Blake.

Ya casi dormida, Mallory comentó satisfecha que el nombre era válido tanto para un varón como para una niña —algo muy en boga, pensó Adriano. Se regocijó al oír la sonoridad del vocablo y notó además que este era el nombre del escritor e ilustrador inglés que él tanto admiraba, William Blake. Sería un homenaje.

Al despertar, el alcohol y los sueños se habían evaporado.

Mallory jamás volvió a mencionar a Blake.

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*Continúa mañana

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