El reconocido escritor baraderense, Federico Jeanmaire ha escrito cuatro notas sobre su relación con las bibliotecas para la Revista Viva que se publica junto al Diario Clarín los días domingo. Hasta el momento han salido dos en las cuales como en la mayoría de sus textos aparece Baradero. Y esto genera un gran impacto en la comunidad, es algo que nos pone felices y llenos de orgullo.
Hablamos con Federico, quien gentilmente nos facilitó el material para compartirlo con los lectores de BTI
Sos consciente de la repercusión que tiene aquí en Baradero todo lo que escribís ?
“Me lo dicen cuando voy por la calle, esa es la forma de enterarme un poco de la repercusión que tienen mis publicaciones y es lo más lindo, porque ahora hay muchas generaciones que no conozco.
De qué se tratan estas notas ?
Estas son una serie de notas que están saliendo en la VIVA, son cuatro domingos seguidos que me pidieron en Febrero – salieron dos ya- y el tema era Bibliotecas. La primera la hice sobre la biblioteca de mi viejo, que ya salió y este domingo pasado salió la segunda entrega : cuando yo me peleo con la biblioteca de mi viejo y tengo que ir a las bibliotecas públicas y entonces acudí a la biblioteca de Atlético y la Fray Luis de Bolaños que en aquel tiempo estaba pegado a la municipalidad.
Yo me manejos con recuerdos, seguramente la gente mayor que yo o con mejor memoria que yo, va a encontrarse que hay errores en la nota, porque a mí me gusta manejarme como yo me acuerdo de las cosas. Por ejemplo esa nota yo la hice a principio de Febrero y después fui a Baradero y en mi recuerdo la municipalidad tenía las piedritas solamente en la base y cuando fui a Baradero comprobé que tenía piedras en toda la pared y en mí recuerdo no, podría haberlo cambiado pero no lo cambié, lo dejé como me lo acuerdo. El recuerdo es siempre subjetivo por lo tanto siempre le doy más bolilla a mis recuerdos subjetivos que objetivos.
Siempre por algún pedido que me hacen veo la posibilidad de hacer algo con eso y normalmente muchos de los pedidos que me hacen no los hago porque no quiero hacerlos, solo hago los que me interesan, en este me pareció interesante porque era trasladar un poco mi relación con el libro como artefacto, porque ahora este domingo sale cómo entré a la Biblioteca del Congreso o sea que no hice un concurso con mis antecedentes, fue por política que llegamos un grupo de baraderenses. Y después en la última entrega hablo de la mudanza que hice a partir de mi separación y los libros que me llevaba.
Si no te lo piden como un trabajo escribís borradores, cosas sobre Baradero, para vos ?
A veces te ofrecen hacer algo y cuando te parece que está bueno, como en este caso-me encantó hacerlo, estuve trabajando varios días-, pero hacerlo yo por propia voluntad es difícil que lo haga, prefiero meterme en mis novelas.
La versión teatral de «Mas liviano que el aire» ha sido muy exitosa.
A mí la versión de la obra que fue premiada en Argentina no me gustó para nada, es más me pasó que me gustó una que vi en una escuela de Almagro donde los chicos hicieron una versión muchísimo mejor, muy buena, porque la versión que hizo esta gran actriz Betiana Blum había perdido todo el dramatismo. Era una obra que tenía un dramatismo muy profundo adentro y en la versión de acá era una comedia, era un personaje que incluso tenía una botellita y tomaba alguna clase de alcohol durante la misma. Son versiones de lo que vos hiciste, pero no es lo que vos hiciste, entonces uno tiene que aprender a aceptarlas. Ahora la van hacer en Paris y me mandaron el borrador y me gusto mucho más, habrá que verla.
Federico acaba de publicar su nueva novela la guerra civil, entrevista que publicaremos aparte.
La biblioteca de mi padre
A los doce años de edad, me peleé con la biblioteca de mi padre. Y fue para siempre. Aunque en ese momento, claro, todavía no sabía de la eternidad que implicaba aquella decisión tan prematura. Mi viejo se la pasaba leyendo. Sus preferencias eran bien marcadas. Historia argentina, las dos guerras mundiales, mucho de política, la vida extraterrestre, los ovnis, algunos policiales o libros de espías y, sobre todo, unas novelas de cowboys que venían en un formato mucho más pequeño, de tapas blandas con dibujos a la manera de un comic y hojas de muy mala calidad repletas de letras minúsculas. La colección se llamaba Bisonte: unos libros que ni siquiera parecían libros y que se compraban o se intercambiaban, según recuerdo de haberlo acompañado alguna vez, en los puestos de Plaza Italia.
Lo cierto es que independientemente de aquello que leyera, el hombre se la pasaba leyendo. Casi todo el tiempo que estaba en casa. Lo hacía sentado sobre un sillón de caña que nos acompañó en cada una de las numerosas mudanzas familiares que hicimos durante mi infancia. Yo lo amaba. Y también lo admiraba, entre otras cosas, por esa inquebrantable desesperación lectora. De hecho, el deseo de parecerme a él fue aquello que me obligó a aprender a leer y a escribir, solo y en secreto, bastante tiempo antes de comenzar la escuela primaria. Como mi padre casi no hablaba, aprender a leer y a escribir fue el modo que se me ocurrió imaginar para comenzar a existir ante sus ojos. Y lo logré, claro. Un buen día, mientras mi padre, abstraído y en medio de su mutismo habitual, leía sentado sobre el sillón de caña, le pasé por debajo del Bisonte abierto entre sus manos, un papel escrito enteramente por mí. De inmediato, me levantó por los aires, me felicitó a los gritos y me hizo caballito moviendo uno de sus pies, la más efusiva de sus expresiones de cariño.
Decía al principio que, a los doce años, me peleé definitivamente con la biblioteca de mi padre. Puede parecer, dicho así, medio a la ligera y sin explicar la situación en detalle, un típico arrebato de nene caprichoso. Pero no. Juro que no. Antes de tomar tan drástica determinación, realicé un repaso minucioso de su contenido: salvo la casi infinita colección Bisonte, que desconté previamente de manera quizás arbitraria y de un plumazo, me tomé el trabajo de revisar, libro por libro, el resto de los alrededor de dos mil o tres mil ejemplares que poblaban los anaqueles. La tarea me llevó su tiempo. La hice a consciencia. Exhaustivamente. Y arrojó como resultado que, dentro de esa verdadera montaña de libros, sólo había dos que me interesaban: Alcibíades o de la política, de Platón y Crítica de la razón pura, de Emmanuel Kant. Sólo esos dos, que leí apenas terminar con el riguroso examen. Quizás era muy chico para leerlos, no sé. De cualquier modo, creo que los supe aprovechar. Sobre todo al Alcibíades: corría el año mil novecientos setenta y la lectura de aquel diálogo platónico me pareció un libro igual de fantástico que los de Julio Verne que tanto me gustaban. En él, la gente discutía encarnizadamente sin matarse a los tiros y, al final, hasta podían modificar sus opiniones al reconocer que el otro, en este caso Sócrates, tenía razón. Increíble. Realmente increíble para lo que era el país de por aquellos tiempos.
Pero vuelvo al asunto de la biblioteca de mi padre.
Por supuesto, la pelea con ella no había surgido de casualidad. Era, en todo caso, la forma que encontré de poner en términos más o menos explícitos las diferencias, a esa altura ya insalvables, que mantenía con su propietario. Mi padre había dejado de ser un superhéroe para mí. No me gustaban muchas de las cosas que pensaba o que hacía y, al tratarse de dos seres tan parecidos o tan desesperados por la lectura, la biblioteca resultaba el sitio obvio para dejar en claro esas diferencias. Sospecho que le debe ocurrir lo mismo a muchos varones: hay un momento en la vida en que el padre deja de ser el modelo que nos guía. A pesar del amor y de tantas otras cuestiones, cada uno de nosotros debemos tomar nuestros respectivos caminos y olvidar a un lado el de nuestros padres.
Claro que aquella temprana y definitiva decisión, no me alejó de los libros. Muy por el contrario, me lanzó a las bibliotecas de Baradero, el pueblo donde nací. La biblioteca del Club Atlético y la biblioteca municipal. Pero se me ocurre que esas bibliotecas, y los grandísimos descubrimientos que hice en ellas, merecen unos cuantos y próximos párrafos aparte.
Federico Jeanmaire
Nada queda lejos en Baradero
A comienzos de la década del setenta del siglo pasado, Baradero, como cualquier otra ciudad más o menos importante del mundo mundial, tenía su municipalidad en frente de la plaza principal. Se trataba de un edificio horrible, nuevo, recién estrenado y con la estética típica de la época: dos plantas en líneas rectas, un metro de piedras pequeñas a lo largo de toda su base, ventanas flacas y alargadas, escalinatas de cerámicas rojas y un balcón sin ninguna gracia a un costado del primer piso. Un edificio muy parecido, o mejor dicho exactamente igual, al que puede observarse hoy en día, si uno se detiene, con ganas de observar, debajo de los jacarandaes de la plaza Mitre. Un verdadero monumento al mal gusto. En aquel entonces, sin embargo, tenía una particularidad que ahora ya no tiene. Algo que lo hacía absolutamente singular. Justo delante de semejante calamidad arquitectónica, del lado izquierdo, todavía quedaba en pie una parte de lo que había sido el viejo edificio. Allí, en esa suerte de resto histórico bellísimo, y en algún sentido incómodo, además de molesto y hasta indeseable para el progreso de la comunidad, era que funcionaba la biblioteca municipal Fray Luis de Bolaños. Se ingresaba a ella por una puerta doble que daba a un pasillo bastante ancho. A cada lado del pasillo, según mi recuerdo, se levantaba una puerta doble vidriada quizá pintada de color gris. La de la derecha daba a la de la recepción: el sitio en donde había que presentarse ante una señora que vivía sentada detrás de un escritorio y pedirle el libro o los libros que uno quería leer o llevarse a su casa para devolverlo sin falta la semana siguiente. Claro, el problema era que uno, con apenas doce años, apenas si se había dado cuenta de que no quería leer los libros que almacenaba la biblioteca de su padre. No sabía mucho más. Por lo tanto, lo único que se me ocurrió en aquella instancia primordial, fue pedir tímidamente permiso para investigar lo que había y así poder decidir.
Los libros se amontonaban justo detrás de la puerta vidriada de la izquierda. Y eran muchos, en verdad. Nunca había visto tantos juntos. Jamás. También tenían otra peculiaridad: la mayoría eran bastante gordos y con sus lomos antiquísimos. Ahí fue que encontré a mi primer amor literario: Domingo Faustino Sarmiento. Ocurrió casi a primera vista: la edición en cincuenta y dos volúmenes de su obra completa, que había publicado el Senado de la Nación con motivo de cumplirse los cien años de su nacimiento, ocupaba un lugar preferencial. Resultaba imposible no toparse con ella. Y al comenzar a leerlo, por supuesto, también me resultó del todo imposible no amar para siempre esa escritura tan personal, tan potente y tan sólida. Tan coloquial y tan argentina. La otra biblioteca a la que me hice adicto por aquellos años, la del Club Atlético, no quedaba muy lejos de allí. A decir verdad, nada queda demasiado lejos en Baradero: apenas una cuadra de distancia la separaba de la biblioteca municipal. Para llegar tenía que subir hasta el primer piso por una escalera que daba una vuelta. Y allí, como no podría ser de otra manera, había una señora detrás de un escritorio. Los libros no parecían tan viejos y la señora, también según mi recuerdo, era bastante más simpática que la anterior. O más interesada. O más intuitiva, mejor: se las supo ingeniar para acercarle Borges y Cortázar a mi enorme confusión libresca.
Hubo también, bastante más tarde, otras bibliotecas públicas. La de la ciudad de Alphen aan der Rijn, en Holanda, a principios de la década del ochenta. Una biblioteca a la que concurría a leer casi todas las tardes. Tenía sólo un par de anaqueles en castellano: algo de Soriano, algo de Cortázar, algo de García Márquez y, el resto del espacio, lo ocupaba la colección completa de los premios Nadal durante el franquismo. Un horror que me enseñó, creo, al igual que lo había hecho la colección Bisonte, cómo no se debe escribir. Y todavía hay más. Las de mi vuelta a Buenos Aires, enseguida después de la dictadura militar: la Ricardo Güiraldes, de la calle Talcahuano, la Manuel Gálvez, de la calle Córdoba; la de la Facultad de Filosofía y Letras y la del Instituto de Filología Hispánica Dr. Amado Alonso.
Así las cosas, y luego de haber pasado tantas horas dentro de las bibliotecas públicas desde mi más tierna adolescencia, no creo que resulte tan extraño que, desde hace veintisiete años, trabaje en una de ellas. Pero eso, me da la impresión, merece un montón de párrafos aparte.
Federico Jeanmaire
Nota: Gracias Fede, por la gentileza de atendernos y enviarnos este bello material para compartir con toda la gente.
Comentarios de Facebook