Salgo del Ferrari. Es el último día de clase. Este año grazie a Dio no me llevo ninguna: sí que me rompí el culo estudiando cada vez que me parecía que me iban a llamar y de puro ojete la acerté la mayoría de las veces. Aunque el hijo de puta del profe de física, dos días después de haberme llamado ya una vez, ¡me llamó de nuevo!

Yo no sabía un carajo, entonces después de par de minutos me mandó directo a sentarme y llamó a otro. Guacho de mierda; eso sí que no se hace. Pero la cagada la había hecho yo; digamos la verdad, acá. Para el examen trimestral de física le copié la prueba entera al Jose Salaberry, un pibe sabio que se sienta delante de mí y no le calienta ni un poquito que le copie. La joda es que, como hace mucho tiempo que lo vengo haciendo (hasta los deberes le copio; voy a su casa cuando ya los hizo y listo), me confié demasiado y como un boludo escribí todo igualito igualito a como estaba en su examen: reproduje su prueba en la mía de forma tan obvia que el guacho del profe, Doblack, antes de entregarnos los exámenes ya corregidos y calificados a todos los alumnos, levantó bien alto el mío y el de Jose, exhibiéndolos a la clase como si él fuese un pescador y nuestras pruebas dos surubíes gigantescos. Entonces me llamó al frente para hacerme unas cinco o seis preguntas tomadas de modo textual del examen. Listo: yo no supe contestar ni siquiera una.

Ahí mismo, colorado de rabia pero con una sonrisita llena de sorna, Doblack puso mi prueba trimestral sobre el escritorio y delante de toda la clase con su birome roja me tachó el diez y me puso un cero. Claro que el diez en la prueba de Jose quedó como estaba. El guachito de Doblack sabía quién sabía: Jose es una de esas rarezas del universo que estudian todos los días. A continuación, Doblack me dijo que me fuera a tomar sol al patio.

Tortura en Guantánamo.

Fui directo al baño a esconderme: me encerré en uno de los tres excusados del Ferrari para que no me viera Bigatti porque el gordo siempre anda rondando para ver a quién han mandado afuera.

Cagaste si te agarra.

Ya me lleve a diciembre matemáticas con la de Rivadeneira, física con el guacho apestoso este de Doblack, inglés con la de Asprella y religión con el cura gallego, franquista de mierda, el padre Jesús. Otro boludo.

Lo raro es que después acabo estudiando ingeniería industrial en la UCA y física es la materia en la que recibo las mejores notas. Claro que ahora el profe es un teniente de navío de la Armada Argentina, el profesor Du Bois; un milico supergenio con una una pinta tal que las minas que toman esa clase de Física 1 junto conmigo se mean cada vez que él entra al salón con su traje azul marino y su portafolios de piel de cocodrilo.

El profesor Du Bois trabaja para la Comisión Nacional de Energía Atómica ahí nomás sobre la Avenida Libertador, a un par de cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada.

Su especialidad es misiles balísticos teleguiados. Un mísil balístico teleguiado es un poquito más interesante que el bigotito canoso de Doblack, ¿no?

¡Uhhh! Mirá, loco, después de tantos años, recién ahora —mientras te cuento esto— me doy cuenta de estar frente a uno de estos casos que en EE UU llaman “Synchronicity”, o sea, sincronismo. Observá: el profesor para quien no estudiaba una mierda y me copiaba todo era Doblack. *Una salvedad debida, pibe: Ahora que soy profesor me doy cuenta de que Doblack no era tan hijo de puta, sino una persona recta, responsable y exigente. Pero, sigo: El profesor fascinante genio para quien estudio como un energúmeno y recibo notas brillantes es el profesor Du Bois. Du Bois se pronuncia en francés Do Buá. Caete de culo al suelo, nomá: Doblack = Dobuá. ¿Viste? Casi lo mismo, o al menos, el segundo una emanación del primero (emanación, como le gustaría llamar a este fenómeno el gran William Blake. Ahora que pienso esto último (Do Buá, Doblack, Blake), mejor ni seguir, ¿no? Te lo juro por Dios que es verdad.

Cosas vederes que non crederes, Sancho.

¿Sabés a quién pusieron en la mesa de religión cuando me fui a examen? Cagate de risa: al Oso Sempio. Ese sabe tanto de religión como yo de jiu-jitsu. ¡Qué al pedo que estaba en la mesa, por Dios! Por suerte me tocó hablar de las virtudes teologales y de la transubstanciación, justo lo que había estudiado durante el semestre; prácticamente pasé el examen repitiendo lo único que sabía de verdad. La tómbola fue afortunada; saqué la bolilla 3: el capítulo de las teologales; y la 10, el de la transubstanciación.

No solo me llevé esas materias a diciembre; además repetí segundo año. Te lo juro; fue traumático; de estar con los tipos y las minas de mi edad, al año siguiente tuve que ir a clase con los chiquitos del año anterior y ver a mis antiguos compañeros de clase en el patio; pero no en mi fila sino que en la fila de al lado, la fila siguiente a la nuestra, tanto cuando formábamos a la entrada como cuando lo hacíamos a la salida. Creo que eso me traumó para siempre. Jodido. Me sentía un pelotudo iluminado con guirnaldas de árbol de Navidad.

Repetí el año porque vivía enfermo: me enfermaba todas las semanas y los fines de semana estaba curado. Siendo Baradero un pueblo chico, no había un fin de semana cuando alguna profesora o profesor no me viera en el asiento de atrás de la moto Honda del Mixto Buscemi, o de la BMW de Peter, el alemán de la fábrica novio de La Peluda Antonijevic —esa mina que nos encantaba a todos pero les espantaba a nuestros padres por su pinta de Wild Thing (¡preciosa!). Debe ser “un conflicto generacional” nomás, como dice la revista Primera Plana.

Entonces, andá a cantarle a Gardel: en la clase del lunes la Nelly Guidotti me da un repunte de la puta madre que los recontramil parió por faltar tanto a clase. No sé un carajo de ninguna materia (a propósito ¿para qué mierda sirve la vivisección de la rana que nos hace hacer la de Guidotti en el laboratorio, después de haber asfixiado al pobre batracio hasta la muerte?).

Como falto una semana entera cada vez que me enfermo, cuando vuelvo a la escuela me siento perdido, extranjero; no sé de qué carajo hablan en clase y, durante mi ausencia mis amigos se amigaron con otros y ahora me miran raro.

Te lo juro, loco. Tanto así que cuando la Zulema Rivadeneira escribe las divisiones de cuatro cifras en el pizarrón, yo pongo cuatro números cualquiera abajo del radical donde está la cifra divisora, y entonces un choricito descendiente de números decididos así nomás bajo los dividendos. Los escribo al azar, tratando de no repetir los mismos para que no sea obvio que los inventé. Me fijo que en general estén todos, del cero al nueve; en pares de dos, y al final, un cero; como si fuese una “división exacta”; y mucho más importante: como si yo supiese bien lo que estoy haciendo. Pero siempre los resultados de las operaciones matemáticas que ‘dibujo’ están todos mal. Ahí no la acierto nunca, ni por puta. Y ni te cuento de las ecuaciones. Mejor no hablemos de eso, OK?  .

Lo peor es que todas las veces he estado enfermo de verdad. Por ahí es psicosomático, como dice la revista Gente: me enfermo porque tengo que ir al colegio y me enfermo para no ir al colegio. Es eso…

No. Perá un cacho: el doctor Daneri hasta mandó a Victorio Baccari para que me extrajera material bucal del fondo del paladar. Victorio me raspó las amígdalas con un hisopo para extraer el ‘esputo’ (¿¿??) y analizar las bacterias y virus que allí podría haber.

Baccari se llevó el moco de mi garganta al laboratorio que tiene en la misma casa donde vive el Dr. Daneri. Baccari también vive y trabaja allí, en esa casa blanca con banco de madera y hierro  forjado en la puerta. El garaje también funciona como sala de espera del consultorio y del laboratorio. Al fondo del garaje hay tres puertas; una hacia el consultorio, la otra al hogar de los Daneri, y la tercera hacia el laboratorio de análisis donde Baccari va a estudiar la flema de mi garganta.

Pero decía que el Dr. Daneri una vez más subió las escaleras de casa, vino a mi cama, me hizo respirar y toser un par de veces con la oreja apoyada sobre la toallita de hilo en la espalda. Como te cuento, apoyó ahí la oreja mientras me decía como siempre:

A ver m’hijo: tosé. Respirá; respirá m’hijo; tosé, etc.

A continuación sin muchos otros cuidados o exámenes le confirmó a mamá lo que el análisis del es-puto viscoso había demostrado: me había agarrado una pulmonía.

El Dr. Daneri escribió una de sus recetas, en la que incluyó la provisión de un tubo de oxígeno. Ese ‘aire puro’ comprimido lo usaría yo para hacerme nebulizaciones diarias, metiéndome en los orificios nasales dos tubitos de vidrio para aspirar el líquido vaporizado que contenía el extraño artefacto bulboso de vidrio con los mencionados dos cañitos.

En el futuro, recordaría el aparatito ese cada vez que viera un “bong”  —un artefacto similar de vidrio que algunos prefieren para fumar marihuana o hashish— en los coffee-shops de Amsterdam, por ejemplo, o en las vidrieras del East Village de Manhattan, donde también se venden. Fumar marihuana en tu hogar es legal en el Estado de Nueva York (y en Holanda en cualquier café, además de en tu casa), por lo tanto este tipo de parafernalia es lo más común de verse en las vidrieras la calle Saint Mark’s Place, en Manhattan, a unas cuatro cuadras de mi oficina de New York University, por ejemplo. Así que recuerdo las nebulizaciones de Baccari y Daneri todo el tiempo: Miro una vidriera en Saint Mark’s Place, y ¡paffff!, ahí está el nebulizador de Daneri, Baccari, Degese y Cía.

La verdad es que ¡cómo carajo no me iba a enfermar si hacía cada cagada que solo podría terminar mandándome a la cama, con una recaida cada vez más seria! Apenas convaleciente (el viernes estaba enfermo), a las siete de la mañana helada del sábado estaba con Pepi Cataldo al borde de la Ruta 9 haciendo dedo, porque Pepi iba a un dentista que atendía los sábados en Campana (años más tarde me iría a dedo desde Buenos Aires a Río de Janeiro con una mina [Susana Gutiérrez, porteña] y por segunda vez haría el mismo viaje a dedo, pero desde Baradero, con Gustavo “Gustavea” Lenguitti).

Pepi Cataldo se guardaba la guita del tren que le había dado el viejo funebrero, e íbamos los dos haciendo dedo (yo era el ladero constante de las extrañas y enfermas aventuras de Pepi Cataldo; algunas, irrepetibles). No obstante, yo sé (los dos sabíamos) que Pepi no lo hacía por la guita, aunque nunca venía mal: Había que financiar los vicios, ¿no?, empezando por los Particulares negros sin filtro de quince.

Entonces, por ejemplo nos paraba una pick up con tres tipos en la cabina. Ni el vidrio bajaban. Paraban sobre el asfalto mismo por dos segundos como máximo; acelerando el bicho furioso en punto muerto; solo el tiempo suficiente para que saltásemos a la caja y allá partía la maquinaza; con dos caños de escape brutales, una Ford F-100 blanca.

Reanudaba la marcha el bólido, rugiendo en el frío escarchado de la mañana y nosotros dos sentados sobre la chapa helada de la caja, o entonces arrodillados atrás de la cabina, mirando hacia delante, enfrentando la ruta y tragándonos el viento helado y la velocidad de cien, ciento veinte  kilómetros por hora. El  chacarero caritativo que nos había acogido a bordo era un retuerca fanático del turismo de carretera.

Habíamos caído por fuerza del azar en manos de ese piloto que nos llevaba de forma física hasta Campana, pero espiritualmente al Paraíso. Si la suerte hubiera sido otra, el piloto tal vez hubiera sido un serial killer. El viento que nos azotaba y tragábamos era el néctar y la ambrosía generosa de los dioses del Olimpo. Y así hasta Campana a bordo del monstruo rugiente.

En general, de cada uno de esos viajes yo volvía otra vez enfermo. Pero,  ¿quién me quitaba lo bailado?; ¿no te parece? Bien que —instruida en la escuela de la sabiduría popular y muy prudente —nuestra planchadora analfabeta, doña Leonarda, me lo advertía cada vez que ella percibía que yo andaba arriesgando mi salud en alguno de mis característicos actos de inconsciencia adolescente:

“Cuidado con la recaida m’hijo; cuidado con la recaida”.

Pero ahora estoy de vacaciones; así estamos todos nosotros: de vacaciones y totalmente al pedo.

Escena típica en la mesa de la ventana, temprano:

¡Mirá loco, mirá!; ¡ahí pasa el petizo Ortiz!; ¡yamalo, loco! ¡yamalo!. ¡Vamos a quemarlo!. Bueh, demoraste demasiado. Ya pasó; dobló la esquina. Otro que se te escapa. ¿Qué te pasa, boludo? ¿Estás enamorado o es la paja nomás?

¡Mirá mirá, ayá pasa El Jubilado! ¡Yamalo, boludo!, ¡yamalo!

Lo llama:

¡Jubilado! ¡Jubilado!

¡Mirá para el otro lado y hacete el boludo! ¡Uy Dio!, ¡cómo se quemó!, ¡míralo!, ¡parado como un boludo!, ¡mirá, se Requemó! ¡Jajajaja!, ¡que olor a goma, loco!; ¡qué quemada!

¡Uy, mira!, ¡viene para acá!, ¡viene para acá!

¡Qué al pedo que están, hermano!, dice El jubilado al pasar frente a la ventana, pero sin mirar, como si hablara para nadie.

¡Mirá, mirá! ¡Va a entrar! ¡Va a entrar!

Y se abre la puerta de la esquina del Hotel de las Naciones. Entra El Jubilado.

Es más o menos así:

Puede que sean las diez, once, doce del mediodía. No sé, no me acuerdo, no me importa. Lo que sí sé muy bien es que no hay más que dos o tres mesas ocupadas en el enorme salón del café-bar-restaurante del Hotel de las Naciones. El sector del restaurante, al fondo, todavía está a oscuras y cerrado. Encienden la luz solo si entra un viajante con cara de hambre, y a partir de ahí se decreta abierto para el almuerzo. O entonces lo abren por inercia; por si las moscas. Solo a la noche se anima un poco, y los fines de semana, claro.

Nuestras voces hacen eco y rebotan contra las paredes de ese enorme vacío, y si hay risotadas la señora de Panzera chista alto desde atrás de la barra para que bajemos los decibeles. La resolana inunda y desborda nuestras mesas de las ventanas , como te dije. Todas las mesas que elegimos de modo estratégico están ubicadas frente a la plaza. Si esas están ocupadas, el plan B son las de la ventana única que da a la óptica Luxor del Baby Degese, casi en la esquina de San Martín y Oro, pero sobre San Martín.

Por ahí porque digo, “la ventana única” o “las ventanas” (dos ventanas dos), te creés que hablo de ventanas como las de tu casa. Ni por puta. Las del Hotel de las Naciones tienen unos hermosos cristales horizontales tan enormes que caben dos mesas frente a cada uno de ellos, y nos otorgan una vista hacia buena parte  de la plaza, la tienda La flor del día, el kiosco de Piriti y la parada de taxis. Un poquito más lejos y en ángulo, vemos la oficina de Agua y Energía —ese lugar al que jamás entramos porque lo comanda el gerente cascarrabias Huber, un alemán pellirrojo de bigotes a quien le tenemos terror desde cuando éramos pibes. Si vemos películas de Nazis jodemos con que uno de ellos es Huber.

 Ese local está sobre San Martín, contiguo a la intendencia del intendente Chalá, papá de nuestro amigo Miguelito Chalá. Ya a la distancia vemos la enhiesta silueta del mástil del boulevard. En el amanecer de un domingo cualquira, una amiga nuestra muy sexy se saca la bombacha y la iza hasta el tope mismo del mástil. Enarbola la bandera de la libre sexualidad al salir de Dinka con toda la barra, todos saturados hasta el tubo del expurgue de Blenders: El elegido de los Criadores. El nombre de este whisky es largo, pero uno se  apoya contra la barra y le dice a Bocha o a Justo, “¡Criadores!”, y te entrega una medida exacta (más un chorrito de yapa) en un vaso panzón y bocudo, o entonces en uno alto y estrecho, highball, siempre con tres cubitos de hielo exactos. La perfección de El ruido baraderense.

Pero no estamos en Dinka chupando y bailando en la noche salvaje. No; estamos al pedo como bocina de avión en el Hotel de las Naciones, sin nada que hacer en absoluto, a no ser mirar el paso el tiempo por la ventana del bar del hotel.

Los de siempre: el Turco Jaruf, el Nani Podestá, el Hugo Otina, el Juanchi Balladori, el Huguito Marino, el Minino González, los dos Politos: Dició y Capitanelli, el Pitico Mansilla, el Roly Lagar, el Portugués y dos o tres más de nosotros.

A veces también aparecen algunos que pasan por las mesas medio como de visitantes, sabiendo de antemano que son recibidos como tales, pero que nunca jamás formarán parte del círculo exclusivo de los que estamos al pedo de forma tan aguda y consistente como oreja ‘e sordo.

Tanto es así que ya viste que a uno de nosotros lo hemos apodado El jubilado. De una flacura y altura tal que parece una escultura de Giacometti, ojos negros intensos entrecerrados, ropaje informal de aspecto ajetreado —pero impecable— y los rulos eléctricos de su cabellera siempre empapados. Es casi mediodía, nos dice su llegada. Él aparece como un reloj: siempre alrededor de mediodía. El Jubilado acaba de levantarse y ducharse y ha caminado desde su casa hacia el hotel, fumando ese primer Particulares, antes de tomarse el cortadito inicial con dos terroncitos de azúcar Hileret y un poco de soda en el típico vasito de vidrio Pyrex, por supuesto.

Así, con las manos en los bolsillos, arrastrando las alpargatas, con el puchito casi extinto prisionero entre los labios, pasa por la vereda de baldosas ocres frente a nuestra ventana. Mientras finge ignorarnos, como quien “va a algún lado a hacer algo”, nos observa por el rabillo de un ojo tan irónico como el gesto de esos labios que aprietan el puchito. Pero ni bien llega a la esquina sube el escalón de granito amarillo pálido con vetas blancas del umbral de la entrada principal del hotel para venir a sentarse en esa silla que de hecho y por derecho le pertenece: sua cadeira cativa, como la llamarían en el portugués aristocrático del Brasil imperial. La persistencia de su presencia en este lugar y su carácter de ‘no laburante por opción’ le confieren ese privilegio.

El ocio como virtud. Al atardecer el Jubilado, repetirá la caminata y el gesto, pero entonces será hacia y en el café La Suiza.

Pero seguimos al pedo como freno ‘e lancha. Entonces Huguito Marino saca una servilleta del servilletero,  la pone sobre uno de los vasos de Coca-Cola ya vacío y la estira como si fuese el parche de un redoblante, bien tensa. Ponemos arriba una moneda de un peso, y el juego comienza sin previo anuncio ni necesidad de explicación.

Bien conocemos las formas lúdicas de ilustrar el ocio.

Todos los que no estábamos fumando, encendemos un pucho: Particulares, Jockey Club, Colorado, 43; Caíto Belesía, un Pall Mall King Size importado.

El juego consiste en quemar un agujerito circular en la servilletita de papel estirado, en cuyo centro reposa la moneda. Se empieza quemando lejos de la moneda, más o menos de modo equidistante. El segundo tipo en general quema su círculo en el lado opuesto del que hizo el primero. Si la moneda fuera un reloj, digamos que uno quema frente al número doce, el segundo frente al seis, el tercero frente al nueve y el cuarto frente al tres; el quinto va a quemar frente al diez; el sexto, al cuatro.

A medida que los agujeritos se hacen más y más contiguos mientras aumentan en cantidad, más se complica la cosa. Ya te diste cuenta, ¿no? En algún  momento, la hilera de agujeritos dejará de parecer un collar de perlas más o menos regulares para irse transformando en un caos de cráteres más y más cerca de la moneda, el foso circundante de una fortaleza tan circular como el Castel Sant’Angelo del Vaticano. La fortaleza central es la moneda de un peso.

Los tipos ahora apenas si tocan la servilleta con la brasa que pitaron bien fuerte antes y después ‘afilaron’ en el borde de otro vaso, para hacer que la punta fuera tan fina como la del grafito de un lápiz. Pero la regla es clara: algo hay que perforar. Sí o sí, aunque el orificio sea del tamaño de la cabeza de un alfiler.

Llega un momento cuando la moneda flota como en una hamaca paraguaya colgada bajo dos árboles en la tarde de verano del Regatas: oscila entre dos hilitos de papel que han que han quedado todavía fuera del alcance de las brasas. Es como si el cavado final del foso circular de la fortaleza estuviera a punto de concluir.

No importa; aunque no haya más espacio para perforar, la orden sigue rigiendo: hay que continuar quemando. Entonces —maldita sea su suerte— en el sentido de las agujas del reloj, el próximo tipo sentado en torno a la mesa debe aproximar la brasa de su pucho y quemar el papel.

Dicho sea de paso, todos los espacios posibles entre el borde del vaso y la moneda han sido ya abiertos. No hay más que esos dos hilitos de papel. Entonces, el tipo de turno quema y se quema: Con estruendo metálico la moneda percute contra el fondo del vaso. Ese es el gil que debe llamar a Paul Newman Panzera, el mozo del Hotel de las Naciones, y pagar todo lo consumido hasta ese momento.

 ¡Cagaste, mierda!

Gritamos entonces, ¡Paul Newman! ¡Paul Newman! ¡Traenos la cuenta que el Nani paga! El gil que no tuvo otro remedio que quemar mal esta vez fue el Nani Podestá. Le tocó quemar mal y entonces le tocó también y por eso mismo bancar la adición.

Paul Newman se materializa de la nada en su chaqueta blanca de mozo, moñito de smoking, pantalones negros y zapatos bien lustrados, la birome en la oreja, listo para sumar y cobrar. Paul Newman Panzera tiene cabello rubio amarronado, el rostro fino del actor de Hollywood, los mismos ojos azules brillantes y la nariz recta separando los pómulos hundidos como los del Newman real.  —En realidad, mientras no tiene que ir a atender alguna mesa, Paul Newman Panzera se comporta como cualquier otro parroquiano del hotel: siempre está sentado a la primera mesa del restaurante (o última, según el punto de vista), al fondo entre la barra y el biombo que separa la sección restaurante de la sección bar, fumando, tomando agua y leyendo el Clarín.  Su fuerte parecido a Paul Newman no es joda, se parece de verdad. Eso es lo que hace que él “se la crea” y se comporte como un boludo más de los varios de nuestra barra: como si fuera alguna especie de Play Boy— vive mirándose al espejo y arreglándose el jopo, sobre todo cuando lo llamamos “Paul Newman”, o sea, siempre.

 

Pero retrocedamos otra vez  en el tiempo a un período algo anterior a las vacaciones de ocio lúdico-tabaquista en el Hotel de las Naciones:

El doctor Daneri: “¡Respirá, m’hijo!” Doña Leonarda: “M’hijo, ¡cuidado con la recaida!” ¿Viste? En esa época todos los niños y muy jóvenes adolescentes éramos “m’hijos”  de todo el mundo. De hecho esta costumbre comunitaria constituía una herencia tradicional mixta. Ser hijos de la comunidad era algo bueno y malo, o algo positivo y negativo al mismo tiempo, ya que nos mantenía bajo la supervisión y control de una familia tan extensiva que incluía a casi toda la sociedad adulta del pueblo. No obstante, también implicaba la protección integral por parte de esa misma familia.

Si anduviésemos ambulando en nuestras bicicletas, podíamos detenernos en cualquier casa o rancho del campo en una tarde infernal de verano. Bastaba batir palmas (¡aun a la hora de la siesta!), gritar más o menos alto “¡Ave María purísima!”, y de adentro de la vivienda alguna doña o gaucho respondería “Sin pecao! (concebida)”, para aparecer un minuto después a la puerta y preguntar qué queríamos. Alguna vez el pedido puede haber sido una pinza, una llave o hasta un inflador, ya que llegábamos después de algún desperfecto accidental de nuestras bicicletas. Pero en general lo que íbamos a pedir era agua.

La doña o el gaucho nos llevaría hasta el pozo o aljibe y tiraría de la soga (si era la doña, nos ofreceríamos a hacerlo nosotros mismos) y la polea giraría hasta aparecer el fresco y chorreante balde de madera lleno de agua hasta el borde. Entonces beberíamos usando un jarro de lata o un cucharón de madera que los dueños de casa colgaban del brocal de hierro o madera del aljibe para ese fin.

Era toda una aventura, y nuestra intención real no se basaba tan solo en la necesidad de hidratación, sino también en el cierto voyeurismo que nos compelía a pasar de las tranqueras, porteras y alambrados e internarnos en las intimidades de esas familias rurales que nos acogían por unos minutos. Allí, sumergidos en ese universo privado, distinto y desconocido, tomábamos esa agua sabrosa, espesa, tan diferente de la que brotaba de nuestras canillas urbanas e industriales.

Éramos libres y vigilados al mismo tiempo.

Por ejemplo, soy demasiado pendejo para fumar, pero Juancito Rossi, quien tiene tan solo unos dos años más que yo, es huérfano, lo crían en el Hotel de las Naciones y es lustrabotas en la vereda misma del bar del hotel, fuma. Con el pucho en la boca, se sienta en el umbral bajo las vidrieras del bar o en el umbral de la entrada que da directo al enorme patio-galería donde están las habitaciones del hotel, y allí espera a los clientes con su  cajón de lustrar. No es –imagino— una mera coincidencia sino un hecho compensatorio de su condición de huérfano su fumar abiertamente, descaradamente antes los ojos adultos del pueblo entero y que nadie parezca inmutarse.

Si cualquier de nosotros hiciera lo mismo, seguramente sería increpado. De hecho, más de una vez, cuando fumábamos escondidos tras los arcos gigantescos de ligustrina de la plaza, o sentados en alguno de los bancos de sus glorietas contiguas, ya nos había sorprendido algún adulto, quien nos diría con un sarcasmo que apenas conseguía ocultar la irritación verdadera:

“Fumando, eh? Muy bonito; mirá cuando se enteren tus padres”.

 Inmediatamente aplastábamos el cigarrillo con la suela de los zapatos sobre el rojo polvo de ladrillo y balbuceábamos algún ininteligible y embarazado pedido de misericordia.

Lo que sucede es que el duro, crudo y azaroso hecho de su orfandad, colocaba a Juancito Rossi en una categoría que era al mismo tiempo externa y extraña a las definidas categorías “de normalidad”, los entendimientos convencionales de composición familiar existentes en ese entonces en este pueblo. En el reducido medio social baraderense, el concepto de orfandad estaba definido de un modo ni un poco lejano al prevalente durante el siglo XIX.

 Los huérfanos identificables vivían recluidos en el German Frers.

Hasta la bicicleta verde de Juancito Rossi tenía un manubrio de formato diferente al de las nuestras: recto con agarraderas de goma enormes; y el freno, a contrapedal. La había pintado él mismo después de haberla adquirido —de segunda mano y a crédito— en lo de Poroto, la bicicletería de Poroto Zapata, en Aráoz, frente a La Suiza. Juancito Rossi tenía crédito en ese taller porque allí hacía changas y en el futuro se convertiría en empleado en tiempo integral.

¿Te diste cuenta de lo que te dije, no? Este era un nene, huérfano; solito y por iniciativa propia había hallado una profesión para sí mismo y desarrollado (debe seguir teniéndola: Juancito está y sigue vivito y coleando en Baradero) la autosuficiencia necesaria y suficiente como para emprender una segunda actividad: las changas en Lo de Poroto, y que constituirían la piedra fundamental del empleo que en el futuro tendría como “segundo” de Poroto Zapata.

La independencia de Juancito se evidenciaba en todo lo que constituía su aura tan especial y singular. Su pulóver tenía agujeros en los codos o, en el mejor de los casos, parches de otra tela, cosidos con hilo de cualquier color, sin duda dada la condición hereditaria de sus prendas de ropa. Usaba un anticuado tipo de zapatos con una presilla que iba sobre el empeine del pie y se fijaba con una hebilla cerquita del tobillo externo.

Décadas después, ya adulto yo hallaría en Inglaterra ese modelo exacto de zapatos, pero para mi tamaño, confeccionados por DocMartens, la misma fábrica que hace los borceguíes de los Bobbies (un ‘Bobby’, es un cana británico). Cuando los compré, tenía total conciencia de que lo hacía para recuperar algo de Juancito; traerlo de nuevo a mi lado. Fue en Camden Town, en las afueras de Londres; vos sabés dónde: justo donde vivía y murió Amy Winehouse. Uno va a  ese lugar a ver gente excéntrica y a  comprar trastos viejos en los puestos de antigüedades y vintage o a la noche uno bebe en los bares underground. Ahí fue que me enteré que el estilo de los zapatos de Juancito Rossi se llama Mary Janes. Creo que en el mundo hispánico les dicen Guillerminas.

Cuando todos ya nos habíamos puesto los largos, Juancito Rossi seguía con sus shorts desproporcionados, que le llegaban hasta las rodillas, algo así como las bermudas playeras brasileras o los pantalones de los equipos de básquet norteamericanos. A largos pantalones cortos, los continuaban hacia abajo sus canillas, flacas y cubiertas de ronchones hechos por bichos colorados, y al fin sus Mary Janes sin medias. Las piernas abiertas, cuando estaba sentado en su banquito, ladeaban su hermoso cajón de lustrar.

Como todo lo de Juancito Rossi —y como Juancito Rossi mismo— este artefacto de trabajo era también muy distinto, distintivo y original: cedro rosado cortado, pulido, ensamblado y terminado con varias capas de barniz incoloro y transparente. Juancito Rossi lo había construido con sus propias manos e ingenio en la carpintería de don Vicente Airaldi y de su hijo Mito, mis vecinos, a cuatro puertas de mi casa, sobre Santa María de Oro, un local polvoriento de aserrín a la izquierda de la puerta cancel de la hermosísima casona neoclásica italiana donde habitaba esa familia Airaldi. En el futuro a esa majestuosa vivienda la compraría El fierrero Formica, un vecino del pueblo que había enriquecido comprando chatarra durante los sobresaltos económicos argentinos de la década del setenta.

A todos estos atributos de supervivencia —survivalism, diríamos en inglés— y de independencia de Juancito Rossi, yo les atribuía un carácter heroico. Ante mis ojos e historia personal de niño burguesito sobreprotegido, bien vestido, alimentado, vigilado y restringido de acuerdo los parámetros e imperativos educacionales de cultura, sociedad, clase y religión, Juancito Rossi era una especie de figura angélica —un Huckleberry Finn, si yo hubiese sido un Tom Sawyer (¡pero Tom Sawyer era él mismo también un huérfano!).

La comparación no es gratuita y mucho menos, accidental. Sería en esa época, supongo, cuando yo andaba leyendo esas novelas de Mark Twain —los primeros trabajos de verdadero valor literario que yo devoraba en mi incipiente vida de lector. Me los tragaba con una hambruna y avidez tales que cuando llegaba a la última página inmediatamente regresaba a la primera para comenzar la primera re-lectura, o la segunda lectura. Terminarlos me causaba una nostalgia tal que la mera idea de abandonar esos libros me dolía casi de forma física. Estaba imposibilitado de dejar en el pasado a esos personajes, sus historias y dramas personales. Debo haber leído Las aventuras de Tom Sawyer, y las de Huckleberry Finn, unas cinco veces seguidas. No creo que mi memoria exagere en esto.

Juancito Rossi pasaba a buscarme en su bicicleta verde después del almuerzo, tocaba el timbre de casa y allá íbamos, él en la verde y yo en la mía, una italiana negra Stucchi. Juancito Rossi llegaba con el atado de cigarrillos rubios Saratoga sin filtro, o entonces los nuevos negros Monterrey, abultándole en los bolsillos de la pechera de su camisa blanco-amarillenta de cuello raído. Brillaban los rulos rebeldes engrasados de Juancito Rossi que le caían sobre la frente. Como picos y cráteres el acné juvenil había brotado en ese rostro agudo que precedía una nariz aguileña sanmartineana.

Juancito Rossi poseía esa belleza salvaje de una fealdad creada por los azares y embates de la vida real. ¡Cómo éramos de hermosos!,  ¡Extrema y dispar belleza la nuestra, expresada en esa horripilancia adolescente que manifestaba en lo físico nuestra ansia por devorar el universo! Tratábamos de hacer y vivir lo mismo desde esos polos sociales opuestos en los que desde el nacimiento nos había ubicado la ciega, sorda, muda e injusta arbitrariedad de la Diosa Fortuna y el demoníaco Destino.

La quietud a la hora de la siesta.

En medio del silencio y del vacío del pueblo, pedaleábamos hacia el final de Santa María de Oro rumbo al norte. Nos internábamos por esa calle, ya de tierra al final del pueblo, que en esa época acababa ahí mismo, en la cuadra de María Teresa Difalco.

Pedaleábamos hacia el campo, los trigales, los maizales, entre sembrados de lino y de girasol  (no había soja todavía y tal vez la palabra monocultivo aún ni se habría acuñado). Pasábamos frente a potreros y chacras de pastoreo. Ya girando hacia el oeste, encarábamos por un camino de tierra aún más salvaje, para orillar la Laguna de Pizetta (hoy, seca), transitando lo que ahora es la Ruta 41.

Seguíamos al borde de quintas y alguna chacra, en busca de un campito desierto que nos diese sombras y nos propiciase un biombo vegetal para poder fumar —escondidos por mi causa y para mi beneficio y protección: Inimaginable la posibilidad de saberse que yo ya fumaba.

Eso que las ciencias políticas llaman “interdicción”, no estaba establecido en ningún libro sagrado de estos pueblos con respecto al fumar pre-adolescente, pero la deferencia a las leyes implícitas de tradición y costumbre me prohibían la adquisición de ese derecho antes de, digamos, los dieciséis o dieciocho años. Yo lo sabía de forma tácita.

Tal vez Kant no estuviese equivocado cuando teorizara sobre la existencia de un principio o un artefacto moral interno; algún tipo de equipo estructural innato de nuestra conciencia que haría decisiones ‘éticas’ por nosotros. Este equipo estándar kantiano de nuestra conciencia tomaría así resoluciones a partir de un sistema intuitivo determinado por ese aparataje racional —que, según este filósofo, define nuestra condición humana.

Si no supiera que me estaba prohibido fumar aún antes de que cualquiera me lo explicitase, significaría que yo era un ser incapacitado en mi humanidad, incompleto, deficiente; que yo carecía de ese órgano abstracto que me hacia “ser” humano.

Tal vez fuera por eso que me asustaba tanto oír a Ariel Delgado, el locutor de Radio Colonia del Uruguay, cuando —de la forma sensacionalista e hiperbólica característica del noticiero al cual él prestaba su voz— describía las acciones criminales de algún cierto individuo delincuente, llamándolo ‘el amoral’. Esto me aterrorizaba de verdad, ya que amoral y monstruo inhumano eran para mí, sinónimos.

Pero a Juancito Rossi, la interdicción no lo afectaba: era el huérfano del pueblo. Solo, desgraciado por el destino, pero libre, él se hallaba fuera de esos códigos de comportamiento. Juancito parecía no sólo entender mi predicamento, sino además disfrutar del hecho de que fuese él quien me apartase del territorio de la norma.

Generoso y desinteresado, Juancito Rossi me regalaba algo de su libertad despojada e incontrolada.

 Abandonábamos las bicicletas en esa especie de zanja que separa el camino del alambrado y allá íbamos ambos hacia el refugio y escondite provisto por el grupo de arbustos que habíamos descubierto de forma providencial en nuestra excursión siestera.

Nos deslizábamos entre el primero y el segundo de los tres hilos del alambrado. Más de una vez Juancito Rossi debía rescatarme si mi pulóver se enganchaba en las púas del alambrado. Con dos largos dedos coronados por dos uñas también desmesuradamente largas y negras de pomada de zapatos, Juancito Rossi me liberaba también de esa situación trivial. Aun así, lo hacía con gran cuidado para no cortar ninguna hebra de lana de mi atuendo, porque esto podría no sólo ser evidencia de nuestras andanzas, sino también el motivo de un severo interrogatorio de mamá con respecto a la causa del daño en mi fino sweater.

Nos sentábamos en el pasto  y —aún antes de que hubiéramos tenido tiempo de encender nuestros respectivos Saratogas, algunas vacas curiosas ya comenzaban a acercarse para saber quiénes éramos y qué hacíamos.

Fumar era algo tan nuevo para mí que yo era consciente de cada detalle del ritual. Si pitase demasiado fuerte y aspirase el humo demasiado hondo, el humo me provocaría un mareo muy intenso y tal vez, en algunas oportunidades, me invadiría una náusea de intensidad cercana al vómito. Todavía ésta era para mí una actividad que requería y provocaba una concentración tal que yo adquiría conciencia del sabor, la temperatura, el aroma y hasta la textura de ese humo aspirado.

Sentía sobre mi lengua, el escozor apimientado de los fragmentos de la picadura de tabaco que habían entrado a mi boca al pitar el sin filtro: o no había cigarrillos con filtro todavía —o si ya los había no eran de la preferencia de Juancito Rossi: siempre junto con el humo de las primeras dos o tres pitadas, esos trocitos minúsculos de tabaco acabarían en nuestras bocas, no importa cuánto antes de encenderlos Juancito Rossi hubiera macizado nuestros dos sin filtro, golpeándolos uno a uno sobre el atado de Saratoga, la caja de fósforos o la uña ennegrecida de su pulgar izquierdo

Estas briznas de tabaco eran el complemento sólido del etéreo acto de fumar. Sensación y adquisición etérea: el humo. Concreta y sólida experiencia: esos fragmentos dulzones y picantes que uno mordisqueaba con los cuatro dientes frontales.

 Al desmenuzarlos con los incisivos, los pedacitos triturados se mezclaban y se disolvían en la abundante saliva que nos inundaba la boca, porque el tabaco había excitado nuestras papilas gustativas. Los pulmones inhalaban el humo, y el paladar se impregnaba con el sabor de la hierba aromática reducida a polvo con los dientes: jugo de tabaco. Sentía las mucosas internas de mis carrillos, la garganta misma y todo el paladar (el techo de la boca, como lo llaman en inglés: the roof of the mouth), casi anestesiados por la intensidad del sabor.

Me sentía transportado: dominado y poseído de modo emocional y sensitivo por ese mareo con que me acometía el humo al filtrarlo mis pulmones; y también por el sabor intenso de la especia líquida que mi boca elaboraba y entonces yo tragaba: estaba fumando.

El momento se hacía casi irreal: las vacas de sus ojos melancólicos se hallaban petrificadas en la observación de nuestra quietud o nuestros movimientos. El sol brillaba sobre el oro de los trigales lejanos; el paisaje diáfano y azul del cielo cobraba vida porque una manada de nubes pasaba de oriente a occidente sobre el horizonte. Los girasoles, todos con sus rostros inclinados a cuarenta y cinco grados, giraban de forma imperceptible sus cabezas color amarillo brillante y ocre para que los estambres y pistilos pudiesen acompañar la marcha del astro central de nuestro sistema en su diario curso hacia el poniente.

La banda de sonido de toda esa experiencia eran la voz de Juancito Rossi que tarareaba algún tango, en cuclillas, con el pucho en la comisura de los labios, mientras perturbaba a alguna hormiga con el tallo desnudo de alguna brizna de hierba; el viento que también cantaba entre los árboles; y el ronroneo lejano, casi inaudible de toda la maquinaria en su movimiento incesante y eterno del proceso continuo de manufactura de derivados de maíz, allá en la planta de Refinerías.

En las tarde de siesta de verano —desde su ubicación externa, excéntrica y anárquica con respecto a los padrones establecidos—Juancito Rossi me instruía con su mero gesto sobre lo que podría existir más allá y afuera de las disposiciones civilizatorias que regían mi vida.

Un tiempo inmensurable después de esa sensación sublime, Juancito Rossi me sugiere “Vamos a pedir agua a aquel rancho”.

Hacia allá partimos los dos, juntos en nuestras bicicletas. . . en pos de la próxima aventura.

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Pleasantville, New York, 28 de abril de 2018.

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