Estas últimas semanas mi antención ha estado concentrada en la preparación de mi próximo libro —Del lado de allá— que, fuerzas del universo mediante, espero presentar en Baradero a fines de marzo. Entonces, para este domingo te he traducido rápidamente del inglés al castellano (y perdón por eso: la calidad del texto es mediocre) un fragmento del capítulo quinto (The Symposium) de mi novela en progreso Tropical Paradise Lost. Escogí esta escena porque contextualiza de modo nítido la cultura hippie de los años sesenta/setenta tal como la viví en el Brasil de aquel entonces.

Paraíso Tropical Perdido. Fragmento del capítulo 4to. El banquete

Ahora, escuchá. Ya has notado las cursivas: Cada vez que uso cursivas y/o Mayúsculas estoy utilizando un idioma distinto al castellano o simplemente guiñándote un ojo de la manera en que acabo de hacerlo. ¿Entendés? También uso cursivas cuando me siento en embarazosa evidencia por elegir una palabra o expresión en particular. ¿De acuerdo? Acordate de esto, ¿eh?.

Como las Américas son una especie de reloj de arena, de la cual América del Sur es la copa invertida inferior, todo lo que sucede en el Hemisferio Norte, digamos durante los años sesenta (¡Oh, ¡¡Oh!!, ¡¡Oh!!, los años sesenta!), sólo y de forma lenta decanta hacia el Sur desde el Gran Norte muy tarde en esa década: en realidad sólo estalla bien en el centro de Sudamérica a principios de los años setenta.        

Érase una vez un tiempo místico. La gente creía en visiones y en misiones. En todo el mundo occidental la gente embarcaba en viajes — el éter estaba saturado de mensajes silenciosos y abstractos. Aquí y allá la gente se preparaba para oír y seguir esas llamadas irrenunciables.       

Las calles de la ciudad estaban llenas de poetas y profetas locos. Todo había comenzado en el colorido Swinging London que Richard Lester, Karel Reisz y Lindsay Anderson imaginaran con exactitud en su cine, en sus films. Esa maníaca Londres que The Yardbirds martillaran con insistencia, embistió la salvaje escena alucinógena del período medio de los Beatles —es decir, antes del “golpe blanco” (all in white) de Yoko Ono. Ese estado de ánimo se extendió con las olas al Haight Ashbury de San Francisco, a los campus de las universidades que con naturalidad psicodélica atronaron gran parte de Estados Unidos con su rugido de protesta contra el Gran Absurdo de Vietnam.      

Timothy Leary.      ¡América!

Oriente se llevaba en mochilas hacia América, y escritores y editores hacían dinero trayendo al tren subterráneo IRT de Nueva York los peligros de The Road to Kathmandu: en su camino al trabajo, secretarias temporarias leían la peregrinación de Patrick Marnham de Turquía a Nepal. Personas más profundas manoseaban y releían traducciones hechas trizas de El Profeta, de Siddharta y del Tao Te Ching. Haciendo dedo con Jack Kerouac, la Palabra de los Poetas Beat cruzó no sólo al sur del Río Grande, sino también al sur del Ecuador. Não Existe Pecado ao Sul do Ecuador

Luego vino Woodstock.               

En Brasil, el movimiento Tropicalia pintaba con tonalidades Rain-Forest el Aullido universal. Los músicos de la Tropicalia aprendían a fusionar los riffs obsesivos de Jeff Beck y Jimi Hendrix con la bossa nova de João Gilberto. Estas síncopas resonaban a través de las paredes del Teatro Tereza Rachel de Río de Janeiro: Gal Costa casi desnuda con una guitarra acústica sobre el tablado. Caetano Veloso y Gilberto Gil huyeron hacia Londres desde los oscuros pasillos de la Policía Federal de Brasil. ¡Qué intercambio! Desde allí, con nostalgia (María Bethânia, please, send me a letter I want to know things…), derramaban de regreso a Río canciones llenas de referencias interculturales . London London. ¿Podremos erigir nuestro Big Sur en la costa brasileña?, nuestra versión playa-y-jungla de la Casa en la Colina?       

La traducción de The Hippie Guide de Jerry Hopkins, una colección diversa de artículos de publicaciones subterráneas de L.A., Frisco (sí, en ese momento ¡era genial llamar a San Francisco de ese modo!) y Nueva York sintetizaba el Dogma de los Iniciados. Se vendía muy bien en las librerías brasileñas. Estábamos más que listos. La adaptación a Nuestra Realidad Tropical de ese dogma del Norte se estaba haciendo durante la marcha, mientras chancleteábamos hacia las arenas de Ipanema en nuestras sandalias Hawaianas. Soplando en el viento de Bob Dylan era paralelo a la Alegría de Caetano Veloso. Alegría: «Caminhando contra o vento / sem lenço e sem documento / no sol de quase dezembro / eu vou…»

Si caminaras por la calle Visconde de Pirajá de Ipanema, serías interceptado por Mario Ventura – Poeta. Ese singular Hippie limpio que no usaba drogas pero las entendía — Su fantasía no necesitaba muletas, era su ready-made cliché. Siempre vestía de blanco inmaculado. Si te lo cruzases en alguna calle de Ipanema, el poeta te detendría allí mismo y exageraría ante vos la declamación de su poema. Te invitaría a quitarte el traje de negocios detrás del cual te escondes y a que vinieses a jugar con él: «Alô, meu amigo / tira o teu paletó / aquele que te esconde / vem / pega minha mão / qu’eu te levarei a brincar / qu’eu te levarei a brincar”. Entonces, Mario Ventura – Poeta te entregaría el poema en una página cuidadosamente mecanografiada acompañando su tarjeta de presentación, «Mario Ventura – Poeta». Y podrías pagarle por su actuación y  el poema impreso, si tuvieras dinero. Pero nadie tenía un centavo. En compensación le darías AMOR: La chica pelirroja con el fuerte acento  inglés de la costa oeste norteamericana le hablaría a Mario Ventura – Poeta de Jesús o de Buda. Mario Ventura – Poeta era some hippie.        

Estábamos listos para Neptuno.

La pipa estaba tallada con una intrincada imaginería afro-brasileña. Si la colocases sobre una mesa, podrías descubrir que desde la caldera —que no era otra cosa que la cabeza de Yemanjá— hasta la boquilla con forma de bola, este largo artefacto de fumar constituía una representación de La apoteosis de Yemanjá. Yemanjá, la Reina del Mar. Una variedad extraordinaria de conchas, moluscos y otros seres marinos sobrenaturales míticos entrelazaban sus brazos, garras, tentáculos y bigotes para formar una rara y explosiva versión del cabello medusaesco de Yemanjá. A la pipa la había tallado Neptuno.

Neptuno acababa de salir de su tienda. Desde el mar, su carpa lucía como un enorme hongo blanco que dominaba el centro exacto de las arenas de Ferradurinha. Desde el agua, allá lejos, parecía también una media pelota arrojada sobre la playa. Si uno se acercase, descubriría que en realidad se trataba de un artilugio que hacía las veces de hogar; era un viejo paracaídas de seda y nylon estirado y montado sobre un tronco de palmera estaqueado en la arena. Neptuno había enterrado el borde con cuidado bajo la arena y todo el perímetro de ese paracaídas estaba afirmado a su lugar por medio de un circulo de piedras redondas espaciadas de modo equidistante. Era un paracaídas trasformado en carpa, su carparacaídas (the parachutent, en el original en inglés)

Alertado por nuestras voces, Neptuno había salido de la carpa y sin mirarnos se había dirigido  hasta el borde de las aguas y allí había permanecido, parado sobre la arena compacta y empapada mientras el placentero final de pequeñas olas lavaba los dedos de sus pies, agraciados por uñas largas y curvas. En realidad, Neptuno parecía una especie de deidad que existiese sobre y más allá del curso natural del tiempo y del espacio, o al menos una especie de Holy Man, un Santón o Chamán.

Demasiado alto para el tipo brasileño medio, alcanzaba casi dos metros de músculo delgado que cubría un esqueleto de miembros nudosos y un tórax casi cilíndrico cuyas costillas eran claramente discernibles. Su cuerpo lampiño era contradictorio con respecto a la explosión nuclear de barba y cabello color negro azabache que lo culminaba. Su único ropaje era una pieza de tela de algodón blanco —quizás una vieja sábana— enroscada alrededor de su cintura que a continuación pasaba bajo su entrepierna y encajaba en el frente, bajo el área del ombligo de Neptuno. “Lo blanco” de los ojos de Neptuno era en realidad de color ocre-amarillento y sus pupilas negro carbón eran exageradamente grandes para el tamaño de sus ojos.  Con esos ojos, Neptuno podía mirarte por largo tiempo sin pestañear, su rostro congelado en una expresión de total atención, o tal vez simplemente de stoned ausentismo.

Meteoro se hallaba concentrado, tostando y machacando  bolas compactas de hashís que mezclaba con flores secas de marihuana manga-rosa. La mezcla pronto alimentaría la apoteosis de Yemanjá. Habíamos construido una intensa hoguera central en el que asábamos algunos peces. Ricardo ya estaba colocando con cuidado en la parrilla improvisada algunos palitos de shish-kebab de langostinos dorados con ajíes rojos y amarillos, alternados por rodajas de tocino ahumado. Nelson machacaba limas para lograr la pulpa de su famosa caipirinha, realmente perfeccionista. Mientras amasaba la pulpa, poco a poco le iba añadiendo cantidades minimalistas de azúcar. Cuando la consistencia y la cantidad de pulpa alcanzara el punto ideal, Nelson la distribuiría de modo uniforme y equitativo entre las copas de todos. Después, echaría generosas dosis del licor de cachaça más fuerte que había podido encontrar durante su tarde de investigación y pesquisa en torno a las chozas de pescadores de Buzios.

El sol ya se había puesto; se había hundido detrás de la línea divisoria cielo-mar. Eran ya más de las nueve de la noche y las caipirinhas, los cócteles que precederian nuestro primer banquete.        

Yo estaba a cargo de saltear los mejillones, lo que estaba haciendo. Para eso, usaba una sartén de cobre ennegrecida que había tomado prestada de Aricene, la esposa de un pescador que nos permitía también usar el agua de lluvia del enorme barril que descansaba junto a su cabaña y recibía el desague del techo. A Aricene le gustaba mucho Meteoro, y muy a menudo este último la visitaba para intercambiar recetas y otras informaciones agradables.   

Las historias de Aricene, llegaría yo a entender, estaban mezcladas con las verdades más extrañas de Buzios, y ella se convertiría en una valiosa fuente para entender la misteriosa energía que parecía encantar las arenas plateadas. Además, sus relatos proporcionarían una fuerte columna vertebral a la descripción de la fundación mítica de Buzios que te di cuando comencé esta historia que nunca parece ponerse en marcha: había sido Aricene quien, sin ir más lejos, mezclando historias de los lugareños y de lejanos y famosos visitantes a Buzios, me había permitido comprender que los pescadores todavía estaban benditos por la posibilidad de iluminar con cuentos y leyendas la oscuridad y el silencio de las noches sin luna de la villa.

Hechos reales, viejas creencias y raros descubrimientos eran traídos de forma oral e indiscriminada a los pequeños grupos de pescadores que noche a noche se sentaban en círculos reparando redes de pesca, bebiendo cachaça y masticando mejillones. Estos fantásticos ingredientes, añadidos lentamente a las historias con cada relato, mostraban y enriquecían todos y cada uno de los hechos triviales de este vilarejo tropical. Hacían que la narración de eventos notables, misteriosos o mágicos constituyera una forma mucho más profunda de entretenimiento que las telenovelas que resonaban entre las paredes de los apartamentos en las noches, después de todo, no tan distantes de Río de Janeiro. Aricene, por ejemplo, fue quien nos explicó la singularidad de los creadores de la cachaça que Nelson estaba mezclando para preparar las caipirinhas que dentro de algunos minutos comenzaríamos as beber.    

Después de una larga investigación y utilizando un método de pesquisa personal, Nelson había llegado a la conclusión de que la mejor cachaça posible, y la más fuerte, en todo Buzios (según Aricene, «en todo el mundo») la fabricaban dos hermanos gemelos mudos dentro de una cabaña afianzada en las colinas que rodeaban la playa de João Fernandes. Su producto era conocido por todos los pescadores de Buzios como La Cachaça de los Mudos. Según Aricene, los mudos habían estado trabajando en el perfeccionamiento de su producto por lo que a esta altura parecían demasiados años. A lo largo del tiempo, los hermanos gemelos habían utilizado muchos alambiques diferentes para destilar el alcohol de caña de azúcar. Las tuberías de esos alambiques habían sido construidas utilizando diferentes longitudes, curvas y materiales en diferentes épocas respectivas. Cada nueva cachaça había sido el producto de un nuevo experimento, siempre buscando una cachaça de mejor calidad. Habían obtenido aleaciones raras de cobre, hierro, latón y chatarra de estaño. Los gemelos, con celo de alquimistas, a menudo navegaban hasta Cabo Frío para hacer prospección de metales entre los antiguos cementerios de barcos del local. Estos eran corralones de chatarra donde los restos de cascos marítimos antiguos eran desmantelados y vendidos como hierro viejo a clientes no tan singulares como los mudos de la cachaça. La mayor parte del metal en venta provenía de barcos que habían naufragado. Se habían hundido durante noches de terribles tormentas y vendavales entre las traicioneras rocas al norte de Cabo Frío. 

En la época colonial, barcos piratas franceses dejaban sus puestos de escondite dentro de las decenas de bahías cerradas de Buzios. Istmos y penínsulas rocosas eran ideales para ocultarlos. Galeras y galeones piratas navegaban hacia mar abierto y desde allí regresaban e interceptaban bergantines y carabelas de carga portuguesas y españolas. Atacándolas con sus navíos, los piratas empujaban a los portugueses y a los españoles hacia ese laberinto rocoso por el que ningún piloto sin larga experiencia podría navegar con rapidez suficiente —ningún piloto inexperto podría navegar en absoluto— sin arriesgarse a enviar su embarcación a esos cementerios de chatarra de Cabo Frío.         

Si vas a Buzios hoy, todavía podés tomarte una caipirinha o una medida de cachaça pura en Le Pirate, un bar que se encuentra junto a la playa de Manguinhos. A principios de los años mil novecientos setenta, cuando se desarrolla lo que te estoy describiendo, Le Pirate era ya sólo un bar tan decadente y antiguo que uno iba a beber casi rodeado de escombros, pero Aricene sostenía que esa ruina había sido una vez la casa del pirata Paul Le Bourgeois. El hecho de que Buzios en el pasado haya estado infestado de piratas es indiscutible, preguntáselo a cualquier brasileño que sepa historia nacional. La reputación pirata de Buzios se mantiene viva: más recientemente, el 11 de abril de 2005 a la una de la tarde, piratas armados con fusiles, pistolas y cuchillos abordaron un yate extranjero y robaron todo el dinero en efectivo, todos los documentos y bienes a bordo de la nave y escaparon ilesos navegando por los laberintos.

Aricene aseguraba que el anciano que atendía el bar en ruinas en estos días era descendiente directo del pirata Paul Le Bourgeois y habia ejercido la piratería él mismo antes de cambiar su profesión por la de barman. Ella decía que el primer Le Bourgeois había construido su casa alrededor de finales de los mil seiscientos, después de que abandonara un barco pirata para quedarse para siempre en Buzios. Para este pirata, las doradas puestas de sol de la playa de Manguinhos habían ejercido un atractivo mucho más poderoso que el brillo de los doblones de oro españoles y portugueses.

La llegada de Paul Le Bourgeois a Buzios, sin embargo, podría haber sucedido un poco más tarde, creo yo. Diría que a principios del mil setecientos, ya que después oí en el bar Le Pirate que Paul Le Bourgeois había desertado de la galera pirata cerca de la playa de Geribá antes que su capitán, el atrevido corsario francés Duclerc, intentara sin éxito apoderarse del puerto de Río de Janeiro, en mil setecientos diez. Si así es como sucedieron las cosas, Le Bourgeois había tomado la decisión correcta, porque el barco de Duclerc habia sido atrapado dentro de la bahía de Guanabara por la flota portuguesa y el corsario había terminado por rendir la embarcación, a sí mismo y a toda la tripulación a las autoridades imperiales portuguesas del puerto de Río. Todas estas teorías eran merecedoras de crédito en un lugar como Buzios.     

Pero, volviendo a los mudos de la cachaça.

Parece que una noche, después de haber concebido un alambique con una aleación providencial, después de haber hervido el brebaje de caña de azúcar utilizando como combustible una madera rara y esponjosa que fuertes remolinos marinos habían traído a tierra en las arenas de João Fernandes, los mudos lograron una variedad de cachaça particularmente cristalina.

Con esta nueva cosecha, los mudos de la cachaça se sentaron a la puerta de su choza frente a una de las botellas translúcidas sin etiqueta que eran características de La Cachaça de los Mudos. Era una noche de luna llena; la luna brillaba, y los mudos carecían de otra luz que la luz de la luna que inundaba y después se derramaba desde su mesa de madera. Vertieron la nueva destilación en sus dos vasos, y se dieron cuenta de que una vez que descansaba en el vidrio, la nueva cachaça irradiaba un brillo de nácar. De sus vasos, ambos vertieron un tercio de la bebida en la tierra para «para Yemanjá» y arrojaron el resto a sus bocas. La cachaza brilló, relampagueó y quemó a través de sus paladares y gargantas. A cada trago, después de la degustación el licor viajaba por sus esófagos como si fuera la mezcla perfecta de los olímpicos néctar y ambrosía.

Los hermanos continuaron bebiendo el licor iridiscente, mientras miraban en silencio los acantilados, las arenas y el océano. Ya sea por la luz de la luna, o debido a la nueva cachaça, el paisaje se había vuelto gris plateado metálico. Un paisaje mágico-monocromático. Sobrenatural. De vez en cuando los mudos veían o sentían como si un rayo de nácar electrificara brevemente toda la escena.

Cuando la botella estuvo vacía, los hermanos gemelos cayeron en un letargo profundo plagado de pesadillas y sueños orgásmicos. No se despertaron hasta que la luna era ya anciana en su cuarto menguante. Y nunca más pudieron hablar. Según Aricene, fue así como los mudos de la cachaza se quedaron mudos.

Los mudos mantuvieron ese alambique como el estándar para su pequeña industria. Entendieron que ese era el alambique filosofal. La madera esponjosa, sin embargo —ese combustible mágico, el segundo ingrediente indispensable de la fórmula—, aún no ha vuelto jamás a aparecer. No es necesario decir que, después de escuchar la historia de Aricene sobre la madera mágica, Nelson visitó a los mudos para cuestionarlos en profundidad sobre ese combustible esponjoso.              

No sé qué pasó entre ellos, principalmente teniendo en cuenta que los mudos de la cachaça son mudos, nunca desarrollaron un lenguaje de señas y Nelson es alguien que a veces ni siquiera nosotros podemos entender con facilidad. Todo lo que puedo decir es que en muchas noches de luna llena, Nelson pasea por las arenas de João Fernandes con su corazón medio colmado de optimismo místico. Hoy en día, quien establece una destilería de cachaça casera en la zona, todavía envasa su producto en botellas translúcidas y sin etiqueta, con la esperanza de que el cliente potencial confunda el licor que el primero vende con La Cachaça de los Mudos.        

La noche en Buzios, la noche de nuestro primer banquete en Praia a Ferradurinha para ser más precisos, me parece una continuación de esa narración regular y constante que comprobé ser la característica notable que mantiene a los pescadores locales y a sus familias unidos como una muy cohesiva comunidad. Comparten un folclore que es, para ellos, más concreto que la extravagante realidad que les otorga la naturaleza circundante en su exuberante exhibición. Navegan, pescan y vuelven a las colinas lujuriosas, pero sus mentes permanecen siempre nutridas por historias y pensamientos que trascienden no sólo lo temporal sino también la historia intemporal del lugar. A través de las leyendas que cuentan ancianos como Aricene, Buzios existe como una entidad cuya magnitud excede su mera existencia de aldea de pescadores tropicales.           

Habíamos terminado la cena. Habíamos lavado de nuestras gargantas el sabor a mariscos con la caipirinha perfeccionista de Nelson, cuyo ingrediente principal, como sabés, era La Cachaça de los Mudos. Todavía la estábamos bebiendo, relajados y somnolientos, tal vez borrachos. Charlábamos sin consciencia alguna de que la cena era el preludio a una larga serie de revelaciones, cuando Meteoro trajo la pipa apoteosis de Yemanjá de Neptuno para que pudiéramos fumar la rica mezcla de hashís marroquí y marihuana Manga-Rosa de Bahía que él mismo había preparado. Estábamos sentados o reclinados alrededor del fuego y sobre la arena. Algunos de nosotros nos apoyábamos en viejos cajones de madera, antiguos embalajes de pescado, viejos y grises de tanto sol, mar e intemperie. Los habíamos distribuido alrededor del fuego para que sirvieran de asientos o reclinatorios para nuestro banquete.              

Meteoro le dio la pipa a Neptuno para que este último la encendiera, pero Nelson, al darse cuenta del rico trabajo artístico del artefacto, le preguntó si podía echarle un vistazo a la talla desde más cerca, antes de que el primero la encendiera. No quería esperar para detenerse a observarla cuando le llegara su turno de fumar, Nelson le dijo a Neptuno, porque sabía que si comenzara a inspeccionar las imágenes talladas mientras fumaba, se perdería de forma tal en los detalles que la continuidad del rito circular de fumar esta pipa quedaría interrumpido. 

«Olha, cara . . . » dijo Neptuno, «Mira, hombre… esa es exactamente una de las razones por las que esculpí mi pipa». Hasta ese instante, Neptuno no había dicho más que una o dos palabras, desde el momento en que nos había recibido con su «Pode chegar, ô gente» cuando desembarcáramos en Ferradurinha. Esta era nuestra cuarta noche en Buzios, pero era la primera vez que oíamos alguna cosa más elaborada salir de su boca. Dado que todavía no estábamos familiarizados con una antigua decisión personal de Neptuno, en el sentido de evitar toda y cualquier palabra innecesaria, estábamos comenzando a sospechar que, si Neptuno no había sufrido un fenómeno similar al de los creadores de la cachaça, había ya al menos recorrido la mitad de ese camino y en aquella dirección hacia la mudez absoluta. Lo que es aún más: no sabíamos que en poco tiempo nos sorprendería la riqueza y la magia de los relatos de ese hombre, en apariencia siempre silencioso.           

La voz de Neptuno era profunda, lenta y bien modulada. Aunque hablaba en el argot giria de doidão, ese lunfardo brasileño de los muito locos, sus palabras siempre estaban cargadas de un significado más profundo y especial que el sentido literal de cada vocablo que él utilizaba. Su discurso era siempre inesperado y sorprendente, acabaríamos por saber. «He tallado mi pipa», continuó, «para decir un par de cosas sobre este lugar que no quiero tener que usar palabras para transmitir. La hice hace mucho tiempo, cuando todavía estaba solo en Ferradurinha, mucho antes de que Meteoro decidiera unirse a mí. La pipa, Yemanjá, no va a ninguna parte. Está justo aquí, cara, y se va a quedar aquí, junto al mar, su lugar. Va a pasar de mano en mano esta noche entre nosotros, y todavía en muchas otras noches futuras, vigilias por-venir, cuando alrededor del fuego nos sentemos muchos más que este grupo de hoy. Seguirá aquí mi apoteosis de Yemanjá, cuando empecemos a entender por qué y para qué es que nos hemos encontrado aquí y nos hallamos aquí.        

«Así que observala y fumala entonces cuando te llegue el turno. Y si querés ver adónde te lleva Yemanjá mientras estás en eso, y cuánto tiempo eso te toma, no te preocupes, cara. Si eso sucede, estaremos haciendo alguna otra cosa, no tan sólo esperando que nos pases la pipa. Cara, vai enfrente então; de uma boa sacada no cachimbo e isso vai lhe adiantar mais de um barato». Mi amigo, odiaría tener que pasarte esto último en castellano. Es imposible transmitirte todos los diferentes significados en todas las diferentes lecturas posibles que esta última de las frases del argot de Neptuno permite. Tendría que escribir varias traducciones posibles y explicar cada una en su contexto particular. Lamento que nunca hayas sido uno de nosotros. Lamento que nunca hayas puesto tus labios y pulmones a la tarea que propone la boquilla de la apoteosis de Yemanjá que nos ofrendó Neptuno aquella noche. Y sobre todo, lamento que nunca hayas cenado bajo la noche estrellada de Ferradurinha para después oír a Neptuno cuando te dice que, si mirás bien su pipa mientras la fumas, una cantidad considerable de importante incógnita metafísica comenzará a desentrañarse, ya que eso es lo que posiblemente Neptuno profirió en su giria de doidão al autorizar a Nelson a perderse en la pipa.        

Con un palo seco y delgado que tomó del fuego, por fin Neptuno sin prisa encendió la pipa. Mientras sostenía la llama sobre la caldera, aspiró tres largas bocanadas y mantuvo el humo en sus pulmones por un tiempo. Sus ojos se volvieron húmedos y vidriosos. Exhaló lentamente en varios rápidos jets finos y cortos de humo gris. Entonces, Neptuno le pasó la pipa a Meteoro, que a su vez se la otorgó a Zelma, quien estaba sentada a mi lado. A continuación Neptuno se dirigió a Nelson, y por extensión también a nosotros una vez más: «Cara, este es nuestro primer bom papo (buena charla) aquí, así que permítanme hacer algo en memoria del momento en que supe que iba a venir a este lugar», Neptuno continuó. «Permítanme hacer algo que vi, fui invitado a compartir, hace mucho tiempo y muy lejos. No sé si voy a contarles detalles esta noche de aquella noche. No sé si finalmente llegaré a decirles cuándo, dónde, por qué o con quién. Pero, ahora hagamos esto como un ritual en busca de la intimidad, y veamos adónde nos lleva.  Dicho esto se levantó y se dirigió hacia su carparacaídas.

Volvió con un libro en las manos. Era el Tao Te Ching de Lao Tzu. Le pidió a Nelson que eligiera una página al azar. Nelson hojeó rápido el extraño libro del que faltaban varias páginas y que tenía recortes curiosos en otras. Eligió una bonita página entera con muchas líneas escritas, y pasó el libro de vuelta a Neptuno. Sin mirarlo, Neptuno entregó el Tao Te Ching abierto a Tetê, y le pidió a ella que eligiera algún párrafo de esa página que Nelson había escogido, preferiblemente por su forma, «tratá de evitar leerlo al elegir», le dijo. «Cortá el párrafo y pásamelo.» Tetê, exuberante como siempre, escogió todo lo escrito en esa página entera: la arrancó y se la pasó a Neptuno. Neptuno se despejó la garganta y leyó el texto impreso:

¿Qué es más preciado, fama o salud?                         

¿Qué es más valioso, salud o riqueza?                                    

¿Qué es más dañino, ganar o perder? 

 

Cuanto más excesivo tu amor, mayor será tu sufrimiento 

Cuanto más acapares, más pesadas serán tus pérdidas.                               

Saber lo que es suficiente es libertad.                         

Saber cuándo detenerse es seguridad.                                   

Practica esto y persistirás.

¡En qué extraño lugar el lenguaje me coloca! ¡Por favor! ¡Por favor! Entendé que las palabras de Neptuno son casi intraducibles de modo literal. Pero en fin; a continuación Neptuno volvió a hablar en su hermética, giria de doidão, básicamente intraducible, como te advierto. Mi intento de transmitirte lo que dijo Neptuno aumentará aún más la distancia entre lo que Neptuno podría haber dicho realmente y lo que estás leyendo ahora. En realidad, creo que ya debes tener consciencia de que estoy escribiendo aquí no sólo lo que creo que Neptuno quiso decir, sino también lo que creo que le oí decir. De todos modos, esta es la única manera que tengo de contarte lo que pasó esa noche. Existe siempre el factor error y hay que tenerlo en cuenta siempre (a esto no te lo recordaré de nuevo) debido a la distancia entre los hechos, el tiempo, la memoria, las ideas y el lenguaje. Las limitaciones del lenguaje. Así que allá vamos: lo que Neptuno dijo a continuación, en castellano iría más o menos así:

«Este es nuestro trozo de sabiduría, conocimiento eterno no acumulativo que nos han dado las fuerzas fortuitas del universo esta noche, aquí. Fumemos esta sabiduría como una forma de incorporarla a nuestro equipaje intelectual. En primer lugar: antes de fumarla la leeremos dos veces más, haciendo un total de tres. Y pensá en el significado y  simbología este número, te lo ruego.    Tres veces.

«Después, como dije, fumaremos esa sabiduría, incorporándola así a nuestro cerebro a través de la química de nuestra sangre y no necesitaremos volver a ver estas palabras jamás. Permaneceran en y con nosotros para siempre. Podemos obedecer este dictum o ignorarlo, seguir este consejo o contradecirlo. La guía de nuestras acciones por estas reglas, y el orden de nuestras vidas en consecuencia, es una de las opciones que nuestro libre albedrío tiene la oportunidad de ejercer. Al tomar esta decisión, en parte, diseñaremos nuestro futuro. Podemos ignorar esta sabiduría, pero a partir de ahora nunca podremos perderla. Somos ahora este trecho más sabios que antes»

Por alguna razón, Neptuno había elegido, al menos para esta noche, a Nelson y Tetê como sus acólitos. Le pasó la página arrancada de vuelta a Tetê para que ella la leyera de nuevo. Su voz sensual le dio un significado diferente a estas ideas. Después fue el turno de Nelson. Su voz ríspida, ronca y contundente hizo que las sugerencias de Lao Tzu fueran una admonición tan poderosa que para los débiles constituiría un comando irrenunciable. Esa fue la segunda lección de Neptuno. No había ninguna verdad única. Incluso si se expresa en palabras iguales, cada verdad es en parte constituida y re-significada por aquella o aquel que la expresa.       

Cuando Neptuno tuvo por fin la página del Tao de nuevo en su mano, la usó como papel para armar hábilmente un grueso y largo porro hecho con la mezcla de hashís y yerba de Meteoro. Lo encendió, inhaló profundamente y se lo pasó a Nelson. Todos lo fumamos. A medida que fumamos, ganamos paulatina consciencia de estar a cada pitada incorporando física y concretamente esa parte del Tao Te Ching a nuestro código moral, o a lo que quieras llamar a ese mecanismo interno que te hace hacer las cosas que hacés o te impide hacer lo contrario.

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New York City, novela en proceso

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