En el Día Internacional del Síndrome de Asperger, la inspiradora historia de Nicolás Alejandro Gómez. Tiene 32 años, vive y trabaja en La Plata y es fanático de Estudiantes. Él y su madre recorrieron infinidad de consultorios desde que tenía un año hasta saber cuál era su condición. “No creí que llegaría a tanto”

Cuando Nicolás cumplió un año, Gloria, su mamá, lo llevó al médico. Estaba preocupada y se lo había hecho saber a Alejandro, su esposo. Las madres saben leer las entrelíneas de sus hijos. Aunque en este caso, parecía evidente: “Tenía un año y no manifestaba dolor, no lloraba, ni tampoco mostraba alegría; lo ponías en un lugar y se quedaba quietito. No hacía las cosas que hace cualquier chico a esa edad. Yo tenía una nena dos años y medio más grande y había sido la mayor de siete hermanos. Algo veía… Le dije al pediatra que Nico tenía algo. Me preguntó ‘¿algo de qué?’ Le respondí ‘de la cabeza’. Pero no le dio trascendencia. Lo único que me aconsejó fue ‘mirate en el espejo’”.

A partir de ese momento, la mujer, hoy maestra jubilada, debió cargar con un estigma hasta que su hijo cumplió 15 años, cuando finalmente lo diagnosticaron. “Desde que lo llevé por primera vez, muchos médicos me evaluaron más a mí que al chico. Decían que el problema de Nicolás era su relación conmigo. No sabés las que pasé, pero no importa: Nico terminó el secundario, estudió un año de periodismo deportivo en la universidad, vive solo y trabaja”

Cuando fue a ver al pediatra con esa consulta era 1992, todavía no se hablaba del síndrome de Asperger y los diagnósticos sobre cualquier tipo de autismo eran difusos. Hoy, explican en la Asociación Argentina de Asperger, ya no se lo considera un trastorno sino una condición del neurodesarrollo que acompaña a algunas personas durante toda la vida. Aunque la psicología lo había quitado del espectro autista, ahora lo volvió a colocar en él. Entre los rasgos positivos de las personas con Asperger está “la memoria, el apego al detalle, la facilidad para la matemática, la tecnología, el pensamiento lógico, la estructuración, la focalización en un interés dominante, la concentración y perseverancia en ese interés”. En la otra mano, las dificultades tienen que ver con lo social, “inconvenientes para percibir los aspectos no verbales del lenguaje, los códigos implícitos en la comunicación, la relación con el contexto, los cambios simultáneos y vertiginosos de las situaciones sociales, la tolerancia a la frustración, el aplazamiento y la espera. Suelen ser literales y presentan limitaciones para interpretar chistes y metáforas. Esta dificultad viene acompañada de ansiedad y a veces también de depresión”.

“Lo que yo tengo es como un autismo. Pero con la gente que hablo me dice que no se nota. Es que mi mamá y mi papá me ayudaron mucho desde chiquito. Me mandaban a muchos médicos cuando se dieron cuenta que tenía algo”, cuenta Nicolás Alejandro Gómez. Hoy tiene 32 años, vive en un departamento en la localidad de Olmos (“a 15 cuadras del Estadio Único de La Plata”, precisa) y es monotributista: con su bicicleta y su mochila roja trabaja como delivery de una aplicación. “Ahora decidí no hacerlo más de noche por el tema seguridad. Tengo amigos repartidores que sufrieron robos. En el 2021, yo venía de entregar un pedido de noche en el barrio Hipódromo y me agarraron seis pibes en moto, todos menores. Me rompieron la cabeza y me robaron la bicicleta y el celular. La mochila y la billetera no, porque las tenía en la espalda y el bolsillo. Después de eso no me arriesgo más en algunas zonas. Hay pedidos que rechazo”, explica hasta el mínimo detalle, uno de los rasgo distintivos de su personalidad, así como la ausencia del doble sentido, como cuenta su madre: “A Nico lo quiere todo el mundo. Es súper noble, no tiene maldad. Si miente lo hace como un niño, sin picardía”.

Nicolás nació en Bahía Blanca el 18 de marzo de 1991. Celebra el cumpleaños dos días después -le gusta recalcar- que su gran ídolo, el doctor Carlos Salvador Bilardo. Apasionado del fútbol, dice que los únicos días que se reserva sin salir a trabajar son los que Estudiantes de La Plata juega de local. Es habitué del estadio Pincha. A la cancha va con su hermana mayor, Celeste. Y le gusta contar que lo ven parecido a Nicolás Tagliafico, el defensor de la selección campeona del Mundo.

Allá en el sur de la provincia de Buenos Aires, su mamá Gloria no se cansó de recorrer médicos y hospitales. El derrotero que siguió a la primera consulta fallida lo explica ella: “Cuando estaba por entrar al jardín de infantes lo llevé al hospital público porque vomitaba. Me dijo una pediatra que era reflujo. Aproveché para comentarle que iba a cumplir 3 años y sólo decía ‘mamá’, ‘papá y ‘Tete’, que era Celeste, y nada más. Ahí comenzamos con la estimulación temprana”.

Durante las vacaciones de invierno de ese año, una fonoaudióloga le confesó a Gloria que “ya no sabían qué hacer con mi hijo, y me derivó a un neurólogo”. Con la incertidumbre, casi guiándose a tientas en la oscuridad, viajó a Buenos Aires para hacer una consulta en el Hospital Garrahan. Volvió a chocar: le hicieron unas pruebas, le dijeron que “no era grave”, pero que no lo podían diagnosticar. Repitió la salita de 3 años, pero entre idas a otra fonoaudióloga, una psicóloga y el neurólogo, llegó hasta la orilla de la escuela primaria. Había un problema, dice Gloria: “Todavía no manejaba el lenguaje”.

Nicolás, por esa época, también manifestaba la ausencia de miedo y no registraba el peligro. Él recuerda que cruzaba la calle solo, y que una vez, de vacaciones, se escapó con un grupo de motoqueros. Gloria también guarda esa anécdota en la memoria. “Nico era una bomba de tiempo. Tendría seis años. Estábamos en Pehuén Co, el balneario cerca de Bahía. El abuelo le había regalado un cuatriciclo. Su papá, mi exmarido, pasó horas enseñándole hasta que aprendió. Y de pronto, unos chicos en motos enduro se le pusieron a la par y él los empezó a seguir. Salimos corriendo a pararlo pero no lo alcanzamos. De pronto, vimos un puntito y era él que volvía”. “Yo les dije que me había ido a pasear”, completa con inocencia Nicolás.

En otra oportunidad, dice su madre, “se arrojó a un arroyo en pleno invierno, me tiré yo también con ropa y botas, casi nos ahogamos los dos”. Por aquellos años, dice Gloria que era un chico que se aislaba mucho y no socializaba. Cuando llegó la mudanza a La Plata, la situación cambió.

En Bahía Blanca, Nicolás comenzó la primaria en una escuela especial. Un par de años después, cuando se instalaron en La Plata, lo anotaron en la Escuela 531, donde van chicos con trastornos severos de personalidad. Pero claro: Nicolás no encajaba allí. “El problema es que una escuela común no lo absorbía”, señala Gloria.

Una de las características de los chicos con Asperger son sus ganas de hacer amigos y las dificultades que tienen para lograrlo. Eso los puede llevar a estallidos o a la depresión. Por fortuna, los niños que conoció Nicolás siempre lo contuvieron. “Cuando vinimos a La Plata nos compramos una casa en Olmos. Vino un chico de mi edad que estaba con otros y me dijo ‘no querés ser nuestro amigo’. Y hasta hoy me junto con el mismo grupo. Uno se recibió en educación física y tuvo que hacer una tesis sobre discapacidad, y la hizo sobre mi. Y otro, que se recibió de psiquiatra, también… Yo ayudo a mucha gente que estudia con las tesis”.

Allí -a los 8 años- también se produjo lo que su madre describe como “una explosión del habla”. Es el propio Nicolás el que narra cómo destrabó el nudo de la socialización. “Tuve la suerte de que el padre de mi mejor amigo tenía una escuelita de fútbol infantil. Ahí empecé la inclusión”. Dos años después, cuando iba a visitar a sus abuelos en Bahía Blanca, viajaba solo: “Me iba en micro. Mi viejo me decía ‘Nico no te bajes’ y en la terminal me iban a buscar mis abuelos o mis tíos. Me decían algo y lo hacía. Lo mismo con mis profesores”.

En la escuela comenzó a alternar entre la Especial y una común. Uno de los miedos de Gloria era el bullying que podía sufrir. “Si alguna vez lo padeció, que era mi gran dolor, él no le dio importancia. Mi hijo siempre dice ‘tengo Asperger’. No se si está mal o bien, pero cuando no me daban el diagnóstico yo decía que ‘algún cablecito no conectó’”. Nicolás es más práctico: “Yo me rodeo de gente sana. A la gente que es mala la rechazo. Y los que me conocen del colegio, me quieren un montón. Como también mi hermana mayor, Celeste, que siempre me ayudó”. Tiene dos hermanos menores, de 22 y 18 años. Cuando el más chico tenía dos años, Gloria y Alejandro, sus padres, se separaron. Nicolás dice que se lleva muy bien con ambos. “Cuando llegaron los hermanos fue bueno, porque me tuve que dedicar a ellos y lo dejé de sobreproteger”, admite su mamá.

A los 15 años, finalmente, la psicóloga Marcela Álvarez le dió el diagnóstico preciso de Asperger. “Vive cerca de mi departamento. El otro día la vi de pasada por la avenida 44…”, acota Nicolás. Luego lo atendió una psiquiatra infantil de apellido Tossolini, y una neuróloga de Casa Cuna de quien Gloria no recuerda el nombre. “Por indicación de ella, en segundo año dejó definitivamente la escuela especial y fue sólo a la común. Nicolás tampoco quería ir más ahí. Le fue bien: repitió sólo un grado en la primaria y terminó el secundario en la escuela Nuestra Señora de la Misericordia. Después hizo talleres de cocina en la Fundación Medihome y comenzó a vender viandas”.

Hasta el año pasado, Nicolás estuvo en pareja. Hoy está separado. Cuenta su madre que “no le gusta el contacto físico, que lo abracen, y es difícil que te diga ‘te quiero’. Pero (se emociona) logró superar todas mis expectativas. Pensé que no iba a hablar, que no iba poder hacer una ecuación, y me equivoqué. No creí que llegaría a tanto”. Ambos viven a 15 cuadras, pero Gloria se está por mudar a unas 40.

A Nicolás lo espera seguir creciendo. Le gusta el fútbol y el periodismo deportivo, a pesar que no completó los estudios en la Universidad Nacional de La Plata. Pero sueña con tener un canal de Youtube para hablar de deporte y de política. Cuenta que lee mucho. Y recuerda una nota que repasó una y otra vez sobre “La valija de Lionel”, el cuento de Hernán Casciari que lo atrapó. Su mundo del delivery, que adora, quizás se acabe pronto. Por la Ley de Discapacidad está a punto de conseguir un trabajo como empleado administrativo en el Poder Judicial, donde podrá explotar otra de sus características, la concentración. Por ahora, en la calle, con sus bicicletas y sus mochilas rojas están algunos de sus mejores amigos. “Tengo compañeros venezolanos y cubanos que me quieren un montón y me dicen que agradezca lo que tengo, porque puedo vivir, alquilar y comer. Yo sé por qué vienen a vivir acá, porque la situación en sus países es muy complicada”.

Infobae

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