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Ritos de iniciación (por Hugo Pezzini)

David Claypoole Johnston (1799-1865) (3) [640x480]

Era obvio que no era “eficiente”: hacía los números al contrario, me escapaba de laEscuela Número Uno siempre que surgía cualquier oportunidad, y no practicaba ningún deporte ni al menos de forma aceptable. Pero era un excelente testigo de mi existencia, experiencias, y también del mundo que giraba a mi alrededor: detalles que otros chicos no notaban –por ser demasiado triviales, cotidianos e intrascendentes, o tan extraordinarios que debían ignorarse, ya que su memoria sería insoportable— llamaban mi atención de forma tal que no sólo los percibía con todo el deliberado cinematismo de la cámara lenta, sino además con la minucia detallada de la macrofotografía. Y los sonidos me llegaban con la misma diferenciación y singularidad con que escucharía los emitidos por la mejor grabación cuadrafónica de la banda de rock progresivo más elaborada de los años sesentas. De esa forma, con ese carácter hiperrealista, todos esos momentos quedaban registrados en mi memoria para siempre, en todo su color, en toda su frescura, en todo su “ruido y furia”. Tan crespos y crocantes como si hubieran salido en ese preciso instante del horno de la vida.

Como su padre fumaba (los rubios sin filtro Florida), un cierto día Coqui resolvió robar un cigarrillo del atado rojo y guardarlo dentro de un zapato, en el armario, hasta que no hubiera nadie en casa. Cuando estuvimos solos, me invitó entonces a fumar. Sería mi primera vez. Esa familia habitaba —sobre lo que en aquel entonces era el bazar de la madre del Napo Albiciño— en un segundo piso al que se accedía por una escalera de madera cuyos escalones resonaban con una contundencia asustadora en el hall de entrada, siempre vacío y en tinieblas. El hogar en las alturas contaba además con una amplia área abierta desde la que divisábamos toda la esquina de Aráoz y Rodríguez y un buen trecho de esas calles que allí abajo intersectaban. Este era un aspecto estratégico, porque hacía de ella una especie de atalaya, en la cual seríamos los centinelas. Así podríamos evitar ser sorprendidos en medio de nuestro acto prohibido por alguien que llegase a la casa de forma inadvertida. Además de por esa razón, fumaríamos juntos en ese espacio exterior para evitar que más tarde nos delatara el humo de tabaco que pudiera impregnar con su perfume alguna habitación.

Así fue que nos situamos en la terraza. Coqui fue a buscar el cigarrillo y con los fósforos que trajera de la cocina lo encendió frente a mí con destreza y rapidez. Aspiró profundamente, y exhaló produciendo dos o tres nubes diáfanas, mientras yo observaba con atención, aprontándome para repetir el gesto, su técnica, cuando recibiera de sus manos el hermoso cilindro blanco de papel y picadura de hierba –que yo ya codiciaba con enorme anticipación. No obstante, por alguna razón inexplicable, después de dirigir sus ojos hacia el interior de la casa, de forma abrupta y absurda Coqui sumergió la cabeza hasta el cuello de la camisa dentro de un tambor de hierro lleno hasta el borde de lo que hasta hoy creo sería agua de lluvia.

Yo todavía estaba tratando de entender por qué su cabeza y el cigarrillo se habían hundido en el agua helada, cuando oí la voz de su madre que llegaba clara y ríspida desde la sala contigua:

“Oscarcitoooo, vení acá inmediatamente”.

Presto y tembloroso —con el cabello todavía chorreando agua sobre la camisa, el pecho, su espalda, la parte trasera de su pantaloncito corto— Coqui obedeció la orden. Vi cómo cada uno de sus pequeños pasos dejaba una huella empapada que reproducía las suelas de sus zapatos Bandolero sobre las baldosas enceradas y lustradas de la sala –ya que había olvidado usar los patines de fieltro que descansaban en el umbral, a la entrada desde la terraza.
Una vez que Coqui estuvo frente a ella, su madre se tocó el rostro con el índice y agachándose le dijo:

“Querido, dame un beso”.

Él la besó, sin duda apestando a humo de tabaco rubio. En respuesta (una vez que la proximidad otorgada por el gesto confirmara su sospecha) ella le propinó una sonora cachetada en la mejilla.

El eco casi metálico del castigo me precedió escaleras abajo: tan pronto como la mano de la bonita mujer golpeara sobre el rostro de su hijo, me había lanzado ya a la fuga –ensordecida mi emocionalidad por el terror, y ensordecida mi habilidad auditiva por el tableteo de ametralladora de las suelas de mis propios zapatos Bandolerosobre los escalones– bajando como una exhalación hacia la doble puerta y la calle.

Mi carrera sólo acabó al llegar yo a mi cuarto y a mi cama –en la que, resoplando, casi sin aliento y transpirando un sudor frío como la muerte, me acosté enteramente vestido y calzado y me cubrí hasta la cabeza, deseando dejar de existir.

No fue ese el día en que comencé a fumar, entonces.

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Hugo Pezzini
New York, 12 de septiembre de 2014
Ilustración: David Claypoole Johnston (1799-1865)

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