Era obvio que no era eficiente. Hacía los números al contrario, me escapaba de la Escuela Número Uno General José de San Martín siempre que surgía cualquier oportunidad y no practicaba ningún deporte de alguna forma medianamente aceptable.

Pero era un excelente testigo de mi propia existencia, mis experiencias y también del mundo que giraba a mi alrededor. Detalles que otros chicos no notaban por ser demasiado triviales, cotidianos e intrascendentes —o tan extraordinarios que debían ignorarse ya que su memoria sería insoportable— llamaban mi atención de forma tal que no sólo los percibía con todo el deliberado cinematismo de una cámara lenta, sino además con la minucia detallada de la macrofotografía. Además, los sonidos me llegaban con la misma diferenciación y singularidad con que en el futuro oiría los emitidos por la mejores grabaciones cuadrafónicas de las bandas de rock progresivo más elaboradas de los años sesenta y setenta. La vida que me rodeaba sonaba como Emerson Lake & Palmer, o como lo mejor de Pink Floyd.

De esa forma, con ese carácter hiperrealista —casi alucinante— todos esos momentos quedaban registrados en mi memoria para siempre, en toda su frescura, en todo su color; en todo su ruido y furia. La existencia tenía un sabor y un aroma tan intensos y su textura era tan crocante como si cada preciso instante me fuera entregado directamente del horno de la vida.

Su padre—Juan Coria— fumaba rubios sin filtro Florida, entonces Coqui Coria tuvo la idea de robar un cigarrillo del atado rojo y guardarlo dentro de un zapato en el armario del dormitorio que compartía con su hermano mayor, Rubén, hasta el día en que no hubiera nadie en su hogar.

Por lo tanto ni bien nos hallamos solos, Coqui me invitó a fumar. Sería mi primera vez.

La familia Coria habitaba en el segundo piso de una casa sobre lo que en aquel entonces era el bazar de la madre del Napo Albiciño. Debido a esa característica singular de la residencia (todavía no existían edificios en propiedad horizontal en Baradero), a lo de Coria se accedía por una escalera de madera cuyos escalones resonaban con una contundencia asustadora en el hall de entrada. Este se encontraba siempre vacío y en tinieblas.

El hogar en las alturas contaba además con una amplia terraza desde la que divisábamos toda la esquina de Aráoz y Rodríguez y casi la totalidad de ambas cuadras de esas calles que intersectaban allí abajo. Esto representaba una ventaja estratégica para nosotros, porque hacía de esta área abierta y elevada una especie de atalaya, en la cual podríamos actuar de modo simultáneo como fumadores y centinelas. Así evitaríamos que alguien que llegase a la casa de forma inadvertida nos sorprendiese en medio de nuestro acto prohibido. Además de por esa razón, ese espacio exterior constituía también un lugar estratégico porque si fumásemos juntos allí, el humo del tabaco no impregnaría con su perfume ninguna habitación de esa vivienda.

Todo planeado a la perfección. Éramos dos genios.

Coqui fue a buscar el cigarrillo y ni bien salimos a la terraza, usó su destreza y rapidez para encenderlo con uno de los fósforos Ranchera que trajera de la cocina. Al arrastrar la cabeza inflamable de ese palillo contra el raspador arenoso de la caja, ¡fffffsssshh!, nació la llama. Coqui acercó la antorchita brillante a la punta del cigarillo, aspiró hondo el humo por el tubo y a continuación lo exhaló por completo, produciendo dos o tres nubes diáfanas. Yo observaba su técnica con atención, aprontándome para repetir el gesto ni bien recibiera de sus manos el hermoso cilindro blanco de papel lleno de esa picadura de hierba de perfume exótico —algo que yo codiciaba con enorme anticipación. Los cigarrillos siempre fueron para mí objetos de fascinación, artefactos de elegante belleza romántica.

Pero sucedió que después de esa primera pitada, Coqui dirigió los ojos hacia el interior de la casa y —por alguna razón inexplicable— de forma abrupta y absurda sumergió la cabeza hasta el cuello de la camisa dentro de un tambor de hierro que se hallaba a la izquierda de la puerta de salida a la terraza. Estaba lleno hasta el borde de lo que hasta hoy pienso que sería agua de lluvia. No estoy seguro.

Yo todavía estaba tratando de entender por qué su cabeza y el cigarrillo se habían hundido en el agua helada, cuando oí la voz de su madre, que llegaba ríspida pero clara desde la sala contigua:

Oscarcitoooo! Vení para acá de inmediato.

Presto y tembloroso —con el cabello todavía chorreando agua sobre la camisa, el pecho, la espalda y la parte trasera de su pantaloncito corto— Coqui obedeció la orden. Vi cómo cada uno de sus pasos dejaba una huella empapada que reproducía las suelas de sus zapatos Bandolero sobre las baldosas color bordó de la sala, que estaban enceradas y lustradas a espejo —ya que Coqui en su premura asustada había olvidado de usar los patines de fieltro que descansaban en el umbral, a la entrada de la terraza. 

Una vez que mi amigo estuvo frente a su mamá, ella se tocó el rostro con el índice y agachándose le dijo:

—Querido, dame un beso.

Él la besó, sin duda apestando a humo de tabaco rubio Florida. En respuesta —una vez que la proximidad otorgada por el gesto había confirmado su sospecha—, sin otra palabra ella le propinó una sonora cachetada en la mejilla.

El eco metálico del castigo me precedió escaleras abajo. Yo me había lanzado a la fuga en sincronía exacta con el golpe de la mano de la preciosa mujer sobre el rostro de su hijo. Bajé como una exhalación esas escaleras que llevaban hacia la doble puerta y la calle. Corrí por un universo despojado de sonidos: mi habilidad auditiva había ensordecido por causa del terror que me había invadido al oír el estallido del cachetazo, y por el estruendoso tableteo de ametralladora que hacían las suelas de mis propios zapatos Bandolero al martillar sobre los altos escalones de madera de la escalinata de los Coria. 

Mi carrera sólo acabó al llegar a mi cuarto y a mi cama —en la que me acosté resoplando, casi sin aliento y transpirando un sudor tan frío como la muerte. Enteramente vestido y calzado, me tapé hasta la cabeza con la sábana, la frazada y la cubrecama y cerré los ojos bien apretados, deseando desaparecer.

Así que entonces no fue ese, el día en que comencé a fumar.

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New York, 12 de septiembre de 2014
Ilustración: David Claypoole Johnston (1799-1865)

 

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1 COMENTARIO

  1. El recordado y querido Juan Coria, fanático de Atlético y de Chacarita, era camionero y tenía un Skoda donde en la parte superior frontal decía Robén y Oscar.

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