Cuando cruzo de un andén al otro saltando sobre las vías, piso los durmientes de quebracho siempre maravillándome de lo mismo. No hay una vez que apoye mis pies sobre estos maderos sin pensar que han estado soportando el peso de los trenes desde comienzos del siglo XX: descontando las manchas de aceite quemado que chorreara de una que otra locomotora y alguna chamuscada de origen dudoso (¿por acaso los “quemaban” previamente?; ¿para qué)?, lucen como si acabaran de haber sido colocados en su lecho de irregulares piedras blanquecinas. Todavía se perciben en sus superficies y aristas las marcas de las motosierras que los “esculpieron” a partir del tronco original –o del filo agudo del hachero chaqueño que hizo una changa descargando su herramienta con toda su fuerza sobre este palo. Sucedió en la época del boom argentino, cuando se tendían de forma pionera en este país del Cono Sur esos cientos y cientos de kilómetros de vías férreas que conectaron las ciudades y pueblos argentinos entre sí. Estas redibujaron la topografía nacional y crearon la comunicación física de los cuerpos, e hicieron real la contigüidad de los centros urbanos con esa tela de araña intricada de cintas de acero por las que ahora rueda ese vehículo que me llevará a Retiro.
Es cerca de la medianoche así que sé que es bastante probable que algo después de Campana, quizás a oscuras, oiré lo que es frecuente a estas horas tardías. Digo “a oscuras” porque sucede que a veces alguien se compadece de nosotros –tal vez la penumbra a bordo sea consecuencia de un corto circuito por Misericordia Divina, en vez de la acción intencional de algún caritativo y anónimo funcionario del convoy ferroviario— y deja un par de vagones tan sólo iluminados por el farol frente a la puerta del baño. Entonces, será la silueta envuelta en sombras de un guarda sin rostro –su voz— que pasará por los vagones semi-iluminados o a oscuras, como digo, anunciando en altas voces “¡Transbordo en Ballesteeerrrr!”; “¡Transbordo en Ballesteeerrr!” Me arrellanaré una vez más en mi asiento (Eddy Witte, mi frecuente compañero del viaje Baradero-Retiro o viceversa, continúa dormido. Duerme mejor que yo) y trataré de reencontrar el sueño, para volver a transformarme en esa ausencia que se desliza en la noche, rodeada de otros dormidos, igualmente ausentes, cuyos ronquidos alcanzo a percibir superponiéndose al “¡trac trac!, ¡trac trac!, ¡trac trac!” que producen las ruedas al encontrar las juntas de los rieles. Miro hacia afuera: sólo puedo divisar una luna menguante casi cubierta por tormentosas nubes nocturnas y una línea horizontal continua hecha de yuyo y alambrado. Todo corriendo veloz en sentido contrario al del tren, más imaginable que visible. Borgeano.
Porque es en eso que consiste el viaje nocturno a Retiro: salir al andén y esperar la llegada del tren; subir junto con otros somnolientos en busca de ese asiento doble o, si uno es afortunado, triple, y elevar el bolso o la valija hasta el alto portaequipajes de malla de bronce. Yo soy bajo, por lo tanto tengo que subirme al asiento –pisándolo con mis zapatos– para alcanzar la estructura metálica y depositar sobre la misma mi maleta. Hecho esto me desplomo con una exhalación de alivio sobre ese tapizado verde oscuro, no muy mullido, en el cual trataré de descansar mis asentaderas durante unas dos horas y media, o tres.
Con el deseo de que mi pre-ocupación emocional no se justifique (que la sombra a vivas voces no camine por los vagones) mientras me duermo especulo sobre la temperatura que vendrá: el frío que hará en Villa Ballester bastante después de las dos de la mañana, cuando seamos obligados a descender del vagón calentito y helarnos, con los dientes entrechocándose en un temblor fantasmal, semidormidos, sin total conciencia de que esta interrupción del viaje es algo real y no un sueño destemplado más, entre los varios reales —o creados, nuestras fantasías— que tuvimos durante el traqueteo.
No muy lejos, nos espera Retiro. Cuando estemos muy próximos a la Capital, la voz de otro guarda nos informará, “¡Tres de Febrero NO PARAAAA!, ¡Tres de Febrero NO PARAAAA!” –anuncio que nos provocará un esbozo de sonrisa en los rostros lagañosos, ya que esta noticia se traduce en un viaje cinco minutos más corto: no para. Entusiasmado, ahora ya no consigo dormir, por lo tanto uso esta oscuridad clandestina para observar una ventana, y otra, y otra más. Hay algunas singularmente iluminadas: puntos de luz fortuita entre las fachadas a oscuras y los tejados negros como la noche. Las diviso entre las sombras de la noche del suburbio bonaerense, primero, y del porteño, un poco más tarde. Trato de imaginar las razones mágicas o tenebrosas que han alejado del sueño a esas almas que comparten mi vigilia y que habitan los cuerpos que encendieron las luces de ese living, esa cocina, ese dormitorio que atisbo por una fracción de segundo o algunos segundos, dependiendo de la velocidad del tren que me lleva a Retiro.
Tres de Febrero (no para, como bien anunció el guarda), los breves bosques de Palermo, la Libertador, los largos y altos techados de Retiro a lo lejos, pero acercándose rápidamente. Después, el descenso por los dos altos escalones del vagón; el majestuoso hall de la estación, a estas horas casi desierto; las escaleras rodantes de madera que descienden hacia las plataformas y túneles de la Línea Retiro-Constitución. El tren subterráneo aguarda detenido en su punto de inicio y final, Estación Retiro, dentro del cual otros noctámbulos esperan pacientes en sus asientos de esterilla que se inicie el ciclo cinemático que los portará hacia sus vagos destinos.
El viaje.
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New York, 2 de noviembre de 2014
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