¿Has escuchado el nombre ‘Xavier X Jernigan’ antes? Es un robot. Este es el nombre del flamante disc jockey de Spotify —es decir, el sistema de inteligencia artificial que toma decisiones musicales según mis preferencias, o las tuyas, o las de cualquier otra persona. Es uno de esos algoritmos que se vuelven más inteligentes cada día.

Let’s start from the beginning, (Empecemos por el principio), como dicen por aquí. Me siento a mi escritorio con la intención de escribir, pero aún no he decidido qué tema abordaré en mi texto hoy. Es entonces cuando —vía Xavier X Jerningan, o sea, vía Spotify— suenan a través de mis auriculares los primeros acordes de Rhapsody in Blue, Rapsodia en azul, la composición clásica de George Gershwin en la legendaria versión de Leonard Bernstein al frente de la Filarmónica de Nueva York. ¡Eh, Spotify, este es el himno extraoficial de la ciudad de Nueva York! Intemporal. Es una composición de jazz modernista que, en mi opinión, fusiona las melodías de los musicales de Broadway con las sinfonías de Igor Stravinski. En Spotify (o en YouTube si preferís; es lo mismo), está esta versión exacta de Rhapsody in Blue que acabo de mencionar. Disfrutala.

El algoritmo de Spotify es infalible en sus decisiones. No entiendo cómo la inteligencia artificial que las toma puede saber tanto. Parece que no sólo conoce nuestros gustos musicales —lo cual es muy fácil, ya que sólo tiene que observar la lista archivada de lo que hemos estado escuchando a través del tiempo. No. Además, parece que Spotify también detecta mi estado de ánimo y mi actividad en este momento preciso; e incluso cómo influir en ambos —estado de ánimo y actividad—, a través de la banda sonora que alimentará mi momento. Rhapsody in Blue reintroduce en mi memoria y sensibilidad la belleza en blanco y negro de la isla de Manhattan, tal como la filmó —o, mejor dicho, como la describió en su lenguaje cinematográfico único— Woody Allen en la película del mismo nombre, Manhattan, una película tan antológica con respecto a la ciudad de Nueva York como Rhapsody in Blue lo es.

Spotify —indirectamente, ya que lo logra tan sólo por medio de la melodía—extrae de mi interior y hace vibrar en la superficie de mi sensibilidad todas esas emociones que se han ido acumulando durante los más de treinta años que he pasado en esta isla.

Manhattan y Rhapsody in Blue. Manhattan, el film y su banda sonora. Absolutamente Manhattan.

Spotify no sólo me ofrece la isla de Manhattan convertida en melodía y abre ese abanico de emociones que me impulsan a viajar a través del tiempo y la memoria, sino que también acaba de hallar mi material literario para hoy. Listo. Ya tengo el tema sobre el cuál empezaré a escribir en este preciso instante. Allá vamos. 

Hoy es sábado. El sol brilla en la ciudad de Nueva York, pero —a pesar de la hermosa claridad del astro central y el profundo azul del cielo— a las dos de la tarde, la temperatura se mantiene en tres grados Celsius (para nosotros, centígrados). Nevó toda la noche; el almanaque confirma que nos hallamos en pleno invierno. Ya dispuesto a trabajar, me arrellano en el sillón ergonómico de mi escritorio. Pienso en la génesis de mi aventura: 

Huguito siempre quiso ver el mundo, dijo mamá cierta vez. A esto lo recuerdo y me lo repito a toda hora, porque sé lo acertada que estaba mi madre. Contemplo la buhardilla en la que hago mi tarea y no me queda otra que reafirmar su dictámen. Rememoro ese momento crucial de mi llegada a esta isla de Manhattan. Mi primer contacto definitivo con el corazón mismo de la ciudad de Nueva York. Huguito siempre quiso ver el mundo. Es verdad; es lo que he estado tratando de hacer, a partir de este lugar que se convertiría en mi hogar definitivo y en el trampolín para todos mis futuros viajes.

La melodía que guía la dirección de mis recuerdos me hace retroceder aún más: me lleva de vuelta al Río de Janeiro y a la Nueva York de 1988 cuando me mudé de esa ciudad brasileña a esta isla en el noreste de los Estados Unidos con la intención de establecerme aquí —ahora sé que para siempre.

Han pasado los años. Hoy pertenezco de modo absoluto a este lugar. Es mi hogar: cada vez que regreso del extranjero, el oficial de policía de inmigración que me recibe en uno de los puestos de control de pasaportes del aeropuerto Kennedy, me estampa el sello de ingreso en mi pasaporte de ciudadano estadounidense, fija sus ojos en los míos y me dice “Welcome home!” – «¡Bienvenido al hogar!»

Bienvenido a casa. Verdad sea dicha: esta familiaridad afectiva con la cual me saluda el agente de la policía de inmigración, y así reasegura mi pertenencia a este lugar, a los Estados Unidos y a la ciudad de Nueva York, es real, natural, pero también es cultural, política y estratégica: es parte de un fuerte patriotismo institucional y sistemático —acordate de que patria no solo significa país, sino también padre, paternidad, potestad. El oficial de policía al recibir a un ciudadano, en ese epíteto, en esa expresión tan natural, trata de inculcar en el ciudadano su condición especial. Trata de reasegurar que uno acaba de llegar a su madriguera, al sitio donde la ley y la sociedad se han unido para proteger al ciudadano justamente por su condición de ciudadano, sea por nacimiento, adopción o naturalización. La identidad de norteamericano es un privilegio. Eso es lo que te recuerdan con su actitud. Es un rasgo cultural, pero es también una estrategia político-ideológica, como te digo.  La filosofía y la ciencia política de la cultura anglosajona en dos palabras: Welcome home. No es en vano que la  bandera nacional, aquí, es una presencia constante. No me refiero sólo a las gigantescas del aeropuerto —la enseña que ilustra las puertas de entrada al país.  Es una práctica generalizada que en el frente de la mayoría de las viviendas privadas o edificios públicos haya siempre un mástil donde ondea esa bandera. En la avenida que corre paralela a mi casa, hay—además de lámparas de altas columnas— altos mástiles con la bandera de los Estados unidos entre lámpara y lámpara. Este país te recuerda a cada minuto dónde vivís, donde estás, a qué país perteneces. Guardo sentimientos muy ambiguos con respecto a estos significados, pero hay que convivir con ellos. Es un gesto político-cultural omnipresente, como te digo. Es la enseña del imperio.

Pero, ¡atención! La actitud del oficial de policía que me saluda en Kennedy diciendo «¡Bienvenido al hogar!» es muy diferente a lo que ese mismo oficial de la policía de inmigración adquiriría frente a un extranjero que viaja solo e intenta ingresar a los Estados Unidos por primera vez. Para esos agentes de inmigración, siempre existe la posibilidad de que estén frente a un viajero indeseable —quizás, peligroso. Tal vez —una vez cruzada esta frontera— este turista encubierto se revele realmente como un futuro inmigrante indocumentado, o —como prefieren los políticos conservadores de la ultraderecha trumpiana— como uno más de los diez millones y medio de residentes ilegales de los Estados Unidos. Además, desde el 11 de septiembre de 2001, el trágico evento conocido aquí como 9-11 (“September Eleven”), tal vez un terrorista. Me fuerzo a mencionarlo aquí porque estoy recordando el momento de mi propia llegada —con intenciones definitivas y secretas. Viajo desde Brasil con una visa de turista, pero decidido a quedarme a vivir aquí de modo permanente. Otro futuro ilegal.

Continúo retrocediendo en el tiempo por medio de asociaciones libres; dejo que el pensamiento —y Rhapsody in Blue— las guíen. Mis recuerdos entonces me llevan en una dirección inesperada. De repente, me encuentro en la Avenida 9 de Julio, allí en Buenos Aires.

Es julio de 1986 y estoy pasando unos meses en Argentina. Después de una ausencia de poco más de siete años, he viajado por primera vez desde Río de Janeiro a Buenos Aires. Es pleno invierno y me hallo de pie en el centro mismo de la Avenida 9 de Julio. Estoy allí con Pinceleta Pontalti, Cristina Wuthrich y Rita Navarra. Nos estamos helando, pero llenos de entusiasmo porque vamos a ver un concierto gratuito. La Filarmónica de Nueva York va a tocar Rhapsody in Blue.

Los músicos ya suben al enorme escenario, un estrado típico, tubos de acero y tablones madera, un artefacto portátil que se levanta en la esquina de la avenida Santa Fe y la avenida 9 de Julio. La más ancha del mundo está cerrada al tráfico y la gente se agolpa de extremo a extremo a lo largo y ancho de un par de cuadras de 9 de Julio. Amplificado por un sistema de sonido ensordecedor pero muy claro, escuchamos la cacofonía habitual que producen los músicos al afinar sus instrumentos, un par de minutos previos a la aparición del director. Este es el prodigio indio Zubin Mehta. Mehta es el director permanente de esa orquesta y uno de mis favoritos —excepción hecha de Herbert von Karajan, the best of the best. Es una conjunción insuperable: la Filarmónica de Nueva York, Zubin Mehta y Rhapsody in Blue. Respiramos el aire helado que viene del Río de la Plata mientras ya escuchamos Rapsodia en azul. ¿Cómo no iban a alcanzar mis recuerdos de hoy este momento mágico en mi ciudad de Buenos Aires?

Eso fue en ochenta y seis, como te dije.

Dos años después, precisamente en enero del ochenta y ocho, me veo metiendo mi equipaje en el baúl de un yellow cab, uno de esos enormes taxis amarillos, idénticos al que Robert De Niro, como el personaje Travis Bickle, conduce en la película de Martin Scorsese Taxi Driver. Seguro que la has visto; por ahí, más de una vez, como yo.

Me dirijo a Manhattan, la isla central de la ciudad de Nueva York. Mi memoria teje recuerdos o construye una cadena de eslabones idénticos. Desde Río de Janeiro hacia el hemisferio norte, hacia esta isla de Manhattan, a esta ciudad de Nueva York, el Centro del mundo, el Ombligo del universo; tal como durante mi infancia lo fuera la Plaza Mitre de Baradero, mi pueblo natal. Hoy esta isla ha sido mi hogar durante ya más de treinta años, después de haber vivido en Río de Janeiro durante más de diez años. Cuarenta y pico de años desde que dejé Argentina.

Regreso al momento crucial. Camino por la pasarela que conecta el avión a una de las terminales del aeropuerto Kennedy. Tenso y ansioso, sigo a los demás pasajeros a través de interminables corredores sinuosos y varias escaleras mecánicas. Desciendo una de las tres escaleras mecánicas paralelas y finales que nos depositan a todos en el enormísimo hall donde se hacen las colas que preceden a las cabinas donde se hallan sentados frente a computadoras los agentes de inmigración. Esas filas son discriminadas y discriminatorias: algunas son para estadounidenses y otras, muchas más, para nosotros, los extranjeros del resto del mundo.

Cuando llega mi turno, un oficial de policía de inmigración me admitirá o me rechazará del territorio de los Estados Unidos de América. Este es un procedimiento inflexible que en ese momento es algo exclusivo de este país. El proceso más riguroso para decidir quién entra y quién no a una nación. Made in USA.

Te dije que llego solo: mi única compañía es un bolso de a bordo (mi carry-on bag) donde llevo un par de piezas de ropa interior y algo de ropa abrigada extra para el cambio de estación y geografía climáticas. También llevo mi diario de viaje y el libro de cuentos que estuve leyendo durante mi insomne noche a enormes altitudes, volando de sur a norte sobre las Américas. Estos son los cuentos de Saul Bellow. Van agrupados en un libro bajo el título de una de esas narraciones: Him with His feet in his mouth. Es la versión original en inglés, por cierto: Him with his Feet in his Mouth. Esta expresión significa «Él con sus pies en su boca”, o sea, “alguien que dijo algo que no debería haber dicho”. Se metió los pies en la boca. ¿Entendés? Nosotros también la usamos: “El tipo metió la pata”. Exacto. Este es el riesgo que corro. Debo responder de modo im-pe-ca-ble al interrogatorio del oficial de la policía de inmigración; de eso depende si entro o no entro. Nuestro diálogo es un juego de poker; no debo decir nada que delate las cartas que tengo para nuestro intercambio de miradas y gestos, que deben ser inmutables. La conversación debe transcurrir naturalmente inmaculada. Es un juego del gato y el ratón.

Es imperativo que este enfrentamiento no traicione mis verdaderas intenciones —malas intenciones: con una visa de turista entro para convertirme en un residente extranjero permanente. A la estrategia por medio de la cual lograré la transición de la ilegalidad a la legalidad aun no la he ni siquiera pensado, como es el caso de todos los que llegan a los Estados Unidos con las mismas malas intenciones. Sé, que los motivos oficiales de mi permanencia momentánea son visitar la ciudad y de paso exhibir unas pinturas que vienen en uno de esos grandes cartapacios o portafolios negros con bisagras para trasnportar pinturas, artefactos que habrás visto por ahí. Para no dejarte colgado con la duda: siendo ilegal, en el enorme en department store Bloomingdale’s, donde trabajo como modelo, con una modelo y actriz judío-neoyorkina llamada Mallory, ella y yo nos enamoramos y algún tiempo después, nos casamos. Problema resuelto: residencia legal y, un par de años después (sobre todo para poder ejercer el derecho civil de votar por Bill Clinton), también adquiero la ciudadanía norteamericana.

Pero vuelvo a mi llegada al aeropuerto Kennedy y su momento inmediatamente anterior: He estado preparándome para esto durante un poco más de un año. Me obligué a no leer nada en español ni portugués, los únicos dos idiomas que hablo en ese momento (ahora hablo, mal, ya cuatro). Recibo vez por semana un número de la revista Newsweek, de la cual me he tomado una subscripción. Ambulo por las mesas de libros usados del Largo da Carioca y varias librerías de segunda mano en el centro de Río. La mayoría de los libros usados en inglés que encuentro en esos lugares son los que los turistas de países de habla inglesa abandonan cuando los terminan de leer. Los dejan en las habitaciones de los hoteles, las saunas, piletas de natación, bares, en la playa o en otros espacios de la ciudad. Así acaban en las mesas de usados y librerías de viejo.

Como no hay muchas personas revolviendo entre los libros usados que entiendan inglés, yo, rebuscando entre esos lugares de viejo, acabo hallando títulos muy buenos en ese idioma. Los tomos duermen a mi espera entre los cientos en portugués. Sin embargo, al libro que traigo  en el avión y leo durante el viaje no lo compré usado. Mi pareja de esos días es la profesora del curso de inglés. Se llama Nancy Haldane y es de Victoria, la capital British Columbia, Columbia Británica, en Canadá. Ella me despide recomendándome ese libro de Saul Bellow y regalándomelo. Así es como en enero de mil novecientos ochenta y aterrizo en Nueva York con algunas páginas de ese libro todavía sin leer. Nancy es una persona más de las tantas que dejo en mi pasado. Me enseña inglés en las clases del curso intensivo que tomo de lunes a viernes de ocho de la mañana a mediodía durante todo un año. Me estoy preparando para mi vida en los EE. UU. A ese programa lo hago bajo su tutela en el Instituto Brasas: Brasil América Sociedade de Inglês, el mejor y más efectivo de la ciudad. Se imparte en su edificio principal, la casa central de la Avenida Presidente Vargas, la versión de carioca de —precisamente— nuestra Avenida 9 de Julio. Mi memoria es circular. Rapsodia en azul y la Bossa Nova.

Además del libro, también traigo mil dólares en efectivo y un talonario de cheques de viajero de American Express. Los mil dólares en efectivo y los cheques son porque es algo re-sabido que la policía de inmigración exige que los individuos que llegan de Brasil (una fuente importante de ilegales) como turistas —tengan y exhiban un pasaje aéreo de ida y vuelta—, evidencia de que poseen medios suficientes para cubrir los gastos de su estadía en este país. Una forma de filtrar el ingreso al país. Yo, para ser lo más in-conspicuo posible, arribo con un pasaje para pasar sólo quince días en Nueva York — Además, es vox populi que durante el interrogatorio es posible que el policía de inmigración me haga preguntas sobre mi profesión o actividad en el país en el cual resido y la dirección donde me alojaré en Nueva York.  Yo lo haré en la casa de un brasileño, Marco Antonio, quien tiene una empresa de limpieza y mudanzas en Manhattan. Ese será mi lugar de empleo y mi primera actividad en Nueva York. Además, su apartamento —en el barrio de Chelsea, en la esquina de la Calle 16 con la 8va. Avenida— terminará siendo mi primer hogar y Marco Antonio mi roommate. Ese muchacho será mi compañero de cuarto y mi primer jefe laboral en este país. 

El caso es que al fin —después de una larga y demorada cola, que hago en un estado de nervios terrible (pero que oculto tanto cuanto posible)— llega mi turno de pasar por el control de inmigración. Mi nerviosismo no es porque ésta es mi primera llegada a los Estados Unidos. No. Ya he estado varias veces en Nueva York: con mi ex esposa brasilera, Betinha, teníamos un atelier de diseño y fabricación de ropa de designer que ocupaba un piso entero con ventanales de techo a piso sobre la Avenida Copacabana, en el barrio de ese nombre. Su nombre era el mismo de nuestra marca y de la boutique del barrio de Leblón donde las vendíamos: Pezzini Río. Nuestras prendas eran novedosas e impecables, en general de tela de Lino Braspérola. Para hacer las colecciones de cada temporada, viajábamos dos veces al año a Nueva York para descubrir y adquirir todo lo más hermoso y original disponible en ese momento; todo lo más revolucionario y Avant garde que halláramos. Nos acompañaba nuestro diseñador en jefe, Paulo Cézar D’Escragnolle Taunay —el duque D’Escragnolle Taunay. Paulo Cézar pertenece a una de las familias da nobleza brasileira. Brasil fue primero una colonia portuguesa pero después fue oficialmente el imperio de la corona de Orleans y Bragança, no lo olvides. Entre sus antepasados se cuenta el famoso artista plástico brasilero-francés Nicolas-Antoine Taunay (1855-1930), una figura clave en la historia del arte pictórico brasileño. La estética corre por la sangre de nuestro diseñador.

Una vez que regresábamos a Río de Janeiro, Paulo Cézar y su diseñador y modelista asistente, Edgar Ferreira, desmontaban y estudiaban las prendas que traíamos de las boutiques de Madison Avenue, de la 5ta. Avenida y del incipiente Soho de esos años. A partir de esos modelos originales importados de New York City, ellos creaban cada nueva colección de Pezzini Río. No hace falta mencionar que Betinha, Paulo Cézar, Edgar y yo estábamos entre las personas mejor vestidas y más origihnales de Río de Janeiro. Tal vez, de Brasil. Por lo tanto, jamás nos negaron la entrada a ninguna discoteca, night club, bar o restaurante exclusivo del país. No es por mera coincidencia sino debido a mi intimidad con el mundo de la moda, que —gracias a mi viejo amigo baraderense, Jorge El Loco Murphy— aquí en Manhattan acabo siendo modelo de Bloomingdale’s, en ese momento histórico, el grand magasin más importante de los Estados Unidos.

Entonces, ¿cómo se justifica mi nerviosismo, dado el número de sellos de entrada y salida de los Estados Unidos que ostenta en mi pasaporte argentino? El ya antes haber entrado y salido algunas veces de este país es un hecho muy importante; es una prueba de que uno estuvo en los EE. UU. y no se quedó de modo permanente. Que uno jamás intentó o se transformó en un ilegal. En ese período al cual me refiero, este pasaporte era mi único documento de viaje; yo era ciudadano sólo de mi país natal y estaba residiendo por primera vez en un país extranjero, Brasil. Más tarde y a lo largo de la historia de mi vida poco a poco iré dominando las artes del internacionalismo. Ya viste la foto que ilustra lo que te estoy contando. Adquiriré la ciudadanía estadounidense y la italiana y viajaré por muchos países y ciudades de tierra firme e islas del mundo. En la actualidad alterno entre New York y en París. Como canta Chico Buarque de Hollanda: Tanto mar, tanto mar

Regreso al inicio del párrafo que acabás de leer. Lo repito: mi nerviosismo se debe a que vengo “con malas intenciones ocultas”: a diferencia de todas mis visitas anteriores, esta vez, lo hago para quedarme. Muy serio y non chalant, cuando llega mi turno avanzo y me detengo frente a la cabina del oficial de inmigración que me va a atender. Trato de entablar una charla superficial e intrascendente. Le hablo de mi encanto con New York City, mis repetidas visitas a la ciudad debido a mi fascinación por esta gran metrópolis. Estoy enamorado de New York, declaro. Sobre todo en este momento, cuando estamos en invierno. Mientras me observa con detenimiento y compara la foto del pasaporte con mi propio rostro, le menciono la alegría que siento por aterrizar justo cuando está nevando. Toda la gente que viene a visitar Nueva York en invierno desde Brasil, el país tropical, en parte lo hace para conocer o ver la nieve—un elemento inexistente en el trópico, por supuesto. Visitan Nueva York para poder fotografiar y jugar en la nieve de Central Park.  

Ya conozco la nieve. La vi por primera vez en Bariloche. Inclusive aprendí a esquiar tomando clases de esquí en el Cerro Catedral. Por supuesto que además de haber conocido la nieve en Bariloche, estaba en Baradero cuando nevó allá por el setenta y dos o setenta y tres . Deslumbrados, salimos a la calle para tomar fotos y ver y jugar con la nieve. Me acuerdo que hubo varios choques en mi esquina de Santa María de Oro y San Martín porque los conductores jamás habían manejado en la nieve. La magia era tanta que eran choques sin gritos ni peleas. En medio de ese semi-silencio que crea la camada antiacústica de nieve, todo parecía sobrenatural. Hoy, mi hija Juliana y su marido Johnny Riley poseen una cabaña de esquí a la que voy a menudo. Está en el Jiminy Peak Resort, sobre la cadena de montañas The Berkshires, en el estado de Massachusetts. Así es como en la actualidad la nieve y las pistas de esquí forman parte de mi vida.

Le doy al agente de inmigración la dirección de mi alojamiento en Chelsea, le muestro mi pasaje de regreso y por fin sella mi pasaporte y me despide con un ambiguo See you later. Ni me pidió que le mostrase el dinero en efectivo, Nada. Esos dólares de aquí en más serán para aguantarla en Nueva York hasta que Marco Antonio me ofrezca trabajo su empresa de limpieza y mudanzas —mi primer empleo en Nueva York.

Voy al carrusel a recoger mi portafolios de pinturas y la enorme maleta Sansonite. Con este equipaje y mi bolso de mano en un carrito del aeropuerto, cruzo el enorme salón de Kennedy y salgo al aire helado y la abundante nieve que se va acumulando alrededor de los veredones. Camino rápido y directo hacia la parada de taxis y hago la fila de acceso a esos vehículos. Son las siete de la mañana; la actividad en el aeropuerto es intensa.

Como el diálogo con el agente de inmigración transcurrió en inglés sin ningún problema, lo que menos me preocupa es el tema del idioma. Tonto de mí: bienvenido a New York City, mister. Todavía no me he figurado que acabo de de llegar a vivir en la Torre de Babel. De inmediato la ciudad me hace pagar la primera cuota del derecho de piso. Empiezo a comprender que en esta ciudad no se habla inglés, ni siquiera «americano» o «estadounidense»: En Nueva York, los neoyorquinos hablan New Yorkese, o mejor, NuuyoK-ezze. El inglés de la isla de Manhattan y de cada uno de sus barrios —y el de cada distrito o sección de Brooklyn, Queens, Staten Island y The Bronx se articula en su propia jerga particular, con sus propias inflexiones, su propio lunfardo —el slang, además de los propios modismos y mil acentos diferentes de los extranjeros inmigrantes de todas las colectividades que se suman y fusionan a los nueve millones de habitantes de esta ciudad. Llegaste a New York: hablés o no inglés, sos un New Yorker. Welcome to New York City!

El turno en la cola de los taxis me asigna uno de los tradicionales checkered yellow cabs. Estos son los típicos automóviles amarillos cuyas secciones laterales de la carrocería rectangular están adornadas desde el frente hasta la trasera por una franja a cuadros blancos y negros, tipo superficie de tablero de ajedrez. Como las de las películas, ¿te acordás? El interior separa al chofer de los pasajeros por medio de una enorme división protegida por un vidrio o tal vez acrílico antibalas. En el enorme asiento trasero caben tres personas —o apretadas, cuatro. Además, hay dos banquitos circulares plegables en los cuales se pueden sentar dos personas más mirando hacia atrás, de espaldas al conductor. Este es un hindú de la secta sikh. Un turbante ocre le cubre todo el cráneo. No nos entendemos desde el vamos. Le digo la dirección a la cual me dirijo, Let’s go to a hundred and sixteen, sixteen Street, Manhattan, please, Sir. No sé si no me oye debido a la division antibalas o si realmente no entiende ni jota mi inglés con acento de argentino. Gira la cabeza y me mira con una expresión estupefacta. Me inclino hacia la mampara y esta vez lo digo en voz más alta y número por número: Please, let’s go to one-one-six Sixteen Street, in Manhattan. Por las dudas, lo repito una vez más, en voz más alta y con más detalle: le agrego el barrio en la isla y la intersección de las calles, para tener certeza de que esta vez sí me va a entender. One-one-six / one-six Street; that is, Sixteenth Street by the corner of Eight Avenue, in Chelsea, Manhattan please, Sir”. El mismo estupor silencioso. Por la ranura del tabique antibalas por la cual uno desliza el dinero para pagar, me pasa una libretita y una birome, y en un fuertísimo acento (que algún día sabré que es bengalí) me dice, Write it down, please, mister; thank you very much. Presiento que ha estado haciendo cada vez que no entiende a algún pasajero. Es parte de su método de trabajo. Escribo en letra de imprenta, lo más claro de lo que soy capaz 116 West 16th. Street, Chelsea, Manhattan. Me dan ganas de en joda escribirle también el piso y el departamento. Y hacia Manhattan al fin partimos.  

Aliviado, me entretengo mirando las pistas y viaductos elevados que salen de las muchas terminales del mega-aeropuerto Kennedy. Se elevan, descienden y curvan en varias direcciones. Enormes automóviles norteamericanos se desplazan, acelerando a medida que se alejan del aeropuerto. Tomamos la autopista hacia Manhattan. Los bordes del asfalto están cubiertos de una nieve grisáceo-amarronada por el hollín del humo de los caños de escape y el agua barrosa que levantan los neumáticos de ese tráfico intenso y contínuo.  Después de lo que calculo será cerca de una hora de viaje, comienzo a vislumbrar a lo lejos los rascacielos de Manhattan. Crecen más y más ante mis ojos a medida que nos acercamos a la la estructura férrea del Queensboro Bridge, el puente que une el distrito de Queens a Manhattan. Cruzamos raudamente el puente y entramos a la isla más famosa del mundo.

Bajamos por la calle sesenta y encaramos hacia la Séptima Avenida. Es la hora pico y la Séptima está atestada. A paso de tortuga, descendemos hacia el sur. Vamos a Chelsea. Después de un tiempo indefinido, por fin llegamos a la Calle Dieciséis. Giramos hacia el oeste y hacemos la última cuadrita hasta la esquina de la Octava Avenida. Llegué.

Pago la tarifa que marca el taxímetro y voy al baúl a retirar el equipaje. El hindú mete la plata en la guantera mientras, impasible, escucha una canción en una radio que transmite en una lengua que debe ser hindi o tal vez bengalí. En la vereda, congela mi rostro el viento y la nevisca que azota la ciudad.

El departamento de Marco Antonio está en el cuarto piso uno de esos típicos edificios neoyorquinos de cuatro pisos sin ascensor y escaleras de hierro para incendio en en la parte externa del frente.  Mi hogar será en ese último piso. Toco el portero eléctrico y cuando oigo el Hello? digo en mi mejor portugués: Marquinho! Sou eu, o Hugo. Abre a porta, cara!

– Y así es como me mudo a los Estados Unidos de Norteamérica.

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Imagen: Algunos de los tantos documentos que he ido acumulando a lo largo de mi vida y de mis viajes.

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