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Claro que no puedo cerrar yo solito este botón de mi pantaloncito rojo porque no sé abotonar todavía: soy muy chiquito. Siento que el pañal está mojado pero mamá está atendiendo en la joyería y no tengo niñera. Por eso sigo sentado en el umbral bajito de mármol (perfecto para mi tamaño) del negocio, tratando de modo infructuoso de introducir el botón por el ojalcito de lana roja de mi pantaloncito. Pasa uno de los hijos de la lavandera. Son dos grandotes de enormes pantalones hasta la rodilla, los hijos de la lavandera. Ahora pasa el otro. Ve que mi autito a pedales está apoyado contra la pared, bajo la ventana del dormitorio de Jaime y Victoria Mizrahi, los dueños de La Flor del Día, mis vecinos. El otro llama al primero y éste me levanta en brazos mientras el segundo retira mi autito de la pared y lo alista para andar (papá y mamá no ven porque cada uno está atendiendo un cliente). La lavandera va mucho más allá del caserón de ladrillo visto de la negra Ramírez; mucho más allá de la vereda de tierra con las enormes argollas de hierro para atar caballos por las riendas, ya casi llegando al portón que da al corralón contiguo al portón del Molino Iberia, “La Taona”. Para ese entonces el hijo de la lavandera ya me ha sentado en el asientito de chapa de mi autito, y los dos hijos de la lavandera empiezan a empujar el autito. No empujan desde mi espalda: empujan, muy agachados porque son dos grandotes larguiruchos de piernas flacas, desde el respaldo del asiento de mi autito de chapa rojo y beige, con dos lucecitas de mentira adelante, y una tapa de radiador cromada que se parece a la que tiene el Ford T 29 verde oscuro con capota de lona negra de Chulo Tapia; siempre estacionado frente a casa, en la puerta de la oficina de la feria de Tapia; el cartel esmaltado a fuego blanco y azul dice HECTOR I. TAPIA – REMATES FERIAS, pero yo ni me entero, porque todavía no sé leer porque soy muy chiquito. A veces, cuando papá estaciona el Oldsmobile negro bien lustroso, toca con el paragolpes el del Ford T de Chulo, pero no le hace nada porque el paragolpes sirve para eso. Cada vez que miro hacia enfrente, mientras como despacito mi pan que Doña Josefa —la señora que trabaja para mi mamá  ‘sin cama’— me da cuando vuelve de El Vasquito con un kilo y medio de pan francés, veo a Carlitos Degese parado en la puerta contigua a la Feria de Tapia. Dice Laboratorio de Análisis, el cartel en la doble puerta de madera con vidrios esmerilados en la que pasa largo tiempo Carlitos Degese con un cigarrillo con filtro entre los dedos. Solo lo pita de vez en cuando. Más que nada mira a la gente que pasa en auto y la saluda. Pero tampoco me entero del Laboratorio de Análisis en letras nouveau sobre el vidrio esmerilado: soy chiquito y no sé leer. De lo que sí me entero, y muy bien, es que Carlitos Degese está siempre vestido con un guardapolvos almidonado, blanco, tableado y abotonado adelante, igualito al del Bebe Murphy, el director de mi escuela. Ni bien “caiga Perón” al Bebe lo dejarán cesante, según me entero más adelante, cuando el pueblo se llena de gendarmes de polainas blancas sobre los zapatos negros, que llevan fusiles mausers al hombro, todos muy serios y con cara de malos. Llevan también cinturones llenos de balas a la cintura. Son para los mausers, me digo yo: sirven para matar gente. Hasta en las puertas del Hotel de las Naciones hay gendarmes de guardia. Y se llevan el busto de Evita a la rastra, atrás del camión municipal de la basura. Carlitos Degese es pelado arriba pero con pelo medio enrulado a los costados y atrás, y tiene cara de bebé; hasta se parece a uno de los chicos que juega conmigo a veces en el negocio; es hijo de un cliente de papá que vive muy lejos, por allá por la Clínica Moderna. El nene se llama Robertito Zaldúa y es el hermano menor de otro chico un poco más grande que también juega conmigo a veces, Ignacito Zaldúa. Cada vez que vienen con sus papis (la mamá tiene olor a perfume) jugamos en el suelo de la joyería hasta que se van y yo lloro. Pero los hijos de la lavandera ya están empujándome muy muy muy rápido, tan rápido que los pedales se mueven a tanta velocidad que tengo que sacar los pies y llevarlos levantados para que lo pedales no los golpeen y me lastimen. Siento que de vez en cuando las rodillas uno de los hijos de la lavandera me golpean la  espalda y me duele un ratito, pero después se me pasa. Sobre todo porque tengo que concentrarme en el volante: el autito se desplaza a alta velocidad y si pierdo el control puede que vayamos a parar a la calle. Por ahí nos atropella un auto de verdad, y de todos modos mamá no me deja bajar de la vereda a la calle así que tengo que controlar muy bien el autito. Ya pasamos la carpintería de Airaldi, y Mito no estaba en la puerta con su mameluco azul. Usa un mameluco azul muy parecido al que usa también Cacho Iglesias, el tío de Polito Capitanelli, que trabaja en la “ausina”, que también se llama Luz y Fuerza. El papá de Polito, en cambio, trabaja en Refinerías de Maíz, y nunca lo vi de mameluco, siempre anda con una campera tejida de lana sobre la camisa y corbata y tiene bigotes. Fuma Colorados, y a veces, Florida, y yo creo que el centro de los bigotes es rubio por el humo de los cigarrillos. Mito también fumaba mucho, pero Particulares “de doce” sin filtro, y creo que es por eso que está enfermito y sale cada vez menos a la puerta, como la tía de Polito, Nidia Airaldi, la hermana de Alberto Airaldi que fabrica muebles de hierro forjado y si no me equivoco también reformó la casa de Polito Capitanelli, para que su hija Kitty y Pelado Visca vivan en el segundo piso, donde antes vivían Neli Rossier y su marido, Cacho Iglesias, los tíos de Polito, que ahora se mudaron abajo, a la planta baja de Tito Capitanelli y Eve, los padres de Polito; total la casa es ENORME. Nidia se puso tan enfermita que un día se murió, y Polito, Jorge y Luisito Mizrahi, y Pepi Cataldo, y Coqui Coria, y yo nos fuimos a la despensa de mi papá, y como estábamos muy tristes, descorchamos una botella de vino tinto espumante Nebiolo, que es muy dulce, y la tomamos todita hasta el final y nos emborrachamos tanto que tuvimos que irnos a vomitar a la bañadera del baño del segundo piso de mi casa. Mamá hizo un escándalo. Pero los hijos de la lavandera ahora corren por la parte de tierra de la vereda de la peluquería de la Negra Ramírez, frente a lo de Willi, que tiene paredes de mármol y vidrieras de vidrio y persianas color naranja que se bajan a la noche bien tarde y entonces los pollitos b.b. y los juguetes y las ollas y los libros no se ven más hasta el día siguiente, cuando suban las persianas de hierro que hacen el mismo ruido al subir que las persianas de la joyería de papá y  mamá. Manejo por la tierra y el autito da un corcovo cuando la rueda derecha de adelante pisa en el pozo que hicimos hace unos días para jugar a la bolita. Yo juego muy mal porque soy muy chiquito y no tengo fuerza ni puntería. La bolita se me cae de las manos cuando la agarro con el pulgar y el índice para estrellarla contra la bolita especial muy chiquita (“el piojito”) de Pepi Cataldo, el hijo de Don José Cataldo, el dueño de la Cochería Fúnebre Amigo y Cataldo, en San Martín 1046, enfrente de la peluquería de Rafa Crescenzi, que a veces me corta el pelo pero la mayoría de las veces es Scarfoni, que tiene una silla alta de madera y un almanaque Alpargatas con gauchos que dibujó Molina Campos y me encantan, las primeras obras de arte que vi en toda mi vida (que es muy cortita en ese momento), y tiene la peluquería casi frente a la otra peluquería, la de la Negra Ramírez, que es “para damas”, como dice el cartel. Papá cruza a la peluquería de Scarfoni todos los sábados después del almuerzo y hablan de fútbol y de política con otros hombres (es una peluquería “para caballeros”) que están sentados en las sillas de madera y mimbre que se apoyan contra las paredes del local (menos la del fondo que tiene dos espejos ENORMES frente a cada sillón de cortar pelo. Por suerte me cortan en la sillita de madera, porque les tengo TERROR a esos sillones de hierro y cuero con pata circular giratoria y llenos de palancas. Papá se corta todos los sábados pero tiene poco pelo. Yo no entiendo. Cuando finalmente consigo tirar la bolita claro que le erro. Siempre juego y le erro hasta que pierdo todas las bolitas y vuelvo a casa con los bolsillos vacíos y papá me reta y me dice que “los otros se me aprovechan”. Pero yo sé que es porque juegan mejor que yo. Como el día que papá me regaló el botín de fútbol de plástico con los colores de Boca Juniors, todo cerrado pero con una ranura arriba para meter monedas. Me dijo que era una “alcancía”. Yo fui metiendo las monedas del vuelto cada vez que iba al quiosco de Piriti de la Plaza Mitre a comprar dos carambones Lheritier, uno para mamá y otro para mí, y también las monedes que dejaba con el vuelto de la panadería Doña Josefa, arriba de la caja registradora de la joyería. Durante un buen tiempo, como papá daba vuelta la manija y la registradora hacia “Plinn!”, y un cajón se abría y papá sacaba plata de ahí para darle el vuelto a un cliente, o plata a Doña Josefa, o a mi hermana Pupi o a mí, yo creía que esa caja fabricaba plata. Pero después papá  me explicó. En fin. La cosa es que cuando el botín de fútbol de Boca Juniors estuvo lleno, abrí con una moneda la abertura giratoria que tenía abajo entre los tapones el botín, como el ojo de buey del submarino de la película Diez mil leguas de viaje submarino. Saqué todas las monedas y me las metí en el bolsillo y me fui caminando hasta la Suiza (miré bien para los dos lados antes de cruzar la calle). Pase por lo de Willi y estaba Muca en la puerta de la librería, le dije hola y seguí caminando. Creo que ella ya iba a cerrar, porque ya oscurecía y la publicidad oral de Marconi estaba tocando Mi noche triste. Además, Aldo y Micha Willi ya habían cerrado el bazar/juguetería más temprano, así que no pude parar a mirar un poquito el tren eléctrico girando sin cesar en su óvalo de vías férreas de metal. Pasé por el cine Suiza y había en la puerta un póster de papel, pegado con engrudo al cartel de madera de la vereda. Ostentaba la foto de una chica de piel rosada dotada de un cuerpo que un día llamaré «generoso». Ella estaba vestida casi desvestida, y recostada sobre una especie de cuna como la mia; una camita con barrotes. A esta altura todo el mundo ya sabe que no sé leer, pero en el póster se leía la siguiente inscripción: «Caroll Baker en ‘Baby doll: Muñeca de carne'». El cine a la noche iba a estar lleno. Entré al café La Suiza, me fui al fondo y enseguida encontré con quién jugar al metegol. Yo tenía los dos bolsillos del pantaloncito llenos de las monedas del botín de fútbol de Boca Juniors. Entonces otros chicos y algunos grandes vinieron a usar mis moneditas para jugar al metegol, al ping-pong y  no sé a qué más. Jugamos y jugamos y jugamos un montón, tanto que mis dos bolsillos quedaron vacíos. Entonces me volví a casa. Ya habían cenado. Mamá hizo un escándalo y papá dijo que “los otros se me aprovechan”. Pero ya pasamos en mi autito con los hijos de la lavandera la parte de tierra y los portones de la Taona —miré rápidamente para ver si el Marciano Rodríguez estaba sentado al costado del mostrador de madera, entre las bolsas de alpiste y mijo y gluten con su abuela y su papá, pero mi autito iba tan rápido que no estoy seguro de si lo vi o no al chico flaco y alto de pelo finito color trigo como las semillas que venden ahí, el Maciano. En la Taona hay ratas, dice mamá. Es verdad: yo vi una corriendo entre las bolsas. Pasamos raudamente frente a lo de Ferrara: sobre el umbral alto del largo zaguán elegante, Norma y Mabel Ferrara charlan con Mariuchi Tonini y Chachi Ferraro y entonces no se dan cuenta de que estoy llegando a la esquina a toda velocidad y no sé doblar tan velozmente como vamos. Sin saber qué hacer miro hacia la vereda de  enfrente y veo la pizzería de don Eliseo Labate, cuyo horno un día va a explotar y Labate se va a quemar seriamente las manos, la cara y el pecho y va a quedar marcado para siempre, y lo va a reemplazar un pizzero gordito con pelo negro y rulitos que un tiempo más tarde voy a ver pasar con un policía a cada lado, llevándolo por los brazos y esposado, agarrándolo de los brazos como si se fuera a escapar, como a veces los vigilantes llevan a los borrachos, cruzando la plaza en diagonal hacia la comisaría que queda cerca de la Escuela N. 1, adonde voy yo todas las tardes, frente a la armería de René y Metchilde Chabaud, a quienes en el pueblo llaman Yabó y Pepita la pistolera. No sé por qué el pizzero iba esposado, pero creo que tenía algo que ver con otros chicos, hablaban dos grandes en la joyería un día que yo entraba para buscar un pancito para comer mientras leía en el umbral. Pero cuando me vieron se callaron enseguida. Me sigue empujando el más grandote de los hijos de la lavandera y ya estamos casi casi en la esquina misma de la fonda de Liaudat, que es también el frente del hotel de Liaudat. Si uno viene en dirección opuesta, está cruzando desde la casona abandonada que nos da miedo pero a veces entramos (después de cruzar la calle mirando bien para los dos lados) con Pepi Cataldo y Polito Capitanelli y Coqui Coria y Jorge y Luisito Mizrahi y nos animamos a andar entre los yuyos que crecen adentro de las habitaciones y casi nos morirnos de susto cuando un par de gatos salvajes salen corriendo y saltan por los agujeros donde una vez hubo ventanas y huyen de esta forma hacia otras habitaciones, y nosotros hacia la calle, sin saber que estamos abandonando el local donde se erigirá el futuro Correos y Telecomunicaciones de Baradero. En habitaciones de más adentro hay bolsitas muy chiquitas y largas, de un nailon finito que se llama ‘latex’. Andan tiradas entre los yuyos del suelo, algunas atadas con nuditos. Una vez me llevé una a casa en el bolsillo del pantaloncito. Cuando la saqué, mamá hizo un escándalo. La agarró con la punta de los dedos como si estuviese infectada de algún virus mortal. La llevó al baño que está detrás del patiecito, la arrojó con asco al inodoro y tiró la cadena. Me agarró y me subió a la pileta y me lavó las manos como durante diez minutos (o una hora: yo no tengo mucho sentido del paso del tiempo porque todavía soy muy chiquito). Después abrió la botella de alcohol y me echó varios chorros en ambas manos. Se sentía frío al secarse y mis manos quedaron muy blanquitas, casi empañadas de tan flamantes. Llegamos a toda velocidad a la esquina y en ese momento uno de los dos hijos de la lavandera aparece a mi lado, agarra el volante y hace girar mi autito en algo que un día se llamará  “una curva de ciento ochenta grados”, cuando yo tenga clase de geometría y transportador de plástico comprado en la librería de Ferraro, del padre de Chachi, que vende algunos instrumentos de geometría – como las clases comenzaron la semana pasada los transportadores ya se acabaron en lo de Willi. Entonces el autito completa la curva y queda orientado hacia la calle San Martín (estamos ahora en Santa María de Oro y Araoz; frente a La Suiza, Lo Petylor, la casona abandonada que un día será el Correo y la fonda hotel de Liaudat). Puedo ver a lo lejos el cartel que sale del balcón del segundo piso de la joyería, justo donde está la doble puerta que da a mi dormitorio que alberga mi cama estilo provenzal igual al ropero, que cambiaron por la cunita blanca que yo tenía antes. Me gustaba mucho más mi cunita blanca. El cartel tiene dos palabras en tubos de neón, una en neón verde y la otra en neón azul. Yo no sé leer porque todavía soy muy chiquito, pero dice PHILIPS RADIO. Papá le explica a los clientes que el orden de las palabras está al revés (debía decir RADIO PHILIPS), porque el cartel es importado de los Estados Unidos. Yo escucho eso y entonces imagino un país donde todo está al revés, como en el Planeta Bizarro de Superman. — No sé todavía que un día viviré para siempre en ese país donde está todo al revés.

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En las colinas y bosques de Pleasantville, Westchester County, New York, Estados Unidos de Norteamérica.

Sábado 14 de octubre de 2017. Es otoño: está todo al revés.

 

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2 COMENTARIOS

  1. Excelente y fiel relato con personas, lugares y hechos del amado Baradero. Nostalgias de un tiempo que pasó, Y como dice el tango, ”se me pianta un lagrimón”. Un fuerte abrazo, Hugo.

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