Me imagino que en esta columna de BTI tengo ‘lectores regulares’. Sé de uno al menos, porque de modo infaltable e indefectible me hace un comentario al respecto vía email y también, muy a menudo, sugerencias. Este es mi amigo de la infancia Eddy Witte, quien lo continúa siendo hasta hoy.

Eddy con frecuencia me escribe diferentes versiones de lo siguiente: “Ya has hablado un montón de Baradero, y de vos en Baradero en diferentes momentos de tu vida. ¿Por qué ahora no hablás de tu vida ahí” — en este momento, es en París, claro; aquí me hallo—, “de tu vida ahí o en New York? ¿Por qué no les contás a tus lectores tu día a día en París, en New York, o donde quiera que sea que te encuentres? Hacé esto que te sugiero en tu artículo del domingo que viene, ¿eh?”

Eso quiere decir que Eddy me pide que relate mi vida ‘afuera’. “Hablá de eso, para variar”, me escribe.  Eddy is a true challenge —un verdadero desafío: Me llama al orden cada vez que mi comportamiento no está a la altura de sus expectativas. Sus palabras me mantuvieron reflexionando esta semana mientras andaba por estas tan familiares calles medievales del barrio Le Marais; tan familiares para mí como se fuesen las de mi pueblo natal. Hablar de allá afuera.

De qué hablo? Qué cuento? ¿Qué historia mía de allá afuera es significativa  para mi lector?,  pienso mientras pedaleo por uno de los senderos casi cubiertos de hojarasca —aún en verano— del Bois de Boulogne, los bosques de las afueras de París.  Esa tarde en particular caigo en la cuenta de que es posible extender o derivar ese principio tan conocido de los talleres de escritura creativa de los círculos literarios de New York: «Write about what you know” —lo que es posible traducir como “Escribe de eso que conocés, sobre lo que sabés”. Mientras ando en bicicleta por los bosques, la extensión o derivación que pienso a partir de esa idea es: “Escribe de lo que te (con)mueve a vos, de lo  que es significativo para vos”. O sea, si me (con)mueve y consigo proyectar de modo efectivo esa emoción por algo que es tan mío que me emociona, pero ajeno al lector ideal (que para mí es siempre un baraderense), mi emoción llegará hasta el lector y será la del lector; aun cuando mi narrador no esté dentro del café La Suiza, ni en la Plaza Mitre, ni en la Estación de Baradero. Tanto así es mi necesidad de asegurarme que consideraré esta idea la próxima vez que me siemte a escribir, que no la olvidaré, que detengo allí mismo mi bicicleta, me siento en el pasto y tomo un par de notas en la primera página (en blanco) del libro sobre Robespierre que estoy leyendo.

Permanezco con el libro abierto, sentado sobre la hierba, mirando las motos que pasan por una de las rutas centrales en dirección a la porte de clignancourt y París. Espero el “click” que encenda el tema. Hurgo en mi mente, a la búsqueda de  un momento significativo, un momento en el que haya tenido —fuera de Baradero y fuera de mi historia argentina personal— un insight emocional conmovedor o un hallazgo psicológico, una iluminación, una epifanía, como las llama James Joyce, relacionadas con ese ‘yo afuera’. Entonces —como siempre me sucede— invaden mi mente palabras de mamá, en particular dos oraciones contundentes en dos momentos diferentes de mi vida.

Aprovecharé el sistema que ese otro escritor argentino de afuera, Julio Cortázar, utiliza para separar la primera parte (parisina) de la segunda parte (porteña) de su novela Rayuela: A la primera declaración de mamá la oí de su boca de modo repetido durante los años de mi infancia y el comienzo de mi adolescencia argentinas —o sea “del lado de acá”, si la contemplo desde mi punto de vista de aquel momento de mi vida. A la segunda oración de mamá la leí de su mano y pluma, ya adulto y en el extranjero, en el “del lado de allá”, con respecto a Baradero.

Las palabras dichas de mamá le dieron carácter o cualidad a —y es probable que hayan motivado— mi estar afuera, magnificaron el afuera.  Las escritas me dieron conciencia del significado e hicieron clara la realidad de ese, mi estar afuera. Entonces, ¿por qué en vez de hablar de mi vida ‘afuera’, no interrogar y articular, en cambio en esta columna de hoy esos dos momentos de iluminación que me llevaron, primero, a valorar el estar afuera y; segundo, levantar una hipótesis sobre los motivos, razones y/o sentimientos motivadores—que le confirieron significado y sentido a ese estar afuera? Las palabras de mamá siempre eran transparentes en su simplicidad o elaboradas, elegantes y estilísticas de modo deliberado. Mamá era una filósofa y oradora en frases cortas y terminantes, tan naturales como excepcionales —una especialista en «one liners» (oraciones de menos de un renglón de largo). El Alzheimer y La Parca callaron su voz hace años, pero no puedo dejar de oírla por un segundo, y sus argumentos y razones se infiltran en mi pensamiento y en mi escritura. Siempre. Para siempre.

Sé que ya he escrito para BTI sobre lo que Eddy me sugiere, y más de una vez. En varias oportunidades —en artículos y en capítulos de Belleza Terrible— he hablado de mi vida en New York y sobre New York. O, para ser preciso: he escrito, porque, para una audiencia de Baradero de modo específico, solo he hablado una única vez, en el Centro Cultural Arturo Illia, en junio de dos mil dieciséis. No obstante, espero hacerlo una vez más, no muy lejos en el futuro. Estoy trabajando en un libro sobre mi pueblo.

En esta columna dominguera escribí algunas historias sobre mis treinta años en esa isla de Manhattan —por ejemplo, “Asesinato”, que trata de cuando por accidente maté a mi gato; Krishna. Recuerdo que también aquí en BTI apareció mi novella Mujer Beatles  —de la época cuando era modelo en el department store Bloomingdale’s, que publiqué en serie, en unos diez o doce episodios diarios. Ésta sucede de modo integral en Manhattan, New York.

Además  ya escribí sobre mi vida aquí en París, y sobre la ciudad de París. Hace un año apareció en BTI un aguafuerte con imágenes fotográficas que tomé yo mismo; y otro texto el año anterior, que escribí después del atentado terrorista del catorce de julio de dos mil dieciséis en la Explanada de los ingleses, en Niza. Hace unas par de semanas te conté desde aquí sobre la visita de mi amigo Jeff, quien había llegado sorpresivamente desde la isla de Córcega para un velorio. He escrito sobre mi vida pasada en Río de Janeiro, sobre mis años en Buenos Aires. He escrito sobre y desde Ámsterdam.

Pero, de todos modos, ¿por qué justo hoy decido pensar seriamente en la sugerencia de Eddy Witte? ¿Por qué ha sido ésta el motor que impulsa mi texto de esta semana? ¿Por qué decidí esta vez oír y seguir su consejo? ¿Por qué toda esta disquisición justo en este domingo en particular? ¿Por qué recordar hoy las palabras de mamá?

Este es mi último artículo desde París y desde Francia para este año de dos mil dieciocho. No puede ser por otro motivo sino éste lo que hace que hoy me sienta tan tan tan ‘del lado de allá, con respecto a Baradero —porque hoy comienzo la última semana de mi período parisino de este año. Es por eso que hoy voy a escribir largo y tendido sobre mi allá afuera.

Vivo esa sensación agridulce de todos los años cuando se acerca el momento de poner la llave en la cerradura de mi hogar francés, ya con la pesada mochila (allí llevo mis libros) en la espalda y una valija a mi lado, de bajar en el ascensor, de salir a mi Rue Saint Maur, de doblar la esquina y rumbear por las cinco cuadras de la Rue Jean-Pierre Timbaud hacia la entrada de la estación del métro Couronnes, para allí tomar el subte y descender en la estación La Chapelle y caminar por sus laberintos, esos que la conectan con la Gare du Nord, para en esa estación ferroviaria tomar entonces el tren RER hasta el aeropuerto Charles De Gaulle.

Unas tres horas más tarde, embarcaré a continuación en el avión rumbo a Chicago, donde haré escala para transbordar hacia una aeronave de menor tamaño que me depositará al fin en New York, mi otro hogar. He estado haciendo esto hace años, y antes hacía lo mismo dentro de las Américas, cuando en lugar de en París pasaba los veranos en Río de Janeiro —y al acercarse el final de esos veranos vivía emociones nostálgicas similares.

Tengo certeza de que mi sensibilidad, mi forma de vivir estos cierres, se debe a mi haber tenido por madre a una mujer fatalista, fatídica y por cierto, dramática.

 

Del lado de acá:

Al final de nuestras vacaciones anuales, salíamos de Mar del Plata rumbo a Baradero siempre el veintiocho de febrero, después de también veintiocho días en esa ciudad. De la misma manera que partíamos de Baradero hacia la Perla del Atlántico a las cuatro horas en punto de la mañana, salíamos de esta última ciudad, de regreso hacia mi pueblo natal a esa misma hora exacta.

Teníamos un departamento en la esquina de la Avenida Colón y calle Sarmiento, frente al monstruoso (en el peor sentido arquitectónico) Edificio Cosmos, a dos cuadras de la playa La Pilarica. Ese mes en Mar del Plata constituía mi momento paradisíaco de cada año. No estoy seguro si mi sentir vivió o vive los veranos en Río de Janeiro, Ámsterdam o París con la misma intensidad de aquellos de mi infancia y adolescencia. No obstante, sé con seguridad, ya que lo siento en mi piel, en mi corazón y en mi cerebro, que ese mes marplatense es lo que desarrolló los aspectos hedonistas de mi personalidad. Y el deseo de “otro lugar”.

Mi estadía en Mar del Plata todos los veranos era mágica: la gente era diferente; sus vestimentas, sus coches, su manera de hablar era diferente; los edificicios. Era mágico caminar por Mar del Plata;  sus calles, sus arenas, arrojarme al mar desde la punta misma de las escolleras para nadar en sus aguas —allí aprendí a nadar en mar abierto hasta el momento cuando el pito de los guardavidas me llamaba de regreso a la zona permitida. Como un lagarto, me dormía después bajo el sol sobre la dura piedra de estos piers que interrumpían brutalmente la continuidad de la playa —pero sólo me daría cuenta de estas interrupciones mucho más tarde, caminando las arenas interminables de Copacabana, Ipanema y Leblón, de São Conrado y la Barra da Tijuca. Eso era años después en Río de Janeiro cuando era ya un inveterado corredor de rua y avezado nadador en mar abierto.

Mar del Plata fue un lugar genealógico, porque construyó para mí el período sobrenatural de cada año.

Amaba a Baradero. Baradero era mi lugar natural, todo lo que me sucedía en mi pueblo era natural. Yo era natural de Baradero, como dicen en portugués de uno con respecto a su origen. Ahora, durante ese mes de febrero en Mar del Plata, todo era todo diferente. Y sucedía, claro, no en Baradero, mi universo natural, sino en otro lugar, en otro lado.  No fue difícil ni absurdo para mí asumir que lo sobrenatural siempre sucedía y sucedería en algún otro lugar, en algún otro lado.

Tanto así que durante los viajes de mi infancia, mientras el Chevrolet ‘51 devoraba a barquinazos los kilómetros de una Ruta Panamericana todavía de tierra, yo imaginaba que Baradero seguía existiendo como siempre, sólo que sin mí, un Baradero sin Huguito Pezzini, pero completamente funcional y activo. Por el contrario, yo imaginaba con total seguridad que Mar del Plata a mi regreso de la misma, al final del verano, ‘cerraba’ hasta el año siguiente. Tal como cerraba y permanecería cerrada la joyería de papá mientras nosotros estuviéramos en Mar del Plata.

Esa nostalgia y esos sentimientos de abandono a la hora del regreso los siento ahora mismo mientras escribo —el recordarlos los reenciende—, y esos sentimientos me retrotraen al comienzo de esta sección de mi texto:

Salíamos a las cuatro de la mañana del departamento de Colón y Sarmiento, tomábamos la avenida que bordea la rambla (es Boulevard Marítimo, ¿no es así?) en dirección a Camet y a la Avenida  Constitución (con sus boliches, ¡su ruido y su noche!). Esta última avenida nos encaminaba hacia la Ruta 8 y a Buenos Aires. Después, Baradero. A lo largo de Boulevard Marítimo relucían bajo las primeras claridades del alba las enredaderas de ‘uñas de gato’, que a mamá tanto le gustaban. No había una vez que mamá no nos llamase la atención: Ella las iba contemplando y de vez en cuando decía, “¡Cómo están de bien esas uñas de gato!”, como si se refiriese al estado de salud o la apariencia física de una persona.

Mientras tanto, yo elevaba mis ojos más allá, en dirección a la arena y el mar. Veía con tristeza las sombrillas cerradas y clavadas en la arena como zombies; las carpas color naranja y azul celeste algo desteñidos,  repetitivas y equidistantes, vacías y vacantes. Mi hermana Pupi y yo, desde el asiento de atrás del Chevrolet ’51 (una valija de por medio formando un muro para que no nos peleáramos), tristes y en silencio mirábamos la ciudad, igualmente silenciosa. Mar del Plata ya había cerrado.

Entonces oíamos la voz de mamá indefectible, inevitable y sentenciosa, que —refiriéndose a Mar del Plata— nos decía con gran énfasis, una vez más, como en cada partida de cada verano de cada año: “¡Mirenlá bien, chicos!”, a mi hermana Pupi y a mí, por supuesto:

 “¡Mirenlá bien!, ¿eh? ¡Mirenlá bien! . . . porque . . .  ¿quién sabe si la volveremos a ver otra vez?”.

Imagino que es éste, su fatalismo, es lo que ha contaminado para siempre cada y toda partida. Cada y toda salida, cada y todo cierre, cada y todo abandono. Cada y toda vez que dejo alguna de mis ciudades habituales, sea París, Ámsterdam, Río de Janeiro, New York, Buenos Aires, o aun Baradero —cuando lo visito cada tantos años—, me acongoja una nostalgia anticipada, me oprime el pecho una angustia esperada y conocida, que no es más que la continuación de aquella que las palabras de mamá me despertaban, convocaban y provocaban al dejar la Mar del Plata de la infancia y la adolescencia —‘nos’ despertaban, debí decir, ya que imagino que Pupi las sufriría del mismo modo y con la misma intensidad, pero no puedo hablar por ella. Me gustaría saber si ella vive así las partidas hasta hoy. Vos preguntáselo a ella, si querés.

¿Te das cuenta? Trato de obedecer la demanda o sugerencia de Eddy Witte, pero termino, como siempre también ‘memorializando mis orígenes’. No me queda otra alternativa, ya que yo mismo debo estar determinado también por mi educación y cultura, por ese hábito atávico de los escritores autobiografistas que he leído y leo, desde Marcel Proust (¿o Alain Prost? ¡Jejejej!), pasando  por Julio Cortázar, Henry Miller, Philip Roth, Richard Ford, Richard Russo, Haruki Murakami hasta llegar a Michel Houellebecq, mi hallazgo literario más reciente.

Las palabras, imágenes, giros idiomáticos que los retrotraen al pasado a esos escritores  —que les detienen y demoran el presente— me enseñaron (habituaron) a pensar de modo retrospectivo y a escribir en consecuencia, tanto como el fatalismo de mamá me inculcó ese sentimiento nostálgico ante la incerteza del futuro, de la posibilidad de su existencia contingente. Ya desde nuestra infancia, y tal vez de modo inconsciente para ella, mamá nos compelía a contemplar nuestra propia mortalidad. Al fin del placer, todo los años mamá preanunciaba la factibilidad o inminencia de nuestra muerte —o cuanto menos, de nuestra fragilidad miserable.

Entonces, aquí me encuentro; sentado a mi mesa del living del barrio parisino de Oberkampft, levantando mis ojos a cada pocos minutos hacia la ventana para cerciorarme de que las cúpulas de la Basílica de Sacré Coeur continúan en la cima del Mont Martre (Montmartre), y así ‘confirmar’ (sentir) que sigo aún en París. Que aún no he cerrado la puerta de este hogar. Al amanecer he regado las plantas que atestan el balcón que se asoma desde el séptimo piso sobre la Rue Saint Maur, mirando en cada nueva regadera (me lleva unas diez completar ‘el jardín’) la silueta de la torre Eiffel sobre los techos de pizarra coronados por sus innúmeras chimeneas de terracota. Sí, Sí. Todavía estoy en París.

Decido darme una ducha y salir una vez más a pedalear por la ciudad. Lo hago diariamente. Desde que mis rodillas amenazaron decir ‘basta’ hace más o menos un año, esta actividad física ha reemplazado los kilómetros diarios que corría antes. Mi médico me aconsejó nadar. “Es el ejercicio ideal, ya que elimina el impacto destructor de las articulaciones. Natación: cero impacto», me dice.

Sin embargo, mis años de nadador en mar abierto, allá en el trópico, me han enseñado que nadar es una experiencia ‘amniótica’. Cuando nado, paso una o dos horas continuas de antiparras, inspirando a cuarenta y cinco grados y expirando bajo el agua. Mientras lo hago me siento tan inmerso en ese medio líquido y tan inmerso también en las profundidades de mi propio yo y mis pensamientos, como me debo haber sentido cuando, en estado de ingravidez, habitaba el útero de doña Herminda, contenido por el líquido amniótico de esa madre que me protegía en su vientre.

Cuando me siento intensamente vivo —cuando el nivel de mi adrenalina es alto, cuando mis glándulas segregan beta-endorfinas y substancias canabinoides— necesito estar en contacto con el mundo exterior, con mi atención dirigida hacia el allá afuera.

Corro o pedaleo mientras, eufórico, miro cada cuadra, cada edificio, cada calle, cada coche, cada detalle, cada transeúnte y sus expresiones. Así, a diario aprendo y aprehendo cada ciudad— como cuando miraba esas enredaderas, esas uñas de gato, esas carpas de naranjas y azules desteñidos, esas sombrillas cerradas y la rambla con su mureta de piedra —en ese entonces, temeroso de que pudiera ser la última vez.

Excepto cuando se hace necesario pasar por un lugar para llegar a otro, trato siempre de pedalear sin repetir mis itinerarios, internándome y escudriñando cada recoveco e internarme en los suburbios, aun los más inhóspitos y menos visitados de cada ciudad. En París esta vez a menudo me he hallado pedaleando por los campamentos de los refugiados provenientes de África, como muchas veces en Río de Janeiro acababa subiendo los senderos de las cuestas de los morros, saludando al pasar a los habitantes de sus favelas. Me interno por los recovecos de las urbes, en su historia, en sus grandezas y en su decadencia.

Como decía: decido tomar una ducha y salir a pedalear, pero entonces recuerdo las palabras de Eddy Witte y me dirijo —en vez de al baño— a escribir con premura estos renglones que trato de llenar con mi hoy, sin lograr deslindarlo del ayer.

Siempre repito algo que le oí decir a Richard Stapleford, que es el mejor profesor de historia del arte que jamás he tenido (ya es el tercer Richard que menciono en este texto, Ford, Russo, ahora Stapleford). Dijo al presentar una de sus clases : There is no art; there is only the history of art (El arte no existe; solo existe la historia del arte). Todo artista, cuando crea, de modo inevitable re-crea estilos, formas, métodos, tendencias, imágenes y temas que precedieron su obra a lo largo de la historia, con las cuales está familiarizado, conoce. Lo anterior es el imprint que determina lo que vendrá. ¿Ves? Pienso y viene lo que conozco: Piazzolla, el arte y la poesía de Piazzolla —además, cuando escribo imprint, estoy usando un término psicoanalítico neonatológico que aprendí del doctor Arnaldo Rascovsky, en su Conocimiento del hijo. Uno repite y pasa hacia adelante: There is no art; there is only the history of art.

Es imposible que te cuente de este Hugo en París o de este Hugo en New York, en Ámsterdam, Río de Janeiro o Buenos Aires, sin que la voz y la imaginación que construye mi manera de decírtelo, no sea la de aquel Huguito mirando la Mar del Plata dormida antes del amanecer —en mi imaginación, ya cerrada hasta mi regreso el año que viene . . .  si es que mamá, papá, Pupi y yo tuviéramos la buena fortuna de volverla a ver.

Esto me hace pensar —te juro, justo ahora, mientras escribo estas palabras— que tal vez también oyese un eco de la voz de mamá en la de Carlos Gardel. Esto sucedía durante el año dos mil cuatro. Yo vivía permanente aquí en París. Ponía en el estéreo Anclao en París (No olvides que el narrador de ese tango canta desde esta ciudad francesa) y cuando Carlitos entonaba, “Aquí estoy varado sin plata y sin fe / quien sabe algún día me encane la muerte y, /chau Buenos Aires, no te vuelvo a ver”, se me caían las lágrimas. ¿Volvería yo a ver Buenos Aires alguna otra vez? La admonición de mamá se había infiltrado hasta en mi tango parisino.  

Considerándolo desde otro punto de vista me doy cuenta de que la posibilidad funeral (para no escribir funesta) que las palabras de mamá implicaban (“quién sabe si la volveremos a ver”) al mismo tiempo transformaban cada verano en Mar del Plata en un momento excepcional en un lugar excepcional. Lo que sucedía en ese “otro lugar”, no solo era distinto y diferente, sino también excepcional, porque por ahí no sucedería nunca más.

Las palabras de mamá le conferían a cada verano en Mar del Plata un carácter tan fuera de lo cotidiano que quién sabe si mi mente infantil de modo obscuro e incierto no elucubrase sobre la posibilidad de que esa ciudad no sólo cerrase cuando yo partía, sino que tal vez estuviese muerta durante mi ausencia. Cada nuevo arribo a Mar del Plata significaba una resurrección.

Titulé esta reflexión de hoy como lo hice porque al releerlo hasta el último párrafo de aquí arriba, me he dado cuenta de este texto que no es más que una especie de proposición. Habla de lo que me propongo o de lo que me proponía hacer, es decir, escribir sobre mi vida aquí en París, o entonces en New York. Hasta este punto, parecería haber sido un esfuerzo in-fructuoso. Esta columna de hoy podría leerse como una introducción a un texto que no fue escrito. Sobre algo inexistente.

No es así, claro. Mi memoria intelectual guarda almacenada una referencia literaria y un referencia cinematográfica que me permiten aceptar este texto como completo, que se justifica por sí mismo. Mi intimidad con estas referencias me permiten asegurarme de que lo que escribo hoy ‘puede sostenerse por sí mismo’ —it can hold itself by itself

La primera referencia es de aquí, de casa, del lado de acá (o sea, de Baradero). No voy a ir a confirmarlo, pero asumo con bastante confianza que es la tercera novela de Fede Jeanmaire. Su primera es Desatando casi los nudos. La primera edición de esa obra fue una publicación independiente, creo que en el ochenta y seis. Recuerdo que Clavito Sagasta la vendía de noche entre las mesas de los bares de Baradero. La segunda novela de Fede —si no me equivoco, como dije— es Miguel, y la tercera—la que justifica mi mención parcial de la bibliografía de Fede—  es el Prólogo Anotado. Es a ésta que me refiero, porque la novela entera es su mero prólogo, con notas al pie que lo comentan (de allí el “anotado”). La novela jamás sucede, jamás se escribe, ya que su narrador ‘se va’ o se pierde en el prólogo, nunca llega a la novela. La novela existe en su prólogo, es su prólogo.

La referencia cinematográfica es El discreto encanto de la burguesía que realizaran Luis Buñuel y mi profesor de aquí, de París, Jean-Claude Carrière. El argumento del film que estos dos hombres crean trata de un almuerzo de un grupo de burgueses. El almuerzo justifica y es el objetivo del encuentro —y lo que supuestamente justificará la existencia del film: El film será sobre ese almuerzo, o mejor dicho, es aparente desde el comienzo que este film narrará las alternativas de este banquete, pero este evento jamás sucede. Los burgueses no hallan el lugar ni la oportunidad del almuerzo. Las apariencias engañan, de modo literal. El film entero es la búsqueda del banquete, que jamás se halla. No hay almuerzo alguno en El discreto encanto de la burguesía.

Digamos entonces que ambos esfuerzos —el del narrador de la novela de Fede, y el de los personajes de la película de Buñuel y Carrière— hablan de una intención, de una tentativa. Son obras de arte sobre la intencionalidad.

No obstante, en ambas obras hay un subtexto que las justifica: no es en el texto de superficie que se halla la intención profunda de los autores. Por medio de la articulación de la intención se revelan otras realidades subyacentes que realmente fundamentan esas obras de arte en sí mismas.  Queda en el poder y en la capacidad suficiente y necesaria del lector o la audiencia cinematográfica el establecer una complicidad con las narrativas de la novela y del film, y así entonces entender lo que sucede por detrás o debajo de lo que no sucede.  El lector del texto escrito y la audiencia de la película filmada deben ‘leer en profundidad’ y así hallar el contenido subyacente, implícito que buscan expresar esas obras. En lenguaje de cliché, descubrir “el mensaje” de esas obras.

Nostalgia: dentro de unos pocos días, mi vida aquí en París será ya una memoria. Las cúpulas de albo mármol de la Basílica de Sacré coeur, las casonas medievales de Le Marais, las callecitas serpenteantes de adoquines que suben desde Pigalle hasta Montmartre; les boulevards, los cafés y sus terrasses serán memoria. Antes de eso y al partir, la mera posibilidad de esa memoria tal vez ya me duela una vez más —como todos los años—, como dolían esas uñas de gato, esas enredaderas, las sombrillas cerradas y las carpas de naranjas y azules claros desteñidos de Mar del Plata al fin del verano…  mientras seguía con mis ojos la interminable mureta de piedra de la rambla hasta la Avenida Constitución, donde acababa la Ciudad Feliz.

Pero entonces,

Del lado de allá:

 “Huguito siempre quiso ver el mundo

Esta es la oración que más me sorprende en la carta que mamá le envía a Hattie, o sea a Harriet Forbes, la matriarca de la familia de ese nombre, disculpándose por no asistir a mi casamiento con su hija Luitgard, “Lulú”, debido a la enorme distancia a cubrir entre Baradero y la Isla Naushon, en el Archipiélago de las Elizabeth Islands. El archipiélago todo —y la Isla Naushon, por supuesto— es de propiedad de la familia, que lo pasa de generación en generación desde hace unos doscientos años, tal vez más.

Hace una semana navegamos en un barquito pequeño desde Naushon hasta el puerto de Wellfleet para tramitar la licencia de casamiento Nos casará una tía de mi novia Luitgard, Claire, quien es ‘pastora’ cuáquera —los Quakers, una de las tantas sectas cristianas de este país. La ceremonia se desarrollará en el centro de un círculo celta de piedra cuya existencia en la isla Naushon es muy anterior a la llegada de los Forbes, probablemente construido en un ritual druida por colonos irlandeses de la primera inmigración, durante los años de las “trece primeras colonias inglesas” de Norteamérica. Nuestro padrino de casamiento es Mister Sedgwick, tío de mi futura esposa y también de la famosa y trágica Edie Sedgwick, del clan de Andy Warhol, muerta a los veintiocho años por un exceso (accidental o suicida) de una mezcla de barbitúricos y alcohol. Mister Sedgwick fue cónsul norteamericano en Barcelona y hacendero en México, pero un cartel narco se apropió de su hacienda y él tuvo que abandonarla y emigrar de regreso a Estados Unidos para salvar su vida y la de su familia. En la ceremonia cantará la canción My One and Only Love  —acompañada de su guitarra acústico-eléctrcia Gibson Les Paul—  la hermana de Luitgard, mi cuñadita Amelia Meath Forbes, que hoy —bajo el nombre artístico Amelia Meath (esconde su ‘Forbes’)— es la leader de la famosa banda cult electronic-pop Sylvan Esso (googleala o youtubeala, si querés verla y oírla).

Después de la ceremonia; ostras, langostas, champagne y ¡más música!, en el grand salón de Uncatena House. La provee mi amigo íntimo de hace treinta años, el blusero new yorker Noah Shapiro. Teclea y canta sus blues en un piano barroco de caoba que se aloja en ese salón desde el siglo diecinueve. Como es anterior a la luz eléctrica está equipado con dos enormes candelabros de cuatro brazos cada uno, a cada lado del panel vertical, sobre el teclado. Quien —entre mil ochocientos veinte y mil ochocientos treinta, no sé la fecha exacta— lo trajo a la isla para tocar durante sus estadías en la islaNaushon fue el filósofo transcendentalista Ralph Waldo Emerson, otro miembro de la familia Forbes.

Comemos, bebemos y conversamos, pero se hace un silencio absoluto cuando Noah comienza a entonar el blues de Mick Jagger y Keith Richards White Horses, porque es el favorito de Luitgard.

La frase de mamá me sorprende y deja estupefacto porque me trae a la realidad de la extraña y tamaña ‘extranjeridad’ que representa la situación en que me encuentro. ¿Qué carajo hace este pibito de Baradero, que fumaba Particulares parado en el umbral del Hotel de las Naciones, uniéndose —por medios cívicos y raros rituales religiosos nada familiares a él, ni a la gente de su pueblo— a una de las más prominentes familias patricias norteamericanas en una isla de su propiedad? Huguito se fue a ver el mundo.

De tantas experiencias que he vivido —elegibles para satisfacer el principio creativo que formulara Eddy Witte— creo que escojo ésta, bajo el ejido sagrado que delimitan las palabras de mamá, porque es allí y entonces, al oír sus palabras, cuando  me doy cuenta del valor y significado de lo que he estado haciendo la mayor parte de mi vida. También en ese momento acabo de convencerme de que mamá es la proveedora del discurso rector que informa e ilustra todos mis pensamientos. Gracias, mami.

Pupi es la portadora de la misiva, quien llega a New York unas dos semanas antes del casamiento para aprovechar y pasar juntos, ella y yo, unos días —solos como hermanos en la big city— antes de la llegada de su marido Goro y de su hija Giselle. Nos pedaleamos toda New York City, bebemos en pubs irlandeses pints de cerveza tirada , hasta vemos juntos los fuegos artificiales del Día de la Independencia norteamericana, sentados a una mureta de Battery Park casi igualita a la de la rambla de nuestra Mar del Plata de la infancia.

Ya casi en la víspera de la ceremonia, Goro y Giselle desembarcan de uno de los últimos barcos de los Forbes, el Cormorant, que ha navegado desde Woodshole, Cape Cod, Massachusets, Estados Unidos de Norteamérica, trayendo a al puertito de la isla Naushon  los últimos invitados a nuestro casamiento. Lo escribo completo, como si fuese una dirección postal, porque esa frase que mamá escribiera al respecto de mis deseos, me hace además tomar conciencia de que me hallo a taxis, trenes, aviones y barcos de distancia del pueblo de mi natalicio.

Luitgard y yo nos casaremos el ocho de julio del año dos mil, en pleno estío. La noche antes, dado que Pupi ha llegado con la misiva, me hallo de pie, traduciéndole a Hattie Forbes la carta de mamá, que ella ha escrito en castellano, claro. En voz alta y al inglés, lo hago durante la cena diaria en Ancatena House —la mansión más cercana al muelle de las diez o doce que contiene la isla y por las cuales se reparten los miembros del clan Forbes durante el verano. A esa mesa durante la cena nunca se sientan menos de unas veinte personas; de verdad: preguntale a mi hermana Pupi, si no me creés. Es frente a esa audiencia que tartamudeo y casi enmudezco al leer “Huguito siempre quiso ver el mundo” ya que esta obvia observación de mamá me toma totalmente desprevenido; me sorprende y me deja estupefacto porque hasta el preciso instante en que la leo, jamás he hallado el espacio o apertura mental para detenerme a pensar que mi vida ha sido una consecuencia de la verdad que expresan las palabras tan simples, claras y concisas de mamá.

Desde que salí del país por primera vez rumbo a Río de Janeiro, a medianoche del dos de enero de mil novecientos setenta y dos, he estado tan ocupado persiguiendo la realización de ese sueño que no he tenido tiempo de articular para mí mismo eso que mamá hace explícito en su carta a Hattie Forbes.

Este chico de Baradero, junto a su amiga y vecina Susana Gutiérrez, de mochilas apoyadas a un costado de sus sillas, forman el par que se halla tomándose una última ginebra Bols, sentados —en ese segundo día del año setenta y dos— a una mesa del bar La Paz, en la esquina de Montevideo y Corrientes. Ese café se encuentra a tres cuadras de sus hogares, situados en el mismo edificio, casi en la esquina de Lavalle y Uruguay. En pocos minutos emprenderán un viaje de un mes a dedo, con destino a Río de Janeiro, Brasil, y vuelta. Ya consiguieron al tipo que los llevará en su coche hasta Cabildo y General Paz. El primero de los cientos de vehículos que abordarán durante ese viaje inolvidable.

Dos o tres días antes compramos la pequeña carpa que llevaremos, por mera coincidencia de color azul celeste y naranja. Ambos somos hippies y nuestro aspecto lo delata tanto que —mientras Susana y yo estamos en la placita de Tribunales, frente a dicho palacio de justicia armando nuestra tienda por primera vez para ver cómo se hace, para aprender a armarla— otro hippie que pasa caminando por la vereda y nos ve en nuestro ajetreo desorientado, se acerca con premura para advertirnos: “Che, no acampen acá porque van en cana, ¿eh?” Ésto sucede durante la dictadura del General Lanusse, una de las varias de aquellas décadas. La zona de Corrientes hierve de hippies y de fuerzas de choque (la Guardia de Infantería) de La Federal. Bastante a menudo los hippies acabamos en un calabozo de la Jefatura de Policía —Moreno, como la llamamos los íntimos de modo ominoso debido a la calle donde se levanta esa fortaleza.

 Dadas las mencionadas condiciones reinantes, en Argentina ser hippie por aquellos años incluye de por sí el ‘cair na estrada’ (salir a la ruta, abandonar la ciudad, en portugués) o ‘tune in, drop out’ (sintonizarse e irse, si querés traducirlo así del inglés). Desde ese momento mi vida es una serie de experiencias avasallantes —un viaje interminable— y  tal vez por eso, justo yo, que lo pienso todo de modo continuo y compulsivo, no he tenido la claridad o capacidad articuladora, como acabo de escribir, para decirme a mí mismo eso que mamá escribe en su carta a Hattie Forbes: que mi intención fundamental, la justificación de mi vida, a priori, ha sido ver el mundo. No como un turista. Adquirirlo. Hacerlo mío. Vivirlo. Habitarlo. Debía vivir allá.

De modo inconsciente siempre lo he sabido: la evidencia es que —como en el film Memento— hasta me lo he estado inscribiendo en el cuerpo. No es tan sólo por los veintiocho meses que viví bajo la bandera de la Armada Argentina, que siete de mis ocho tatuajes de tamaño considerable son íconos que siguen la tradición marinera. “Tengo alma de marinero”, como canta Joan Manuel Serrat en Mediterráneo.

Me los hice tatuar por ilustres artistas locales en las ciudades portuarias —con su nombre incluido— con las que tengo gran intimidad y que amo: Un ancla tradicional de Jerry Sailor en Ámsterdam. Una carabela con sus velas desplegadas al viento en Marseille. La virgen de Nuestra Señora del Mar, Patrona de los Navegantes en Barcelona. La sirena hawaiana Leilane, en Hawaii. Este último nombre se refiere al archipiélago completo, pero me hice grabar ese tatuaje —y esa palabra—  en el barrio de Waikiki, en la ciudad de Honolulu, en la isla de Oahu, que tanto me gusta. Por supuesto que llevo además tatuado a mi hogar de treinta años, la estatua de la Libertad, Miss Liberty, que levanta su antorcha a la entrada del New York Harbor, el Puerto de New York. Existe además una pequeña selva que cubre mi antebrazo izquierdo y representa otro de mis hogares —éste, de diez años—, Río de Janeiro. Llevo además una calavera con su pañuelo bandana color rojo anudado en el cráneo con dos cimitarras cruzadas abajo, de Buzios. Buzios no es un puerto sino un ‘esconderijo’  (escondite, madriguera) de piratas (por eso la calavera). Durante la era colonial portuguesa de Brasil, es desde las bahías, ensenadas e istmos de Buzios que estos corsarios emergen en sus goletas para saquear los galeones y carabelas portuguesas cargadas de oro y piedras preciosas que los esclavos de los colonizadores extraen de las minas brasileñas y estos últimos transportan a la península Ibérica.

Además sé por mi lectura de Utopía, de Santo Thomas More, que Buzios está dentro de la zona que el marinero Raphael Hythlodaeus —tripulante de la nave de Américo Vespucio— escoge para pedir que lo desembarquen y dejen allí, fascinado por el Nuevo Mundo tropical. Es el primer europeo a pisar ese lugar. Una nota al pie de ese libro dice que el punto exacto donde desembarca el marinero Hythlodaeus —a pocos kilómetros de Buzios— es Praia do Forte, en Cabo Frío, a cuyo municipio la entonces villa de pescadores Buzios, hoy un resort turístico, pertenece durante los años tempranos de la década del setenta, cuando acampo con frecuencia y por largos períodos de tiempo en ese lugar. Durante esa lectura me entero que ese primer marinero legendario se quedó solo allí, a la Robinson Crusoe, y ahora recuerdo que en mil novecientos setenta y dos, Susana Gutiérrez y yo, más un grupo de hippies brasileños, armamos por mera coincidencia nuestra carpa en esa Praia do Forte de Cabo Frío: Raphael Hytlhodaeus, Susana Gutiérrez y yo caminamos las mismas arenas.

Además de la carabela que me me hice tatuar en Marsella con el nombre de ese puerto debajo, Marseille, llevo un segundo tatuaje francés. Es el único de los que tengo en mi cuerpo que escapa de la iconografía tradicional marinera —la excepción. Es mi tatuaje excepcional. Es parisino; me hice aquí, en esta ciudad, porque ésta ha sido y es, hasta el presente otro de mis hogares. Conocí París de mochilero en el noventa, pero llegué a vivir aquí en dos mil cuatro, y pasé el año completo investigando mi tesis doctoral (que nunca defendí) sobre el tema Resistencia y rebelión, y para escribir un libro (que publiqué) dentro del mismo contexto, sobre los eventos de mayo del sesenta y ocho —que se iniciaron y centralizaron en la Universidad de la Sorbona.

Como de modo inevitable mi investigación incluía el centro explosivo, el corazón estallante del pensamiento democrático francés moderno —o su estallido de origen, cuanto menos—, la Revolución Francesa, decidí cubrir la mayor parte de mi espalda con la imagen de L’Ésprit de la Liberté o sea, el Espíritu o Ángel de la Libertad. Llevo el símbolo del evento histórico-politico principal de la ciudad.  Bajo el ángel, en grafía romana se inscribe la fecha de la toma de la Bastilla. XIV Julius MDCCLXXXIX, catorce de julio de mil setecientos ochenta y nueve. Es la copia fiel de un relieve que existe en una de las columnas del Arco del Triunfo, en Les Champs Elysées. El grupo escultórico completo sobre ese friso de la columna se conoce como La Marsellesa, porque el ángel aparece guiando a los marselleses, las tropas voluntarias que desempeñaron un papel primordial en la Revolución Francesa.

 Huguito siempre quiso ver el mundo. Cuando se lo leo a Hattie Forbes, mientras lo veo escrito en papel manteca de vía aérea y con la lapicera a pluma que mamá jamás dejó de usar —útiles que sin duda fueron comprados en la Librería Willi de manos de Muca— esta afirmación adquiere un poder tal que me transforma de inmediato en mi ser primordial, en ese chico de Baradero que una vez fui, alguien cuya aventura máxima local durante la infancia era pedalear por el acceso hasta El Chocolatín de la Primera Colonia Agrícola, justo en la intersección de este camino con la Panamericana. Ahí, en Naushon, durante la cena en Ancatena House, soy de pronto otra vez ese pibito de la pampa húmeda—y él se da cuenta de que éste es el tercero (de lo que sería un total de cuatro) de sus casamientos; de que en un par de días se estará uniendo en una isla privada de una región marina norteamericana a una mujer nacida en Berlín durante la división pos-Segunda Guerra de esa ciudad en parcelas administradas por poderes extranjeros. Luitgard nace allí porque sus padres —Harriet ‘Hattie’ Forbes Carden y Lance Carden— están obligados a vivir en esa ciudad, no lejos del famoso Checkpoint Charlie que conecta el Este el Oeste de la Alemania dividida, porque Lance Carden es uno de los militares estacionado en el sector de Berlin que controla Estados Unidos.

Mis esposas son brasileñas, alemanas, norteamericanas. Mis hijos son argentinos, brasileños. Mis nietos son norteamericanos. Todas estas interconexiones internacionales son el resultado de mi vida trashumante.

Las palabras de mamá que hablan de ese deseo mío que precedió a todos mis futuros viajes y éxodos, me regresan mágicamente a esa infancia y a una adolescencia en la que leía y releía de modo voraz e incansable —devoraba— a Cortázar, quien vivía en parís y hablaba de esa ciudad; a Henry Miller, quien vivía en New York y hablaba de esa ciudad. Además, yo escuchaba a João Gilberto y a Tom Jobim  y trataba de entender las letras de la Bossa Nova, que me hablaban de las bellezas tropicales.

De chiquitos, con mi hermana Pupi leíamos Los Diarios de mi amiga; una revistita serial que en cada número presentaba una nena de una ciudad distinta del mundo y sus aventuras allí. Nos fascinaban esas ciudades extranjeras. Su otredad. Fue leyendo esa revista que me enamoré de los bajofondos del puerto de Ámsterdam, tal vez a los siete u ocho años. En esa misma colección descubrí al exótico maleante El tuerto Benzé, que aterrorizaba a la protagonista Dalvinha, una nenita de los muelles del puerto de Salvador, en la Bahía de Todos los Santos, de Brasil.

Un poquitito más tarde, pero cuando era todavía nada más que un nene de escuela primaria —tendría yo no más de nueve o diez años—  ya había leído, tenía en mi haber, las novelas Spin & Marty de Lawrence Edward Watkin, y Tom Sawyer de Mark Twain. En éstas aprendí nombres: de árboles que no había en mi plaza Mitre (recuerdo los sicomoros), de regiones (Tennessee), de pueblos (Saint Petersburgo, Florida), ciudades (Kansas City) y conocí costumbres diferentes (los frijoles con salchichas asadas, la escuela bíblica dominical) de pueblos del otro lado del mundo.

 Desde la infancia estuve siempre fascinado por la idea del ‘otro lugar’; esas tierras que existían ‘allá afuera’, ‘del otro lado’, donde sucedían aquellas cosas extrañas y diferentes que describían mis lecturas. Este niño y el adolescente que fui, querían ver y habitar la Copacabana, la Ipanema y el Leblón de Río de Janeiro; querían ver y habitar la Rue du Seine, el Pont des Arts, caminar por el Boulevard de Sébastopol de París, vivir el Brooklyn, el Central Park y el Lower East Side de Manhattan.

En mil novecientos noventa uno o noventa y dos, en la City University of New York donde obtuve mi primera licenciatura en literatura inglesa y norteamericana, escribí un ensayo personal que termina así: I have always and ever been weaving the rug that carpets my ever-expanding home:  “Desde siempre y de forma constante he estado tejiendo la alfombra que cubre este hogar que crece sin cesar”.

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París, sábado 25 de agosto de 2018

Ilustración: el antiguo círculo de piedra celta de la Isla Naushon, Elizabeth Islands, off Cape Cod, Massachusetts, USA.

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