Otra vez frente a una ventana norteamericana. La última vez que miré por esta ventana, antes de cerrarla por un período de veinte días, fue al partir hacia Ezeiza, el nueve de noviembre de este año de dos mil veintidós. Mal sabía que en ese avión de American Airlines —en el que ni una minoría de los flight attendants usaba máscara— contraería uno de esos raros “virus no-Covid” que pululaban a bordo y, nada conspicuos, asolaban a los inocentes pasajeros, también desprovistos de máscaras. En fin, por un momento dejo de hablarte de este embole inesperado e insospechado —aunque debí sospecharlo, boludo que soy, y no sacarme la máscara ni para morfar—, para en cambio entrar en detalles.

Llegué a Buenos Aires y —firmes e infalibles— dos amigos porteños, Mónica Méndez y su marido Claudio, se hallaban ya allí esperándome en Ezeiza.

Los divisé ni bien se abrieron las puertas automáticas que conectan ese hall central público del Aeropuerto Internacional Ministro Pistarini con la pequeña sala anterior, donde desde cada stand de las compañías de remises te llaman a los gritos para que contrates su servicio de transporte hacia el centro o hacia donde sea. Por suerte, y gracias a mis dos amigos, no los necesitaba. Nos fuimos a conversar un rato a un café que Havanna tiene en uno de los extremos del hall, mientras yo satisfacía mi deseo atrasado de unas medialunas saladas bien argentinas (¿sabías que las francesas ni siquiera curvas, son?). A continuación, coche y charla y peajes por el acceso que nace en el aeropuerto; cruce de la avenida General Paz, y tránsito fácil y fluido (¡sorpresa!) hasta la casa de mi primo Pepito Pezzini, en Rivadavia y Avenida La Plata. Allí Mónica, Claudio y yo nos despedimos y fui hacia la entrada al hogar de Pepito. Él me hospedaría durante los días que permaneciese en Bs. As. Pero eso sucedería después. Durante esta visita a Argentina, Buenos Aires sería mi lugar sólo hacia el final de este viaje. Primero debía ir directo a Baradero porque en cuarenta y ocho horas presentaría allí mi nuevo libro, Del lado de allá, en el Centro Cultural Arturo Humberto Illia. La fecha estaba tan cerca que llegaría ese momento de la presentación antes aún de haberme librado del jet-lag de casi veinte horas de viaje (si incluyo ahí todos los trayectos entre viviendas y aeropuertos).

Con mis primos, Pepito y su mujer, Beti, bajamos a almorzar al restaurante San Carlos, ubicado a pocos metros del hogar de mi primo. Bife de chorizo jugoso con papas fritas y ensalada. Flan con dulce de leche. Un expreso. Ni había acabado de llegar y ya empezaba a satisfacer todos los deseos atrasados de estas argentinidades que había nostalgiado durante mis seis años de ausencia.

A las tres en punto de la tarde (¡siguen los viajes!), tomaba el remise que me había venido a buscar desde mi pueblo natal y hacia allá me llevaría.

Siguió un tiempo interminable de tránsito embotellado desde la salida del depto. hasta bien entrada la Panamericana. La Panamericana estaba embotellada hasta Pacheco. A pesar de ser temprano, sentí esa ruta exactamente como sentía el tráfico por ese camino durante la “hora pico vespertina” de mis años en Argentina:  —arrastrándose a paso de buey.

Abrí entonces mi mochila y me dediqué a releer y repensar mis notas para las conferencias que daría en un par de instituciones universitarias docentes: obsesivo-compulsivo, barajé varias veces mis cerca de doscientas páginas en busca de esos puntos sobre los cuales todavía creía albergar ciertas dudas. El tema era mi proyecto más reciente y necesitaba familiarizarme con el material que expondría en la charla que titulé “Autoficción: El ‘yo’ en cuestión”. En fechas posteriores a la presentación de mi nueva novela en el Centro Cultural, la daría en la UnSAdA (Universidad de San Antonio de Areco) y en la Escuela Normal de San Pedro. En el Centro Cultural, además, y en otro atardecer, conversaríamos en inglés durante una reunión que planeara y organizara mi amiga, la profesora Liliana Gramacioli. Esta última reunión sería para alumnos de su instituto, alumnos de otras instituciones de enseñanza de la lengua anglo, y en general para todo aquel fluente en ese idioma que se hiciera presente. Y así fue todo al fin y al cabo.

 Esas serían mis actividades confirmadas y oficiales. Además debía conceder algunas entrevistas radiales, esperaba visitar mis lugares favoritos del pueblo, sentarme en los cafés, conversar con interlocutores circunstanciales y con amigos a quienes esperaba buscar y encontrar. Otro proyecto confirmado era que Eduardo Aguilar me tatuase un viejo lobo de mar y después “cerrase mi manga”. Él uniría ese nuevo tatuaje a los antiguos que tenía dispersos por ese brazo. Con ese fin, y a mano alzada, Eduardo tatuó olas inspiradas en la famosa ola del artista japonés Hokusai. El trabajo de Eduardo Aguilar es ad-mi-ra-ble.

A la altura de Pacheco largué mis papeles porque, con el señor que manejaba el remise, nos entrelazamos en una conversación casual y fortuita que se prolongó hasta el fin del viaje. Así llegamos a las cabañas de Mirko Schlegel en su Villa tranquila —paradisíaco espacio de mi preferencia. La cabaña sería “mía” por segunda vez: la había habitado en junio de dos mil dieciséis, mi última visita al pueblo cuando presenté mi libro Belleza terrible. Allí la había pasado de diez.

Grandes abrazos con Mirko en el portón de Villa Tranquila. Con su gentileza y simpatía características, me ayudó con la maleta más pesada hasta mi inmediato y futuro “hogar de madera temporario”. Como buen anfitrión, me mostró las instalaciones (la acogedora recepción y bar, la primorosa piscina) y recordó las amenidades de la cabaña y sus ubicaciones —inclusive una novedad: sobre la cabecera de la cama, la preciosa y enorme reproducción de una obra de Gilbert & George, artistas cuya existencia yo desconocía hasta ese momento.

Una vez solo, hice lo que siempre hago cuando llego: 1) ducharme de inmediato, afeitarme, y otros detalles de mi tratamiento cotidiano “de belleza” (siempre me despojo de los vestigios del viaje apenas “piso tierra firme”) y 2) “desempacar”, otra cosa que siempre hago de inmediato cuando ya me siento impecable y refrescado. Una vez colgadas las prendas que iban en perchas, y dobladas y puestas en los estantes del armario las que así debían guardarse —y los zapatos, botitas y zapatillas en sus propios recovecos— estaba listo para partir hacia el “pueblo propiamente dicho” —o sea, me fui rumbeando a pata pal trocén.

En este viaje, a pesar de lo que describiré, conseguí al menos visitar todo lo que pude de Baradero y me encontré también con todas las personas que pude y/o me salieron al paso.

No obstante, al día siguiente de la presentación de Del lado de allá—en realidad, ya durante la última hora de ese evento —que se titulaba “Una conversación con Hugo Pezzini”, porque lo que me interesaba e intentaba hacer era hablar con la audiencia, la gente de mi pueblo— había perdido la voz casi por completo.

Mi cuñado, Goro Barman, a la mañana siguiente notó enseguida mi estado febril y fue decretada oficialmente mi ‘enfermedad’. Reventado.

Me negué a “ir al médico” rotundamente durante cuarenta y ocho horas; no obstante, como me sentía cada vez peor, Goro me obligó a ir a la ex clínica sindical donde un amigo suyo, el Dr. Garrrido (tipo fantástico, te digo de paso) me hizo unas placas de rayos X. Cuando estuvieron listas me comunicó que habian salido pa’ la mierda, che. Pensé: “Carajo, deben haber salido borrosas ¡Uffff,  me las tendré que hacer de nuevo!”. No era nada de eso: se refería a oscuridades sectoriales en varios sectores de pulmones que confirmaban una seria infección. Como el virus era de índole desconocida tomé un cóctel de antibióticos y un jarabe con un ingrediente llamado hidrobromide de dextrometorfán (o algo por el estilo), droga que me dejó “mansito mansito” durante varios días. Diagnóstico y tratamiento: reposo absoluto. La puta madre. Entonces, ya viste, ¿no? Fui obligado a desaparecer de la superficie del planeta—excepto mi presencia inaplazable en las entrevistas radiales y los eventos ya preprogramados, sumados dos asados: uno en el Club Regatas, en celebración del Cumple de Piki Schlegel. El de Piki afortunadamente fue al día siguiente de mi llegada, así que 1) todavía “tenía voz”, y 2) ignoraba lo que se venía. Por lo tanto  me divertí mucho y—como de costumbre—“me hablé todo”. En ese asado pude conversar con varios amigos que no veía hacía añares (incluyo en esos al mismísimo Piki). Al otro asado —en la zona de Río Tala— lo había organizado mi querido primo sampedrino Raulito Victores, y en esa oportunidad nos reuniríamos “todos los primos” del lado Veiga de la familia.

Raulito me dijo que el lugar me iba a sorprender, y así también fue: Era la parrilla-quincho de un personaje exótico y excéntrico llamado Kukato,. Asador, cantor, comediante standup y no se cuántas otras cosas más. Con su jovencísima mujer, atienden ese restaurante en un clima de ‘fiesta en movimiento”, como de París—aproximadamente dijera Ernest Hemingway (The Mouvable Feast). Su espacio es de verdad sorprendente, lleno de cosas raras (tal como mi antiguo depto. De Central Park West, del cual hasta un film documental, se hizo). Pero ojo con Kukato: su presencia es casi avasalladora. Si vas a comerte una parrillada muy bien hecha, lo de Kukato es el lugar indicado. Si vas a comer una parrillada muy bien hecha pero querés conversar sin que el asador sea parte de la charla, recomiendo tal vez Favela, en San Pedro, jejejeje. Un sábado o domingo a la noche una amiga me llevó a comer a Favela: comi LA MEJOR MOLLEJA de toda mi existencia.

De los eventos concretos no te cuento nada porque fueron específicos y académicos y, si no estuviste presente, sería imposible en este espacio detallarte qué fue lo que se habló allí. Recordarás que en el remise yo barajaba doscientas páginas de notas. Te puedo decir que el tema agotaría una clase universitaria en dos semestres. De la Conversación con Hugo Pezzini (la presentación de Del lado de allá en el Centro Cultural, dos días después de mi aterrizaje en Ezeiza), te juro por la Virgen Santísima y Todos los Santos del Cielo que no puedo describírtela porque esa noche se me ha hecho un blanco total absoluto, tanto sobre lo que dije allí, como también sobre el contenido de lo que se dijo durante la conversación propiamente dicha que surgi’;o espontáneamente después de que yo concluyese mi perorata específica sobre esta novela, que se desarrolla toda en Baradero y  fue escrita en la lengua baraderense de la segunda mitad del siglo XX. Te la recontra recomiendo. La hallás en la librería local Baltimore. Hecho el aviso publicitario, continúo:

Todo está nebuloso tras los vapores del viaje, las emociones de la llegada, y seguramente de las cuchilladas furtivas que el virus ya me estaría infligiendo desde su oculta madriguera en el interior de mi cuerpo aquejado y ya quejoso. El bicho había bajado del avión conmigo. Sólo recuerdo que fuimos con mi hermana Pupi y Goro, mi sobrina Giselle y su marido Sebas,  más mis infaltables amigos Mónica y Claudio, a cenar al Café de los Angelitos—mi lugar favorito del pueblo.

Cuando en junio de dos mil dieciséis presenté mi híbrido —una traducción al argentino de la versión original, que había escrito en inglés—, Belleza terrible, un alma caritativa grabó la noche completa y después me envió un archivo mp3 con todo su contenido, pero de la de esta vez no tengo nada. Si vos o algún otro u otra lectora de esta columna de BTI la ha grabado, agradezco que me lo haga saber.

He recibido ya los audios de las entrevistas radiales: gracias mil a Nani Righini (el Maestro de ceremonias de Una conversación con Hugo Pezzini) y a Roxy Cáceres, quienes —cada uno desde la radio respectiva donde operan— gentilmente me los hicieron llegar, pero no sé ni recuerdo absolutamente nada sobre dicha Conversación con Hugo Pezzini. Ni siquiera sé si los libros que dediqué al fin de la noche fueron muchos o poquísimos. Amnesia absoluta. Si alguien que estuvo allí quiere contarme, que lo haga, please, porque a ese evento, yo “me lo perdí por completo”.

Fuera de bromas; pese a todo lo funesto virósico relatado fue MARAVILLOSO haber estado una vez más en ese pueblo donde vi mi primera luz y su refulgencia sigue encandilándome hasta hoy y hasta el último día de mi existencia terrena, aún desde tan lejos desde hace tanto tiempo y desde su mero recuerdo inolvidable. El tipo vivió en Buenos Aires, en Río de Janeiro, en Ámsterdam, París y New York, pero ‘su lugar’ siempre será Baradero.

Es sábado 24 de diciembre, casi Navidad. En estos Estados Unidos ya se han suspendido miles de vuelos y se considera que unos diez millones de viajeros potenciales, por tierra, agua y aire verán su Navidad complicada por una de las mayores tormentas de la historia de los Estados Unidos de Norte América. La aplicación de mi  iPhone que habla del clima me informa que la temperatura actual en esta ciudadecita de Pleasantville, desde la cual te escribo, es de veintitrés grados centígrados bajo cero. Créase o no. Ayer en Montana era de cincuenta y cinco bajo cero. También centígrados, ¿eh? La lluvia-nieve y viento ya han comenzado (si me doy vuelta —escribo de espaldas al enorme ventanal— veo esa nieve aguachenta agitada por el viento en todas las direcciones y que todavía se resiste a adherirse al piso). En algunos estados (provincias) del norte se pronostican temperaturas y sensaciones térmicas aún más bajas, siempre en centígrados bajo cero. Sí. No leíste errado. Eso acabo de escribir. Nuestro plan es ir a pasar la nochebuena en casa de familiares en Long Island (distante a unos setenta kilómetros de donde me hallo. Salimos dentro de un rato y por eso dejo de conversar con vos ahora mismo. Entro a ducharme.

 ¡Feliz Navidad y un 2023 DE DIEZ, Baradero!

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Pleasantville, New York, 24 de diciembre de 2022

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