
Es así. Te sentás por dos horas frente a un pocillo para mirar el ajetreo de la calle Corrientes desde una ventana de La Giralda. Sabés que la situación es terrible. Abrís el diario del bar, La razón, y leés lo que los que están en el poder permiten que se publique. La TV, que está encendida allá a lo alto en la pared del fondo, ni cuenta: propala solamente las versiones oficiales del hecho que sea. Sobre el mármol frío de la barra descansa la otra opción: La Opinión, el diario de Jacobo Timerman, un poquito más confiable, o al menos un poco más veraz —ya que por medio de estrategias linguísticas consigue eludir la censura [Augusto, muy preocupado, opina que los Argañaraz —esos dos hermanos que manejan la redacción— son un par de audaces y van a terminar mal]. Ahí, «medio como que te enterás un poquito» de lo que pasa y de lo que se viene. Entonces hacés lo que podés. Das clases de filosofía en la Universidad de Buenos Aires, pero intervienen la facultad, infiltran policías de civil entre los estudiantes, hacen arrestos indiscriminados y nombran rector de la universidad a un capitán de navío; ¡a-un-ca-pi-tán-de-navío! Aun así, vivís inundada de esa omnipotencia quasi infantil que te acerca al fuego, ya que solamente los otros pueden quemarse. Nunca pensás que algo pueda ocurrirte a vos. . . Total, vos creés que no haces nada que amenace tu libertad. La verdad es que vos pensás que no hacés nada peligroso, en absoluto. Vivís una vida coherente con tu mundo. Hacés nada más que lo que hacen tus pares: compartís conceptos políticos y te alimentás de los mismos recursos intelectuales. Ves las mismas películas que ellos, leés los mismos libros, vas a los mismos bares, hasta fumas los mismos negros sin filtro y bebés la misma Bols. Estudiás las mismas disciplinas y tratás de encontrar una realidad que tenga sentido. Y lo que te disgusta es exactamente lo mismo que les disgusta a ellos. Tu necedad es no ver lo obvio: sos peligrosa y estás en peligro. Lo que hacés está prohibido; lo leés en los diarios y lo ves por televisión. El gobierno «reen-caminará» a este país y lo «hará marchar» por el sendero correcto, lo hará retornar a sus verdaderos orígenes, lo hará vivir de acuerdo a los valores occidentales y cristianos de los argentinos. Frecuentemente ves los Falcon desplazándose lentamente por las calles, vidrios abiertos por los que asoman los caños de las Itacas, los absurdos espejos retrovisores en los marcos exteriores de ambas puertas traseras. Los anteojos oscuros, los peinados a la gomina, las corbatas de nudo enorme, los bigotes. Lo único que falta en los Falcon son las patentes: nunca las patentes, siempre sin patentes. Pero, por supuesto, no es a vos a quien buscan. Por supuesto: eso pensás. Durante la última reunión del grupo de estudio ya les dijiste que no. No. No, eso no lo harás. A pesar de entender su argumento a la perfección, no participarás. No sos una combatiente. No obstante sabés que es primordial desalienar a las bases —ese es el fin fundamental de estas ocupaciones relámpago que se planean y ejecutan en esta fase de la lucha. Sabés que será una acción sorpresiva de adoctrinamiento a los obreros, que serán congregados de modo compulsivo en el patio del frigorífico. Será un operativo para acelerar la concientización de la clase trabajadora, “el agente natural de la revolución”. No será el primero: varios comandos de choque de la organización ya han efectuado ocupaciones relámpago con el mismo objetivo en otras industrias. Pero en el caso de esta empresa, la acción será también «ejemplar». Se denunciará el apoyo de las corporaciones norteamericanas a los excesos totalitarios y los crímenes de lesa humanidad del gobierno militar de facto. Nuestra cúpula partidaria [por su cuadro de infiltrados] tiene acceso a fuentes privilegiadas de información inaccesibles a los medios comerciales —saben muy bien qué se cocina en las «power offices» de las torres de la Unión Industrial, frente a Puerto Madero, por ejemplo. Entonces esta operación también servirá para difundir por medio de nuestra prensa lo que la prensa oficial calla o tergiversa. Al fin de la ocupación todos los obreros dejarán la planta ese día con su ejemplar de Voz Proletaria, el periódico clandestino del partido —que aún permanece circulando fuera del alcance de los censores. Por último, será una demostración de que la resistencia sigue viva y la lucha continúa. Bueno, pero no importa. No tenés nada que ver con eso. Se lo has dicho. Vos ya has asumido una función política clara y definida dentro de tu entorno social y cultural. Toda tu acción y tu compromiso mismo están restringidos a y por tu profesión. Vos sos una académica y tu papel es estrictamente el de instructora. En este momento tu aporte lo hacés en las discusiones estudiantiles semanales del grupo de estudio de El Capital, que estás dirigiendo —ese taller donde se complementan las elaboraciones y articulaciones ideológicas que acaban auto-gestando sin cesar nuevos cuadros intelectuales comprometidos con la causa. Esa es tu contribución necesaria y suficiente: no sos una combatiente ni lo serás jamás. La teoría no liberará al pueblo, dicen los cuadros armados, pero ese es un refrán típico de los Montos y del ERP —este último, el brazo militar de tu partido. Vos nunca te incorporaste al ERP, siempre fuiste un cuadro ideológico del Partido Revolucionario de los Trabajadores, al cual te integraste mucho antes de que lo proscribieran. Pero los armados insisten en que la modificación de la conciencia política de la sociedad como un todo es una tarea que llevaría generaciones y el tiempo apremia. Las condiciones están dadas: ha llegado la Era de la Revolución del Proletariado. Hasta puede que tengan razón, pero aun así, tu apoyo es literalmente teórico. Aunque no sea “pacifista”, tu trabajo tampoco es violento, sino que es el producto de una aspiración originada en un concepto clásico utopista. Bien lo sabés; lo tenés muy claro: tu postura filosófica define y guía tu acción política. En consecuencia, una estrategia alternativa a la de la violencia no es algo absurdo para vos. Dentro de tu universo es la opción posible, preferible. De acuerdo a tu cosmovisión —“elitista” según tus detractores dentro del movimiento—, el Doctrinam ethicam principle incruento[1] es que todo trabajo político debe engendrar una forma de estado revolucionario que —por medio de la voluntad popular-institucional— entregue el poder a una meritocracia constituida de “filósofos gobernantes», como en la mítica Polis ideal de La República platónica. Pero una noche, mientras salís del departamento de Augusto, finalmente llega tu hora. Conocés el terror y el dolor del primer encierro y los primeros golpes. Conocés el nauseabundo olor a innumerables cigarrillos ya fumados, impregnado en ropas que además han absorbido el sudor ya agrio que exudan los cuerpos que las han estado vistiendo a lo largo de varias noches insomnes de droga y psicopatía tribal. Ese es el espantoso olor que satura el Falcon ululante que acelera con desenfreno por las calles de Buenos Aires. Te demuelen a patadas mientras tu rostro se aplasta en el piso inmundo y pegajoso de ese coche que súbitamente apesta también a muerte y putrefacción. Mientras estalla el pánico, oís las risas sádicas de tus captores. Te pisan y patean un poco más. Oís frases inconexas, palabras aisladas… dicen “alicates”; …“máquina”, dicen. Comparado con la vergüenza enorme de saberte una víctima, el pánico —que a este punto ya se ha transformado en todo tu cuerpo, en tu persona toda—, es una nada insignificante. ¿Adónde vamos? Sabés que las calles por donde andan son las transversales estrechas del centro porteño; sin embargo, el chofer maneja el Falcon a altísima velocidad, como si fuera un carruaje infernal, «¡Oh, máquina de los Demonios!«. Después de carraspear, uno de los brutos te escupe su viscosa flema en el rostro, que tenés entumecido de tantos golpes. Otro de ellos grita, “¡Te vamos a abrir el ojete con los fierros para ver qué ‘mierda’ tenés adentro!”… y esa literalidad intencional —que provoca el carcajeo colectivo que se acopla al bramido del motor del coche—, armoniza su sarcasmo incisivo con el quejido agudo de la sirena que no cesa de aullar.
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[1] Principio doctrinario ético incruento
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Continúa mañana
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