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Interés general

Virgen – por Hugo Pezzini

Virgen – por Hugo Pezzini

Virgen – por Hugo Pezzini

05/08/2023

Categoría: Interés general, xHoy1

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Este va a ser un largo chorizo intelectual introductorio, pero es necesario porque este texto hablará del amor. A continuación y más abajo describiré la jugosa memoria concreta que lo justifica. Tómeselo como la arquitectura fundamental sobre la que se apoya la construcción de esa narrativa posterior, entonces.

De eso se trata: del amor.

¿Amor? A menudo —o la mayoría de las veces— las palabras son vagos significantes cuando se intenta nombrar una variada gama de sentimientos y emociones abstractas que es necesario llamar de alguna manera. Cuando se debe escribir sobre estos intangibles, como comienzo a hacerlo ahora, los símbolos que intentan transmitir significado se vuelven vagos e imprecisos. “Amor” entonces—, a falta de otro sustantivo que encierre un poquito más de esa precisión necesaria pero siempre insuficiente. Valiente tentativa fútil de alcanzar el imposible.

¿Qué se hace o cómo se entiende la vida como un todo, y la extensión etérea de la existencia física personal —esa que abarca e incluye el universo— cuando uno comprende las primeras emociones como determinantes y determinadas a partir de eso y como consecuencia de eso que —por carecer de precisión, como acabo de escribir— uno llama “amor”?

Sigmund Freud coloca al amor en tensión permanente con su emoción opuesta, el odio. Aunque más no sea por la evidencia empírica e histórica de la intensidad de ambos sentimientos y su omnipresencia simultánea en el temperamento de la especie —y, como consecuencia, en las relaciones humanas—, puede concedérsele validez y exactitud a ese argumento del doctor y teorista que concibió el psicoanálisis. Amor, odio: Te recuerdo una vez más la certera voz de Homero al entonar su plegaria en la antigua Grecia, hace ya unos dos mil años:

“¡Canta, oh, Musa!, ¡la furia de Aquiles!”

El amor y el odio pueden apoderarse de nuestra voluntad hasta despojarnos de nuestra habilidad para controlar cualquier actitud o acción consecuente, sea ésta la que sea. ¿No existe por acaso la figura jurídica del “crimen pasional”, que exculpa en parte al agresor, ya que se lo considera un sujeto obnubilado, una mera víctima de sus propias emociones? La pasión lo deja “fuera de control” — y el actor deja de ser el sujeto de sus acciones. La intensidad de su emoción ha transformado a ese sujeto en un objeto ajeno a su control y voluntad. Estos “impulsos espirituales” se han adueñado de él y lo han enajenado. Sus emociones se han constituido en un algo que maneja las acciones físicas del ex-sujeto en el mundo físico. Un objeto loco de odio. O loco de amor. Loco de ambos.

En el caso de mi propia conciencia o hasta de mi existencia como ser individual, como individuo; es decir, en el caso de mi yo —ese ente—, éste eligió las emociones: fui apasionado, poseído desde siempre por la cosmovisión romántica de la vida. Sintetizo este párrafo: en mi caso, quien impera es el sentimiento.

            Ante mis ojos y mi corazón, el romanticismo tal vez sea la única plataforma emocional desde la cual uno puede lanzarse hacia el “mundo fenomenológico”, es decir, el mundo material perceptible e inteligible —ese universo que todos entendemos como lo real. Mi actitud vital particular (esa que llamo romántica) hace que yo perciba y entienda a priori un mundo sensual-espiritual (fíjate que el contexto mismo determina que yo escriba estos verbos, y los que siguen a continuación, en el modo subjuntivo) —y sólo a posteriori lo penetre “in corpus” y así entonces me halle por fin en el mundo físico. A priori, el everlasting (eterno) espíritu; a posteriori, lo físico ‘real’ y perecible.

Ya de adulto, por fin y para entenderlas mejor, hallé estas ideas articuladas (y este problema, solucionado en el plano intelectual) en las clases de la ciencia que trata de estas disyuntivas y que impartía mi mentor en dicha disciplina, el filósofo de Harvard University Dr. Steven Ross —una persona y profesor extra-ordinario, quien las desmenuzó e hizo comprensibles para nosotros, sus discípulos. No era raro ni infrecuente que acabáramos de pie y en aplausos al final de sus clases.

Ese proceso de entendimiento se desarrolló en los salones de la universidad durante largos análisis, cuya perspectiva general dentro de las teorías de la mente o del espíritu —la Phenomenology of Mind (Fenomenología de la mente o espíritu, de modo indistinto) de Hegel y las teorías de la razón (of Reason) de Kant, y las de varios otros teóricos que discuten este tema. Schelling, quien es también fundamental— contrapone al dualismo cartesiano (cuerpo/espíritu) una contra-teoría unicista, conocida de forma más común como “monismo” (por uno, unidad).

Esas teorías unicistas se oponen y tratan de solucionar, como acabo de destacar, el tradicional dualismo cartesiano. La fórmula de René Descartes, por eso “cartesiana”, —puesta en términos burdos pero simples— postula la existencia de un cuerpo “habitado” por una segunda entidad: el espíritu. De modo intuitivo y de inmediato estuve de acuerdo con la contra-visión unicista y con la deducción consecuente de que el dualismo es sólo un “error de categoría” por medio del cual se acaba identificando como dos elementos distintos (cuerpo, espíritu), dos aspectos manifiestos de una única entidad indivisible: el ser humano. Las experiencias originales de mi vida emocional, que narraré abajo, me ayudaron a aceptar el unicismo como el argumento racional más lógico y la posición filosófica más cercana a la verdad.  

Para explicar el unicismo, Steven Ross utilizó un claro ejemplo práctico: ¿Qué es y dónde está el “team spirit” (el “espíritu de equipo” en el deporte, o el “esprit de corps” (el “espíritu del ‘cuerpo’”) en la jerga militar, sino en los integrantes del equipo deportivo o en los integrantes del batallón, el en cuerpo militar mismo?

El espíritu de equipo de la Selección Argentina de Fútbol, dígase, no es otra cosa que la disposición emocional aunada de sus jugadores integrantes: el ‘espíritu de equipo’ de la selección es el equipo mismo; es la selección. Adjudicar a la selección argentina un carácter físico, y a su entendimiento colectivo —su coordinación grupal— un carácter diferente es un error de categorización. Ambas son una y la misma cosa.

Cuando se dice que a un equipo le “faltó espíritu” para vencer, hablamos de la carencia de la emoción y concentración necesarias en cada jugador con respecto a los otros que constituyen el equipo: esa emoción y esa concentración que lo impulsen a luchar más allá de la fuerza individual, en conexión y cohesión, intelectual, emocional, física y táctica con cada uno de sus colegas —y con todos como equipo— para lograr la coreografía estratégica que robe el triunfo de las manos del adversario.

            Lo repito: el cuerpo (el equipo, la selección; o entonces el corps militar) ES también su espíritu (la actitud emocional personal que permite la interconexión psicológica, táctica y estratégica con los otros jugadores integrantes del equipo o los soldados del batallón). Basta uno descender al hoy real y comparar lo que sucede —y que tanto se critica— cuando nuestros hombres juegan en la selección, y cuando juegan, por ejemplo, en el Barça, el Barcelona. Cuando la selección falla, son los hombres los que fallan porque el equipo, en espíritu, no existe. Varios jugadores de nuestra selección viven en el exterior e integran diferentes equipos extranjeros en países de culturas futbolísticas particulares y distintas (sabemos que el fútbol argentino es un fútbol particular, diferente del inglés o del brasileño, digamos). Nuestros hombres juegan muy poco juntos, entonces no se conocen lo suficiente como para que exista esa conexión y cohesión indispensable cuando por fin juegan en y para la selección). La carencia de conexión y cohesión es síntoma y evidencia de la ausencia del espíritu. Y fallan los hombres y la selección porque sin espíritu no hay equipo. Allí están presentes los hombres que juegan, pero no hay espíritu (de equipo).

Pues bien, esta teoría general unicista, esa que niega el dualismo cuerpo/espíritu, se extiende a los seres humanos como individuos, y entonces esta teoría sostiene lo mismo con respecto a nuestra especie:

El cuerpo de cada individuo ES también su espíritu. Sabemos por experiencia propia que uno siente con el cuerpo (sería hasta superfluo tocar el tema de lo psicosomático, ¿eh? Nada puede ser más claro que eso).

La sabiduría popular lo identifica con colores corporales del mundo real: uno se pone verde de envidia, rojo de vergüenza, negro de rabia, etc., tanto de modo metafórico como en casos extremos, físicamente. Las teorías más recientes postulan que emociones y sentimientos se generan en reacciones químicas que se producen en el cerebro: lo emocional y sensual —lo espiritual— es también algo biológico, un fenómeno físico, un evento operado por el cuerpo.

En el ser humano, el unicismo es y se manifiesta con mayor claridad en aquel momento trascendental cuando uno alcanza a vislumbrar al mismo tiempo la existencia, la muerte y la eternidad. Hablo de esa experiencia físico-espiritual que los franceses con gran inspiración y sentido poético denominaron la petite morte: La pequeña muerte. Me refiero, claro, al orgasmo.

¿No es el orgasmo, ese supremo y breve momento de absoluto espiritual por acaso también el momento físico más sublime?

Voy a repetirlo: ¿No es por acaso el orgasmo la experiencia simultánea del momento de supremo éxtasis físico que coloca al ser humano en contacto con su espíritu más sublime?  Al mismísimo tiempo —y debido a esta sensación física— uno siente por un instante como si abandonara el cuerpo y fuera puro espíritu. No obstante, esta es una experiencia que se logra por la fusión exclusiva de los cuerpos o cuanto menos por la auto-estimulación del propio cuerpo.

A mis emociones sensuales más arcaicas las encuentro en los brazos de una adolescente —yo por ese entonces sería quizás poco más que un niño de brazos—, en el hall de una casa durante una fiesta de bautismo, de primera comunión o tal vez de cumpleaños. No recuerdo qué se celebraba. Este hogar se halla en la calle Eugenio Arnaldo de la ciudad de San Pedro. Allí se hallaba la morada de mis tíos María y Juan Calzado.

Mientras cavilo estas líneas me pregunto si fue una mera casualidad o un acto de sincronía alegórica intencional de las fuerzas ordenadoras del universo, esto de que los nombres de los tíos que me acogían en esa noche —María y Juan— fueran tan elementales. Bíblico-evangélicos ambos, esos nombres eran tan apropiados, resultaban tan exactos para ese momento primero, cuando vivo la experiencia primal del amor físico. Si esto que estoy escribiendo en este momento hubiera sido un texto de ficción, sin duda yo igualmente habría extraído esos dos nombres del acervo de mi propia imaginación para usarlos aquí: María, la genitora del Dios-hombre; Juan, el Bautista.

El nacimiento y bautismo de mi yo amoroso.

La adolescente de la que aquí hablo, a la que recuerdo, era de Pergamino; y su padre, un amigo de tío Juan. De modo imperdonable no guardo certeza sobre el nombre de esa adorable chica rubia de ojos color miel cuyos brazos me sostenían en su regazo esa noche y me apretaban contra sus pechos tibios y tiernos —contra los que yo de forma muy consciente e intencional apoyaba mi cabeza. Vienen a mi mente un nombre y un apellido, Beti Videla, pero no puedo decir si le correspondían a ella o a alguna otra muchacha presente en esa celebración.

Precoz, tal vez todavía no muy distante en edad de mi etapa bebé (aunque sé que caminaba, hablaba y entendía muy bien todo lo que sucedía a mi alrededor), esa noche y con esa muchacha preciosa, con premura yo ya aprendía a entender la carne.

Un tiempo inmensurable más tarde, pero todavía durante esa fiesta, ella me llevaba alzado mientras deambulaba por el jardín para hablar con uno y otro. Mientras lo hacía, me mantenía en sus brazos. Porque bajo los tilos y los limoneros había gente bebiendo de pie en el jardín, deduzco que ésta era sin duda una fiesta primaveral o veraniega. ¿Se conmemorarían por acaso Los ritos de la primavera —esa cosa que causara tanto escándalo, ese ultraje cuando se interpretó en público por primera vez aquella obra así titulado que compusiera Igor Stravinski en su novel  lenguaje musical? El portal hacia el estío; esto es, el advenimiento del imperio dionisíaco: es comprensible entonces que el vestido de fiesta de mi hermosa y sensual adolescente, para albergar esos pechos generosos tuviera un escote generoso abierto en un corte de tela etérea, los detalles de la vestimenta ideal para esa estación del año. Mi cara estaba en contacto con esa región húmeda de su piel —la de sus pechos que se unían y apretaban uno contra el otro, sobresaliendo de su atuendo. A cada paso suyo mis mejillas los rozaban y la epidermis de mi rostro quedaba impregnada de la transpiración de la bella muchacha.

Puedo hasta hoy —lo juro— evocar el aroma que de ella brotaba, y en este hoy sé con seguridad que no era sólo la emanación de algún buen perfume que se había aplicado después del baño, sino también el propio olor corporal de los fluidos naturales de esa adolescente. Yo respiraba con avidez ese olor embriagador mientras recibía sus besos tiernos y las palabras que ella me susurraba con una voz que por momentos se elevaba hasta su octava más aguda, como si fuera la de una niñita pequeña. Esa musicalidad erótica me enardecía. Su entonación no era otra cosa que un gesto sonoro de amor sensual —inocente también— que ella creaba especialmente para mí. Era el intento y la forma que ella había hallado para colocarse a la distancia emocional más próxima de mi propia personita seductora. Vivíamos un instante de fascinación mutua —física y espiritual, y así la actuábamos. La hacíamos real porque nuestros cuerpos estaban en contacto —carne y carne haciéndose una. Yo me sentía transfigurado por su calor, su humedad y sus perfumes, y estoy seguro de que un viceversa sería igualmente verdadero: ¿no es por acaso también embriagante el fresco aroma de un niñito tan joven que aún conserva sus perfumes de bebé? Era nuestro momento íntimo absoluto, enteramente interpersonal. Maná del Paraíso y ambrosía del Olimpo.

            Volvimos al hall y la preciosa adolescente —para así continuar arrullándome— escogió sentarse en el sillón del rincón más sombrío de ese recinto. Puedo evocar cada movimiento de sus músculos —en especial cada contracción involuntaria de su vientre y de su pelvis. Ese era el espasmo físico que la acometía cada vez que me besaba. Y ese momento, y ese contacto, y esa hermosa y joven mujer deben haber engendrado mi primer sentimiento de amor carnal y mi primer vislumbre senso-espiritual de lo sexual.

Al fin, me dormí en su falda.

El próximo momento de amor fue detrás de las bajas y largas cercas de ligustrina semicirculares de la plaza Mitre. Éstas separaban los canteros anteriores a dichas cercas de los posteriores canteros de flores que rodeaban el círculo de baldosas en el que se centraba la pirámide. Lo que ahora acabo de comenzar a contarte sucedió cuando todavía el cóndor andino que corona la cúspide del monumento protegía bajo sus alas a la estatua del general San Martín, porque esta última aún formaba un único conjunto escultural, junto con la pirámide. El bronce de San Martín todavía no había sido extraído de su pedestal original y recolocado solo, separado y enfrentado de modo absurdo y en ángulo a la pirámide. No existe razón alguna que justifique esta nueva conversación escultórica forzada entre el máximo prócer militar de nuestro país y el volumen geométrico de mármol que cita los orígenes de la historia del arte. El general San Martín en la época de esta historia todavía se hallaba de pie en su pedestal original, a unos dos metros de altura del suelo, en el frente de esa clásica erección de piedra travertina. No obstante —por capricho o ineficiencia interpretativa del escultor— éste es un general San Martín algo excedido de peso y bastante más bajo que el que yo conocía de los posters que ilustraban mis salones de clase de la Escuela N°1 General José de San Martín.

Lo que relato —como la fiesta en San Pedro— sucedió en otra noche de verano. Jugábamos a las escondidas allí en la Plaza Mitre y tampoco puedo recordar quién contaba de cara a la pared. Con los ojos cubiertos por los brazos los brazos en cruz, se apoyaba en uno de los rincones vertizoides internos de la pirámide, a la izquierda del Héroe de los Andes, sobre el plató que existe después de que uno ha subido los escalones de acceso al monumento. Uno contaba subido ahí. “Bueno, te tocó a vos: subite y andá a contar mientras yo me escuendo”, diría alguno de los chicos, después de que el “¡Ape-ten-sen-ben/ Tucumán-ye-rí/ buri-buri/ car-che-rí!” hubiera decidido quién contaría en esa vuelta de la escondida. (“Jugamos otra vuelta, ¿no? Todavía no es hora de volver a casa para la cena”)

Porque para narrar la genealogía de mis emociones sensuales (¡Puf! ¡Voy a repetir tanto esta palabra!) primero tengo que evocarlas, al hacer este ejercicio memorioso me deslumbra la insistencia con que me sorprenden uno tras otro estos sincronismos simbólicos de mi vida. Tal vez Jung teorizaría sobre los arquetipos: es innecesario que les recuerde el nombre de la muchacha de la pareja protagónica de la tragedia romántica popular de Shakespeare, ese augusto dramaturgo de las Islas del Norte: Mientras quienquiera que haya sido que, como dije, contaba durante nuestro juego de la escondida, Julieta (así se llamaba ella) me tomó de la mano y corriendo rápido me llevó a ocultarnos detrás de uno de esos dos largos cercos semicirculares de ligustrina de la plaza Mitre. Nos acostamos sobre nuestros estómagos detrás del mismo, en lo que yo pensaba sería el prólogo a un acto de espionaje y desplazamiento continuo cuerpo a tierra a lo largo de la cerca de ligustrina —para eludir así los ojos del o de la que había contado, mientras éste o ésta ambulase por la plaza para descubrir los escondites y a los participantes del juego allí escondidos. Los que jugábamos esa noche seríamos tal vez unos diez o doce chicos y chicas del vecindario.

 Pero no. Una vez que estuvimos a cubierto, acostados boca abajo sobre el césped bien cortado —al reparo y anonimato que nos propiciaban las sombras nocturnas, y protegidos de la vista de terceros por la barrera vegetal de ligustrina— Julieta me tomó de la parte de atrás del cuello: apoyó la tibia y suave palma de su mano en mi nuca y unió sus labios a los míos. Nos besamos frotando nuestros mutuos labios húmedos, unos contra los otros.  Nos besamos todavía más, de otras formas, deslizando los labios en nuestras mejillas; volviendo una y otra vez a los labios, y ahora también a nuestros cuellos; besándonos más y más, con pasión infantil, pero con pasión auténtica, suprema y sublime —yo borracho de emoción y temblando de sorpresa; Julieta, con todo su cuerpo temblando también (yo lo podía sentir en mis brazos, ya que ahora estábamos abrazados, acostados de perfil, frente a frente sobre el fresco y húmedo césped de la plaza). Eso se prolongó en un crescendo hasta que la o el que contaba nos descubrió y tuvimos que salir a entregarnos.

Nuestra estrategia de escondite había fallado porque la habíamos olvidado por completo tras la fuerza del amor, inmaterial, avasallante e inmarcesible. Julieta caminó hacia sus amigas y yo hacia los míos. No hubo piedra libre y yo permanecí de piernas flojas por el resto de esa jornada. Entrada ya la noche y en mi cama, todavía sentía los labios, los brazos y todo el cuerpo de Julieta ardiendo en mi piel y en mi alma.

Y ese fue el fin.

No obstante, casi ya al fin de la adolescencia —al borde de la pileta del Club de Regatas— la vida me ofreció una segunda oportunidad con la misma Julieta. Ella era un año mayor que yo, ahora absolutamente sensual en su delgadez escultural, con un cuerpo que el sol había bronceado hasta un dorado intenso, todo a causa de sus largas tardes enteras en la pileta de natación del club. A veces Julieta era la única persona allí, los lunes a la hora del almuerzo, por ejemplo. Silencio, sol, el agua inmóvil como un cristal, y ella.

Ese verano Julieta andaba siempre vestida (o desvestida) en mínimas biquinis —le recuerdo una de color azul claro levemente decolorado, en un anticipo de lo que en el futuro sería el apogeo de los ‘faded jeans’ —los vaqueros desteñidos. La tela era similar al (o tal vez fuese del) banlon de esa época: stretch y muy fina. Esta película textil elastizada se adhería a su piel y revelaba cada pequeña particularidad de su cuerpo: el ínfimo soutien apenas le cubría las mamas de las que despuntaban en cada cima minúsculos botones duros y enhiestos. Bajo el slip de tiro corto —que dos cuerditas amarradas a los costados de la cadera y mucho más abajo de la cintura apenas sostenían en su lugar— se insinuaba la suave curva del monte de Venus irguiéndose en su entrepierna semi-velada por la delgadez exigua de la tela. En la parte trasera del biquini, el banlon a duras penas lograba contener dos glúteos altos y firmes pero nada voluminosos. Cuando Julieta caminaba, los largos y finos músculos de sus muslos se tensaban. Al mismo tiempo —alternándose a su turno a cada paso de Julieta — cada grupo de los músculos sutiles y delicados de sus glúteos se endurecía y entonces éstas sólidas esferas ascendían hacia su espalda —que era esbelta y tan recta como una tabla. 

            Julieta poseía un estómago plano y tenso como el parche de un redoblante y una muy estrecha línea de vello ínfimo del mismísimo color del trigo maduro de nuestros campos descendía desde su ombligo hasta perderse dentro del slip de banlon. Tanto así la luz diáfana del sol de nuestro pueblo había desteñido este pelo diminuto del estómago de la adolescente que refulgía al borde de la pileta del Club Regatas.

Las largas piernas de Julieta acababan en un par de pies delicados de uñas cuidadosamente manicuradas y esmaltadas, sin duda por obra de la lenta y meticulosa acción de su propia mano: el tiempo de Julieta transcurría en una dimensión comparable a la del sagrado ocio de las sirenas de leyenda.  Una larga cabellera trigueña de hebras finas y lacias cubría su cráneo y enmarcaba su cara. A cada lado de su nariz recta y delgada —en el espacio estético más exacto de su rostro agudo del mismo tono bronce— la Madre Naturaleza había engarzado un par de ojos color azul acuoso. Bajo el sol despiadado del verano, éstos brillaban como dos aguamarinas preciosas de la joyería de papá. Gracias al cielo, a esos ojos los protegían largas pestañas curvas y delicadas, que el sol del club había desteñido hasta llevarlas también a la misma tonalidad trigueña.

Para agraciar aún más el todo, el mismo fino vello color oro del vientre también se insinuaba sobre los labios finos pero voluptuosos de la boca pequeña y sensual de Julieta. Esta muchacha era una visión sobrenatural; era una escultura viva, era la perfección escultórica de la Grecia clásica —ahora refinada, transportada y encarnada en una mujer de la modernidad argentina. 

Una Diosa, como decíamos por ese entonces.

De vez en cuando Julieta se arrojaba a las aguas, nadaba dos largos de pileta, como un felino trepaba por el borde que había elegido para tomar sol ese día y volvía a acostarse sobre la toalla, en ese estrecho espacio de tan sólo dos mosaicos de ancho que constituía el borde circundante de la pileta. Su cuerpo empapado Brillaba y yo lo deseaba con desesperación apenas contenida, queriendo beber toda esa agua tibia que se evaporaba ahora sobre su piel, beberla hasta la última gota.

Entonces tomé coraje, hice de tripas el corazón y con el estómago comprimido de ansiedad y timidez la invité a dar una vuelta en mi Renault blanco flamante. Ella aceptó, y allá partimos —ella en su biquini y yo en mis shorts de baño— los dos juntos en el habitáculo hirviente de mi auto hacia la antigua Papelera, para después doblar hacia la izquierda, subir la milenaria barranca que en el pasado habrían transitado los aborígenes locales e internarnos en la zona rural de nuestro pueblo. La Ruta 41 no existía; sólo se podía subir tomando el camino de tierra que ascendía a la izquierda de esa fábrica. Por aquellos tiempos, tampoco existía el Balneario Municipal.

Al cabo nos detuvimos bajo una fronda desierta de la Colonia Suiza.

Pasamos una o —es más probable— tal vez dos horas conversando. Creo que ambos deseábamos y esperábamos lo mismo pero carecíamos de las herramientas discursivas y gestuales apropiadas para concretizarlo. Nos faltaban (al menos a mí siendo el varón, quien en esa época se suponía era el que debía tomar la iniciativa) los vocablos necesarios en la construcción de un argumento para poder avanzar hacia la realización de nuestro deseo. Los dos debemos también haber sido incapaces de hallar cualquier ‘brecha indispensable’ en nuestra conversación por la que se pudiese introducir el tema de nuestra pasión o al menos de nuestro deseo, y abrir así la posibilidad de su expresión física —ignorábamos cómo crear esa apertura argumental que desembocase en una unión física, en la fusión de nuestros cuerpos en uno. Nos hallábamos atados a nuestro limitado e insuficiente discurso, detenidos en la prison-house of language, tal como la definiera Fredric Jameson, otro filósofo: éste de Yale University.

Insisto: no supimos o no nos atrevimos a realizar los gestos que desabrocharan eso que ambos queríamos vivir; en esta segunda oportunidad, ya menos inocentes, no fuimos capaces de crear las palabras ni pudimos generar el coraje que activase nuestras manos, nuestros brazos ni nuestros labios —como sí había sucedido en aquella lejana primera vez, en la pureza primal de nuestra infancia. De modo figurativo digamos que estos Adán y Eva, a pesar de aún no haber compartido el fruto del árbol del conocimiento, ya sabían que estaban desnudos.

Cuando nuestra mutua incapacidad persistente, nuestra cobardía, se hizo demasiado embarazosa, Julieta —en una expresión cargada de simbolismo— dijo que ya era demasiado tarde y me pidió que la llevase de regreso a su casa. Retiramos del asiento de atrás nuestros bolsos, nos vestimos al lado del auto y emprendimos el regreso. Anochecía.

Nunca jamás sucedió nada entre nosotros.

Tampoco sé si lo que describiré a continuación prosigue en el orden cronológico de mi romance con el romanticismo, o si corresponde a la mera arbitrariedad con que estos recuerdos afloran desde mi archivo mental a la superficie de mi memoria de raconteur a medida que los escribo; pero, sea: Vienen a mi mente las matinés de domingo de los cines Suiza, Colón y San Martin.

Uno buscaba chicas para ir al cine. Chicas que estuvieran dispuestas y deseosas de descubrir eso que ambos Gener os, ellas y nosotros, los chicos, todavía desconocíamos o empezábamos a investigar en esos días venturosos. A esta edad, la incipiente y gradual adquisición de la sensibilidad y experiencia erótica constituia la aventura central de nuestra existencia.  

Los debidos arreglos se hacían a veces en el mismísimo hall de entrada al cine. Otras veces uno de nosotros —ya dentro de la sala del cine y con el film comenzado— iba a buscar a ambas chicas, eso si éramos dos los varones que habíamos llegado juntos para “ver la película”. Entonces los cuatro nos sentábamos en dos parejas en los fondos del cine. La ideal era la última fila.

Ahora y muy a propósito me doy cuenta de que de cierto modo durante la adolescencia el juego de las escondidas continuaba dentro del cine —pero lo erótico-sensual había dejado de ser un accidente para transformarse en un objetivo predeterminado, intencional y específico.

En el Cine Suiza la segunda opción era la piojera (el largo palco que circundaba y se superponía a la sala de espectáculos desde el primer piso) — Los palcos del Colón, por su parte, no servían porque eran cazuelas elevadas con sillas sueltas. Estos “camarotes abiertos”, en realidad funcionaban más como vitrinas de exhibición que como escondite.

Al segundo piso del Colón (el pulman) se accedía por una escalera a la derecha del porche exterior del teatro, donde se hallaban las carteleras de las películas a estrenarse próximamente. Si ese sobrepiso estuviera habilitado para la matiné de domingo (a veces permanecía cerrado con una persiana metálica), este lugar también constituía una tierra de nadie lejana y anónima ideal para besarse y acariciarse.

Siempre uno subía las escaleras lleno de esperanzas de que la Diosa Fortuna por fin lo agraciara con una compañera deseosa de las mismas aventuras extremas. Entonces, tal vez durante la película, en la oscuridad de ese piso elevado y semidesierto se produjese por fin esa concesión mutua hacia las regiones más íntimas y prohibidas de los cuerpos.

El tercer espacio para el disfrute de esos juegos prohibidos era el Cine San Martín. La arquitectura de la sala de proyecciones —el Cine San Martín propiamente dicho— hacía una especie de “L” siguiendo la forma del salón. Este codo se abría hacia la izquierda, adelante del corredorcito de entrada al baño de damas, el cual se hallaba buit-in en ese costado de la sala de espectáculos. Esta articulación del salón creaba una segunda última fila, disponible también para las caricias amorosas.

El sitio de mi epifanía adolescente fue esa segunda última fila, la creada por esa letra L que el formato de la sala de cine había determinado. Este otro espacio de privacidad erótica se ocultaba a unas diez filas con respecto a la última fila real del Cine San Martín. Las butacas aquí se alineaban apoyándose contra la pared del corredor del baño, creando una especie de rincón  olvidado y apartado de las filas centrales del cine. Ideal.  

Me hallaba sentado allí con algún amigo cuya identidad he olvidado, pero podría muy bien haber sido Coqui Coria, mi compinche constante de esos días. Digo que podría haber sido él porque mi compañera circunstancial de esa matiné de domingo era carne y uña con una de las chicas regulares de Coqui. Coqui era un chico hermoso, atractivo y de gran sex appeal. En el lenguaje de hoy, un tipo super-cool, y en el argot de aquél entonces, un pendejo muy pintón; un churro bárbaro. Las niñas revoloteaban a su alrededor, como moscas.

Antes que nada: debe entenderse que tengo que hacer estas deducciones sobre la probable presencia de Coqui ese día porque la memoria de esa función de cine fue avasallada por la nueva vida a la que esta adolescente me dio acceso durante esa matinée de domingo. No obstante, como él y yo ya habíamos ido antes a un par de matinées con esas mismas dos pibas, me animo a especular que Coqui era el chico que hacía pareja con la amiga de mi chica de ese día. Si es así, fue en su compañía que viví lo que voy a relatar a continuación.

Ella era casi una niña —una Lolita, en esa terminología literaria que de súbito se ha vuelto políticamente incorrecta. El color de piel de esa muchachita era aceitunado; poseía un par de enormes ojos negrísimos, pícaros hasta la furia. Sus labios eran carnosos y prominentes y se mantenían siempre en esa especie de trompita gestual que los angloparlantes llaman pout, lo que hacía que su boca —del mismo tono morado suave de sus labios— fuese tan apetitosa como una fruta madura. En Brasil probablemente dirían que ella era una mulata. En realidad, era una de nuestras damitas criollas.

Sus pechos redondos y abundantes se hallaban escondidos debajo de un corpiño de tazas armadas con espuma de goma, a la usanza de los fines de la década del cincuenta y comienzos de los años sesenta. Bajo su pollera tableada y corta color azul (¿tal vez la parte de abajo del uniforme del colegio secundario de las monjas del Instituto San José?) se insinuaba una barriguita algo indulgente pero muy sexy —y algo más abajo todavía, un par medias de seda transparentes se mantenían en su lugar por medio de dos ajustadas ligas de grueso elástico que le apretaban los muslos como si fuesen torniquetes, evidencia de la riqueza de carnes de sus piernas suculentas. 

            Además, mi chica de esa matiné siempre llevaba su cabello en un peinado batido como las cantantes del grupo new wave los B52s. Este pelo así estilizado formaba sobre su cabeza una especie de ‘’dirigible” en posición ascendente a cuarenta y cinco grados. El envoltorio de su cráneo era idéntico al que Amy Winehouse trajo de regreso al escenario de nuestros tiempos actuales. Debido a la constancia de su look capilar B52s/Amy Winehouse —con esa crueldad que es natural durante la adolescencia— los chicos de la barra la habíamos apodado La Güevuda.

Dentro de los padrones culturales que regulaban el Baradero de esa década, estas dos chicas que nos acompañaban en esa tarde de cine eran revolucionarias. La Avant garde. Sus opciones estéticas de vestimenta y maquillaje eran diferentes, casi absurdas —e ignoraban con tamaña displicencia y desparpajo las reglas morales que regían el comportamiento de la sociedad local, que el pueblo las consideraba marginales. En su peor acepción, unas putas. Porque era una parloteadora incesante, a la compañera de Coqui se la conocía como La Perica. Recuerdo los nombres de pila y sobrenombres de ambas: Mabel era La Perica y Elba (mi chica), La Güevuda

No sé qué film se proyectaba ese día —pero sí recuerdo haber ‘visto’ años más tarde en el mismo Cine San Martín (en realidad, vi muy poco), el film que dirigiera Marcel Camus en 1959, Orfeu da Conceição (Orfeo Negro), una re-escenificación a la brasileña (durante el Carnaval Carioca) del trágico mito de Orfeo y Euridice.  Lo recuerdo porque en las butacas del Cine San martín durante esa exhibición cinematográfica viví una experiencia sexual mucho más extrema, explícita y lúbrica que no relataré aquí hoy porque es calificable como XXX. La menciono sólo para destacar el hecho paradójico de que las emociones límites tanto pueden hacer olvidar detalles específicos, como otras veces sirven para para grabarlos de forma indeleble y permanente en la memoria: Orfeu da Conceição.

Volviendo a mi tarde de matiné con mi hermosa y sexy compañera de película: No habían transcurrido cinco minutos de proyección cuando la niña del cabello a la B52s y yo ya nos besábamos y acariciábamos en la oscuridad. Nos besábamos de la forma como yo sabía hacerlo: nuestras ávidas manos exploraban nuestros cuerpos (sobre las vestimentas), mientras frotábamos nuestros labios de modo mutuo o recorríamos con esos labios ansiosos nuestras mejillas y nuestros cuellos.

De súbito me atravesó el cerebro, el corazón y todo mi cuerpo una especie de rayo eléctrico que repercutió por todo mi ser. Brilló en mi cerebro una luz intensa que me anuló la visión exterior, cegándome hasta introducirme en la obscuridad más absoluta. El rayo y las centellas refulgieron tanto que también mi “visión interior” se quedó ciega. Floté perdido en una nada del tamaño del universo …  todo eso a causa del más intenso y puro placer que jamás viviera hasta ese momento.

Acababa de sumergirme por primera vez en un absoluto sensorial. Era mi acceso inicial a una región del cosmos sensual cuya existencia yo había ignorado hasta ese preciso instante y jamás habría sido capaz de imaginar. Por eso me sorprendió desprevenido y por un largo momento lo viví sin que mi capacidad de comprensión emocional e intelectual pudiese explicarlo. Durante ese tiempo, no tuve la más mínima idea de lo que estaba sucediendo: no sabía qué me estaba ocurriendo y debo haber olvidado hasta dónde me hallaba. Creo que eso debe ser lo que en la mitología griega simboliza el flechazo de Cupido o el flechazo del Espíritu Santo en la escultura El éxtasis de Santa Teresa, de Gian Lorenzo Bernini.

Mi cuerpo debe haber vibrado de alguna forma espasmódica e incontrolada, ya que no guardo memoria de posición física alguna durante los segundos, quizás el minuto completo, que duró nuestro propio éxtasis. Antes de este momento, hubiera sido impensable para mí que un acto físico elemental provocara la intensidad emocional indescriptible, que —frustrado por el método insensato e insuficiente de mi (in)habilidad para articularla en palabras escritas— así mismo intento ahora describir.

Sólo después de que hubieran transcurrido varios segundos o minutos tomé consciencia de que nuestras lenguas se hallaban en el interior nuestras bocas —conociéndose, explorándose, disfrutándose, gozándose. Yo descubría, registraba, percibía y disfrutaba por primera vez las texturas, humedades, temperaturas, sabores, y hasta colores y sonidos de la boca de mi amante. ¿¡Es ASÍ es como se besa, entonces!?Elba y yo, abrazados con desesperación bebíamos con avidez nuestras abundantes salivas.

Ese fue el motivo y causante de la sensación inmarcesible que me llevó a una casi-pérdida de la conciencia misma de mi propia de identidad. Mientras duró ese beso, yo sentí con la intensidad de toda la humanidad aunada, yo ocupé todo el espacio del universo. Fue una instancia del absoluto.

Estoy seguro de que no fui yo quien inició este primer beso de verdad de mi vida y hasta hoy no tengo idea de cómo o qué habrá hecho mi Lolita a la B52s para enseñarme abrir la boca y usar mi lengua de la forma debida en su boca e interactuar con su propia lengua. Hoy, aventuro que existe alguna intuición innata del animal humano. Ésta me llevó a colaborar con mi Lolita para que, por la acción coordinada de ambos, nuestro (mi) primer beso real sucediese 

En el plano espiritual ese día dejé de ser niño. En esa matinée de domingo en el cine San Martín, el beso primordial que nos dimos con mi Lolita —La Güevuda a la B52s— dio a luz al Hugo adolescente. Todo fue gracias a ella, a Elba.

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Capitulo de mi libro Del lado de allá – Disponible en Librería Baltimore Libros & Café, Sáenz 995, B2942 Baradero, Provincia de Buenos Aires. Teléfono +54 3329 62-6602

 

 

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