Este va a ser un largo chorizo intelectual introductorio, pero es necesario porque este texto hablará del amor. A continuación y más abajo describiré la jugosa memoria concreta que lo justifica. Tómeselo como la arquitectura fundamental sobre la que se apoya la construcción de esa narrativa concreta posterior, entonces.
De eso se trata: del amor.
¿Amor? A menudo —o la mayoría de las veces— las palabras son vagos significantes cuando se intenta nombrar una variada gama de sentimientos y emociones abstractas que es necesario llamar de alguna manera. Cuando se debe escribir sobre estos intangibles, como comienzo a hacerlo ahora, los símbolos que intentan transmitir significado se vuelven vagos e imprecisos. Amor entonces—, a falta de otro sustantivo que encierre un poquito más de esa precisión necesaria pero siempre insuficiente. Tentativa fútil de alcanzar el imposible.
¿Qué se hace o cómo se entiende la vida como un todo, y la extensión etérea de la existencia física personal —esa que abarca e incluye el universo— cuando uno comprende las primeras emociones como determinantes y determinadas a partir de eso y como consecuencia de eso que —por carecer de precisión, como acabo de escribir— uno llama ‘amor’?
Freud lo coloca en tensión permanente con su emoción opuesta, el odio. Puede concederse validez y razón a ese argumento del doctor y teórico que concibió el psicoanálisis —si no por otra causa identificable, aunque más no sea por la evidencia empírica e histórica de la intensidad de ambos sentimientos y su omnipresencia en el temperamento de la especie.
El amor y el odio pueden adueñarse de nuestra voluntad hasta despojarnos de nuestra habilidad para controlar cualquier actitud o acción consecuente, sea la que sea. ¿No existe por acaso la figura jurídica del “crimen pasional”, que exculpa en parte al agresor, ya que se lo considera un sujeto obnubilado? La pasión lo deja «fuera de control” — y el actor deja de ser el sujeto de sus acciones. La intensidad de su emoción se ha transformado —y ésta ha transformado a ese sujeto en un objeto ajeno a su voluntad. Estos «impulsos espirituales” se han adueñado de él y lo han enajenado. Sus emociones se han constituido en un algo que maneja las acciones físicas del ex-sujeto en el mundo físico. Loco de odio. O loco de amor.
En el caso de mi propia conciencia o hasta de mi existencia como ser individual, es decir, de mi yo —ese ente, él eligió el amor, o fue poseído desde siempre por una cosmovisión romántica de la vida.
Ante mis ojos y mi corazón, el romanticismo tal vez sea la única plataforma emocional visible y perceptible desde la cual uno puede lanzarse hacia el “mundo fenomenológico” (el mundo material perceptible, ese que entendemos como lo real). Esa actitud vital hace que el yo (el ‘modo’ del verbo, en este caso, seguramente subjuntivo) perciba y entienda (¿ven?, estos y los que siguen son subjuntivos) a priori un mundo sensual-espiritual —y sólo a continuación los penetre “in corpus” y así entonces se halle por fin en el mundo físico. A priori, el espíritu; a posteriori, lo físico ‘real’.
Ya de adulto, por fin y para entenderlas mejor, hallé estas ideas articuladas (y este problema, solucionado en el plano intelectual) en las clases de la ciencia que trata de estas disyuntivas y que impartía mi mentor en dicha disciplina, el filósofo de Harvard University Dr. Steven Ross —un profesor y persona extra-ordinaria que las desmenuzó e hizo comprensibles para sus alumnos.
Ese proceso de entendimiento se desarrolló en los salones de clase durante largos análisis, cuya perspectiva general dentro de las teorías de la mente o del espíritu —la “Theory of Mind” de Hegel y las de ‘la razón’ (of Reason) de Kant, entre varias otras que discuten el tema— contraponía al dualismo (cuerpo/ espíritu) una contra-teoría unicista, esa conocida más comúnmente como “monismo”.
Esas teorías unicistas se oponen y tratan de solucionar el tradicional dualismo cartesiano (la formula de René Descartes, por eso “cartesiana”, que —puesto en términos burdos pero simples— postula la existencia de un cuerpo “habitado” por un espíritu). De modo intuitivo estuve de acuerdo de imendiato con esta contra-visión unicista, y con la deducción consecuente de que el dualismo es sólo un ‘error de categoría’. Las experiencias originales de mi vida emocional, que narraré abajo, me ayudaron a aceptar el unicismo como la posición racional más lógica.
Para explicar el unicismo, Steven Ross utilizó un claro ejemplo práctico: ¿Qué es y dónde está el “team spirit” (el ‘espíritu de equipo” en el deporte, y el esprit de corps en el lenguaje de las fuerzas armadas), sino en los integrantes del equipo mismo?
El espíritu de equipo de la Selección Argentina de Fútbol, dígase, no es otra cosa que la disposición emocional aunada de sus jugadores integrantes: el ‘espíritu de equipo’ de la selección es el equipo mismo; es la selección. Adjudicar a la selección argentina un carácter físico, y a su entendimiento colectivo —su coordinación grupal— un carácter diferente es un error de categorización. Ambas cosas son una y la misma. Cuando se dice que a un equipo le “faltó espíritu” para vencer, hablamos de la carencia de la emoción necesaria en cada jugador que lo impulse a luchar más allá de la fuerza individual, en conexión táctica con cada uno de sus colegas —y con todos como equipo— y así robar el triunfo de las manos del adversario.
Ese cuerpo (el equipo, la selección; el corps militar) ES también su espíritu (la actitud emocional personal que permite la interconexión psicológica, táctica y estratégica con los otros jugadores integrantes del equipo). Basta uno descender al hoy real y comparar lo que sucede —y que tanto se critica— cuando nuestros hombres juegan en la selección, y cuando juegan en el Barça, el Barcelona. Son los hombres los que fallan porque el equipo, en espíritu, no existe. Como viven en el exterior e integran diferentes equipos extranjeros, ellos juegan muy poco juntos, entonces no se conocen lo suficiente como para que exista esa cohesión indispensable cuando juegan para la selección). La cohesión ausente contituye esa ausencia del espíritu. Fallan los hombres porque sin espíritu no hay equipo.
Pues bien, esta teoría general unicista, esa que niega el dualismo cuerpo/espíritu, se extiende a los seres humanos como individuos, y entonces sostiene lo mismo para el individuo: El cuerpo de cada individuo ES también su espíritu. Sabemos por experiencia propia que uno siente con el cuerpo (sería hasta superfluo tocar el tema de lo psicosomático, ¿eh? Nada puede ser más claro que eso). La sabiduría popular lo identifica con colores corporales del mundo real: uno, física y metafóricamente se pone verde de envidia, rojo de vergüenza, negro de rabia, etc. Las teorías más recientes hasta postulan las emociones y los sentimientos como reacciones químicas que se producen en el cerebro: lo emocional y sensual —lo espiritual— es también algo biológico, un fenómeno físico, un evento operado por el cuerpo.
El unicismo existe y se manifiesta con mayor claridad en ese momento trascendental cuando uno alcanza a vislumbrar al mismo tiempo la muerte y la eternidad. Hablo de esa experiencia físico-espiritual que los franceses con gran inspiración denominaron la petite morte. Me refiero, claro, al orgasmo. ¿No es ese supremo y breve momento de absoluto espiritual por acaso también el momento físico más sublime?
Voy a repetirlo: ¿No es por acaso el orgasmo la experiencia simultánea del supremo momento de éxtasis físico que coloca al ser humano en contacto con su espíritu más sublime? Al mismísimo tiempo —y debido a esta sensación física— uno siente que por un instante abandona el cuerpo y es puro espíritu. No obstante esta es una experiencia que se logra por la fusión exclusiva de los cuerpos.
A mis emociones sensuales más arcaicas las encuentro en los brazos de una adolescente —yo por ese entonces sería quizás poco más que un niño de brazos—, en el hall de una casa durante una fiesta de bautismo, de primera comunión o tal vez de cumpleaños. No recuerdo qué se celebraba. Este hogar se halla en la calle Eugenio Arnaldo de la ciudad de San Pedro. Era la morada de mis tíos María y Juan Calzado.
Mientras cavilo estas líneas me pregunto si fue una mera casualidad o un acto de sincronía alegórica intencional de las fuerzas ordenadoras del universo, esto de que los nombres de los tíos que me acogían en esa noche —María y Juan— fueran tan elementales. Bíblicos ambos, esos nombres eran tan apropiados, resultaban tan exactos para ese momento primero, cuando vivo la experiencia más antigua del amor físico. Si esto que estoy escribiendo en este momento hubiera sido un texto de ficción, sin duda yo igualmente habría extraído esos dos nombres del acervo de mi propia imaginación para usarlos aquí: María, la genitora del Dios-hombre; Juan, el Bautista.
La adolescente de la que aquí hablo, a la que recuerdo, era de Pergamino; y su padre, un amigo de tío Juan. De modo imperdonable he olvidado el nombre de esa cariñosa chica rubia de ojos color miel cuyos brazos me sostenían en su regazo esa noche, y me apretaban contra sus pechos tibios y tiernos —contra los que yo, de forma muy consciente apoyaba mi cabeza. Precoz, tal vez todavía no muy distante en edad de mi etapa bebé (aunque sé que caminaba, hablaba y entendía muy bien todo lo que sucedía a mi alrededor), esa noche y con esa muchacha preciosa, con premura yo ya aprendía a entender la carne.
Un tiempo inmensurable más tarde, pero todavía durante esa fiesta, ella me llevaba alzado mientras deambulaba por el jardín para hablar con uno y otro. Mientras lo hacía, me mantenía en sus brazos. Porque bajo los tilos y los limoneros había gente bebiendo de pie en el jardín, deduzco que ésta era sin duda una celebración veraniega (¿o se celebrarían Los ritos de la primavera, esos que causaron tanto escándalo cuando los escribió Stravinski en lenguaje musical?). Es comprensible entonces que el vestido de fiesta de mi hermosa y sensual adolescente, para albergar esos pechos generosos tuviera un escote igualmente generoso, el ideal para esa estación del año. Mi cara distaba meros centímetros de esa región húmeda de su piel donde sus pechos se encontraban y apretaban uno contra el otro. Mis mejillas los rozaban y quedaban impregnadas de su transpiración.
Puedo hasta hoy —lo juro— evocar el aroma que de ella brotaba, y en este hoy sé con seguridad que no era sólo la emanación de algún buen perfume que se había aplicado después del baño, sino también el propio olor corporal de la adolescente. Yo respiraba con avidez ese aroma embriagador de la joven mujer mientras ella me besaba con ternura y me decía cosas con una voz que ella fingía como si fuera la de una niñita pequeña —una entonación que no era más que un gesto suyo de amor sensual inocente también, y que ella creaba especialmente para mí— su forma y e intento de colocarse a una distancia aún más próxima de mi personita. Vivíamos un instante de fascinación mutua porque nuestros cuerpos estaban en contacto de modo literal, real —carne y carne haciéndose una. Yo enardecía por su calor, su humedad y su olor, y estoy seguro que el viceversa era igualmente verdadero: ¿no es por acaso también embriagante el fresco aroma de un niñito? Era nuestro momento íntimo, absolutamente interpersonal.
Volvimos al hall y la joven mujer escogió para sentarse el sillón del rincón más sombrío para así continuar arrullándome. Recuerdo cada movimiento de sus músculos —en especial cada contracción involuntaria de su vientre y pelvis cada vez que me besaba. Ese debe haber sido mi primer amor y mi primer vislumbre de lo sexual.
Después, me dormí en su falda.
El próximo momento de amor fue detrás de las bajas y largas cercas de ligustrina semicirculares de la Plaza Mitre. Éstas separaban los canteros de flores que rodeaban el círculo de baldosas en el que se centraba la pirámide, de los canteros posteriores a dichas cercas. Esto fue cuando todavía el cóndor andino que corona la cúspide del monumento protegía bajo sus alas a la estatua del General San Martín, porque esta última aún formaba un único conjunto escultural con la pirámide. El bronce se hallaba de pie en su pedestal original del frente de ese monumento de mármol —un General San Martín algo excedido de peso y bastante más bajo que el que yo conocía de los posters que ilustraban mis salones de clase de la Escuela Nro. 1.
Lo que estoy relatando —como la fiesta en San Pedro— sucedió en otra noche de verano. Jugábamos a las escondidas allí en la Plaza Mitre y tampoco puedo recordar quién contaba cubriendo su rostro entre los brazos en cruz, apoyado a uno de los rincones vertizoides internos del monumento, sobre el plató que existe después de que uno ha subido los escalones de acceso al mismo. Se contaba subido ahí. “Bueno, subite a contar”, decía uno.
Porque para narrar la genealogía de mis emociones sensuales (¡Puf! ¡Voy a repetir tanto esta palabra!) primero tengo que evocarlas, al hacer este ejercicio memorioso me deslumbra la insistencia con que me sorprenden uno tras otro estos sincronismos simbólicos de mi vida. Tal vez Jung teorizaría sobre los arquetipos: es innecesario que les recuerde el nombre de la muchacha de la pareja protagónica de la tragedia romántica por excelencia de Shakespeare, ese augusto dramaturgo.
Mientras quienquiera que haya sido que, como dije, contaba durante nuestro juego de la escondida, Julieta me tomó de la mano y me llevó corriendo rápido, a ocultarnos detrás de uno de esos dos largos cercos semicirculares de ligustrina de la plaza Mitre. Nos acostamos sobre nuestros estómagos detrás del mismo, en lo que yo pensaba sería el prólogo a un acto de espionaje y desplazamiento continuo cuerpo a tierra a lo largo de la cerca de ligustrina —eludiendo así los ojos del o de la que había contado, mientras este o esta ambulase por la plaza en busca de los escondites y los escondidos que participaban del juego para descubrirlos. Los que jugábamos esa noche seríamos tal vez unos diez o doce chicos y chicas del vecindario.
Pero no. Una vez que estuvimos a cubierto, acostados boca abajo sobre el césped bien cortado —al reparo y anonimato que nos propiciaban las sombras nocturnas, y protegidos de la vista de terceros por la barrera vegetal de ligustrina— Julieta me tomó de la parte de atrás del cuello, casi de la nuca, y apoyó sus labios contra los míos. Nos besamos frotando nuestros labios; nos besamos más, en las mejillas; otra vez en los labios, y ahora también en nuestros cuellos, con pasión infantil, pero con pasión auténtica —yo borracho de emoción y temblando de sorpresa— hasta que la o el que contaba nos descubrió y tuvimos que salir a entregarnos. Nuestra estrategia de escondite había sido olvidada por completo tras la inmaterial, avasallante e inmarcesible fuerza del amor. Julieta caminó hacia sus amigas y yo hacia los míos. No hubo piedra libre y sentí mis piernas flojas por el resto de la noche.
Y ese fue el fin.
Muchos años después y ya bastante entrado en la adolescencia, la vida me ofreció una segunda oportunidad con la misma Julieta, al borde de la pileta del Club de Regatas. Ella era un año mayor que yo, ahora absolutamente sexy en su delgadez escultural, con un cuerpo quemado por el sol hasta un tono bronceado intenso, debido sus largas tardes enteras en la pileta de natación del club. A veces era la única persona allí, los lunes a la hora del almuerzo, por ejemplo.
Ese verano Julieta andaba siempre vestida (o desvestida) en mínimas biquinis —le recuerdo una de color azul claro levemente desteñido, en un anticipo de lo que en el futuro serían los ‘faded jeans’. La tela era similar al (o era de) banlon de esa época: stretch y muy fina. Se adhería a su piel y revelaba cada pequeña particularidad de su cuerpo: el ínfimo soutien apenas le cubría las mamas que despuntaban en la cimas de dos pechos pequeños pero enhiestos. Bajo el slip de tiro corto —que sostenían en su lugar dos cuerditas amarradas a los costados de la cadera, mucho más abajo de la cintura— se insinuaba la suave curva del monte de Venus, que se erguía en su entrepierna semi-velada por la delgadez de la tela. En la parte trasera del biquini, el banlon a duras penas lograba contener dos glúteos altos y firmes pero nada voluminosos.
Julieta poseía un estómago plano como el parche de un redoblante y desde su ombligo descendía hasta perderse dentro del slip una muy estrecha línea de vello ínfimo del mismísimo color del trigo maduro de nuestros campos —la luz diáfana de nuestro pueblo, esa que refulgía al borde de la pileta del Club Regatas, tanto así había desteñido este pelo diminuto del estómago de la adolescente.
Sus piernas largas acababan en un par de pies delicados de uñas cuidadosamente manicuradas, seguramente por ella misma. Cubría su cráneo y enmarcaba su cara una larga cabellera trigueño-dorada de hebras finas y lacias. A cada lado de su nariz recta y delgada —en el espacio estético más exacto de su rostro agudo del mismo tono bronce— se implantaba un par de ojos azul acuoso. Bajo el sol despiadado del verano, éstos brillaban como dos aguamarinas preciosas de la joyería de papá. Gracias al cielo protegían esos ojos sus pestañas curvas y delicadas, igualmente desteñidas hasta el mismo color del trigo.
Para agraciar aún más el todo, el mismo fino vello color oro del vientre también se insinuaba sobre los labios finos pero carnosos de su boca pequeña y sensual. Era una visión sobrenatural; Julieta era una escultura viva —Una Diosa, como decíamos por ese entonces.
De vez en cuando se arrojaba a las aguas, hacía dos largos, y volvía a acostarse sobre la toalla, en ese estrecho espacio de tan sólo dos mosaicos de ancho del borde de la pileta. Brillaba su cuerpo empapado y yo deseaba beber toda esa agua que se evaporaba ahora de su piel, beberla hasta la última gota.
Entonces tomé coraje y la invité a dar una vuelta en mi Renault blanco flamante, y allá partimos los dos hacia la antigua Papelera, para después doblar hacia la izquierda, subir la antigua barranca e internarnos en la zona rural de nuestro pueblo. La Ruta 41 no existía; sólo se podía subir tomando el camino de tierra que ascendía a la izquierda de la Papelera. Tampoco existía el Balneario Municipal.
Al cabo nos detuvimos bajo una fronda desierta de la Colonia Suiza.
Pasamos tal vez una, dos horas, conversando. Creo que ambos deseábamos y esperábamos lo mismo pero carecíamos de las herramientas orales y gestuales apropiadas para concretizarlo. Nos faltaba (al menos, a mí, siendo el varón, quien en esa época debía tomar la iniciativa) el argumento discursivo necesario para avanzar. Debemos también haber sido ambos incapaces de hallar cualquier ‘brecha indispensable’ en nuestra conversación por la que se pudiese introducir el tema de nuestro deseo y abrir así la posibilidad de su realización —ignorábamos cómo crear esa brecha hacia nuestro encuentro y fusión física: nos hallábamos atados a nuestro discurso.
No supimos o no nos atrevimos a realizar los gestos que desabrocharan eso que ambos queríamos vivir. En esta segunda oportunidad, ya menos inocentes (de forma figurativa, digamos que estos Adán y Eva de ahora ya sabían que estaban desnudos), no fuimos capaces de crear las palabras ni pudimos generar el coraje que activase nuestras manos, nuestros brazos ni nuestros labios —como sí había sucedido en aquella lejana primera vez durante nuestra infancia.
Cuando nuestra incapacidad persistente, nuestra cobardía, se hizo demasiado embarazosa, Julieta dijo de forma muy significativa que era demasiado tarde y me pidió que la llevase de regreso a su casa. Anochecía.
Nunca jamás sucedió nada entre nosotros.
Tampoco sé si lo que describiré a continuación prosigue en el orden cronológico de mi romance con el romanticismo, o si corresponde a la mera arbitrariedad con que estos recuerdos afloran desde mi archivo mental a la superficie a medida que los escribo; pero, sea: Vienen a mi memoria las matinés de domingo de los cines Suiza, Colón y San Martin.
Uno buscaba chicas para ir al cine. Chicas que estuvieran dispuestas y deseosas de descubrir eso que ambos géneros, ellas y nosotros, los chicos, todavía desconocíamos o empezábamos a investigar en esos días venturosos. El incipiente y gradual nacimiento de nuestra vida erótica era la aventura central de esa edad.
Se hacían los debidos arreglos a veces en el mismísimo hall de entrada al cine. Otras veces uno de nosotros —dentro mismo de la sala del cine, ya con el film comenzado— iba a buscar a ambas chicas, eso si éramos dos los varones que habíamos ido juntos a «ver la película». Entonces nos sentábamos los cuatro juntos, en dos parejas, en los fondos del cine. La ideal era la última fila.
En el Cine Suiza la segunda opción era la piojera (el largo palco que circundaba y se superponía a la sala de espectáculos desde el primer piso) — Los palcos del Colón, por su parte, no servían porque eran cazuelas elevadas que funcionaban más como vitrinas de exhibición que como escondite.
Ahora y muy a propósito me doy cuenta de que de cierto modo durante la adolescencia el juego de las escondidas continuaba dentro del cine —pero lo erótico-sensual había dejado de ser un accidente para transformarse en un objetivo específico e intencional.
Si el segundo piso del Colón (el pulman) —al que se accedía por una escalera a la derecha del porche exterior del teatro, donde se hallaban las carteleras de las películas a estrenarse próximamente— estuviera habilitado para esa matiné de domingo (a veces permanecía cerrado con una persiana metálica), aquel segundo piso también constituía una tierra de nadie lejana y anónima ideal para besarse y acariciarse.
Siempre uno subía las escaleras lleno de esperanzas de que la Diosa Fortuna por fin lo agraciara con una compañera deseosa de las mismas aventuras extremas. Entonces, tal vez durante la película se produjese por fin esa concesión mutua hacia las regiones más íntimas de los cuerpos.
La arquitectura del Cine San Martín hacía una especie de “L” en la forma del salón, cuyo codo se abría hacia la izquierda y adelante del corredorcito de entrada al baño de damas, que se hallaba en ese costado y dentro de la sala de espectáculos.
El espacio de mi epifanía fue la “última fila” de esa L que hacía el formato de la sala de cine —que en realidad estaría a una diez filas con respecto a la última fila real del cine, pero estas butacas en particular se alineaban apoyándose contra la pared del corredor del baño, por lo tanto era de hecho la última fila de ese extremo derecho en L de dicha sala.
Me hallaba sentado allí con algún amigo cuya identidad se me ha perdido en la niebla de los años, pero sospecho que podría muy bien haber sido Coqui Coria, dado que mi compañera circunstancial de esa matiné de domingo era carne y uña con una de las chicas regulares de Coqui —Coqui era un chico hermoso, atractivo y de gran sex appeal. En el lenguaje de hoy, un tipo supercool, y en el argot de aquél entonces, un pendejo muy pintón; un churro. Las niñas revoloteaban como moscas a su alrededor.
Antes que nada: debe entenderse que tengo que hacer estas deducciones sobre la probable presencia de Coqui ese día porque la memoria de esa función de cine fue avasallada por la nueva vida a la que me dio acceso esta adolescente durante esa matinée de domingo. No obstante, como él y yo ya habíamos ido antes a un par de matinés con esas mismas dos pibas, me animo a especular que Coqui era el chico que hacía pareja con la amiga de mi chica de ese día. Si es así, fue en su compañía que viví lo que voy a relatar a continuación.
Ella era casi una niña —una Lolita, en esa terminología literaria que de súbito se ha vuelto políticamente incorrecta. El color de piel de esa muchachita era aceitunado; poseía enormes ojos negrísimos y pícaros. Sus labios eran carnosos y prominentes y se mantenían siempre en esa especie de trompita gestual que los angloparlantes llaman pout, lo que hacía que su boca —del mismo tono morado suave de sus labios— fuese tan apetitosa como una fruta madura. En Brasil probablemente dirían que ella era una mulata.
Sus pechos redondos y abundantes se hallaban escondidos debajo de un corpiño de tazas armadas con espuma de goma, a la usanza de los fines de la década del cincuenta/comienzos de los sesenta. Bajo su pollera tableada y corta color azul (¿tal vez del uniforme del colegio secundario San José?) se insinuaba una barriguita algo indulgente —y algo más abajo, un par medias de seda transparentes se mantenían en su lugar por medio de dos ajustadas ligas que apretaban los muslos como torniquetes, evidencia de la riqueza de carnes de sus piernas firmes.
Además, mi chica de esa matiné siempre llevaba su cabello en un peinado batido a lo B52s, que formaba sobre su cabeza una especie de ‘’dirigible” en posición casi vertical, idéntico al estilo de Amy Winehouse. Debido a la constancia de su look capilar B52s —con esa crueldad que es natural durante la adolescencia— los chicos de la barra la habían apodado La Güevuda.
Dentro de los padrones culturales que regulaban el Baradero de esa década, estas dos chicas que nos acompañaban en esa tarde de cine eran revolucionarias. Sus opciones estéticas de vestimenta y maquillaje eran diferentes, casi absurdas —e ignoraban con tamaña displicencia y desparpajo las reglas morales que regían el comportamiento de la sociedad local, que el pueblo las consideraba marginales. Porque era una parloteadora incesante, a la compañera de Coqui se la conocía como La Perica. No recuerdo los nombres de pila de ninguna de las dos: eran La Perica y La Güevuda.
No sé qué film se proyectaba ese día —pero sí recuerdo haber ‘visto’ años más tarde en el mismo Cine San Martín (en realidad, vi muy poco), el film sobre el carnaval carioca que dirigiera Marcel Camus en 1959, Orfeu da Conceição (Orfeo Negro). Lo recuerdo porque en esa función viví una experiencia sexual mucho más explícita, que no relataré aquí hoy porque es calificable como XXX. La menciono sólo para destacar el hecho paradójico de que las emociones intensas tanto pueden hacer olvidar detalles específicos, como otras veces sirven para para grabarlos de forma indeleble y permanente en la memoria.
Volviendo a mi tarde de matiné con mi hermosa y sexy compañera de película: No habían transcurrido cinco minutos de proyección cuando la niña del cabello B52s y yo ya nos besábamos y acariciábamos en la oscuridad. Nos besábamos de la forma como yo sabía hacerlo: mientras nuestras ávidas manos exploraban nuestros cuerpos (sobre las vestimentas), frotábamos nuestros labios de modo mutuo o recorríamos con esos labios ansiosos nuestras mejillas y nuestros cuellos.
De súbito me atravesó el cerebro, el corazón y todo mi cuerpo una especie de rayo eléctrico que repercutió por todo mi ser. Me invadió una especie de luz intensa y al mismo tiempo me nubló una obscuridad absoluta. El rayo y las centellas refulgieron mientras mi “visión interior” se quedó ciega. Floté perdido en una nada del tamaño del universo . . . todo eso a causa del más intenso y puro placer que jamás viviera hasta ese momento.
Acababa de introducirme por primera vez en un absoluto sensorial. Era mi acceso inicial a una región del cosmos sensual cuya existencia yo había ignorado hasta ese preciso instante y jamás habría sido capaz de imaginar. Por eso me soprendió desprevenido y por un largo momento lo viví sin que mi capacidad de comprensión emocional e intelectual pudiese explicarlo. Durante ese tiempo, no tenía ninguna idea de lo que estaba sucediendo: no sabía qué me estaba ocurriendo y debo hasta haber olvidado dónde me hallaba. Creo que eso debe ser lo que el flechazo de Cupido simboliza en la mitología griega.
Mi cuerpo debe haber vibrado de alguna forma espasmódica e incontrolada, ya que no guardo memoria de posición física alguna durante los segundos o minutos que duró nuestro éxtasis. Antes de este momento, hubiera sido impensable para mi que un acto físico elemental provocara la intensidad emocional indescriptible que de modo insensato intento ahora describir.
Sólo después de que hubieran transcurrido varios segundos o minutos tomé consciencia de que nuestras lenguas se hallaban en el interior nuestras bocas —conociéndose, explorándose, disfrutándose, gozándose, y que eso era lo que había causado esa casi-pérdida de mi identidad. Yo descubría, registraba, percibía y disfrutaba por primera vez las texturas, humedades, temperaturas, sabores, y hasta colores y sonidos de la boca de una chica. ¡Así es como se besa!
Estoy seguro de que no fui yo quien inició este primer beso de verdad de mi vida y hasta hoy no tengo idea de cómo o qué habrá hecho mi Lolita para enseñarme a abrir la boca y usar mi lengua de la forma debida —o si existe alguna intuición innata del animal humano que me llevó a colaborar con ella para que nuestro (mi primer) beso real sucediese por la acción coordinada de ambos.
En el plano espiritual ese día dejé de ser niño. El beso primordial que nos dimos con mi Lolita —La Güevuda—, en esa matinée de domingo en el cine San Martín, dio a luz al Hugo adolescente. Todo fue gracias a ella.
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Pleasantville, New York. Sábado 19 de mayo de 2018
Imágenes:
- El narrador a los 18 años de edad.
- La noche en la Plaza Mitre.
- El Club Regatas durante esa década.
- La cuadra de Santa María de Oro donde se aprecia el Cine Colón, casi al fondo de la misma.
Hola, Pateco!
El «Gregorio» es «lo que se dice». EL «Gre Gre» es «cómo se lo dice», o sea, la narrativa, la historia, el cuento, el texto. Es la literatura. Sin Gre Gre no hay historia. Sabés cuál es la justificación más arcaica de la literatura? El épico árabe «Las mil y una noches». Ese libro cuenta la historia de una Maharajá que todas las noches dormía con una virgen diferente y al amanecer la degollaba con su daga de acero, oro y piedras preciosas. ESo hasta que llega la virgen llamada Sheherazade. Sheherazade salva su vida y preserva su himen intacto contándole al Maharajá una historia maravillosa y deslumbrante tras otra hasta que sale el sol. O sea, ella enhebra una perla «Gre Gre» tras otra hasta que el peligro ha desaparecido. Dicen que la tradición de contar cuentos se origina dentro de las cavernas, cuando un anciano relataba historias para que la tribu soportase la oscuridad, el frío, el hambre, el peligro y el horror de la noche, hasta que el sol naciese. Nosotros, los contadores de historias elaboramos Gre Gres, siguiendo esa tradición, sin otro objetivo que entretener al que escucha o lee, exactamente como esos ancianos prehistoricos, o como la hermosa Sheherazade. Y no olvides que vos mismo, Pateco, ya fuiste uno de los personajes de uno de mis Gre Gres, ese titulado «Rituales del sábado: El sí de las niñas.» Un abrazote, querido y viejo amigo!
Mucho Gre Gre, para decir Gregorio..!