
Si Tato siguiera entre nosotros, solemos conjeturar de vez en cuando, como si en verdad se hubiera ido. En parte –esa parte fría e irrefutable de la vida que son los hechos– ya no está para festejar los 83 años que tendría hoy. Pero, por otro lado –allí donde habita la memoria, esa que ejerció literal y simbólicamente como bandera– su imagen está presente y su discurso –el de la coherencia, más allá de los textos que interpretaba– sigue vigente.
No cuesta mucho imaginar al pequeño gigante de icónica peluca, simpático frac y robusto habano, acomodándose los anteojos antes de hacer la pausa perfecta, hábil respiro antes del remate certero y después de párrafos kilométricos enunciados con prodigiosa y vertiginosa velocidad. No cuesta imaginarlo abordando la realidad política, social y cultural de la Argentina del siglo XXI con la misma ironía, lucidez y responsabilidad que lo hizo durante décadas. De ese modo es que instaló y modificó varios parámetros de la televisión.
Por empezar, su descripto estilo de oratoria. Pero lo más importante es que en un país en el que el deporte favorito siempre fue jugar al avestruz (esconder la cabeza, mirar hacia otro lado), Tato instaló de modo divertido el debate político que –sobre todo en los años que atravesó– despertaba más lágrimas y horror que risas. Su diferencia, de las tantas que marcó, residía en no hacerlo desde el chiste obvio o la trivialidad: dejaba muy en claro que “el good show” era su programa y no que la política debía convertirse en un show. Algo que sucedió y como tantas otras cosas, Tato supo anticipar. Allí su vigencia: su poder analítico y esa distancia necesaria que otorga el humor para contextualizar y entender con historicidad la cambiante (y no tanto) fábula política, lo erigió como una suerte de «visionario».
Nada de eso, hubiera dicho él, humilde y honesto. Usualmente se definía sólo como un actor y aclaraba que los monólogos no los escribía él. “El actor cómico de la Nación”, lo llamaban. Pero había en él un genio que podía lograr que esos textos y esos sketchs llegaran de un modo único. A veces, el decir es un acto tan poético y artístico como escribir.
Y es que era mucho más que un actor: era un tipo con clara conciencia democrática, pero también enorme autocrítica y un grado de respeto sin solemnidades (como el que profesa el creciente y tibio «moderadismo» de parte de la escena política).
Tato podía sentar a su mesa a personajes despreciables: pero en vez de jugar el juego de ellos, los sometía al suyo. Con elegancia y sutileza, entre tallarines y buena música, desenmascaraba a los idiotas de turno ávidos de caer simpáticos.
En 1957, Tato enfrentó por primera vez una cámara de television en el programa Caras y Caretas que se emitía por Canal 7. Empezó a hacer lo que sería su fuerte durante el resto de su carrera: los monólogos. En 1961, el cómico debutó con su programa Tato, siempre en domingo, por Canal 9, y duró casi una década, entre 1961 y 1970.
Entre 1970 y 1980, el programa fue cambiando de nombre y fue más intermitente la censura de aquellos años. A partir de 1988, Alejandro y Sebastian Borensztein, los hijos de Tato, se incorporaron a la producción de los programas. Las aperturas se realizaban como lujosas miniproducciones, como la de Tato de América (1992) o la de Good Show (1993), por Telefé.
Alguna vez su voz carrasposa y encendida interpretó un monólogo escrito por el notable Santiago Varela: ¿Quién tiene la culpa? «La culpa de todo la tiene el ministro de Economía dijo uno. ¡No señor!, dijo el ministro de Economía mientras buscaba un mango debajo del zócalo. La culpa de todo la tienen los evasores. ¡Mentiras!, dijeron los evasores mientras cobraban el 50 por ciento en negro y el otro 50 por ciento también en negro». Así se iban sucediendo distintos actores sociales y políticos como la DGI, la patria financiera, la patria contratista, los jóvenes, los curas, los policías, los ancianos, la Justicia, los periodistas.
Un largo etcétera de culpas hasta que concluía: «Yo sé quién tiene la culpa de todo. La culpa de todo la tiene El Otro. ¡El Otro siempre tiene la culpa! ¡Eso, eso! Exclamaron todos a coro. El señor tiene razón: la culpa de todo la tiene El Otro. Dicho lo cual, después de gritar un rato, romper algunas vidrieras y/o pagar alguna solicitada, y/o concurrir a algún programa de opinión en televisión (de acuerdo con cada estilo), nos marchamos a nuestras casas por ser ya la hora de cenar y porque el culpable ya había sido descubierto. Mientras nos íbamos no podíamos dejar de pensar: ¡Qué flor de guacho que resultó ser El Otro…!».
Tato fue el hombre que nos hizo ver lo que muchos tapaban. Lo otro. Tato fue el que nos hizo ver que nosotros somos ese otro culpable. Si Tato siguiera entre nosotros, volveríamos a pensarlo. Pero no. Y, al parecer, mientras la historia a veces se repite dolorosamente, nos conformamos con su recuerdo y su estilo único. Porque como él, precisamente, no hay otro.
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