Se baja del colectivo del lado de afuera del estacionamiento; el poste pelado y solitario indica la parada del colectivo de Rossi. Ahí mismo se transpone la entrada hacia la playa de estacionamiento, por el tapial natural que crea la fila de árboles que existe detrás del refugio. Este constituye una simple construcción de mampostería con un largo banco embutido del mismo material, que lo recorre internamente y tal vez en una fría noche de lluvia sirve de lecho a un linyera solitario. Los altos árboles (¿tipas?) ofrecen una sombra sólida a los coches que han estacionado al amanecer aquellos que hacen un viaje a ciudades cercanas, o aun a Buenos Aires o Rosario, y allí los dejarán hasta su retorno, en general en alguno de los varios trenes nocturnos que llegan del norte o del sur.
Se cruza entonces esa playa de estacionamiento, tapizada con un pedregullo blanco-grisáceo que se queja bajo los pies con un sonido agradable y hace de cada paso un gesto mullido, como ofreciendo una alfombra mineral en demostración de respeto, que le rinde homenaje y acata el honor y rango respetivo de aquella o aquel que parte o arriba: una reverencia a su carácter de viajero. Se asciende, entonces, el alto escalón que debe sortearse levantando bien la pierna. Este paso se dificulta por el peso del par de maletas o de bolsos que el transeúnte porta, pero con este gesto el peatón gana de forma literal y metafórica una condición superior. Se deslinda de su cotidianeidad por este movimiento físico: logra el acceso al primero de los dos umbrales que conectan esta edificación al resto del mundo. Una vez que apoya las plantas de los pies sobre este piso de enormes lajas de cemento, está de forma concreta en la Estación Ferroviaria de la Ciudad de Baradero. Este umbral constituye por su función misma una suerte de “andén interno” al que llegan –o del que parten— esos cinco o seis taxis, frente a las enormes puertas de madera y vidrio pintadas de azul marino. Esta portada abre la edificación inglesa al pasajero y lo dirige hacia el resto del orbe. Mujeres acceden a la playa en sus automóviles y frenan bruscamente para dejar frente al escalón a los maridos que viajan; hombres abren las puertas de sus coches lustrados para dejar a la mujer con un par de amigas –quienes viajan a comprar un vestido en la Avenida Santa Fe, en un viaje breve de ida y vuelta en el día. Tal vez, una vez allá en Buenos Aires, detendrán su trajín tan sólo uno o dos minutos en la oficina de teléfonos de Maipú y Avenida Corrientes para llamar a Baradero e informar a sus respectivos maridos o novios “Llegué bien, querido”, y colgar rápidamente –porque la llamada a larga distancia desde una cabina pública no es nada barata.
Y por supuesto, cada quince minutos, una larga fila india camina el pedregullo de la playa de estacionamiento desde el refugio hasta el andén interno.
Una vez traspuesta esta entrada, esta mujer o este hombre es invadido por el olor a cigarrillos fumados, y al acre olor más antiguo de los puchos fenecidos sobre la arena de las salivaderas de loza, estratégicamente distribuidas en ese hall de pasaje, que cuando llueve se transforma en sala de espera de gente húmeda, humeante e impaciente. El olor a tabaco se mezcla con los perfumes varios que impregnan las ropas de los viajeros, los perfumes aplicados en pulsos y cuellos, y los olores naturales de los cuerpos nerviosos, excitados, transpirados. A la izquierda de este espacio se abre la ventana con rejas de bronce en la pared de tablones de madera pintados al esmalte sintético brillante azul. Es la boletería: existe en ella una pequeña abertura inferior, acuencada en la base de madera por tanto entregar y/o retener las monedas que el pasajero y el funcionario se empujan mutuamente en una transacción de compra/venta. Es por esa cuenca en la madera que los dedos de quien adquiere se deslizan pasando los billetes, a cambio de los cuales el funcionario ferroviario despacha el boleto y desliza el vuelto.
Cuando este cajero –de rostro siempre semioculto por la visera de oficinista— entrega el pasaje, lo hace con manos que emergen de un par de mangas protectoras artificiales de paño negro, elastizadas en los bíceps, de donde a su vez brotan hacia los hombros las mangas “reales” de la camisa blanca impecable que viste el hombre. El viajero deja la ventanilla con un rectángulo de cartón grueso. Fue prensado por una máquina que estalló sonora cuando el cajero le introdujera este boleto en las fauces para que su mandíbula mecánica lo mordiese, imprimiendo de esta forma la fecha del día en bajorrelieve, para impedir su reutilización y el fraude consecuente. Emociónase el o la que va a partir al ver los largos números de serie en tinta negra y las palabras mágicas BARADERO – RETIRO en el bajorrelieve.
En el lado derecho del hall se halla un banco de plaza de madera dura, pintado en color bordó o verde. Allí se sientan un par de señoras. Una de ellas es la abuela o madre madura que ofrece su regazo al niño que duerme, descansando su cabeza sobre esas mullidas piernas –las del niño, en cambio, cuelgan verticales, de medias nuevas y zapatos lustrados, curvado el cuerpo infantil como el de los sauces que mojan eternamente su cabellera en las aguas quietas de la bahía, frente al Club de Regatas.
Ya afuera, se hallan los dos andenes externos, que bordean un doble par de vías férreas que corresponden a ambos sentidos del tráfico de los ferrocarriles. Las dos plataformas de cemento son coronadas y unidas por una enorme escalera de hierro color rojo antióxido. Cerca de la campana de bronce, se planta inmóvil un guarda. Viste un uniforme de gabardina gris con vivos negros y botones dorados. Cubre su cabeza de cabellos también grises casi rapados una gorra estilo militar, de prominente visera de hule negro, con una insignia circular de bronce en el frente que ostenta su número de serie y las siglas del Ferrocarril Nacional General Bartolomé Mitre: FNGBM. Este caballero de aspecto marcial eleva continuamente sus ojos para consultar el reloj de cuadrante blanco de esmalte, cuyos números romanos –lentos pero inexorables— se acercan a la hora en punto. El instrumento impera despótico en la pared, contiguo a la campana. Ambos, reloj y guarda –y varios pasajeros— esperan pacientes la llegada inminente del Estrella del Norte, con una carga de vidas a bordo que ha venido transportando en número creciente, iniciando el viaje en la lejana Tucumán.
Una carretilla de equipajes con dos enormes ruedas en el medio (es una de esas de sistema “balanza” que se equilibran en su eje central) se acerca con su carga de maletas y paquetes. El hombre que la empuja está uniformado en un traje dos piezas de poplín azul marino. Este ropaje evidencia su rango menor con respecto al del guarda: es un maletero cuya tarea es plantarse en el sector final del andén, no muy lejano a la señal que “bajará” en cualquier momento para dar paso libre al rápido que se acerca a la estación. El lugar donde el maletero estaciona su carretilla coincidirá con el punto de detención del único vagón de carga del tren de pasajeros, por lo tanto es ahí donde el primero cumplirá su función. El empleado de azul descargará aquellos equipajes y encomiendas que llegan, y subirá esos que descansan en su larga carretilla de sistema balancín, para que ellos también emprendan el viaje hacia Retiro. No muy lejos de él, de traje gris recién sacado de la tintorería y sombrero de fieltro negro, el marido de la dama de cierta edad que arrulla el niño en el hall, mira hacia el norte y pita su cigarrillo en el andén. El tren debe estar por llegar.
Las vías férreas comienzan a vibrar en un sonoro y metálico hmmzziiii que preanuncia al bólido de hierro que rueda sobre los rieles. Por ahora se oye tan sólo ese zumbido de insecto industrial y se ve el oscuro vestigio de humo que brota vertical, confundiéndose con las nubes, allá lejos, “donde quema el horizonte”. Sobre el centro del andén se abre entonces la ventana del segundo piso. Es el Jefe de Estación, (años más tarde este vendrá a ser el señor Raúl Amante, padre de mi amigo de la adolescencia, Osqui Amante) que –desde la cocina de su vivienda— asoma la cabeza para confirmar que, distante todavía pero con puntualidad británica, la potente luz frontal y las bocanadas del humo vertical que arroja la chimenea de la locomotora confirman que el tren viene a horario. En la cabina, alimenta con paladas de carbón el fuego intenso que genera el vapor en la caldera gigantesca el fogonero. Chu!, Chu!, Chu! –escupe bocanadas de furia y fuerza la máquina que arrastra el convoy de vagones de madera con asientos de cuero o hule verde o negro; alberga el equipaje de mano el largo portaequipajes de rejilla de bronce, que se cierne sobre las cabezas de los pasajeros; los cuerpos de estos últimos oscilan en el vaivén del tren que se mueve en un compás de tiempo y espacio; sándwiches de mortadela y botellas de cerveza o Coca-Cola porta en la enorme bandeja de aluminio un mozo de chaqueta blanca radiante, que ambula por los vagones, desplazándose de forma tan diestra como lo haría un viejo lobo de mar sobre la cubierta de una embarcación navegando en un mar borrascoso; duermen su agotamiento con los rostros apoyados contra los marcos de las ventanillas los viajeros indiferentes, salivando a veces sobre las solapas de sus sacos y los cuellos de sus vestidos, o –en un ajetreo al mismo tiempo somnoliento y entusiasta— se aprestan ya a descender en la estación que se acerca inmóvil.
Desde el comienzo al fin de la composición de vagones, el guarda camina presto por los pasillos anunciando en altas voces “Baradero!”, Baraderoo!, Baraderoooo!”.
Una humanidad cansada de viaje se acerca veloz para permanecer aquí el breve tiempo necesario para que baraderenses y foráneos asciendan al tren para viajar a Retiro, y otros desciendan rumbo a la ciudad en la cual viven, o irán a conocer o revisitar.
Así se aproxima el tren a La Estación.
Hugo Pezzini
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New York, 26 de octubre de 2014
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