Víctor Chama (78) y Susana Arcusín (74) se casaron por primera vez el 6 de enero de 1973. Medio siglo después, intercambiaron anillos por tercera vez en una ceremonia informal. Tienen tres hijos y nueve nietos, y en 2016 ella desarrolló la enfermedad. “Le pido a Dios que me vida hasta su último día para cuidarla”, pide él, la única persona que ella reconoce sin dudar

-¿Vos te querés casar conmigo?

-Si.

Por tercera vez en la vida, Susana aceptó a Víctor como marido. El 6 de enero, a cincuenta años exactos después de la primera boda, él le cumplió el sueño que ella le confió cuando eran novios: casarse vestida de blanco, descalza y en la playa. Sonaba, en el aire dulce de Saona, con las olas pequeñas del Caribe dominicano acariciando la orilla, su bolero favorito, “Somos novios”. Los rodeaban una de sus hijas, Juana, su yerno Claudio y tres de sus nietos.

Víctor tenía lágrimas en los ojos. Susana, sus ojos fijos en él. Es la única persona en el mundo que todavía reconoce sin dudar.

Unos minutos después, Susana olvidó todo lo que había sucedido.

Desde hace seis años, ella sufre Alzheimer. Despacio, la enfermedad fue carcomiendo su contacto con el mundo. Pero no con Víctor y el firme sostén de su amor incondicional.

“Yo me dije, como si fuera un rezo y un pedido a Dios, que me de vida hasta el último día de su vida, para asistirle. Si después me da un día, cinco meses o cinco años más, no me importa. El juramento que hice dos veces, de cuidarla tanto en la salud como en la enfermedad, hoy me toca cumplirlo. Si esta historia fuera un libro, yo lo titularía ‘Hasta el último día’”, cuenta Víctor con la voz temblorosa.

La unidad entre Víctor Chama (78) y Susana Arcusín (74) conmueve. “Ella tiene una dependencia hasta visual conmigo. Cuando hay gente les comenta ‘yo no lo puedo dejar solo porque lo tengo que cuidar’, y a solas me dice cosas muy lindas, es muy expresiva. ‘Vos sos lo que más amo en la vida’, entonces le respondo que tiene sus hijos, pero ella insiste ‘vos sos lo que más amo’”, confiesa Víctor. Y cierra los ojos con fuerza para ocultar la emoción, y hace silencio.

Después se enjuga el llanto y sigue: “El rol que asumimos todos en la familia es hacerla sonreír. Es una sonrisa que dura 20 segundos, pero nos llena el alma. Tengo que ser su actor, su poeta, hacer varios personajes y decirle a cada rato que está hermosa, que cada día es más linda… Es una función por minuto”.

El plan de la celebración salió perfecto. “Como cumplíamos las bodas de oro esta semana, Pany (Juana) y su marido nos regalaron este viaje. Y ahí le recordé a mi hija que Susana, cuando era jovencita, me contó su sueño de casarse de blanco a orillas del mar… También le dije ‘se va a olvidar a los 10 minutos, pero esos 10 minutos van a valer la pena’”.

En esta ocasión, no hubo un rabino presente. Pero en Bayahibe, adonde llegaron antes de navegar hasta Saona, pudieron comunicarse por videollamada con el rabino Alberto Zeilicovich, amigo íntimo de la pareja, que les dejó un mensaje. Después, todo fue subir a un barquito, abrazar a Susana para que no se asuste por el movimiento, escuchar bachata y conmoverse con la entrega de los tres anillos unidos con una “S” de brillantes y las palabras que Víctor le dijo al colocárselo: “Esto no es un casamiento formal. Estamos en la playa, no hay testigos, no hay ketubá, no hay libreta, nuestro único testigo es Dios. Este casamiento es de amor, para agradecerle los 50 años que armamos nuestro propio paraíso en nuestro hogar”.

Es la historia de un amor

Los abuelos de Susana llegaron en 1882 desde Rusia, escapando de los pogroms. Se radicaron en Basavilbaso, una de las colonias de gauchos judíos que poblaron Entre Ríos. Los Chama llegaron de Medio Oriente: el papá de Víctor era sirio; su madre, egipcia. Él es el hijo menor de seis. Un hermano todavía vive.

Los Arcusín se mudaron a Buenos Aires, al barrio porteño de Monte Castro. Allí nació Susana, que al terminar el secundario comenzó a estudiar Ciencias Económicas. Víctor, por su parte, viajaba desde Capital a La Plata para cursar Medicina y trabajaba en la mercería de su padre, que quedaba a media cuadra de la casa de Susana. Los Chama vivían en Flores, a 20 cuadras.

Hace 55 años, unos amigos de Víctor le dijeron que le presentarían a Susana en una despedida de solteros. “Yo no quería porque me veía muy pibe. Tenía 23 años y ni idea de casarme. Ya trabajaba, pero quería recibirme primero, algo que no logré. Ella tenía dos empleos, además del estudio, para ayudar a su familia”. Y eso fue lo primero que lo enamoró: “Susana venía de una familia humilde, igual que la mía. Y era muy solidaria con sus padres. No se tomaba ni un café afuera para ahorrar la plata de sus dos trabajos. Así pagó una camioneta, para que su padre tuviera un flete”.

La memoria de Víctor es un prodigio. O mejor dicho, su amor por Susana es tan grande que recuerda cada detalle del romance. “Nos conocimos el 15 de junio de 1964 en la cantina Yoyo, por el Cid Campeador, en esa despedida de solteros. Ella estaba a cuatro días de cumplir los 20 años. Bailamos toda la noche, hasta las cuatro de la mañana. Y charlamos las cosas normales de los chicos, qué hacíamos con nuestra vida, nuestros nombres, los sueños. Y al otro día nos volvimos a ver, la invité a salir”.

Ese segundo encuentro fue en La Confitería de Las Artes, frente a la facultad de Derecho. Víctor no quería ponerse de novio, o eso decía, porque no ofreció mucha resistencia. “Ahí empezó la historia. Nos vimos, yo le decía que era muy joven, y ella me repetía que lo intentemos. Y bueno, acá estamos…”

Al poco tiempo se dieron cuenta que eran muy distintos. Pero que se complementaban. Él leía libros con la misma avidez que ella devoraba revistas de actualidad. La impresionó cuando la llevó al Teatro Colón, donde era habitué del gallinero. Lo suyo era la música clásica y el jazz. Susana no conocía ese mundo. A ella le gustaban los cantantes de moda. Sobre todo, Eydie Gorme, que cantaba boleros junto al Trío Los Panchos.

A Víctor -lo confiesa él- no le convencía “estar” con una sola mujer en ese momento. “Después de ocho meses que salíamos le conté a mi mamá que estaba de novio, y viendo que me llamaban otras chicas por teléfono, me dijo ‘¿vos estás en serio con esa chica? Jurame que no vas a salir con otra, sino dejala y no la hagas sufrir”.

De los dos, Susana era la que más insistía en casarse. En abril de 1971, Víctor se plantó. Tenía un final en Medicina, una de esas materias que son “filtro”: Patología. “Entonces le dije ‘mirá, si la apruebo, ponemos fecha’… Me saqué 10. Capaz fue el subconsciente. Así que ella quería casarse en el 72, pero le pedí que por lo menos me dejara cumplir 28 años, jaja”.

La primera boda se hizo el 6 de enero de 1973 en el Templo judío de la calle Camargo. Al principio no querían hacer fiesta, “era muy caro”. Los padres de ambos no tenían dinero suficiente para una gran celebración. Víctor recuerda que “se pusieron muy tristes, ella era la única hija mujer, y yo el hijo menor”.

Finalmente, decidieron, como regalo para sus padres, hacer una reunión. Pero a lo grande. Usaron sus ahorros y contrataron el Palacio Roca, en Córdoba y Azcuénaga. E invitaron a 320 personas. “Ya que era para nuestros viejos, dijimos, o es todo o no es nada”, se ríe Víctor.

Ya habían comprado un departamento en el barrio de La Paternal, y se fueron a vivir allí. Tuvieron tres hijos. El primero fue varón, José Luis (Josi, que vive en Denver, Estados Unidos). Luego llegó Juana, como la abuela paterna, a quien todos conocen como Pany, y es actriz e influencer. Y más tarde llegó la más chica, a quien llamaron Bettina Carla porque, explica Víctor, “en el ‘78, el gobierno militar no nos permitió ponerle el nombre de la otra abuela, que se llamaba Beyla. Hasta hicimos juicio, pero no hubo caso. Igual la llamamos Beyla”. Los tres hermanos les dieron 9 nietos, tres cada uno.

Años dulces, años amargos

Durante el medio siglo de matrimonio, los Chama tuvieron altibajos, como el país. En la década del 70, Víctor tenía una curtiembre. un negocio y casi 200 empleados. Con “la tablita” de Martínez de Hoz, lo perdió todo. Ahí descubrió la fortaleza de Susana. Se emociona cuando recuerda la noche que tocaron fondo. “Hubo momentos en que no había ni para pagar la comida del día, que nos cortaron la luz y el gas. Pero ayudó a que los dos veníamos de muy abajo. El techo de mi casa de niño era de chapa. Lo único que aprendí fue a trabajar, a levantarme temprano. Hubo épocas que dormía sólo cuatro horas. Estudiaba con mi primer hijo en brazos. ¿Pero sabés qué? No hay nada más hermoso que conseguir las cosas con sacrificio…”

Y con el relato entrecortado por las lágrimas, dice: “Ya teníamos los dos primeros chicos y ella estaba embarazada de Beyla. Me trajo un plato de puchero y me pidió plata para ir a comprar leche y galletitas para los chicos, que tenían 5 y 3 años y venían del jardín. Yo no tenía ni una moneda para el colectivo. Levanté el puchero y lo llevé a la heladera, así por lo menos iban a tener algo para comer… Me fui a mi habitación y empecé a pegarle piñas a las paredes. Después me senté en la cama. Susana tenía 24 años nada más. Vino, me apoyó la panza en la cabeza y me dijo: ‘Yo lo voy a resolver. Los chicos van a tener su leche. Y pase lo que pase, yo estoy al lado tuyo, aunque mañana salgamos a la calle en ropa interior porque vendimos el resto de la ropa… Eso te pinta cómo era”.

Finalmente, Víctor y Susana perdieron la fábrica y el negocio, aunque pudieron cumplir con todas las obligaciones con los empleados y acreedores. Para sumar una tristeza fuerte, Víctor abandonó la carrera de Medicina cuando le faltaba poco para recibirse. “No pude dar los finales del último año. Tuvimos que volver a empezar. Cuando tenés que dar de comer a tres pibes, las obligaciones mandan. Pero como dice un dicho inglés: ‘Si existe la voluntad, se arma el camino’”. Con el tiempo, Chama resurgió, ahora en el rubro del calzado. Hace siete años vendió la fábrica y se jubiló.

Pasaron los años. Muchos. Hoy, Víctor es asambleísta de AMIA y dirige la Fundación Baharet Tefila. Presidió, además, de la OSA, la Organización Sionista Argentina. Fueron, como dice, “36 años de subidas y bajadas, pero de mucho amor”.

La segunda boda

Un día se dieron cuenta que habían extraviado la ketubá, el documento de matrimonio que les habían dado en el Templo de la calle Camargo cuando se casaron por primera vez. Es un papel donde se establecen las obligaciones del marido hacia la esposa, y la protección económica de la mujer si el matrimonio se disuelve o el marido muere. Víctor volvió al templo y le hicieron un duplicado. Fue el germen para pensar en revalidar esa unión con una nueva.

Ese deseo se cristalizó cuando Susana cumplió 60 años el 17 de junio del 2008. Víctor, junto a sus hijas, organizaron una fiesta sorpresa para la mujer. “Lo hicimos en el salón Dinastía, de Malabia y Corrientes. Hubo amigos y familiares, una linda fiesta. Lo que nadie sabía es que había contratado un oficiante, con un palio, y le pedí si se quería casar nuevamente conmigo. Y me dijo que si. Fue revalidar 36 años de felicidad”.

Como dijimos, Víctor es un romántico. Y no paró hasta conseguir el detalle que buscaba para que el recuerdo de ese día fuera imborrable: “En el 71, yo le pedí la mano a Susana en Paloko, una confitería de San Martín y Juan B. Justo. Fue exactamente en la mesa número 2. Cuando hicimos esta fiesta, fui a Paloko y les pedí alquilar esa misma mesa”. Lo miraron como si estuviera loco, le explicaron que habían reformado todo dos veces y que esas mesas estaban en un depósito. A Víctor no lo iban a desanimar: “Les terminé comprando la mesa y dos sillas, y las puse sobre un escenario. Y en esa misma mesa le volví a pedir casamiento…”

La enfermedad

Luego llegaron las noticias más duras de sus vidas. “Hace 7 años, a mí me diagnosticaron un linfoma de Hodgkin con poca sobrevida, pero acá estoy. Cuando Susana se enteró le agarró un ataque de nervios. Pienso que ahí ella comenzó con un shock post traumático. Siempre fue una persona muy rápida, con una inteligencia muy alta. Tenía una agenda en su cabeza, recordaba todos los números telefónicos. En 2016, una tarde, me preguntó en qué avenida estábamos y era Juan B. Justo, que ella conocía de memoria. Ahí empecé a prestar atención”.

Víctor, por sus conocimientos de medicina, comenzó a notar la desorientación espacial y temporal que sufría su esposa. Fueron a un psiquiatra, recorrieron neurólogos y gerontólogos, los más prestigiosos. Todos coincidieron: era Alzheimer. Por ahora, sólo hay paliativos para esa enfermedad, pero no curación. Para colmo, justo antes de la pandemia Susana fue operada en el hospital Italiano por un tumor en el hueso frontal, con invasión al cerebro y una metástasis de mama. Hoy toma una medicación oncológica.

Pero él ya lo asumió: “La degradación cognitiva es permanente y cada vez mayor. De repente te dice ‘me olvidé de llamar a papá o mamá’, y ellos no están, fallecieron hace 34 años. Por ahí le decís que están durmiendo y que por la operación algunas cosas se le pasan. Mira mucha televisión, pero se olvida al instante. O te pregunta lo mismo 60 o 70 veces. Perdió la noción, pero no considera que está enferma. No la vamos a curar. En este tránsito lamentable de la razón a la sinrazón, lo que nos queda es aportar como seres queridos”.

La familia y los amigos se unieron como un puño alrededor de Susana. Víctor describe que “ella percibe la emoción, el énfasis. Con su Alzheimer, el registro de lo que sucede le puede durar 25 segundos y ya se lo olvidó. A veces dice cosas que pueden mover a risa. O a las hijas las confunde con mi sobrina o mi cuñada. O también me pregunta qué día es o ‘¿dónde está Víctor?’ Pero mis tres hijos, mis yernos, el hermano, la cuñada, los amigos, todos saben que cualquier cosa que le digan tiene que ser con dulzura y moderación. Más que paciencia o resignación, es eso, el respeto por la persona”.

Muchas veces, a Víctor le preguntaron con crudeza cómo soporta la convivencia, por qué no interna a su esposa o pone alguien que la cuide las 24 horas para no enfermarse él. Nunca lo va a hacer. Como los eslabones de una cadena, serán siempre “Victorito y Chuchi”, como se nombran a veces entre ellos. “Cuando empecé medicina, le pregunté a un profesor quién fue el primer médico. Y me respondió ‘el primero que se agachó para asistir a un herido’. Las personas, básicamente, debemos estar para agacharnos junto al que lo necesita. Yo tuve que madurar muchas cosas cuando empezó esta enfermedad. En los primeros momentos, antes de operarla, cuando hubo que higienizarla o ponerle pañales, fue muy duro, porque Susana siempre fue muy coqueta. No salía sin peinarse y maquillarse. Sra Fashion, le decían. En mi caso, me inspiré mucho en el personaje de un pintor de un cuento cortito, llamado ‘La última hoja’, de Oliver Henry. Está en Internet, me gustaría que lo pongas para que la gente lo busque. Cuando me encierro a llorar, que lo hago solo, pienso en él y me da fuerzas, me hace volver a luchar. Yo sólo digo que en esto hay amor. La tengo que cuidar yo, me haría daño a mí no hacerlo. Pero no estoy solo, está mi familia y mis amigos, es una pelea familiar para hacerla sonreír todo el tiempo. Es apenas la devolución de lo que ella nos dio toda la vida”.

Víctor, como siempre, va a volver a abrazar a Susana, a decirle lo linda que está. Ella lo va a mirar y le va a decir “te amo”. Los dos lo harán una, cien y mil veces. Hasta el último día.

Infobae

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