En los últimos años, el desempleo ha dejado de ser una mera consecuencia de los ciclos económicos o del avance tecnológico. Aunque la automatización y la inteligencia artificial suelen ocupar titulares como principales responsables de la pérdida de empleos, la verdadera razón del deterioro laboral está mucho más arraigada en un proyecto político, económico y social que prioriza al sistema financiero por encima de las personas. Este modelo pone al capital en el centro de las decisiones y relega al trabajador a un papel secundario, casi prescindible. No se trata de un hecho fortuito ni de una consecuencia inevitable del progreso, sino de un paradigma diseñado para maximizar ganancias a costa de quienes generan el verdadero valor: los trabajadores.
Históricamente, las economías que prosperaron y construyeron sociedades más justas fueron aquellas que entendieron el trabajo como un motor de desarrollo y cohesión social. Sin embargo, el modelo actual promueve la precarización y la deshumanización del empleo. Bajo el discurso de la competitividad y la eficiencia, los derechos laborales son sacrificados, y las políticas de ajuste desplazan al trabajador del centro de las políticas públicas.
Hoy, el sistema financiero no sólo concentra la riqueza, sino también define cómo se distribuye. Las decisiones de inversión no buscan generar empleo ni fortalecer la economía real, sino maximizar rendimientos a través de especulaciones bursátiles y financieras. En este esquema, los costos laborales son vistos como obstáculos, y la tercerización, el trabajo informal y los despidos masivos se convierten en herramientas para aumentar las ganancias de unos pocos.
Este paradigma tiene consecuencias devastadoras. Millones de personas quedan excluidas del mercado laboral o atrapadas en empleos precarios, sin estabilidad ni derechos. La desigualdad se profundiza, y la brecha entre quienes tienen acceso al capital y quienes dependen de su trabajo para sobrevivir se ensancha. El mensaje es claro: el trabajador es sustituible, y el sistema ya no lo necesita como motor de la economía.
Además, este modelo debilita la democracia. Una sociedad con altos niveles de desempleo y precarización es una sociedad vulnerable, donde el descontento y la desesperación erosionan la confianza en las instituciones. El desempleo no solo afecta a quienes lo padecen directamente, sino también a las familias, las comunidades y la estructura social en su conjunto.
Sin embargo, es importante recordar que este modelo no es una ley natural ni un destino inevitable. Existen alternativas. Los países que apuestan por una economía productiva, que invierten en educación, ciencia y tecnología, y que fortalecen los derechos laborales demuestran que el desarrollo con equidad es posible.
Revertir esta tendencia requiere voluntad política y movilización social. Necesitamos gobiernos que regulen al capital financiero, promuevan la industrialización sustentable y garanticen empleos dignos. Pero también necesitamos una ciudadanía activa, que exija estas transformaciones y defienda el valor del trabajo como base de la dignidad humana.
El desempleo no es solo un desafío económico; es una decisión política. Frente a un modelo que prioriza al sistema financiero y esclaviza al trabajador, es fundamental proponer un nuevo contrato social que reconozca al trabajo como el eje central del desarrollo. No podemos resignarnos a un futuro donde las máquinas y el capital dicten las reglas mientras millones quedan fuera. Es tiempo de construir una economía al servicio de las personas, y no al revés.
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