Esa mañana el vecindario brillaba con reflejos dorados. La luz en la calle era casi translúcida. El sol le daba una cualidad pálida al vapor que se levantaba de los adoquines; esta resolana me recordó el halo que irradiaban las pantallas de las lámparas de abuelita. Gotas de rocío congelado eran estalactitas en cada barra de cada escalera de incendio: herrumbre y cristal.

Era todavía demasiado temprano para que hubiera alguien en la calle. En la esquina de la Hester Street, sólo una pareja de perros callejeros husmeaba las latas de basura. Protegiéndolo del fuerte viento con mis manos, encendí un Marlboro. Pasarían a buscarme en cualquier momento. Temblaba un poco, pero era de frío, me dije; no de miedo o nerviosidad. “Me siento calmo”, me volví a decir.

Santagatti había dicho a las siete. También que era preciso y puntual, y que esperaba lo mismo de mí. Aunque con cierta impaciencia, me dispuse a esperar el coche. Caminé por Mulberry hasta la mitad de la cuadra y, tratando de pasar desapercibido, de fusionarme con las formas del edificio, por las dudas me recosté sobre la persiana del restaurante La Luna. Sentí el aroma a pan caliente, a tortas de la pastelería La Bella Ferrara. Su enorme cartel estaba a no más de cuatro o cinco puertas en la misma vereda. ¡Tan cerquita!, pensé con amargura.

Dos veces creí oír el ruido de automóviles que se acercaban, pero fue una falsa alarma en ambos casos. Traté de distraerme planeando mi acción. Entonces descubrí que esto constituía para mí un ejercicio psicológico imposible. Sabía cuáles serían los gestos metódicos requeridos, pero fui incapaz de convocar anticipadamente las emociones necesarias: como era mi primera vez no tenía la menor idea de qué sensaciones viviría cuando los tuviera que realizar. No obstante, sabía muy bien que había llegado mi hora. En este asunto no tenía opción, o mejor, las había agotado a todas. Debía hacer lo que Santagatti había dispuesto, y a su modo. No lo conocía en absoluto, pero no importaba. Por lo poco que había visto, intuía vagamente que nadie sabía cómo ni quién era Santagatti. Sentí que sus verdaderas intenciones las conocía solamente él. Tal vez no creyese ni confiase en nadie, o quizás su modus operandi fuera simplemente incomprensible.

La primera vez que lo traté fue en la trastienda de un bar en Grand Street… su oficina. Rita Mastrángelo me había dado la tarjeta de Santagatti. Antes de entregármela había escrito su nombre en el dorso y lo había rubricado como contraseña para cualquiera que debiera franquearme el paso desde la puerta del bar hasta el hombre. La firma de Rita Mastrángelo serviría también como un endoso para presentarme ante él, algo así como una forma de recomendación tácita.

Caminé a través del bar. Mesas redondas de madera, rayadas y opacas por el roce de muchas copas y muchas manos; sus bordes estaban ribeteados por pequeños canales rectangulares, carbonizados por las brasas desfallecientes de tantos puchos olvidados en medio de la charla. Cada mesa, un archivo circular de la actividad ociosa de italianos anónimos —cuántos de ellos quizás ya muertos. Hombres sentados aferrando sus bastones, con sus gorras y echarpes marrones o negros, sumidos en el humo acre de sustoscanos, en l’América, rumiando sus memorias del paese. Un paradójico monumento al olvido.

En la última mesa, junto a una puerta (después supe: conducía al sombrío aposento de Santagatti), había cuatro tipos jugando al dominó. Uno se levantó rápidamente para interceptarme. Sin palabras, le mostré la tarjeta. Golpeó la puerta y la abrió; metió la cabeza por la abertura y dijo algo breve e ininteligible, quizás en siciliano. Me devolvió la tarjeta, medio me empujó hacia adentro y cerró la puerta casi en mis espaldas. Imagino que habrá vuelto a sus piezas de dominó.

La habitación estaba casi totalmente sumergida en la oscuridad. La única luz provenía de la imagen de un corredor vacío en la pantalla en blanco y negro de un monitor de vigilancia —probablemente un acceso o escape por los fondos del edificio. Santagatti estaba sentado detrás de un escritorio metálico; apenas si pude vislumbrar sus facciones. Un fuerte olor a alcohol y a tabaco saturaba el local. Me pareció imposible que Santagatti solo fumara o bebiera lo suficiente como para impregnar el ambiente de ese aroma rancio hasta la náusea: algún tipo de apuestas o de juego de cartas clandestino se operaba en el lugar

Me aproximé al escritorio y con la mano extendida le ofrecí la tarjeta al bulto del cual emanaba una única luz: la brasa de un habano.

Padrone, soy El pibe. Necesito seis mil dólares. Rita Mastrángelo dijo que usted podría arreglarlo, farfullé muy nervioso. Santagatti tomó la tarjeta, estudió su minucia y carraspeó. Repitió lo que estaba escrito en la misma.

—Rita Mastrángelo.

Siguió un largo silencio. Aunque apenas podía verlos, sentí que los ojos de Santagatti estaban clavados en los míos, estudiándome.

Seguramente se movía con tanta destreza en el imperio de la oscuridad como a plena luz: me observaba con tanto detalle como si me tuviera bajo la óptica de un microscopio. Me sentí un insecto. El único sonido que llenaba el ambiente era su laboriosa respiración acatarrada. Finalmente susurró —más para sí que para mí:

Pibe.

Me resultaba inverosímil serle útil a alguien como Santagatti, pero mientras almorzábamos en el refectorio de la prisión, Palentano me había dicho que, a pesar de todas las cagadas que yo me había mandado, Rita Mastrángelo me haría llegar hasta este hombre. Palentano aseguraba que Santagatti me daría un trabajo rápido que me rindiera la suma necesaria para abandonar el país. De acuerdo a mis cálculos, precisaría no menos de seis mil dólares para arreglar mi salida y aguantármelas afuera hasta encontrar algo que hacer para ir tirando en el exilio. No conocería a nadie allá y nadie de aquí me daría referencias para llevar, lógico.

Necesitaba seis mil dólares de inmediato, los necesitaba ya. Gente allegada, gente de mi familia, hasta gente de mi sangre estaba presa y no saldría en libertad porque yo había hablado. Había sido una suerte acabar en la cárcel en vez de asesinado. Tenía que escapar a algún lugar lejano, cuanto antes mejor… o sería aplastado, como la rata que era.

—¿Necesitás dinero? —me había dicho Palentano—. Andá a verla a Rita Mastrángelo. Decile que yo te mandé. Pedile que te ponga en contacto con Santagatti, el Padrone. Y no lo llamés de ninguna otra manera, Pibe: ‘¡Padrone!’ — Me dio el teléfono de Rita Mastrángelo y me dijo que no lo escribiera. —Aprendételo de memoria, Pibe; no lo escribás, ¿capisce?

Entonces, no bien el Doctor McKenzie pagó subrepticiamente la fianza [esto, me lo debía], fui a ver a Rita Mastrángelo. Anduve medio perdido por calles adoquinadas, charcuterías, fábricas de pasta, oficinas de importación, algún café o trattoría hasta encontrar el bodegón infame de Kenmare Street en el que —en nuestra cortísima comunicación telefónica— ella había dicho me esperaría.

Ya estaba sentada a una mesa del fondo [también circundada por las sombras]. Inmóvil, en pocas palabras y menos tiempo, la fámula ensombrecida me describió el camino —habilitado por la tarjeta— para llegar al Padrone. Antes de despedirme me taladró con sus ojos penetrantes, que sólo serían superados más tarde por los de Santagatti.

Y así caminé desde las tinieblas de Kenmare hasta las tinieblas de Grand.

—¿Ya liquidaste a alguien, Pibe?

La voz de Santagatti me sorprendió y me trajo súbitamente de vuelta a la oscuridad de la habitación. Al olor a alcohol y a tabaco rancio. Dije,  —¡¿Cómo?! —y de inmediato odié esa evidencia gratuita de mi pusilanimidad. Me corregí.

—No, Padrone, nunca maté a nadie.

—Pero sabé’ como apertare un gatillo, ¿non e vero?

—Sí, Padrone.

Un Lincoln Towncar negro [todos sus vidrios ahumados, hasta el parabrisas] hizo una curva lenta en la esquina, tomó Mulberry y se acercó despacio hasta detenerse frente al portal donde yo esperaba. Santagatti abrió la puerta y gesticuló con su mano gorda para indicarme que subiera al Towncar. Entré al coche y este partió, tan lento y sigiloso como al llegar. Los dos pesados del asiento delantero [aún más voluminosos que Santagatti] mostraron tamaño desinterés en mí que ni siquiera vi una única vez los ojos del chofer o suladero escudriñarme por el retrovisor.

—¿Traquiste lo’ guante’, como te dique?… poneteló’ —carraspeó Santagatti.

Luché hasta que, con algo de esfuerzo, conseguí meter los dedos en los estrechos cilindros de fina cabritilla, mi temporaria segunda piel. Los había comprado de acuerdo a las especificaciones de Santagatti y con su dinero, claro. Todos los detalles ya habían sido acertados antes, en nuestro segundo encuentro. Sin decir nada más, Santagatti me entregó una pistola muy limpia, de aspecto flamante. La sostuve y sentí su peso, sin saber muy bien qué hacer con ella. Santagatti decidió instruirme brevemente en las artes de la armería.

—Guarda, Pibe: questa e’ una pistola Beretta corta, modelo 85 FS, 9 milímetro’, fuori serie. La empuñadura fue redisegnata a Milano, a medida para la mano de mi Capo della Guardiama, nunca fue usada. No está registrata en ningún lado; dico, oficialmente ni siquiera essissste. E’ liviana, rápida y precisssa —. Con la exactitud de un profesor me explicó en detalle cómo usarla. Una vez que entendí perfectamente su funcionamiento, la mantuve en mi mano, semiparalizado. Con voz diferente, esta vez enronquecida de impaciencia , ladró: —¡¿Qué catzo fa?! ¡Metetelá en el bolsillo del sobretodo!

Permanecimos en silencio mientras el coche circulaba por calles casi vacías. Usé ese silencio para repensar todavía una vez más lo que tenía que hacer. Una mujer saldría de un edificio de Sullivan Street en diagonal a la Iglesia de San Antonio de Padua, justo antes de la misa de las ocho. Cruzaría la ancha calle en la esquina de Houston y subiría los escalones de la iglesia para llegar a la misa diaria a la hora exacta, como siempre lo hacía. Santagatti la había descripto fotográficamente: siciliana pero bastante alta, grandes ojos negros, labios plenos y bien definidos, nada de maquillaje. Mantilla negra cubriendo la mitad del cráneo, su abundante cabello igualmente negro, recogido en un rodete tirante. Una matrona demasiado joven, una viuda de luto permanente; un par de buenas piernas, aunque cubiertas hasta la mitad de las esbeltas pantorrillas por la recatada pollera negra.

Tenía que esperarla en la puerta de la iglesia y comenzar a bajar los pocos escalones de acceso mientras ella los subía, cosa de interceptarla justo en el medio [el plano inclinado hace más vulnerable a la víctima]. Entonces, debía apoyar el arma en su pecho y disparar una vez. Antes de huir, un segundo tiro, el de gracia. Esta vez en la cabeza, para asegurarme. Y abandonar la pistola ahí mismo, sin vacilaciones. Todo muy simple. Caminaría después displicentemente hasta la esquina de MacDougal donde, para llevarme al aeropuerto, habría un Camaro blanco a la espera. El chofer me entregaría los seis mil dólares.

È facile —, me despidió Santagatti al acribillarme con la mirada.

El Towncar aceleró alejándose. Permanecí en la puerta de la iglesia con las manos en los bolsillos del sobretodo, sintiendo a través de la suave cabritilla la lisura del acero negro mate al acariciar la nueve milímetros.

Mi reloj marcaba las ocho menos veinte; subí la escalinata. Entré brevemente a la iglesia y di una mirada a mi alrededor. Un par de ancianas de cabeza cubierta encendía velas. Arrodillado en los reclinatorios, un grupito mayor de ellas manoseaba rosarios. Música de órgano o de clavicordio se hacía oír desde algún instrumento invisible.

Salí y encendí otro Marlboro.

Estaba por acabar mi cigarrillo cuando todo comenzó a desarrollarse de acuerdo a lo previsto, con la precisión de un mecanismo de relojería. La puerta doble del edificio que yo vigilaba se abrió y por ella salió una mujer espigada vestida de negro, la pollera a media pierna, la cabeza semicubierta por una mantilla del mismo color. Se dirigió hacia la calle y se detuvo en el cordón a esperar que el flujo del tráfico fuese interrumpido por el semáforo.

Advertí que un lento río de transpiración cursaba mi espina dorsal como si fuese miel, y sentí la camisa adherirse a mi espalda. Dejé que mi dedo se enroscase sobre el gatillo y descansara allí, ya dispuesto; luego fortifiqué mi modo de empuñar la Beretta del Capo della Guardia de Santagatti. Aspiré hondamente y exhalé la totalidad del contenido de mis pulmones. Retomé mi respiración regular. “Estoy tranquilo”, me dije. Seis mil dólares y un viaje gratis hacia una segunda vida me esperaban en el Camaro, ahí nomás a la vuelta de la esquina.

Cuando el semáforo de Sullivan Street les cerró el paso, los coches que se dirigían hacia el Oeste por Houston pararon al unísono.

Probablemente tomarían la Séptima Avenida en dirección al Holland Tunnel. La mujer bajó al asfalto. La temperatura había aumentado, o al menos así me pareció; sentía mucho calor. Me esforcé por mantenerme inmóvil en mi apoyo contra el marco de la puerta.

La siciliana ya estaba en el cantero central de Houston Street, esperando el momento de poder cruzar la calle apenas el tráfico que avanzaba hacia el Este de Manhattan también se detuviera. Enderecé mi espalda y me sorprendí al percibir que había pasado el peso de mi cuerpo, que reposaba en mi pierna derecha, hacia la pierna izquierda, mientras cesaba mi apoyo contra el marco: ensayaba una pose de tiro. Iba a matar por primera vez. Recordé las suaves colinas de mi ciudad natal, sentí las manos de mi abuelita en mi pelo, inhalé el aroma virtual del cuerpo de una mujer que creía olvidada. Evoqué la risa musical de mi hermana.

En dirección hacia el este ya no quedaban más coches en Houston Street. Súbitamente la avenida quedó desierta y las campanas comenzaron a tocar la última llamada a la misa de las ocho. Sin querer, o quizás a propósito, la mujer acompasó su andar a los tañidos. Cruzó la segunda mitad de Houston, subió a la vereda, llegó a la escalinata de la iglesia, y comenzó a ascenderla sin prisa; las campanas sonaban. Emprendí mi descenso, escalón por escalón.

Mientras ella subía los escalones, levantó el rostro hacia la puerta de la iglesia. Lo vi, y ella el mío. Fijamos nuestra mutua sorpresa en dos pares de ojos atónitos. Recién entonces —y por este acto— creí haber comprendido el grado de inescrutabilidad del carácter de Santagatti, y toda su malevolencia. Ella caminó en mi dirección, el esbozo de una sonrisa de reconocimiento en esos labios que el Padrone había descripto con tanta precisión. Y que yo ya conocía.

Para salvar la escasa distancia que nos separaba, bajé aún un escalón más; saqué rápidamente la pistola, la apoyé en su pecho y apreté el gatillo. Cuando el sonido del disparo ensordeció mi cerebro y mi corazón, lágrimas ahogaron mis ojos. Aún así, me incliné y con un segundo tiro perforé el cráneo de la mujer.

Como haciendo una ofrenda, con delicadeza, deposité la pistola en el suelo y lentamente me aparté del cuerpo inerme de Rita Mastrángelo.

No había ningún Camaro a la vuelta de la esquina.

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 New York, 2014
Ilustración: La Iglesia de San Antonio de Padua, en la esquina de las Calles Sullivan y Houston, Manhattan.

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