Binha —quien estaba conmigo en Copacabana esa mañana— es un «ratón de playa«. Mientras escribo estas líneas, ambula por las arenas de Leblon e Ipanema vendiendo bocadillos “orgánicos” que prepara al amanecer en su bungalow de madera y tejas, el cual se afinca en las colinas selváticas de Laranjeiras. Éste es un barrio de mansiones tradicionales que faldea el Morro Corcovado, el pico más alto de la ciudad de Río de Janeiro, el cual que culmina en la mítica estatua del Cristo Redentor.
Binha pasado la mayor parte de su vida vagando por las playas de la orla marítima y las laderas selvosas de las montañas. Con una aguja de coser y tinta china, él mismo tatuó en su bíceps izquierdo un arco tensado, con su aguda flecha presta a volar.
Binha puede surfear las olas sin necesidad de una tabla, deslizándose y cortándolas con su cuerpo agudo y espigado. Como nuestros ancestros humanoides, puede treparse rápido a un árbol muy alto que hay en la fronda selvosa que bordea la Estrada Dona Castorina. Esta planta centenaria se eleva sobre una cascada que desagua en un pequeño lago de aguas rasas y fondo rocoso. Desde la copa Binha puede zambullirse a la laguna, arqueando diestramente el cuerpo no bien toca la superficie del agua para evitar las rocas del fondo. Esa maniobra quebraría el cuello de cualquier inexperto. Puede nadar horas y horas en mar abierto. Puede danzar y luchar capoeira como los esclavos angoleños del Brasil colonial. Puede tener ideas irracionales:
“¡Vamos! ¡Vamos al agua; vamos a donde están aquellos tipos!”, me dice Binha, “¡Vamos!”
Considero su idea cuidadosamente. Estimo la altura y velocidad de las olas y de inmediato se me hace un nudo en el estómago. Todavía recuerdo la última vez que me invitó a Praia do Pepino durante una fuerte ressaca. Apenas llegamos, largó su mochila y corrió al agua para clavarse en las olas y llegar a la rompiente mayor.
Ese día el mar era tan salvaje que me rehusé a seguirlo, y me limité a observar desde la arena, con muchos otros, sus repetidos intentos de perforar la arrebentação. Finalmente, se le cortó el cable de uretano que unía la tabla de surf a su tobillo y esta murió partida en dos en la arena. Sólo entonces desistió.
Debí haber ignorado su invitación también este otro domingo, pero ¡las cabezas en el agua lucían tan hermosas! ¡Era tan tentador imaginarse a sí mismo, primero subiendo, subiendo, subiendo con el agua, y después bajando, bajando, bajando en esa montaña rusa de insensatos a la que muy pocos se animaban a acercarse!

Bañarse en Copacabana requiere coraje y destreza marina. Tanto las madres mañaneras como los adoradores del sol van a esta playa muñidos de pequeños baldes de plástico. Con estos retiran agua del mar y mojan a menudo a sus chicos y sus propios cuerpos sin necesidad de enfrentarse a la furia de Iemanjá[1]. Ni bien uno entra a las aguas, descubre que después de haber recorrido una cierta distancia rasa, de repente el piso del océano se hace tan escarpado como una barranca: los camiones sólo trajeron arena para rellenar hasta ese punto. Lo que no hay debajo del agua no se ve.

Nadar en Copacabana en un día de ressaca es un asunto serio. Los nadadores y surfistas de Copacabana son bravos veteranos o estúpidos suicidas. Como fue transformada contranatura, Copacabana tiene varias corrientes a diferentes niveles de profundidad e impredecibles secuencias de olas. Según las condiciones, puede haber un curso de agua circulando en sentido contrario a la rompiente, y con el mar en ressaca a veces hay más de una línea de rompientes. El sentido poético agudo y exacto de los surfistas brasileños ha bautizado a la más lejana —a la última de ellas, en ese lugar donde las aguas se enrollan en sí mismas y después se desploman con fuerza implacable— “a arrebentação”, la explosión.

La Rua Santa Clara cruza Copacabana después de brotar de un túnel que perfora la montaña desde el barrio de Botafogo. Esa mañana estacionamos nuestras toallas justo en el lugar de la playa donde la Rua Santa Clara muere, después de haber contribuido su cuota de más automóviles y la correspondiente carga humana al embotellamiento de la Avenida Atlántica. Frente a nuestras toallas impera el surf: es uno de los pocos puntos donde habría gente enfrentando la ressaca. Era domingo; los guardavidas del Cuerpo de Bomberos brillaban por su ausencia. En esa época, la presencia de banderas rojas y la ausencia de guardavidas era algo usual, pues el batallón de salvamento suponía que la población playera era responsable y se abstendría de entrar a las aguas. Por ende los guardavidas se esfumaban sin dejar rastros. Ni siquiera sus helicópteros sobrevolaban la costa, así que cualquiera que se atreviese a quebrar la prohibición entregaba su destino a su propia suerte y pericia acuática.

La gente atestaba el lugar: vendedores de comida y alcohol aumentaban sus ingresos, algunos perros husmeaban la arena; no demasiado lejos percutían rítmicamente tumbadoras, tambores y bongós. Un grupo de surfistas fumaban marihuana mientras discutían las condiciones marinas.

Adentradas en el océano, más allá de las últimas líneas de espuma, había unas pocas cabezas humanas. Las plácidas colinas de agua las alzaban y bajaban en una dicha evidente de superioridad total. Eran los bravos; habían nadado más allá del mare mágnum y esa hazaña nos separaba: su condición especial establecía una “otredad”, una diferencia entre ellos y nosotros: La alteridad. Estaban detrás de la última rompiente, más allá de la arrebentação, en un lugar que para los veteranos de las playas de Río de Janeiro era sinónimo de gloria. En esos días de olas violentas el argot para referirse a ese sitio era justamente ese: Gloria.

Poder ver a los adoradores del sol en la arena —y la media luna de roca y cemento— desde aquel punto remoto del mar, significaba una condición de privilegio casi exclusivo. Aún así, no precisábamos arriesgar nuestras vidas para llegar hasta donde ellos flotaban y así saber quiénes eran. Allá lejos sólo podía haber gente de piel gruesa y bronceada, de tatuajes oscurecidos por tanto desprejuicio bajo el sol, de músculos de hierro de tanto nadar y hacer ejercicio en los gastados aparatos gimnásticos públicos de la playa de Copacabana: ratones de playa.

Yo estaba charlando en medio de un grupo de ratones de playa cuando Binha encontró un par de tipos dispuestos a nadar hasta lo hondo del océano con él. Corrieron al agua y rápidamente se zambulleron para superar la primera serie de olas que rompían con violencia. Dejando a mi interlocutor a media frase, también corrí hacia el agua para unirme a ellos. No me animaría a hacerlo más tarde solo; si iba a alcanzar la gloria era ahora, con Binha, o nunca. También yo me zambullí casi de inmediato; el agua apenas me llegaba a las rodillas. Siempre odié mojarme en secciones: piernas, entrepierna, estómago, pecho, cuello, zambullirse. Siento frío y me demora. Entro siempre al agua corriendo. De todos modos, en esa mañana fatídica era imposible enfrentar el agua de cualquier otra forma: el mar tenía que ser encarado de frente.
Ese primer contacto llenó de arena el fondillo de mi traje de baño. El agua agitada la revolvía y levantaba en remolinos casi hasta la superficie. Para comenzar el avance fue preciso que me diera impulso en esa arena llena de fragmentos de conchillas que se incrustaban en mis pies. Remé un poco con las manos y finalmente comencé a nadar. Es una forma de decir. Superficie, bajo el agua; superficie, bajo el agua; superficie, bajo el agua. Desde adentro, vi que las olas eran paredes de un verde-grisáceo oscuro que caían con furia total. Era imposible sumergirse lo necesario; me esforzaba por nadar tan próximo del fondo como posible para evitar el castigo. Mientras me adentraba más y más, las series de olas se sucedían rápida e irregularmente. No había posibilidad de establecer un ritmo de respiración; no bien subía para tomar aire otra mole líquida se abatía sobre mí. Estaba ya en una profundidad tal que las olas me sacudían, me hacían girar y me empujaban hacia el piso áspero.
Después de que rompe una ola, se forma una región de espuma que se expande superficialmente y crea un colchón de burbujas donde es imposible flotar. Es una combinación de agua y aire que avanza hacia la playa, se detiene aun espumando y al final retrocede hacia alta mar y así se estrella contra la próxima ola, la cual viene hacia la orilla, o sea, en sentido contrario y siempre efervesciendo. Es un medio reaccionario y debe sortearse rápido.
Desafortunadamente, existe la posibilidad de una complicación adicional: la extensión y espesura de ese colchón hidroneumático es proporcional a la altura de la ola que lo formó. Hay una única forma de superarlo sin gastar esa energía que será vital para enfrentar la próxima serie de olas que se acerca a gran velocidad: se debe nadar por lo más profundo, estilo delfín —por debajo de ese colchón de aire y agua. No obstante, ese undertow es también traicionero: Debido a la artificialidad de la costa de Copacabana, el colchón de burbujas que se forma en los días de ressaca es enorme.
Yo todavía no había conseguido alcanzar las profundidades, por lo tanto, era demasiado playo para poder nadar por debajo del colchón. Desde el fondo arenoso hasta la superficie sólo había burbujas; el almohadón efervescente que descansaba en la arena tenía el largo de una cancha de tenis y su ancho crecía en forma de abanico, a la espera de la próxima ola. Yo sabía que esta situación se repetiría ad infinitum.
Llegó un momento en el que pude mantenerme en la superficie lo suficiente como para poder verlos a todos. Totalmente ajenos a quienes habíamos quedado atrás, Binha y uno de los dos hombres que nadaban con él ya estaban sobre una ola presta a quebrar, tratando de seguir adelante. Intentaban sobrepasar lo que entendí ser la última rompiente, a arrebentação, la explosión. De ahí en adelante, Gloria.
Un tiempo después de estar nadando en lo profundo (el producto de la labor de los camiones de arena ahora había quedado atrás), vi al otro hombre —a mi izquierda, ya más lejos de mí. Estaba en serios problemas: tosía atragantado y parecía asustadísimo. Me dio la impresión de que había desistido de nadar. Una ola reventó sobre nosotros. Por instinto, comencé a desplazarme en paralelo a la playa para acudir al hombre aterrorizado, pero, después de nadar cruzando una serie completa de olas casi manejables, nos alcanzó una descomunal: la primera de una secuencia más rápida y mucho mayor que la anterior. Como dentro de lo posible nadaba con mi atención enfocada en el ex-nadador, la mole de agua rodante me sorprendió desprevenido y me envolvió en su tubo. Fui absorbido por el torbellino y este me arrastro al fondo de esas aguas.
Yo era inservible e ingrávido en medio de la espuma y las correntadas ininteligibles que me dominaban —ya ni sabía en qué dirección era arriba o abajo. Dejé entonces que el mar hiciera su voluntad antojadiza con mi cuerpo, hasta que lo empujó nuevamente a la superficie por algunos segundos. Conseguí llenar mis pulmones de oxígeno para evitar el desmayo. Y fue ahí cuando lo volví a ver. El hombre ahora ya estaba demasiado lejos, boca abajo, en una posición en la que yo sabía que no podría respirar.
El mar se lo llevaría.
Tal vez el lector ya haya oído alguna vez la expresión “punto de no retorno”. Existe en el mar embravecido. Si uno ha nadado ya muy lejos y por lo tanto está más cerca de la última rompiente que de la playa —si uno ha nadado y ha superado tantos obstáculos que ya casi ha agotado la energía o el coraje necesarios para seguir luchando—, puede ser muy peligroso emprender el camino de regreso: fatal. Uno está en un punto de no retorno.
Ese domingo de mañana yo estaba en un punto de no retorno. Debí haber seguido luchando para sobrepasar la rompiente. Binha y su compañero ya estaban subiendo, subiendo, subiendo y bajando, bajando, bajando extáticamente con las colinas hidráulicas. Los vi, pero también vi a mi compañero por última vez. Desapareció de la superficie para nunca más volver. Entré en pánico. Dejé de relacionarme de forma racional con el mar y de tratar de entender su ritmo, cualquiera que este fuese en ese domingo funesto. Simplemente lo imaginé un monstruo y traté de escapar.
Decidí retornar a la playa.
Le di la espalda a las olas y enfrenté la costa distante. Estas me atacaron desde atrás. Pasé la mayor parte del tiempo bajo el agua, arrastrado en mil direcciones, despellejado por el piso de arena y contorcido por el mar hasta posturas físicas imposibles. Pensé que yo también desaparecería para siempre, como mi compañero fortuito cuyo nombre nunca supe. No obstante, seguí esforzándome en busca de la superficie, tratando de arrancarle algún oxígeno al universo, de usar lo que restaba de mis brazos o mi voluntad, guiándome por los reflejos del sol.
Después de un tiempo inconmensurable, al fin hice pie y emergí a la superficie. Entonces otra ola me alcanzó, y otra, y otra. Alguien me arrastró los pocos metros de agua nada profunda que me separaban de la arena. Y allí permanecí, boca abajo.
Sin Gloria.
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Fragmento del capítulo «Agua» de mi libro Belleza terrible

Fotos: 1) Las olas de la playa de Copacabana – 2) Binha y su sobrina Luiza

[1] Iemanjá: Nombre de la Diosa o Reina del mar, en en panteón de la Umbanda —la religión animista sincrética afrobrasileña.

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