Luego de la etapa conservadora de austeridad, la nueva administración anunció un aumento de 70 mil millones de libras esterlinas para financiar mejoras en servicios e infraestructuras esenciales. Los planes de redistribución y las proyecciones de crecimiento.
Casi una década y media marcada por Brexit; la caótica y ruinosa salida de la Unión Europea; intentos de restricciones migratorias tan ineficientes como discursivamente violentos; y, sobre todo, un crecimiento anémico. Esto último puede sumarse en parte en la cuenta de la salida del bloque pero, sobre todo, en una apuesta decidida por la austeridad presupuestaria como receta de salida para la crisis del 2008, una tendencia que no se revirtió hasta la pandemia –cuando todos los gobiernos aumentaron exponencialmente los gastos–. De acuerdo al Instituto de Estudios Fiscales británicos, el gasto per cápita era 9% más bajo en 2019 que en 2010. Pero ni siquiera el gasto de la pandemia revirtió el déficit de infraestructuras tanto físicas como sociales que cargaron la mayor parte del esquema de reducción propiciado desde los gobiernos de David Cameron y Theresa May. Sin ese marco, la victoria laborista y la catástrofe electoral conservadora son inexplicables.
Rachel Reeves es la primera mujer en su varias veces centenaria historia en acceder al cargo de Chancellor of the Exchequer, el equivalente a nuestro Ministerio de Economía. Proveniente de la izquierda “light” del Partido Laborista –el ala partidaria ubicada a la izquierda del Nuevo Laborismo de Tony Blair–, perdió protagonismo durante la etapa de liderazgo de Jeremy Corbyn, cuando quedó en manos de la izquierda más dura del partido. Rehabilitada por Keir Starmer, que la convirtió en referente económica y presupuestaria de la oposición, la timidez y ambigüedad de la plataforma electoral partidaria –enfocada más en no cometer errores frente a la opinión pública ni ser relacionada con la radicalidad del liderazgo anterior– hacían pensar en un inicio de gestión económica deslucido, más enfocado en manejar la herencia conservadora, aprovechar la abrumadora mayoría parlamentaria para ordenar las cuentas y, sobre el final del gobierno, intentar avances perceptibles para perfilar electoralmente al laborismo.
Frente a esas expectativas, el primer presupuesto del gobierno laborista, sin ser radical ni sistémicamente disruptivo, derrama una moderada audacia socialdemócrata que estaba ausente en la plataforma que llevó a Starmer a una de las mayores victorias históricas. Un presupuesto inclinado decididamente a la izquierda, y una ruptura decidida con las prioridades de la administración conservadora saliente.
En contraste con los recortes del gasto y la austeridad, el nuevo gobierno anunció un aumento de 70 mil millones de libras esterlinas para financiar mejoras en servicios e infraestructuras esenciales. El nuevo presupuesto prevé un aumento real más acelerado del salario mínimo, de los gastos en defensa, recuperación de escuelas y seguridad. El mayor incremento se lo llevará el Servicio Nacional de Salud, el asediado sistema público que, tras la pandemia, enfrenta una crisis de personal y contrataciones. La revitalización de este sistema –un orgullo británico cuya dificultad fue una de las principales causas de la debacle electoral conservadora– es una de las grandes promesas laboristas. Recibirá 22 mil millones de libras esterlinas en los próximos dos años. El presupuesto reafirma que el Gobierno confía en la inversión pública como motor de la reactivación y el crecimiento económico. Junto a la salud, el gasto en defensa, educación y seguridad, aparecen prioridades como la rehabilitación ferroviaria, las energías limpias y el crecimiento urbano.
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Respecto de la sostenibilidad fiscal, espera alcanzarla aumentando impuestos a las empresas, el sector de inversiones financieras, las ganancias de capital y las herencias, ensanchando la base tributaria y subiendo alícuotas. Con los nuevos impuestos, tiene la expectativa de recaudar 40 mil millones de libras adicionales. Otros 30 mil millones se fondearían con endeudamiento, un aumento de corto plazo que espera poder compensar a mediano plazo. Las dudas aparecen sobre el efecto de los nuevos aranceles en la inversión privada, la mayor parte de la recaudación provendrá de lo que pagan las empresas sobre los salarios de sus trabajadores –una decisión que, de acuerdo a los empleadores, amenaza con afectar los niveles de empleo y los salarios–. Como de costumbre, los temores manifestados por los empresarios aparecen exagerados, con la tasa de desempleo en 4,1% en septiembre, un nivel muy reducido para los estándares europeos.
Quizás el punto débil del presupuesto anunciado por Reeves radique en las perspectivas de crecimiento. Las proyecciones de la Oficina Presupuestaria Británica no alteraron las perspectivas en este sentido para los próximos años respecto de las que existían durante el último gobierno conservador. Una economía que distribuye mejor, pero que no logra dejar atrás el estancamiento, no parece demasiado tentadora de cara al próximo ciclo electoral, cuando el laborismo deberá enfrentar un espacio conservador probablemente unido y corrido a la derecha en materia migratoria, un tópico que resuena con las clases trabajadoras. Reeves es consciente de que así como las consecuencias de la desinversión sólo son evidentes en el mediano y largo plazo, el aumento en la inversión también puede demorar en hacer efecto más de lo que lo hacen los ciclos electorales. Aún así, apuesta a que las proyecciones se equivoquen y que, en un contexto de inflación a la baja, la inversión pública y el gasto social impulsen el crecimiento económico y, más importante, le mejoren de manera evidente la vida a los británicos. Esas son, después de todo, las prioridades y valores de un gobierno de izquierda.
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