No es habitual en Baradero, que casi un centenar de personas se reúnan para acompañar a un escritor que presenta su obra; pero la particularidad se dio el viernes último cuando, en el Centro Cultural Pte. Arturo Illia de nuestra ciudad, Hugo Pezzini lo hizo con su libro “Belleza Terrible”
En un ámbito que se presentó en semi penumbras, Javier Basualdo fue haciendo las presentaciones formales que culminaron en la invitación a Silvia Pezzini, hermana de Hugo, a decir algunas palabras que resultaron amenas en la medida que fueron un relato de interesantes vivencias que ya anticipaban a un hermano escritor al que, ella solicitó que tomara la posta para iniciar la que se suponía una presentación formal pero que lejos de ello, terminó siendo un ida y vuelta entre el escritor y el público que alcanzó por momentos ribetes emotivos y que en otros sirvieron para entender lo que se vive cuando se abandona el terruño y se vive en el extranjero.
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Pezzini, no cabía esperar otra cosa, posee un gran manejo del lenguaje y cuando habla se nota la misma preocupación por usar las palabras más adecuadas, tal como pretende cuando escribe y para quienes han sido sus contemporáneos, resulta una grata experiencia escucharlo referirse a las cosas de nuestra ciudad pues su mirada es distinta de la nuestra toda vez que él carece del hastío que el paisaje produce a quien lo observa en forma cotidiana.
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También se refirió al tan particular estado de su dicción que a fuerza del cosmopolitismo en que su vida transcurre, vivió en la Argentina, en Brasil y en los EE.UU., dicta conferencias en Francia, Holanda, Alemania y otros sitios del mundo y dicta clases en la Universidad de Nueva York a alumnos que provienen de distintos sitios del mundo, adquirió un especial acento que, él mismo describe, hace que cuando está entre latinoamericanos, enseguida descubran que es argentino, pero cuando llega a la Argentina, resulta notorio para todos quienes lo escuchan, que ya no habla como un argentino residente.
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Entre anécdotas de sus años transcurridos entre nosotros, confesiones referidas a que usa en sus libros personajes de Baradero que conoció y conoce, Hugo Pezzini aseguró que tiene un ego enorme, que le gusta sobresalir, que en él reparen y que hablen de él para concluir declarando que la escena que vivió el viernes por la noche, presentando su libro rodeado de personas de su pueblo natal, lo dejaba satisfecho ya que era un sueño, o mejor dicho su sueño, concretado.
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El resumen de lo acontecido en el recinto del Centro Cultural el viernes por la noche fue realizado gentilmente por el periodista del Diario de Baradero Gabriel Moretti.
A continuación compartimos parte de la entrevista realizada y publicada hace unos días en este portal.
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¿Qué sentís al volver a tu país y a Baradero?
No viajo a Argentina muy seguido, pero tampoco pierdo el contacto más de lo inevitable. El mayor tiempo que pasé en el exterior sin regresar fue un período de ocho años entre el 78 y el 86, cuando vivía en Río de Janeiro– Creo que en parte fue una estrategia inconsciente “autoimpuesta” para poder soportar esta distancia. Una especie de “quema de las naves”. En realidad –y hoy han pasado ya casi cuarenta años de mi partida definitiva– siempre considero que “empecé a irme” en el año 72, cuando “descubrí” Río de Janeiro y el movimiento artístico y cultural “Tropicalia”, de los hípsters y hippies de esa ciudad.
El volver: No voy a olvidar jamás lo que fue llegar a Buenos Aires, caminar por sus calles, y después ir a Baradero y reencontrar a mi gente pasado ese largo hiato de ocho años. Mi mirada parecía “magnificada”; los colores eran más intensos y las imágenes parecían tener más foco. Oír nuestro idioma “argentino” –habiendo oído y me expresado usando la guturalidad musical del portugués carioca era emocionante y nostálgico. Y poder hablar una vez más en nuestra lengua también fue una sorpresa: de repente me encontré sin tener que tensar mis músculos orales o utilizar formas respiratorias “aprendidas”. Abandonar el esfuerzo que representaba crear la fonética portuguesa fue como detenerme después de una maratón de ocho años de duración.
Volver ahora –o cada vez que he regresado en las últimas casi tres décadas de vivir en Estados Unidos– es una suerte de repetición de aquella primera experiencia al regresar de visita desde Río, allá en el 86. Siempre lo vivo como un salto desde culturas y lenguas “aprendidas” hacia mi “estado natural” (el ‘state of nature’ filosófico que representa la libertad primitiva, con toda su anarquía, feliz e inocente o tenebrosa y amenazadora, según la cosmovisión del pensador que la describa). Allí en Baradero, en Buenos Aires, recupero mi ser esencial, mi yo original; es una experiencia intransmisible, porque lo que provoca esta “recolocación” golpea en el plano de los afectos de forma tal que solamente quien la vive puede captar la dimensión de su profundidad. Nunca deja de sorprenderme.
Este regreso es así. Siempre es al mismo tiempo sorprendente y difícil reconectarme con “mi gente”. porque me distrae la observación los detalles de ese “otro” familiar del que yo estaba tan distante hasta el reencuentro. Ese otro olvidado o “guardado” temporariamente, en quien me reconozco.. A veces alguien me está hablando y estoy prestando atención a lo que me dice, pero también sorprendiéndome al reconocer ciertos sonidos que solamente nosotros usamos y que no oigo en ningún otro lugar. o entonces descubriendo con sorpresa nuevas formas “lunfardas”, algunos neologismos cuyo significado ignoro y demoraré algunos días para entender –esos precios que la patria le demanda al “ausente que regresa”.
Volver
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¿Quién es Hugo Pezzini?
Esa es una pregunta que me asusta porque es una pregunta espejo (una especie de “mírate a ti mismo!”]: como la pregunta emana desde Baradero, lo primero que veo es al Mono Pezzini; Hugo Pezzini es el Mono, el chico de ese pueblo que siempre sobrevive dentro de las muchas corazas, máscaras, disfraces, uniformes, y desnudeces que el mundo me impone y demanda mientras transito por las diferentes culturas y “civilizaciones” –por ponerlo de una forma absurda en su magnificación. Al mismo tiempo creo que todo ese material que me fue cubriendo o des-cubriendo en cada “hogar adoptivo”, a lo largo de los años se fue fusionando entre sus camadas, se fue adosando a mi cuerpo, moldeándolo, y a mi espíritu, pasando a constituir el hombre que hoy soy. El “yo” real. Pasadas largas las seis décadas de vida soy el resultado de mis curiosidades, de mis inquietudes, de los deseos satisfechos y de las frustraciones aceptadas. Soy la combinación de todas las metamorfosis resultantes de esas estrategias de sobrevivencia que tuve que elaborar para habitar en nuevas ciudades y países: es decir, soy un “chico de Baradero”, que tuvo que aprender a ser primero, porteño; después, carioca; después, neoyorkino; parisino durante el 2004 –en consecuencia, este híbrido en quien me reconozco.
Respondiendo esta pregunta me doy cuenta que esa mimetización camaleónica es la forma más efectiva de “aprender” el lugar e insertarse en él. Esto que he descubierto no sin esfuerzo y dolor, es algo de lo que Federico Jeanmaire escribe, extenso y claro, en algunas de sus mejores novelas (esas que yo llamo —seguramente esto él lo reprobará— “autobiográficas”). Pero esta estrategia de infiltración es parcial, momentánea, temporaria: a partir de la inserción, en una segunda etapa, uno rescata la individualidad y comienza a construir esa identidad absolutamente nueva y singular que te permite reconocer tu verdadero ‘yo personal’, re-encenderlo a la vida; por eso cada nuevo exilio implica una muerte y una resurrección; o mejor, un renacimiento. Pensá en la diferencia entre los significados de estas dos palabras, eh?
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¿Por qué te fuiste?
Por una razón positiva y negativa al mismo tiempo: cuando me fui del país (o cuando “empecé a irme”, como dije anteriormente), Argentina vivía un momento muy complicado –como complicado es siempre nuestro país social y políticamente, verdad sea dicha. Yo me había insertado en una subsección cultural joven que era bastante combatida; éramos hippies y esto nos hacía indeseables para ciertos sectores más conservadores de la sociedad, y en Buenos Aires, serlo era realmente era físicamente peligroso: había razzias en los bares de Corrientes, que yo frecuentaba en ese entonces: La Paz, La Giralda, el Politeama, La Academia, El Ramos. La policía perseguía a los hippies, los rapaba, los encerraba en calabozos, etc. Pero esto es destacar lo negativo; en lo positivo, yo estaba leyendo muchísimo, estaba oyendo muchísima música, estaba descubriendo las artes plásticas.
En ese entonces existía una diferencia destacable entre la política policial y militar brasileña y la argentina: los gobiernos de nuestro país perseguían la “no-ortodoxia” cultural (los hippies, beatniks, proto-punks, etc.), mientras que en Brasil estos movimientos culturales eran vistos por los militares (no tanto así por la policía) como una “alternativa alienada” a la politización extremista juvenil –que era lo que realmente temían y combatían (las desapariciones, aunque menores en número, comienzan en Brasil). Entonces había mucha libertad para expresarse en estas áreas culturales, que el gobierno (erróneamente) consideraba apolíticas. Era un caldo de cultivo (eso que llamé “Tropicalia”) cultural revolucionario, que se manifestaba de forma integral en las artes. Ésta florecía con fuerza total en Rio, São Paulo y Salvador; era la época de los paraísos primitivistas: Buzios, todavía una aldea de pescadores (local de una novela mía siempre inconclusa, Tropical Paradise Lost), Cabo frío, Arraial do Cabo, y Parati, en el Estado do Río; Trancoso, Arraial d’Ajuda y Arembepe en el estado de Bahía. Mi fascinación al presenciar y vivir en mi propia carne ese fenómeno fue algo tan magnético que acabó arrancándome de Argentina.
Siento que mis respuestas son sólo vislumbres; menciones de situaciones y realidades que llenarían páginas si mis respuestas aspiraran a informar de una forma más o menos completa, coherente. Pero así son estas conversaciones limitadas, ¿no?
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¿Una parte tuya nunca se fue?
En algún momento de Belleza terrible menciono que mi psicoanalista neoyorkino, Michael Pastor, una vez me comentó: “The boy left town, but the town will never leave the boy” (el chico dejó el pueblo, pero el pueblo nunca dejará al chico). Esta fue una observación muy aguda de este hombre: hasta hoy tengo sueños, sueños literales, mientras estoy durmiendo, en los trenes del Ferrocarril Mitre; todavía salgo de la estación hacia Buenos Aires, regreso a Baradero; camino por la bajada al Regatas, estoy en los bancos de la plaza, en el café. Si yo fuese un aborigen, o un lama tibetano, tal vez encontrase fórmulas mágicas que lo explicasen; un espíritu que abandona el cuerpo para regresar al terruño ancestral cuando la vigilia se ha interrumpido, un cordón de plata que permite que el “ánima” ambule por los rincones originales: Por supuesto que estos mecanismos atávicos hacen clarísimo que una parte mía nunca se fue. Hace algunas semanas en este medio publicaste un poema mío, Saudades, malamente traducible como “nostalgia”, donde hablo de esa amputación, de esa “mitad arrancada de mí” (las comillas porque esta imagen es de Chico Buarque), que quedo en mi pueblo, o, entonces la mitad arrancada es la que se fue: ésta que “hasta hoy llevo conmigo” (más Chico Buarque). Lo cierto es que una parte de mi persona, de mi ser, sigue ahí, siempre en mi pueblo. Una parte muy viva, muy consciente, muy despierta, muy atenta, muy nostalgiosa y melancólica, pero muy feliz por pertenecer a ese lugar con el que tanto me identifico, o que tanto me identifica. Soy un pibe de Baradero; siempre lo seré.
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¿Intelectual o artista?
Ambas cosas y de forma simbiótica; mi arte alimenta mi intelecto, y mi intelecto me fuerza a expresarme por medio del arte. Inclusive como profesor, como conferencista, como académico siento que escenifico un aspecto performático, actoral, que no abandono ni me abandona. Durante la década de los noventas llegué a crear algunos “stand-up shows” como único performer (actor) en un pub & comedy club de Greenwich Village. Tanto es así que muchas veces, cuando camino hacia un salón por algún largo corredor de la New York University, al acercarme a la puerta que voy a abrir para dar clase musito para mí mismo esa frase que los actores se dicen al entrar al escenario: Showtime! (es hora del espectáculo!). Lo juro. Por otra parte, cuando trabajo en mi escritura —en mi poesía principalmente, pero también en mi prosa— porque ésta siempre está teñida de romanticismo, lo hago desde la perspectiva del artista, del esteta. Siempre trabajo las palabras, las oraciones, párrafos enteros, como si estuviese manipulando objetos estéticos, que para mí, lo son. Y si estoy pintando, la narrativa que informa u origina mis imágenes está siempre influenciada por, o se origina en, mi lectura, mis teorías, mis interpretaciones de la realidad o de lo onírico –que siempre emanan de lo adquirido leyendo y pensando, ergo, de mi actividad intelectual.
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¿Escribirías un libro sobre Baradero?
Este está siendo escrito y diría que no está lejos de completarse; muchas de sus ‘aguafuertes’ han aparecido justamente en Baradero te informa. Es un compendio de situaciones, lugares, momentos y comportamientos del Baradero que habité, y de la gente que cohabitaba conmigo en esa ciudad de mis vivencias primales, en aquella era dorada que trato de “capturar” para que no se pierda. Sin proponérmelo, me comporto como un memorialista; alguien que trata de preservar sin intenciones históricas ni historicistas, un pasado que no debe perderse, un pasado no grandi-elocuente como para pertenecer a la disciplina específica (la historia), pero que no puede sucumbir víctima del olvido debido a la muerte o emigración de sus testigos. Yo me he ido adjudicando una atalaya de vigía, y desde allí de vez en cuando vislumbro algo entre esas sombras del pasado, y lo describo.
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¿Qué es lo que más extrañas de Baradero?
Extraño lo irrecuperable, porque extraño ese Baradero hecho de recuerdos que están grabados en mi mente de forma indeleble, imperecedera. La gente que siguió viviendo y vive en Baradero fue viendo y ve sus cambios graduales y paulatinos, y por lo tanto estos cambios le fueron y son invisibles; un poco como lo que sucede con nuestro propio rostro: nos vemos en el espejo todos los días, y creemos que nada cambia en nuestra apariencia, pero de pronto el muchacho de 18 años ante el espejo se da cuenta de que se ha vuelto el hombre de 60, de forma imperceptible (como la rajadura del poema “El búcaro roto”, de Sully Prudhomme). Yo, porque me fui de Baradero, tengo la versión interrupta de ese pueblo, la imagen interrumpida en el momento del egreso, y los recuerdos que lo precedieron. Está criogenizada en mi cerebro. Entonces guardo en mi memoria un álbum de fotos prístinas, porque fueron bien guardadas, archivadas, inmovilizadas, selladas. Preservadas de forma inalterable. En ese cofre memorioso está todo como era entonces. Lo que más extraño, pues, son estos momentos, esa gente, aquellos lugares de ese pasado remoto que evoco en todos esos artículos que aparecen de vez en cuando en baraderoteinforma. Esas reliquias del pasado que resucito han sorprendido a varios lectores por la frescura del recuerdo –los ha sorprendido mi (aparente) memoria mamútica. Pero es tan solo un mecanismo que opera desde afuera, y por ese motivo: por una visión que ha preservado el espacio intacto de la memoria, debido a esa “distancia temporal”: Allá lejos y hace tiempo. . . Creo que he tratado aquí de explicar cómo funciona. No sé si lo he logrado.
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¿Qué hay en el mundo que te lo recuerde?, sobre todo hablando de los sentidos
Infinidad de momentos, situaciones, y espacios me llevan de regreso a Baradero muy a menudo. En ciertas ocasiones, Baradero me sorprende en los lugares más inverosímiles, por medio de una sensación, más que por un parecido. Cada vez que cruzo los jardines de la Universiteit van Amsterdam en Holanda, camino por unos senderos donde siento que estoy cruzando la Plaza Mitre de mi infancia. Una vez, sentado mirando el horizonte del larguísimo amanecer primaveral del “pueblito” de Reykjavík, me emocionó el recuerdo la misma plaza de mi pueblo, aunque en realidad estaba sentado en uno de los bancos que hay al borde del lago Tjörnin, en Islandia. Me vi en las suaves colinas que descienden desde el edificio de la antigua Colonia de vacaciones de nuestro pueblo (hacia la “bajada al puerto”), un anochecer en el que caminaba por las escaleras laterales (iluminadas por farolas) que desde un costado de la Iglesia de Sacre Coeur, bajan de Montmartre, el barrio alto de París. Encontré a Baradero en el pub McDaids de Dublin, en Irlanda, donde hay un estrado-balcón arriba de la barra, como el que existía en el bar que hubo una vez al lado del Club Social (llamado Pub Sanguerie). Se accedía a ese “palco” por una escalera de madera y allá me sentaba con Clavo, Pedro, Fede, Gabriela, Cristina, Susana, Rita y quién sabe quién más, durante ese, mi regreso venturoso y breve a Argentina a mediados de la década de los 80s, del que ya hablé al responderte otra pregunta, Gustavo.
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¿Cómo definís al libro Belleza terrible?
Belleza terrible ha sido descripto como un libro que desafía las clasificaciones genéricas. Eso se dice porque es una mezcla elementos dispares que decidí agrupar de modo idiosincrático: hay cuentos cortos, hay memoria, hay un manifiesto anti-traducción (su prólogo, que se completa en el epílogo con un amago de micro-teoría literaria – y se justifica, porque casi la totalidad de su contenido es una “traducción” (las comillas son por el “anti”que acabo de referir) al argentino, que realicé yo mismo de textos originales que escribí y publiqué en inglés). Además hay tres aguafuertes parisinas; hay dos novellas —así se les llama a los cuentos muy largos, como por ejemplo “El perseguidor” de Cortázar. Realizo en este libro subdivisiones y alteraciones estructurales bastante significativas. Pero debo decir que en lo estilístico e idiomático—como un todo, por su variedad de ‘registros’, son textos cuya “forma final” se podría describir a grandes rasgos como consecuencia de eso que el gran crítico y teórico literario norteamericano Harold Bloom califica de “ansiedad de la influencia” (la teoría de estos días disputa y niega la precisión de ese afecto –la ansiedad— debe aclararse). Bloom postula que todo escritor escribe “a favor” o “en contra” [tratando de acercarse a o distanciarse de] una figura paterna literaria. Yo siento que quien me “ordena”, o al menos me susurra mientras escribo, es Borges. Entonces me pienso pugnando bajo la enorme influencia de su obra. De forma tentativa e hipotética, y sólo a modo de “definición por comparación”, voy a levantar la hipótesis de que Federico Jeanmaire trabaja en un plano creativo que se extiende bajo la sombra ancestral de Cervantes, o al menos en medio del murmullo generado por las voces del Quijote. Entonces imaginemos que si la obra de Federico es una “emanación” de lo quijotesco, lo que yo trato de escribir se proyecta dentro de un ejido (un espacio de labor comunal) borgeano. Mi escritura tiene ese tipo de exuberancia disciplinada; está llena de citas eruditas aleatorias, notas al pie que interrumpen el texto tratando de explicar, de aclarar, pero también digresiones, cortes y fisuras en la narrativa [las alteraciones estructurales de las que hablo, que para mí son deliciosas de encontrar y enfrentar durante mis propias lecturas favoritas]. Digamos que sufro del mismo hedonismo de Fede; o sea, siento el mismo placer en el momento de la creación. Yo veo la mayor parte de la admirable obra de Federico como si fuera un artefacto lúdico y hedonista. Es imposible no percibir la alegría de ese nuestro gran escritor argentino y baraderense. No obstante, mi actitud mientras escribo es ‘severa’ (esto en la acepción que se refiere a cierto estilo escultórico de un período clásico griego regido por ciertas disciplinas o reglas inquebrantables (la sabiduría de ese momento). Entonces procedo a buscar intersticios donde se puedan crear excepciones —esas libertades posmodernas de las que Borges podría considerarse un precursor (esta opinión, en “la academia” sería discutible, estoy seguro).
Hay innumerables caminos para construir el artefacto narrativo, pero todos se erigen en el interior de ese universo común de la literatura. Toda esta explicación se debe a que trato de definir Belleza terrible por comparación —no es en vano que en inglés, a quienes decidimos dedicarnos a la literatura comparativa o comparada nos llaman comparatists (comparatistas), ya que eso es lo que hacemos todo el tiempo. Es un vicio profesional (risas). Por supuesto que esto último es una broma: no es haciendo este tipo de comparaciones, que los comparatistas “comparan”. Ahora, ya fuera de bromas hago esta última acotación: como toda la lectura y escritura de mi extensa formación universitaria, todos mis estudios, fueron hechos en inglés, sé también que mis textos sufren la influencia de mis mayores de esa lengua, desde James Joyce a Raymond Carver – y entre los híbridos, desde Joseph Conrad a Vladimir Nabokov. Pero no quiero extenderme más en esto porque tu pregunta pide definiciones, y las definiciones deberían siempre ser como las de los diccionarios, es decir sintéticas, y esto fue una larga bocanada.
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