Tengo que esperar hasta crecer, no hay más remedio.

Cuando sea grande me lo compro yo mismo.

Igual, creo que fui medio bruto cuando tiré al suelo el camioncito de bomberos de hojalata con la escalera doble —una sube después de la otra para llegar más alto durante un incendio. A la escalera la sube uno mismo haciendo girar una manijita bien chiquita, ¡que lindo! —y el camioncito además tiene sirena. Pero ¡es a cuerda! ¡Qué mal!

Lo que pasa es que yo estaba SEGURO de que papá para mi cumpleaños me iba a comprar el trencito eléctrico que venden en el Bazar Willi. Pero igual: debí haberlo imaginado ya que antes —para Navidad— no había querido comprármelo tampoco.

El trencito eléctrico tiene la locomotora negra a vapor y los cinco vagones marrones de madera con el techo curvo color gris. El último vagón es el del guarda, el de color bordó con el farolito colgado al lado de la puerta de atrás, como los trenes de verdad. Incluso viene con el guardita en miniatura apoyado contra la baranda, como si acabara de hacerle señales con su farol al señalero de la estación mientras el tren se alejaba e iba perdiendo a la distancia. La locomotora hasta está equipada con bielas impulsoras a pistón, que se mueven hacia adelante y hacia atrás ¡chucu!, ¡chucu! haciendo girar las ruedas enormes.

Así anda por la vía el trencito en la vidriera del Bazar Willi.

Cuando crezca me lo compro seguro.

¡Chucu!, ¡chucu!, ¡chucu!, ¡chucu!, viaja el trencito. Va por las vías de metal en un itinerario en forma de óvalo. Entre los accesorios viene incluida la estación ferroviaria. Allí hay un oficial chiquito parado en el andén. El oficial sostiene con la mano levantada hasta el mentón el silbato que ya se ha puesto en la boca para avisarles que ahí viene el tren a los pasajeros en miniatura que están esperando de pie también en el andén. Son como soldaditos de plomo pero vestidos con ropa de gente normal. Algunos tienen bien agarrada una valijita o un bolso. Adentro de todos los vagones hay pasajeros chiquitos sentados en cada asiento del tren. ¡Qué hermoso!

El trencito viene también con dos señales con sus torres de metal y éstas se suben y se bajan de forma automática cuando el tren se acerca. Hay además un tanque de agua para llenar la caldera de la locomotora, y el conjunto de juguete además tiene dos barreritas que también se bajan cuando viene el trencito y se suben cuando acaba de pasar. Son casi iguales a las que hay al final (o al comienzo; depende de si uno va o viene) de Baradero, esas que papá cruza con el Chevrolet ’51 cuando salimos para la ruta rumbo a San Pedro, a Buenos Aires, a Mar del Plata o a Rosario, que son los lugares adonde siempre vamos o de donde siempre venimos.

Cada vez que pasamos la barrera que separa a Baradero del resto del mundo, hay que ir despacio porque si uno pasa rápido los barquinazos que da el auto (es mamá la que usa esa palabra rara), pueden romper los elásticos del Chevrolet ’51. Es mamá quien se lo advierte con esas palabras a papá cuando vamos por el boulevard de la estación —ya casi llegando a la barrera— para que vaya más despacio. Pero yo no entiendo: los calzoncillitos blancos Jockey que mamá me compra en lo Petylor –a una cuadra de casa, frente al café La Suiza–, también tienen elásticos y ni se rompen ni nada cuando cruzamos la vía en el Chevrolet ’51 negro, no importa a qué velocidad vaya a dar el barquinazo el auto de papá. Y los de mis calzoncillitos Jockey también son elásticos.

Mamá siempre exagera.

Pero una vez cuando salíamos de Rosario se rompió el auto del barquinazo tan fuerte que dio papá por pasar muy rápido por una cuneta y el auto no quiso arrancar más. Lo que pasó fue que papá no había visto la cuneta (otra de mamá: “cuneta”) porque la cuneta estaba sumergida en agua de la lluvia a cántaros que diluviaba (mamá lo dice así) en ese momento.

El auto levantó mucha agua, tanta agua que se cubrieron los vidrios de agua barrosa. Papá se tuvo que bajar del auto en medio del diluvio —y papá VIVE de traje; creo que las únicas ropas que tiene son trajes grises, marrones y azul marino; todos con camisa y corbata. Y uno negro para los velorios.

Como decía, el pobre de mi papá entonces se bajó del Chevrolet ’51 en la lluvia y metió en el agua los zapatos de cuero marrón Elevantor que el dueño de la zapatería Tonsa de la Calle San Martín le trae a Baradero especialmente para él (creo que Elevantor es una línea de calzado para gente del tamaño de mi papá. Seguro que Napoleón usaba botas Elevantor).

Papá abrió el capot y miró un rato adentro, limpió los vidrios —que de todos modos ya la lluvia había lavado casi por completo— y se volvió a meter al auto. Ahí le empezó a dar al arranque del Chevrolet ’51: ¡Uuu!… ¡Uuu!… ¡Uuu!… ¡Uuu!…, mientras pisaba el acelerador como si él fuera el baterista de una banda de rock y bombeara  el bombo de la batería con todo y sin parar. Eso hasta que el auto empezó a hacer ¡Ugggggg! ¡Ugggg! … ¡Uggg! … ¡Ugg! … … ¡Ug! … … … ¡U! … ¡u!  y nada más.

Ahí se murió el motor de arranque.

Nos quedamos todos en silencio, oyendo la lluvia golpear en el techo con sonido de batería de rock, hasta que mamá dijo, “Se te acabó la batería, ¿viste?, y seguro que estaba solamente ahogado”. Claro que mamá no se refería a la batería de rock sino a otra invisible, o entonces a alguna que debía estar bien guardada adentro del motor del Chevrolet ’51.

Cuando oí a mamá decir eso, de repente me di cuenta de que ella entendía también de mecánica. ¡Qué bárbaro! ¡Qué genia!

Ahí me acordé de una vez cuando estábamos en el Balneario Municipal de San Pedro y sacaron del agua a un ahogado. Me acordé de él porque mamá dijo eso adentro del Chevrolet ’51 ahogado de papá. Me puse a pensar que capaz que el ahogado antes de ahogarse o mientras se ahogaba hasta morirse, por ahí él también hizo ¡Ugggggg! ¡Ugggg! … ¡Uggg! … ¡Ugg! … … ¡Ug! … … … ¡U! … ¡u! y nada más. Se murió el ahogado.

Pero bajo la lluvia que diluviaba y dentro del Chevrolet ’51 de papá, papá la miró serio a mamá y solamente le contestó apenas moviendo los labios: “Cayate la boca, Herminda, por favor”.

A continuación se bajó del auto y se fue a esperar un taxi en una esquina de mucho tráfico que había cerca de ahí.

Volvió al rato, empapado pero en taxi.

Nos bajamos todos del Chevrolet ’51 negro ahogado de papá y nos subimos al Ford 38 verdecito con reloj taxímetro sin ahogarse del taxista, pero sólo después de que papá y el taxista empujaran el Chevrolet ’51 negro ahogado hasta el cordón de la vereda y papá lo cerrara con llave.

En seguida, papá y el taxista metieron las valijas en el taxi Ford 38 verdecito con reloj taxímetro sin ahogarse del taxista.

Ahí se quedó solo el Chevrolet ’51 negro ahogado de papá. Vacío y cerrado con llave.

Nos fuimos en el Ford ’38 verdecito sin ahogarse, con el taxímetro haciendo “tac-tac-tac-tac-tac”, hasta la estación de tren Rosario Norte, que era la que estaba más cerca de la cuneta inundada invisible donde se había ahogado el Chevrolet ’51 negro de papá.

Papá sacó cuatro boletos Rosario Norte —> Baradero. “De ida solamente”, dijo papá, “porque no vamos a volver”.

Yo no entendí nada, porque a Rosario ya habíamos ido. ¡Estábamos volviendo a Baradero; no “yendo”! Habíamos pasado el fin de semana entero —más todavía, creo que una semana completa— en la casa de mi tío Oscar, que es el hermano mellizo gemelo de papá, tan igualito a papá que a veces sin querer me siento en su falda, y entonces él lo mira a papá y se sonríen en silencio. Hasta que me doy cuenta de que me equivoqué y me pongo a llorar bien fuerte. Entonces papá viene a alzarme y me consuela.

Pero decía que no entendí nada porque papá, a pesar de que estábamos VOLVIENDO a Baradero, compró cuatro pasajes de IDA a Baradero. Yo pensé que se había equivocado y no nos iban a dejar subir al tren, o peor aún, que nos iban a hacer bajar del tren cuando llegara el guarda con la pinza para perforar nuestros boletos.

¡Tick! ¡Tick!  ¡Tick! ¡Tick! ¡Tick!, iba a venir el guarda, perforando cada boleto de los pasajeros con la pinza de perforar boletos, cada vez más y más cerca de nuestros boletos. Yo iba a mirar bien por la ventanilla para saber dónde estábamos en ese momento y entonces imaginar como iba a ser cuando el guarda le dijese al maquinista que parase el tren porque había una familia tratando de viajar de vuelta a Baradero con boletos de ida a Baradero y el tren parase para expulsarnos. Por ahí el tren iba a parar justo donde habría una cuneta inundada igual a la de Rosario. Si fuese así y allí, mis zapatitos Bandolero nuevitos flamantes comprados también en la zapatería Tonsa de la calle San Martín, cerca de la concesionaria Ford de Ignacio G. Amatriain, especialmente para ir a Rosario (sin boleto de ida, ya que fue en el Chevrolet ’51 que llegamos a Rosario); . . .  como decía; decía que mis zapatitos Bandolero iban a quedar como los zapatos especiales Elevantor de papá, que ahora a cada paso que da por la estación ferroviaria Rosario Central hacen ¡Squish!, ¡Squish! ¡Squish! ¡Squish!, porque están inundados de agua como la cuneta invisible por cuya culpa se ahogó el Chevrolet ’51 negro de papá. En cambio, fue por culpa de la laguna de San Pedro que se ahogó el ahogado que hizo ¡U!¡u! y se murió en el Balneario Municipal de San Pedro, un sábado de verano a la hora de la siesta.

Hacía tanto calor ese día a la hora de la siesta en el Balneario Municipal de San Pedro que papá fue a la cantina que parece un ranchito de cemento cerca de las mesas también de cemento para comer los asados hechos en las parrillas también de cemento. Fue a la cantina y nos compró una gaseosa de pomelo o una de naranja Crush o talvez una de esas Bilz con gusto a granadina, no me acuerdo bien —por ahí  lo que nos compró para tomar fue una Bolita. Lo que sí sé es que estaba bien bien bien helada, como le gusta a papá.

Eso fue durante las tres horas después del almuerzo cuando está prohibido ir a al agua, porque si uno entra al agua en ese momento se para la digestión más o menos como se paró en la cuneta de Rosario el Chevrolet ’51 de papá y entonces a uno le da un calambre en el estómago y entonces uno¡U!¡u! , se ahoga en la laguna de San Pedro. ¡Listo! Está explicado por qué el ahogado de la laguna de San Pedro hizo¡U!¡u!  —como el Chevrolet ’51 negro ahogado de papá— y se murió durante las peligrosísimas tres horas posteriores al almuerzo. ¿Quién lo manda, eh? Hay que esperar tres horas.

Mamá tiene razón: JAMÁS voy a ir al agua durante las tres horas de la digestión: mientras todavía soy tan chiquito como ahora, no quiero morirme ahogado después de haber hecho¡U!¡u!  como el Chevrolet ’51 negro de papá que está ahogado y cerrado con llave al lado de la cuneta esa que hay no muy lejos de la estación Rosario Norte donde venden boletos de ida y vuelta (o de ida solamente, como compró re-mal papá) para andar en tren como el del Bazar Willi, pero en uno de verdad.

Pensándolo bien: la estación Rosario Norte no está muy lejos de donde está cerrado con llave el Chevrolet ’51 negro ahogado de papá; pero eso es solamente si uno va en un taxi Ford ’38 verdecito, ¡Tak! ¡Tak! ¡Tak! ¡Tak! ¡Tak! ¿no? Eso es en taxi: a pie debe estar muy lejos.

Pero yo en verdad estaba contando que papá pidió cuatro boletos Rosario Central —> Baradero, de ida solamente y yo no le dije nada de que se había equivocado y que tendría que haber comprado boletos de VUELTA a Baradero porque papá todavía tenía esa cara que pone a veces cuando está mirando el noticiero del Canal 7 mientras yo juego a que soy una ambulancia y hago la sirena ¡UhhhUhhhUhhhUhhhUhhh!, bien bien bien fuerte. Papá me mira con esa cara que hace —como la que tiene ahora—, y me chista, bien bien bien fuerte también:

“¡Shhhhh! ¡Huguito, cayate la boca, por favor!”

Me lo dice justo como se lo dijo a mamá hace un rato, cuando estábamos estacionados sobre la cuneta inundada de la estación Rosario Central que está cerca si uno va en taxi. Com esa cara. Esa.

Así que me cayo la boca bien re-cayada y no le digo nada a papá de que compró re-mal los boletos.

Ahora estoy sentado quietito en un banco de la sala de espera de la estación Rosario Norte esperando que sea la hora de la salida de nuestro tren a Baradero, pero muy preocupado, y preocupado de verdad, por cómo papá ahoga autos, arruina zapatos Elevantor y trajes marrones y compra boletos equivocados con cara de enojado —esa cara—, cuando de repente alguien le dice a mi papá:

“!Hola, don Pezzini! ¿No me diga que está esperando el tren? ¿Desde cuándo viaja en tren?”

¡Uhhh, ya nos descubrieron!, pienso yo.

Pero resulta que el señor que le dijo eso a papá y como respuesta la cara de papá se transformó en una sonrisa y papá se paró y le dio la mano, se llama Piruca Colamé.

Papá inmediatamente le cuenta del Chevrolet ’51 muerto por ahogo (como el hombre de la Laguna de San Pedro) en la cuneta inundada a una distancia de un corto viaje en taxi con el taxímetro haciendo tac-tac-tac-tac-tac. Entonces el señor Piruca Colamé le dice que de ninguna manera el Chevrolet ’51 negro se va a quedar solo, ahogado en Rosario mientras nosotros viajamos “DE VUELTA” a Baradero. ¿No te dije?: el señor Piruca Colamé es un hombre sabio, pienso yo cuando veo que él sabe que de Rosario no se va DE IDA a Baradero sino DE VUELTA, ¡si uno ya está volviendo!

Entonces claro, por la conversación de papá con él, me entero de que el señor Piruca Colamé además es mecánico. “¡Este hombre es un genio recontragenio recontramilgenio!” me informa mi mente sobre mi intuición previa, mientras permanezco en silencio, fingiendo jugar pero prestando toda mi atención a cada palabra que dicen los adultos.

Un poquito después, se van papá y el señor Piruca Colamé en un taxi a resucitar el Chevrolet ’51, pero antes de irse, papá le dice a mamá que nosotros nos vayamos de vuelta nomás en ese tren a Baradero, porque quién sabe qué va a pasar con el auto. No entiendo más nada: obvio que papá se dio cuenta y por eso ahora dice ‘de vuelta’.  Pero igual nos manda de viaje com esos boletos de ida. Yo creo que debe ser porque ya nos había comprado a todos boletos de ida. Y listo: debe estar prohibido comprar dos veces boletos para un mismo viaje. ¡Que problema!

De todos modos y por las dudas, papá se guarda uno de los cuatro boletos en el bolsillo del pañuelo de su saco empapado. Mientras se alejan, alcanzo a oír que Piruca Colamé le confiesa a papá que él todavía no ha comprado su boleto a Baradero, así que va a hacer andar el Chevrolet ’51 negro sí o sí, para ahorrarse la plata del boleto y volver en auto, que es mucho más cómodo, dice.

Pero mamá, Pupi y yo viajamos en tren y ya estamos muy cerquita de  Villa Constitución cuando al fin llega el guarda para perforar los boletos. Yo tengo tanto terror porque los compramos mal que me hago el dormido. Con los ojos entrecerrados observo cómo el guarda agarra los tres boletos juntos y de un solo ¡TICK! bien fuerte los perfora ‘de una’ a los tres. No mira ni lee nada. Los perfora y se los mete en el bolsillo del saco gris de su uniforme con vivos negros, botones dorados de bronce, gorra militar linda linda linda con visera de charol (pero mamá me aclara que en realidad es de hule), y lleva un botón de identificación también de bronce en la solapa, con una inscripción que dice FGBM 4572. Un señor muy poderoso e importante, pienso yo.

El guarda sigue su camino por el pasillo mientras yo paro de transpirar frío y abro los ojos de nuevo—bien abiertos, fingiendo que el ¡TICK! del guarda acaba de despertarme. Miro con alivio cómo éste se aleja perforando otros boletos que seguro fueron BIEN comprados. O, ¡qué sé yo!, por ahí en nuestro vagón o en algún otro hay alguna otra familia que también viene de otra cuneta inundada invisible después de un gran barquinazo y entonces seguro que el papá también puso cara y se equivocó al comprar los boletos; no sé.

Este tren que tomamos es “un local“, en consecuencia es lento como una lombriz atascada en el barro y para em todos lados. En la estación de San Nicolás se queda un montón de tiempo detenido porque le cargan agua a la caldera de la locomotora a vapor. El agua sale de la manga de lona impermeable de un tanque enorme, igualito al que viene con el trencito eléctrico del Bazar Willi que me voy a comprar cuando sea grande y tenga plata mía igual que papá.

Todo esto demora tanto que una señora de Ramallo decide no esperar más a llegar a su casa para comer: se baja a comprar un sangüiche de mortadela con queso en el quiosco de la estación porque dice que ya está muerta de hambre. Vuelve con el sangüiche y dos Coca-Colas chicas, una para mi hermana Pupi y una para mí.

¡Qué buena la señora de Ramallo que conocimos en el tren! Se sentó con nosotros porque estábamos sentados en dos bancos de hule como el de la visera de la gorra del guarda, pero color verde oscuro, frente a frente para dos pasajeros cada uno y nosotros éramos solamente tres em total: mi hermana Pupi, mi mamá que sabe también de mecánica porque es una genia y yo. Fue porque faltaba papá que había un asiento libre para la señora que nos dio dos Coca-Colas chicas a mi hermana Pupi y a mí.

Yo me tomo toda mi Coca-Cola pero sólo la empiezo a tomar una vez que el tren ya va andando otra vez ¡Chucu!, ¡chucu!, ¡chucu!, ¡chucu!, porque quiero tomar esta Coca-Cola MIENTRAS voy andando en tren. No antes ni después.

Ahora estamos cerquita cerquita de Ramallo. Paró de llover y ya está anocheciendo. Miro los colores verdes y marrones intensos de la tierra y del pasto mojados por la lluvia. Las vacas están amontonadas debajo de los árboles, todavía al reparo, guareciéndose de la lluvia que paró hace un ratito. Me recuesto y pongo la cabeza en la falda de mi mamá que sabe de mecánica y me pongo a pensar en el Chevrolet ’51 negro ahogado estacionado solo al lado de la cuneta de Rosario.

¡Oh! Mamá me despierta porque estamos llegando a Baradero. Me había quedado dormido, pero fue sin querer, ¿eh? Ahí escucho que el guarda mientras camina hacia el próximo vagón va gritando “¡Baraderooooo! ¡Baraderooooo! ¡Baraderoooo!”.

Nos levantamos del asiento porque el tren acaba de detenerse en Baradero —y como soy muy chiquito, es de noche, estoy cansado y tengo mucho sueño, mamá me da upa a mí y la mano a Pupi. Un changador nos va a llevar las valijas hasta la parada del taxi. Mamá va a buscar un changador ni bien bajemos, dice.

Llegamos.

Cuando bajamos del tren casi me pongo a llorar: en el andén de la estación, al lado de la carretilla de cargas, un changador y los pasajeros que van a subir al tren, veo sonrientes a dos hombres con las manos y la ropa manchadas de grasa y con el pelo todavía mojado de lluvia: el señor Piruca Colamé y mi papá.

Mamá camina adelante con cara de satisfecha, conmigo en brazos y con Pupi de la mano, quien a su vez no larga la muñeca Linda Miranda que le compraron en Rosario.

El señor Piruca Colamé y papá se ocupan de las valijas. Todo solucionado.

Cruzamos el hall de las boleterías que es también la sala de espera de la estación ferroviaria de Baradero —el señor Piruca Colamé y papá, sonrientes los dos, cerrando la marcha como dos pibes traviesos. Pusieron en marcha el Chevrolet ’51 y vinieron al mango por los barriales, desafiando la tormenta y la distancia, apostándose una cena con vino tinto, postre y café en el Club Atlético Baradero a que le ganaban el trayecto Rosario Central —> Baradero al tren que nos trajo a nosotros. Le ganaron, obvio.

En la playa de estacionamiento está estacionado el bravío Chevrolet ’51. Lo descubro cubierto de barro hasta las ventanillas, porque la Ruta 9 por esos años todavía no es más que un estrecho camino de tierra desde Rosario hasta Campana —vaya uno de ida o de vuelta; haya sol o llueva. Por eso cada vez que llueve, la Ruta 9 —a la que en esa época todo el mundo llama La Panamericana— “se pone imposible de tan impasable”, como dice mi mamá.

Estamos todos dentro del auto ya circulando por las calles de Baradero. Llevamos al señor Piruca Colamé de vuelta a su casa. Mientras vamos, este hombre regenio recontragenio —el mecánico y piloto de la aventura— y papá, el joyero-relojero y copiloto del Chevrolet ‘51 en el veloz viaje Rosario —> Baradero, nos comentan que La Panamericana estaba “un verdadero desastre”. Lo hacen con la misma satisfacción indisimulable de los exploradores que en un jeep el año pasado cruzaron el desierto del Sahara de punta a punta, a través de los nueve países que abarca ese infierno de sol y arena que genera espejismos.

A esos héroes del desierto del Sahara los vimos con papá por televisión un día de estos, mientras yo jugaba con el camión de bomberos de hojalata que mi papi y mi mami me regalaron para mi cumpleaños. 

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Pleasantville, New York. Sábado 5 de mayo de 2018

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