Supongamos que yo soy tu amigo y te encontrás conmigo para comer en París —ambas cosas pueden ser verdad. Te paso algunos datitos para tu llegada.

Es muy importante que, en las configuraciones de tu celular, antes o al llegar a Paris, , actives el roaming del mismo para que funcione en esta ciudad. En tu primera salida, antes de irte a la calle elegís tu destino y lo ponés en la aplicación con GPS de tu teléfono. Si el GPS no ubica un lugar por el nombre del sitio y no sitúa, pasá a un paso previo: Googlea el nombre del museo, artefacto (¿la torre Eiffel?), café, restaurante, barrio o calle adonde vayas. Una vez que lo hallás, con esos datos precisos o complementarios que Google te ofrece, volves a tu dispositivo de GPS —Waze, Google Maps o el sea. y escribís en su buscador el dato más preciso que te ofreció Google. Listo, ya podés salir a caminar por París.

Otro dato, escribiendo “métro de paris” en Google podés también hallar un site donde podés ubicar la estación del métro —el subte— más cercana al lugar desde donde estás y vas a partir. Te indicará también la estación más cercana al punto adonde te dirigís. Verás todo detalladamente, nombre de estación y número de líneas (cada línea es numerada y su recorrido identificado por un color distinto). Además, hay mapas del metro en todas las estaciones, en general cerca de las boleterías, antes de entrar, y también después de hacerlo, ya en los andenes de cada estación. En el frente de cada uno de los trenes va indicada en un cartel electrónico la estaci[on final hacia la cual se dirige dicho tren. No podés equivocarte si prestás atención.

Los vagones son confortables y limpios. Ojo: poquísimos transportes tienen aire acondicionado en Paris, como también poquísimos domicilios particulares. El francés considera la temperatura natural como algo normal, y el aire acondicionado, algo superfluo. No me preguntes. Así nomás es la cosa.

Estos mapas hallables en tu celular, en tu computadora o en los mapas del sistema del métro mismo, te muestran las combinaciones de líneas, si hubiera necesidad de hacerlas, de tu partida hasta tu destino. Además, dentro de la mayoría de los vagones hay no sólo un mapa con todas las líneas, sino también—en general sobre las puertas—un indicador consistente del recorrido completo marcando cada estación, encendidas las todas las siguientes del recorrido hasta el final de la línea. Al llegar a cada estación, ésta se apaga y sólo siguen encendidas las que vendrán a continuación.

El tiempo promedio de espera para que llegue el subte es de cuatro a seis minutos nada más. Hay indicadores digitales colgantes en cada estación que te van informado los minutos que faltan para que llegue el próximo tren: arriban con exactitud de cronómetro.

No es difícil familiarizarse con el sistema del métro; es pan comido. Si abrís los ojos y olvidás los prejuicios atávicos sobre los medios de transporte subterráneo, lo dominás rapidito. Siempre me pregunto por qué los subterráneos de los países extranjeros en general tienen mala fama. No tengo respuesta para esto. Creo que corresponden a la mitología viajera.

En mi opinión, el métro es la manera más rápida y cómoda para desplazarse en París (y en la mayoría de las ciudades), a no ser que viajes con guita suficiente como para permitirte el lujo de llamar un Uber cada vez que vas a un destino inalcanzable a pie. Esto me lleva a la situación ideal: Para conocer una ciudad como París es caminando o en bicicleta. Yo utilizo casi exclusivamente estas dos maneras. Fácil para mí porque fui corredor de largas distancias y ciclista desde que dejé Argentina y me mudé a Río de Janeiro hace ya alrededor de medio siglo. Pero tiene que ser fácil también para vos. ¿Por qué digo esto? Porque la primera información sobre los preparativos previos para “ir a conocer una ciudad”, la encontré en lo que para mí son las mejores guías impresas de viaje que existen. Son las de la editorial Lonely Planet (planeta solitario). Ésta decía que los preparativos del viaje comienzan en la indispensable preparación del cuerpo. Hay que empezar a caminar allí, en el lugar donde vivís ya desde algunos meses antes—sobre todo si sos medio sedentario. Hay que hacerlo a diario e ir aumentando la distancia día a día, de forma progresiva. Cuando llegue el momento del viaje estarás en perfecta forma física para caminar la ciudad enterita, si se te antoja. Evitarás tener que recurrir a los medios de transporte como forma general de desplazarte. Sólo los usarás cuando quieras economizar tiempo para llegar a cierto lugar predeterminado.

Una ciudad que se recorre “a paso de hombre” se conoce del modo más detallado posible. Paso a paso recorrés los barrios elegidos. Te detenés a mirar vidrieras, pasás por las mesas de afuera (todos las tienen, en verano e invierno) de cada bar, café o restaurante (hay unos quince mil en esta ciudad). Muy importante: a pie podés observar detenidamente a la gente. Ves sus rostros y su vestimenta. Al pasar, oís su conversación en las muchísimas que lenguas que se hablan en esta ciudad. No sólo el lenguaje vocal: de a pie también tenés tiempo de leer el lenguaje corporal y la gesticulación facial. La vestimenta es una forma más de lenguaje: además de las ropas del país que inventó la moda. Esto es verdad —fue un plan político de uno de los reyes franceses, pero ese es otro tema. Soy un chico nacido en un pueblo bastante homogéneo, entonces para mí es interesantísimo observar, por ejemplo, los ropajes tradicionales de la población “no europea”. Porque Francia en diferentes momentos de su historia tuvo posesiones coloniales en Europa, Asia, África, Norte y Centroamérica, París está lleno de estas minorías étnicas que conservan sus tradiciones y vestimentas. A mí me sorprenden las mujeres de cultura islámica, cubiertas por sus burqas, chadors, boushivas y niqabs. Me encanta el colorido, la cantidad de enorme de paños superpuestos, los turbantes y otros accesorios de cabeza de la ropa africana. ¡La ropa de las mujeres en París siempre es deslumbrante!

Por último, de a pie tenés a tu disposición los edificios, museos, galerías, plazas, parques y jardines por los que quieras internarte. Podes detenerte frente a cuanto monumento, escultura y estatua que te llame la atención, y todo lo demás que aparezca frente a tus ojos. No existe ninguna otra forma que supere el caminar para conocer París. O cualquier otra ciudad del mundo.

Voy a contarte de lo más reciente, de esto hace tan sólo dos semanas. Hablemos de los restaurantes de París:

Dos amigas neoyorkinas (estadounidenses ambas) acaban de llegar a La ciudad luz. Me llaman para que vaya a comer con ellas. Estas dos mujeres están en una posición económica acomodada —a kilómetros de distancia de la ascética que vivo yo. Una es una consejera financiera en Wall Street; la otra, es propietaria de una concesionaria de las marcas Honda, Mitsubishi y Toyota en uno de los pueblos más hermosos y ricos al norte del entorno de condados de la ciudad de Nueva York, Ese pueblo se localiza en el vecino condado de Westchester. El pequeño village de Pleasantville, mi hogar en los Estados Unidos: son casi mis vecinas.

El restaurante de París donde combinamos nuestro primer encuentro para cenar juntos es un bouillon a un par de cuadras de la Porte de Saint Denis, una de las antiguas entradas a París en el tiempo de la ciudad amurallada. Hoy en el medio de la ciudad, muy cerquita de la Place de la République. Este restaurante es uno de los varios que la vendedora de automóviles trae en su lista de visitas planeadas: el Bouillon Julien, en el número 16 de la Rue du Faubourg Saint Denis. ¡Ojo!, las direcciones en francés y también en los países anglos llevan el número del local delante del nombre de la calle. Ésta por ejemplo sería 16 Rue do Faubourg Saint Denis. Esto es importante porque así es como lo debés escribir en tu buscador del GPS.  

Vuelvo al bouillon: de modo literal, bouillon significa un caldo, un consomé, pero también y por extensión, este sustantivo denomina a una categoría de “restaurantes baratos” de ciertas características comunes. Por qué se llaman bouillon? Porque una parte pasó a significar el todo; el nombre del caldo —el plato inicial del almuerzo o cena más elemental—acabó denominando a ese tipo de restaurante y lo define, de la misma manera que nuestra “parrilla” —el artefacto adonde se tira la carne para asarla, que por extensión acabó dándole nombre a ese tipo de restaurante en sí mismo. “Vamos a comer a una parrilla”. Esa categoría de restaurantes, la del bouillon de París, se ha ido sofisticando en look y clientela; se ha puesto de moda. Es el mismo fenómeno que sufrieron buena parte de nuestras parrillas. Recicladas, aggiornatas o sofisticadas invadieron Puerto Madero, San Telmo, Recoleta y los varios Palermos.

Entonces y para que quede claro: el bouillon es como llamaban a los restaurantes de la clase trabajadora y del empleado comercial en la París tradicional. Aggiornatos como nuestras parrillas, muchos de los bouillons de París hoy son restaurantes que en su décor y su fórmula narrativa se remiten a esos restaurantes populares de la París tradicional, pero en una versión sofisticada. Reciclados, son lugares donde almuerza o cena la clase, popular media, alta, y así hasta el cielo. Totalmente democrático en la ciudad donde se inventó la democracia moderna. Ese es el caso del Bouillon Chartier, sobre el Boulevard de Montparnasse, sin ir más lejos. La gente entra a un Bouillon más o menos como uno entra hoy un viernes a la noche a La Biela —que una vez ya supo ser un boliche de esquina. Aunque el precio del bouillon es popular o al menos accesible, todo es un poco sofisticado. El estilo predominante de su interior es el muy francés art-nouveau. Todo muy lindo’; sin embargo, no puedo dejar de mencionar una particularidad digna de destacar, considerando la calidad de la comida parisina. Aunque el bouillon se haya sofisticado, la cualidad popular de su comida continúa intacta. No obstante, sofisticó también el aspecto visual de sus platos —ahora gourmet— para satisfacer al tipo sociocultural de su clientela. Hoy en su mayoría ésta se compone de lo que en el argot parisino se conoce por el peyorativo BoBo —le Bourgeois Bohême: el burgués-bohemio no muy diferente de una cierta minoría cool de las grandes ciudades de occidente.  

La comida diaria de la clase trabajadora —la del bouillon auténtico o tradicional— se resume a un menú de limitado alcance: algunos pocos platos como opción, en general el menú completo a precio fijo: comida sin sofisticación alguna pero sabrosa, bien hecha y alimenticia. No obstante, debido a los precios bajos que ostenta, es obligatorio que los cocineros deban pensar y realizar su producción de una forma muy cercana a la comida en cadena. No estoy diciendo que la comida de un bouillon es preparada en cadena como la comida chatarra (junk food) o la comida rápida (fast food). La llamo en cadena, porque la estoy comparando a la comida de los buenos restaurantes o bistrós parisinos, la cual tiene esa cierta elegancia visual y sabor que sólo se logra en platos preparados dentro de la culinaria de la comida lenta (slow food). Gourmet.

La culinaria francesa —como la japonesa— es una manifestación artística, la expresión de una forma de arte. Además del deleite al paladar, la estética ante los ojos del comensal es fundamental. En comparación —aunque el bouillon sofisticado se rige por la cultura de la comida gourmet— en concepto, es una fusión con el plato y menú del bouillon tradicional. Su comida conceptualmente es la de la gente de trabajo, la que acude a diario durante la pausa laboral para el almuerzo, el cual en Francia es sagrado.

Debido a su fórmula, un bouillon no puede darse el lujo de preparar cada plato de modo individual, lo que es de praxis en cualquiera de los buenos restaurantes y bistrós parisinos; las escuelas francesas de culinaria educan a los mejores chefs del mundo por lo tanto hay miles trabajando en París. En consecuencia —a pesar de que el bouillon sirve comida simple, bien hecha y alimenticia, con el leve detrimento que implica la manutención del relativo bajo precio de los platos— cualquier uno de esos bouillons sofisticados es considerado un buen restaurante. Todo bouillon de esa categoría trata de acercarse en estilo decorativo y sabor a cualquier restaurante comandado por un excelente chef, porque a ese especialista el bouillon también que lo tiene.

Era el 2004 y vivía por primera vez París —con un estipendio muy escueto— haciendo un trabajo para New York University. Mi tarea de investigación se desarollaba en la Sorbonne y en un par de otras facultades de la Université de Paris, y —de modo más frecuente hacia el fin del proyecto— en la Bibliothèque Nationale de France François Mitterrand. Como vivía en Le Marais, y trabajaba, además de en la biblioteca, en la Sorbonne y un par de facultades de la misma (la generalidad se denomina Université de Paris), almorzaba en varios barrios distintos según donde estuviese ese día. De acuerdo a mi escaso Budget, yo iba a comer a siempre a restaurantes baratos, comía en bouillons sin saber que se llamaban de esa manera. De vez en cuando —algunos viernes, sábados o domingos— almorzaba o cenaba en uno de esos muchos lugares deliciosos en su décor y su comida, sin pensar tanto en el precio. Eran no bouillons, sino los restaurantes gourmet parisinos. Así fui conociendo más la cocina de la ciudad

Te dije que vivía en Le Marais, ¿no? Éste es el barrio medieval de París. Excepto un par de calles centrales donde ya las boutiques y galerías de arte comenzaban a reproducirse como hongos, durante esa primera mitad del dos mil su arquitectura todavía permanecía casi intocada. Cuando llegué al barrio, la población de Le Marais se componía de antiguas familias locales, además del arte y la bohemia allí establecida debido a los precios baratos de los bajos precios del pasado, cuando Le Marais ofrecía buenas posibilidades para alquilar o comprar. Muy similar a la historia y evolución del Soho neoyorkino.

Te decía que por aquellos años en mis momentos de ocio salía a los buenos cafés y restos del barrio mismo. Pero a veces cruzaba el Sena hacia su orilla izquierda (la Rive Gauche) e iba sentarme en alguno de los muchos excelentes cafés y restaurantes de esa zona, de preferencia los que están sobre el Boulevard Saint Germain y sus rues adyacentes. Estamos en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, en la Rive Gauche, como te dije: Paris se divide en dos partes, el Sena de modo literal es la divisoria de aguas de la ciudad: la Rive Gauche y la Rive Droite—derecha e izquierda del Sena. Siempre valía la pena hacerme una escapada en el métro o en bicicleta hasta Saint-Germain-des-Prés para sentarme a las mesas del Café de Flore o del Les Deux Magots sobre el Boulevard Saint-Germain. A menudo me llegaba hasta La Palette, de la Rue du Seine., una de las adyacentes al boulevard: Esta es la callecita serpenteante donde comienza Rayuela, la novela de Cortázar.

En mi barrio, muy a menudo iba a Les Philosophes, del cual hasta el día de hoy sigo siendo habitué. En el barrio contiguo a Le Marais, el Beaubourg, hacia el oeste se encuentra mi segunda opción a una distancia caminable desde casa, el Café Beaubourg. Su frente mira hacia el museo de arte moderno, el Pompidou. El barrio Beaubourg se va fusionando a mi barrio medieval de forma tan imperceptible que ni te das cuenta cuando pasás de uno a otro.

Entre los restos que conocí en esa época, me gustaba mucho ir a comer a uno llamado L’Enoteca, en otra rue serpenteante de Le Marais, la Charles V, esquina rue Saint Paul. El serpenteo es común en el trazado de Le Marais, ya que sus calles se formaron en el medioevo, cuando aún no existía planeamiento urbano alguno. Le Marais es un verdadero laberinto

La mención del restaurante L’Enoteca me trae de nuevo al presente, porque este es uno de los dos restaurantes a los cuales llevé a mis dos amigas neoyorquinas. Este restaurante —además de la alta calidad de su cocina italiana— tiene la particularidad de poseer una enoteca de altísima calidad, de ahí su nombre. Su selección de vinos es enorme. Y esta particularidad guarda dentro de sí misma otra particularidad, para mí, muy especial. Única. Y una microhistoria más para confirmar la reputación bohemia del barrio: Como es más enoteca que restaurante, sus meseros son todos sommeliers profesionales: expertos en vino. Estos meseros de L’Enoteca son expats italianos. Los llamo expats porque así es como en el lenguaje popular de New York denomina a los expatriados voluntarios, como es mi caso.

De la misma forma en que en L’Enoteca el “aspecto enoteca” supera en el interés del propietario el “aspecto cocina” (aunque la comida es deliciosa, insisto), en el caso de los italianos expatriados que sirven las mesas su “aspecto sommelier” supera en su interés personal al “aspecto mesero”. Dicho sea de paso: por favor, en París no llames ‘garçon’ a un mesero. Además de peyorativo es política y semánticamente incorrecto. El turista llama al mesero diciendo ¡garçon! Lo está llamando ¡muchacho! Es bastante ofensivo en un país donde hasta los adolescentes no se tutean si no son amigos. En inglés, boy, muchacho, era como los dueños de los ingenios llamaban a sus esclavos, fuesen estos tanto niños como ancianos, y más tarde a los negros en general. Recontraofensivo. La forma correcta es llamar al mesero diciendo monsieur—aun si este es muy joven, y a las meseras madeimoselle si son jóvenes y madame si son de media edad o de edad más avanzada. Sería hermoso si nosotros mismos, los argentinos, nos aggiornásemos en eso y cambiásemos nuestro ¡mozo!, por ¡señor! Mozo en castellano castizo significa también muchacho.

Vuelvo a L’Enoteca. Te sentás a una de sus mesas, el mesero-sommelier viene a atenderte, en general vestido de negro con un delantal blanco completo, pechera con breteles y falda frontal, con una tira en la cintura que se ata atrás. Vos sabes cómo: nosotros los llamamos delantales de cocina o de chef. Antes que nada, te sirve una panera con dos o tres tipos de pan, un plato con aceite de oliva y dos molinos de madera, uno de sal gruesa y otro de pimienta negra en granos. Le ponés sal y pimienta a tu gusto a ese aceite de oliva, lo revolvés, tomás un pan de la panera y hundís un trocito en esa mezcla y así tenés algo delicioso para entretenerte mientras estudiás la carta de vinos —un menú digno del restaurante con el nombre que tiene. El mesero-sommelier va a buscar el vino a la enoteca, que está localizada de modo prominente y bien visible en uno de los costados del local. Tiene una doble puerta de marco y barrotes de madera natural, lo que deja a los vinos bien a la vista, como dentro de un palomar lleno de botellas acostadas en casilleros individuales: tesoros reposando a tu espera.

Regresa el mesero con la botella que has pedido y te muestra la etiqueta, como es la norma. Abre la botella con un sacacorchos a la antigua, el típico de nuestros “mozos”. Vos los conocés, seguro que tenés uno en tu casa. Se abre y cierra en dos partes, como un cortaplumas. Una más larga y una más corta. La parte más corta tiene el destapador de cervezas y gaseosas, y la más larga el sacacorchos. Una vez enroscado el taladro en el corcho el mesero se pone la botella entre las rodillas y de un tirón rápido y efectivo destapa el vino con gran sonoridad ¡Pluhhh! Huele el corcho y lo coloca sobre la mesa con la parte impregnada de vino hacia arriba. A continuación, llena una buena copa, digamos hasta la mitad —no tan sólo el chorrito acostumbrado para que lo pruebes. En lugar de pasártelo, deja la copa servida sobre la mesa para darle un momento para que el vino respire. Se aparta, toma alguna silla cercana desocupada, regresa con ella y la coloca en una esquina de la mesa. Toma una vez más la copa servida. Hace girar el vino moviéndola en círculos apoyada sobre el mantel; la levanta y aprecia el color; lo observa mientras el líquido va deteniendo su giro. Ahora la inclina e introduce la nariz bastante adentro de la copa (éstas son balón, y enormes). El sommelier aspira el aroma, cierra los ojos unos segundos, ‘estudiando” (o disfrutando) el perfume. Abre los ojos y bebe un buen trago; lo mantiene en la boca, saboreándolo por algunos segundos. Si acuerdo su criterio el vino es bueno y satisfactorio, sirve todas las copas y al fin se sienta en la silla que había traído y se queda con vos y tus amigos charlando un mientras termina de beber su media copa: En L’Enoteca, quien prueba el vino para ver si está bueno es el experto, el mesero-sommelier. Si él lo aprueba, el segundo a probarlo serás vos o alguno de tus amigos. Y esto no es puro camelo. Una noche a fines de la primera década de este siglo, el mesero saboreó el vino, puso cara de desagrado y dijo que el vino no era bueno. Desagrado, fue a la enoteca y volvió con otra botella. Esta le pareció buena y fue esa la que bebimos. En L’Enoteca si al mesero el vino no le parece bueno, la botella se descarta.  

Otra vez al presente:

Además de L’Enoteca, otro restaurante a cual llevé a mis dos amigas fue también en Le Marais. Se llama Aux Vins des Pyrénés —“A los vinos de los Pirineos” – ¿Te parece que fuimos a comer a demasiadas vinerías?: la baguette y el vino son dos artículos sagrados en la mesa francesa. Marcelino pan y vino.  Aux Vins des Pyrenées está localizado en rue Beutreillis, casi esquina Rue de Rivoli, también en Le Marais. Es mi barrio desde siempre y es el que mejor conozco.

Era sábado a la noche y fuimos directo después de una verdadera maratón a pie. Habíamos comenzado desayunando en el café La Palette, , barrio Saint-Germain-des-Prés—a éste ya te lo había mencionado—ese sobre la Rue du Seine, de Rayuela. De allí, las llevé a cruzar el Pont des Arts. Yo quería repetir el ritual del comienzo de esa novela. Pasamos el resto del día caminando.  Después de cruzar el Pont-des-Arts, fuimos descendiendo a lo largo y por la orilla del Sena. Ingresamos a la Ile de la Cité y nos detuvimos a observar la gran obra de reconstrucción de la catedral de Notre Dame. Está vallada en todo su contorno y cubierta de andamos. Desgarrador. Atravesamos el corto puentecito que une esta isla a la siguiente, la Ile de Saint Luis, Seguimos por la calle central. La Isla de San Luis es muy estrechita, un par de cuadras para cada lado de esa vía central. Recorrimos la arteria en su totalidad, mirando las vidrieras de sus pequeñas boutiques, su par de galerías de arte y sus barcitos. Todo es muy íntimo y acogedor. Finalmente volvimos a cruzar a la Rive Droite por el último puentecito isla. Estábamos una vez más en Le Marais. Fue en ese momento cuando decidí llevar a mis amigas a cenar al restaurante Aux-Vins-des Pyrénées.

Llegamos al restaurante justo a la hora de la cena, lo que en el sábado parisino típico es alrededor de las veintiuna horas. Lógico que venimos sin reserva de mesa. Es verano. Tanto las mesas de la estrecha vereda como las de adentro están todas ocupadas, excepto las que ostentan el cartelito Reservada — Entre las que tienen ese cartelito se incluye la de la ventana de la izquierda. Nos disponemos a esperar, pero antes que nada voy a hablar con el anfitrión para ver qué posibilidades de cenar tenemos de cenar ahí, cuánto tiempo hay que esperar una mesa. El anfitrión se halla de pie en el umbral de la puerta. Le pregunto cuánto será la demora y su respuesta me abate, porque realmente quería que mis amigas conociesen en ese lugar y probasen su comida. El anfitrión-recepcionista me informa que no hay mesa disponible por el resto de la noche. Todo ya fue reservado anticipadamente. Lógico. Les paso el dato a mis amigas porque ellas no entienden francés. Su vocabulario en esta lengua sólo satisface las breves atenciones y necesidades expresables con palabras únicas y monosílabos: los buenos días, el hasta luego y el adios; las gracias, el saludo y punto. Hasta hoy en día no existen muchos estadounidenses bilingües; todavía el inglés es la lengua internacional y ya se sabe que no es común que se aprenda y domine lo innecesario.

Aguadas nuestras expectativas de cenar en Aux vins des Pyrenées, permanecemos los tres allí, en el medio del paso, casi obstruyendo la entrada al local, Las mesas de afuera forman una única fila, apoyadas contra la pared, dejando un estrecho pasaje entre éstas y el cordón de la vereda de la calle angosta y adoquinada. La hilera de mesas sólo se interrumpe en el espacio de la puerta de entrada y acceso al restaurante. Nosotros tres discutimos nuestras opciones obstruyendo esa encrucijada. Yo me esfuerzo en silencio: trato de recordar una segunda opción para cenar en el barrio. A la más cercana la constituye la concentración de restaurantes en el barrio de La Bastilla, a unas cuatro o cinco cuadras de donde hallamos, pero almorzamos allá hace menos de una semana Un par de minutos se van mientras analizamos nuestro dilema.

Al cabo, reaparece el recepcionista que me había informado de la ausencia de mesas vacantes —quien había desaparecido en el interior del restaurante re— y me acerca.

 Yo comienzo a moverme hacia un costado, alejándome de la entrada, mientras les hago señas a mis amigas para que hagan lo mismo. Estoy seguro de que es lo que nos viene a pedir el anfitrión. En lugar de eso, se me acerca con una expresión de simpatía y me dice algo así como “moví algunos palitos y tengo una mesa para ustedes. Síganme”. Yo a mi vez les hago a mis amigas una seña de que lo sigamos. Voy detrás del recepcionista, seguido de mis amigas. El anfitrión entra al salón, gira hacia la izquierda y se dirige a la mesa de la ventana. Le quita el cartelito Reservada que se hallaba sobre los dos manteles blancos superpuestos en diagonal. ¡Esa es la mesa que nos da! Es una mesa redonda apoyada contra la enorme ventana abierta; sus sillas están todas orientadas más o menos mirando hacia la calle y la vajilla ya está dispuesta. Perfecta.

Nos sentamos. El anfitrión regresa con los menús para que elijamos el vino. Este lugar se llama A los vinos de los Pirineos. Otra enoteca.

Pido escargots a la provenzal —caracoles— como aperitivo y espadon à la française —pez espada a la francesa— como plato principal. De postre, crêpes suzettes —panqueques quemados al rhum. Los mejores crêpes de la ciudad son los de La Coupole, sobre el Boulevard de Montparnasse.

Acompañamos el postre con unas copas de oporto y cafés expresos.

Pagamos la cuenta de precio considerable a la americana (cada uno lo suyo) y nos perdemos por los laberintos medievales en la alta noche de Le Marais, París.

¿Algún día nos cruzamos por allí?

 

Foto:  Bouillon Julien, 16 de la Rue du Faubourg Saint Denis

  _______________________________

París y New York, sábado 16 de septiembre de 2023

 

2

 

Comentarios de Facebook