Nos presta la Vespa el novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi.

Vos lo debes conocer al novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi. Es el rubio teñido pintón, ese de jopo, que llegó al pueblo con su padre italiano para construir el encofrado de madera dentro de cuyas guías se va a derramar el hormigón líquido que una vez seco y solidificado constituirá la estructura fundamental de sostén —el esqueleto definitivo, digamos— del futuro edificio de Correos y telecomunicaciones en la esquina de Santa María de Oro y Araoz, justo en diagonal al Café La Suiza. Demolieron hace poco la casona esa que ya estaba abandonada antes de que yo naciera. ¡Qué los pario!

El rubio teñido pintón, ese de jopo, y su padre son dos estrellas, dos vedettes en el pueblo: trabajan sobre los andamios estrechísimos: caminan por los listones en alta velocidad y sin perder el equilibrio, mientras usan con destreza las herramientas de carpintería que llevan en anchos cinturones de cuero con una gran hebilla en el frente y llenos de argollas y bolsillos todo alrededor. Además, los dos usan botines de caña baja de cuero color natural. Este tipo de calzado especial de trabajo no existe en el pueblo. Fascinante.

Cuando ya han colado el hormigón —por lo tanto, las columnas están listas y el enmaderado se ha vuelto inútil— me concentro en el rubio teñido pintón, ese de jopo, que una vez más camina rápido sobre los tirantes, allá bien alto donde va a ser el tercer piso del correo. A cada paso, con la parte curva del martillo, esa que tiene una hendija en el medio, engancha un clavo, lo arranca y lo mete en uno de los bolsos del cinturón, sin detenerse ni por un instante para guardarlos ahí.

El rubio teñido pintón, ese de jopo, trabaja sobre la marcha a una velocidad que jamás he visto en ninguna otra obra del pueblo hasta ese momento, y mirá que a los pendejos nos encanta ver trabajar no sólo a los albañiles sino también a los carpinteros en lo de don Vicente y Mito Airaldi, casi al lado de la joyería de mis viejos, que es mi casa. Además, vamos a mirar al herrero de la otra cuadra mientras les mete las herraduras al rojo vivo en los cascos a los caballos y después les encaja a martillazo puro esos clavos largos y cuadrados —esos con los que a veces, después de que se lo pedimos hasta que tiene las bolas llenas, nos hace anillos, doblándolos para nosotros también a puro martillo. En el futuro, esas joyas serán “punk”. Después de herrar los caballos les lima y barniza los cascos. Quedan tan hermosos que los caballos parecen estar orgullosos de sus herraduras y cascos renovados.

Pasamos horas observando a cualquier laburante manual, así que yo también tengo las pelotas bien abultadas de memoria y experiencia de diferentes tipos de laburo en madera, de tanto que he visto hacer estos trabajos de carpintería, ahí al lado de mi casa. También, en muchas obras del pueblo ya he visto muchas veces esta construcción del “encofrado”, como lo llaman: tengo muchísima experiencia de mirón, equivalente a la de un experto en laburantes, tanto los locales como los visitantes. Puedo juzgar sin pifiarla y por eso te digo: lo que el rubio teñido pintón, ese de jopo, y su padre italiano hacen no se parece a nada de lo que he visto hasta hoy en día. Como estos dos jamás habrá otros; te lo juro. Por eso en el pueblo son como estrellas de Joliwud.

Vuelvo del Ferrari, tomo el café con leche con dos tostadas con manteca y mermelada de membrillo y salgo cagando para la esquina. Voy a verlos trabajar un rato mientras anochece. Cuando ya la luz es tan débil que no se ve un carajo, dejan de trabajar; el Tano cruza a la Fonda de Liaudat para morfar la cena. Es ahí donde se hospedan los dos, padre italiano e hijo teñido, pero el rubio teñido pintón, ese de jopo, cruza para el Café La Suiza para tomarse un vaso de vino, comerse una picada de salame, queso y aceitunas verdes mientras charla con nosotros. Lo rodeamos para escucharle contar sus historias, como si fuera alguna especie de marinero extranjero. Ha laburado junto a su viejo por todo el país desde chiquito. Él y su padre son carpinteros itinerantes de la construcción. Eso es lo que nos cuenta el rubio teñido pintón, ese de jopo.

  Volviendo al tema. Como a esta altura ya nos hemos hecho amigos, el carpintero rubio teñido pintón, ese de jopo, novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi nos presta su Vespa a Pepi y a mí en el Club de Regatas siempre que está ahí. Mientras paseamos en su motoneta, él se queda tomando sol en el muelle flotante donde atracan las canoas. Las minas lo campanean desde el otro muellecito del costado —ese de gruesos listones de madera que tiene una baranda de caño de hierro todo alrededor y un banco de madera para sentarse. Uno se sienta ahí porque ese muellecito está protegido por la sombra que le dan los tres sauces que hay al borde mismo del río.

Maneja Pepi, que es más canchero que yo para pilotear una moto. 

Salimos a los pedos del club en la Vespa para el lado de la Alcoholera.

Es una de esas tardes de enero cuando los tábanos zumban preanunciando las chicharras y los grillos del atardecer, y si caminás bajo los árboles de la costa hasta la bahía, se escucha también el canto de las ranas. En ese lugar ya pescamos ranas y las asamos en la parrilla del tinglado. Nos salieron duras y secas como cuero crudo. Después, el conserje Cándido nos dice que se las podríamos haber dado a él y que las hubiera freído con ajo después de pasarlas por huevo y harina. Así es como se hacen, nos dice. Qué carajo sabemos nosotros, ¿no? Lo único que hacemos siempre en el club son asados de tira con achuras. Los hacemos o en el tinglado o entonces enfrente a la escalera de bañistas de la pileta, esa que sale de al lado del vestuario de los hombres. No muy lejos del campito de fútbol, entre la pileta chica y la cancha de tenis, esa jaula de alambre tejido con piso de polvo de ladrillo. Por ahí hay dos o tres parrillas. Tengo que ir y contar cuántas son. Después te digo.  

Este verano hay una sequía espantosa; el río está recontra-bajo—hasta los camalotes de la orilla se han secado. Por el camino a la Alcoholera uno se encuentra con unos huellones profundos que tiempo atrás han dejado las ruedas de autos semi empantanados sobre ese barro viscoso de antiguas lluvias, cuyos surcos ahora están resquebrajados por el calor y la susodicha falta de agua. Parece el desierto de Arizona, y la calle está toda agrietada. Atrás de los alambrados, solamente sobrevive el yuyo duro y espinoso.

La motoneta se comporta bien. Voy en el asiento de atrás, agarrado como chuncaco a la cintura de Pepi para no caerme, ya que el hijo de puta mete pata con todo como siempre que maneja cualquier cosa, el inconsciente. A cada huella que agarra —dependiendo de cómo la encara— la moto da un corcovo y un barquinazo tales que si no vas bien agarrado te manda a la reputísima madre que lo recontra mil recontra parió. O más lejos todavía. De culo a la huella.

A veces Pepi le pifia al huellón y entonces la moto medio como que se monta derrapando de costado a la barranquita del surco que las ruedas de los autos cavaron cuando el barro todavía no se había secado. Así que cada dos por tres no nos vamos a la mierda en un derrape de puro ojete nomás. En este sentido, los pibes tenemos un ojete del tamaño de una olla de puchero; un Dios aparte, como diría mi vieja. Más ojete que cabeza. Caso contrario, yo no estaría escribiendo esto porque hubiera estado ya un fiambre allá en el cementerio que hay al final de la Rodríguez derecho. Ya salí raspando de más de una. Si se enteran mis viejos, me achuran. Me recontracagan a palos.

Como ambos vamos vestidos nada más que con nuestras mallas —o mejor dicho, desvestidos: ni zapatillas tenemos puestas; vamos los dos descalzos— yo trato de no imaginar, no pensar en cómo vamos a quedar en carne viva —desollados, como diría mi mamá— si somos despedidos de la Vespa a la velocidad que el animal de mierda sádico este de Pepi la hace correr por esos caminos descuidados de la costa del río a la motoneta flamante del rubio teñido pintón, ese de jopo, novio de la hija del peluquero Rafa Crescenzi.

En esta zona, la caterpillar es tan sólo un insecto lepidóptero. Lo de que la caterpillar es un lepidóptero lo aprendí en la clase de zoología con la de Guidotti, allá en el Ferrari. El camino Alcoholera-Papelera no conoce ese bicho, ni al de verdad ni al de hierro. El bicho mecánico al que me refiero es por supuesto ese que en el pueblo llaman por su nombre técnico, no por la marca: la motoniveladora de la municipalidad (o de vialidad, qué carajo sé yo de eso, ¿no? De todo eso no sé un carajo, como te digo). Por estos lados de la costa, la motoniveladora jamás se ha visto. Si llegara a aparecer, los pescadores saldrían corriendo como si se aproximase Godzilla. Si aunque más no fuera le pasasen una rastra tirada por un caballo viejo, ciego y rengo, pero ni eso. Durante la sequía el bajo está todo abandonado. No sé quién tiene la culpa porque no me acuerdo si el intendente es Chalá o Chabrol, un radical o un peronista. Cha cha cha. Qué se yo. De política aprenderé más adelante. Todavía hay mucho tiempo para eso. El camino de la costa, excepto desde el puerto hasta el Tiro donde está un cachito mejor —pero un cachito nomás, apenas pasable— está a la buena de Dios, como dice la sampedrina que me dio a luz, o sea mamá. Es al pedo el rempujón, digo yo, como bien sabés. Y también sabés el resto. Si es corta, es corta y sanseacabó. No hay polvo.

Llegamos a la esquina del Tiro y Pepi toma la curva con todo, encarándole a ese camino lateral, alejándose del río como si fuera a entrar al pueblo por la subida del Tiro y aprovechar el envión que la Vespa va a agarrar si acelera a fondo en la recta. Yo me estoy preguntando si el motor de la Vespa tiene resto para esta hazaña cuando Pepi toma otra de sus curvas kamikaze y encara ahora para adentro del Tiro. Pasa rauda la Vespa por arriba del guardaganado del portón de hierro forjado: ¡prprprprprprprprrrrr! Pasamos bajo el gran arco colonial mientras tiembla la Vespa, tiembla Pepi y yo siento que a mí me tiemblan hasta los pelos del culo al girar las ruedas sobre el guardaganado de hierro.

Entramos al Tiro cagando aceite, y ya estamos circulando por el césped, donde “Está prohibido pisar el césped”, según está escrito bien grande en un cartel de madera pintada de blanco con letras rojas, enterrado con una estaca en el césped. Pero el cromañón este de Pepi (que por esa época es mi mejor amigo) enfila la Vespa directo para la pileta y la hace derrapar sobre el pasto. Yo agarradazo en el asientito de atrás de la motoneta: —en la garupa, como dicen en el Brasil— prendido como ladiya al asientito de adelante, porque que Pepi a esta altura está todo transpirado y es imposible mantenerme agarrado a su cintura, que está toda babosa y pegajosa de la mezcla de sudor y tierra, ¡puajjjj! Me doy cuenta de que el aspecto de nosotros dos a esta altura debe ser repelente. Igual, a Pepi es al pedo decirle nada. No le pidas que vaya más despacio ni mucho menos que pare para que te bajes, porque acelera más, el hijo de una gran mil putas. Es por eso que es mi mejor amigo, pienso yo en silencio.

Pepi le da con todo a la Vespa hasta que casi nos metemos a la pileta de natación del Tiro; la rueda de adelante toca la mismísima cerca de alambre tejido que la rodea. Lógico que la pileta está llena de socios y socias del club: de agua y de gente, porque hace un calor bestial. Seguro que por ahí anda el guardavidas, o peor aún, el contramaestre del Tiro. Es imposible que alguna autoridad de la comisión no nos haya visto entrar a los pedos con la motoneta por arriba del césped — “Prohibido pisar el césped” — del Club Tiro Federal Argentino. En cualquier momento nos sacan cagando, nos echan a la mierda. Te apuesto lo que se te cante. Un atado de Jockey con filtro, si es que fumás rubios o de Particulares de albañil, si te gustan los negros sin filtro. No sé.

Nos bajamos de la Vespa, la apoyamos en el alambrado y Pepi estira los labios como si fuera a darle un beso a alguna mina, pero lo que hace a continuación es lanzar un silbidito agudo, larguísimo y maricón pero que es audible hasta la puta madre que los recontramil parió. Sabés cuál: te hablo de ese silbidito que se hace estirando bien la jeta como para dar un beso, como te digo, y aspirando el aire para dentro. Ese es el silbido que hoy en día andan usando las hembras en el pueblo para llamar a sus amigas: ¡FFfFFffffUuuuuhiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiihhhh! Así. Eso. Sabés cuál es, seguro. Imposible que no lo hayas oído por el pueblo. Escondida desde el balcón de mi casa o entonces desde la ventana de la pieza de mis viejos, Ester, la mucama, les silba así a los machos que la tienen caliente cuando pasan por la vereda de enfrente. Les hace ese silbido a todos los tipos que a ella le gustan. Los otarios miran para arriba y ella se esconde atrás del visillo y los espía desde ahí atrás. Desde atrás del visillo uno ve para afuera pero los de afuera no ven para adentro. Así que Ester mira y llama a sus machos potenciales desde atrás del visillo de tul que hizo mi vieja —que tenía un boliche de costura (‘un atelier de moda’, dice ella) en San Pedro con sus hermanas, las chicas de Veiga, antes de que mi viejo la sacara a bailar en un baile del Centro de Comercio del pueblo de los camoteros y acabara casándose con ella y trayéndola a Baradero para siempre. Mi vieja es sampedrina. Mi viejo es carcarañaense. Santafecino. Los santafecinos no tienen cantito. Ni te das cuenta.

Ni bien el silbido de Pepi les llega a los oídos a dos pendejas morochitas conocidas de él y que están rebuenas, de inmediato ellas dirigen los ojos a la Vespa, a Pepi y a mí y se vienen para el alambrado de la pileta para conversar con nosotros. Las dos están en bikini y chorreando agua todavía, recién acabaditas de salir de la pileta por los escalones del lado playo que mira para la cancha de paleta. El alambrado es para que los giles sin carnet no se cuelen a la pileta. Sabés cómo funciona la cosa, ¿no? El otro lado —el lado de lo hondo de la pileta, ese donde están los trampolines, queda del lado la calle; allá adelante. Pero no es por ese lado que vienen las minitas; vienen de salir por la parte playa de la pileta, como te digo. ¿Entendés?

Se paran a charlar frente a nosotros dos, bien enfrente: separadas de nosotros tan sólo por la cerca de alambre tejido bajito de la pileta. Tiene una baranda de hierro pintada de blanco. Ahí se apoyan las dos. Todos encendemos un pucho y mientras fumamos yo las miro: Las dos llevan el pelo lacio negro bien largo y el agua les corre por la cara y por el cuello, se les mete adentro del corpiño de las bikinis, y yo me imagino que el agua sigue bajando por adentro de las bombachitas de las bikinis hasta llegarles al bosque.  Por ahí es capaz que ellas están calientes y es por eso que estaban metidas en la pileta; qué puede uno saber, ¿no? De eso sí que no tengo ninguna experiencia. Nunca hasta ahora he visto como es el bosque, sin ir más lejos. La cara de Dios, como le dice el Pepi. Se la cuenta de que ya vio varias y hasta tocó un par. A Pepi se le para rápido, es más calentón que yo todavía. Algunos de la barra lo llaman el pava ‘e lata, pero la verdad es que en ese mes de enero del que te estoy contando todos los de la barra andamos como techo de zinc bajo el febo asoma ya sus rayos. Somos pibes, sabés como funciona cualquier pibe, ¿no? Eso de que Pepi es más calentón que nadie es pura fama al pedo. Nada más que fama; tiene fama nomás. Pura fama. Chusmerío de café porque Pepi es famoso. Vas a ver lo que te digo. Seguro a la fama de calentón se la pusieron los que pasan la tarde entera en las mesas de Hotel de las Naciones, porque están más al pedo que peine ‘e pelado. Por otro lado, el hotel está pegado a la cochería fúnebre de su viejo. Hay hasta una puerta en la parte de atrás del hotel que sale directo al corralón de la cochería. Así que Pepi anda siempre metido en el hotel. En el bar del hotel; así es que les da tema a los vagos. Más de una vez para ir a tomar un café a las mesas de la ventana del hotel pasamos con Pepi por esa puerta interna y cruzamos los largos corredores, pasillos y galerías donde están las piezas. Siempre hay viajantes fumando y charlando mientras matean en la galería. De pasada lo arrastramos al Juancito Rossi a tomar café con nosotros. Juancito es el pibe que vive ahí porque es huérfano pero los dueños del hotel lo adoptaron y ahora lustra zapatos en los umbrales del frente del hotel. Tiene un precioso cajón de lustrar de cedro puro que se hizo él mismo en la carpintería de Airaldi. Creo que esto ya te lo conté, ¿no? Bueh, ya sabés.

Sigo: la cosa es que hablamos un rato con las minas al borde del alambre tejido de la pileta y entonces Pepi les pregunta de sopetón a las dos si no tienen un equipo de mate, y ¿no es que las dos guachitas tienen? Entonces nos invitamos a tomar mate con ellas. Nos dicen que sí, pero que antes tenemos que darnos una ducha porque damos asco. ¿No te dije? Se quedan las dos hembras cuidándonos la Vespa y nos vamos a la ducha abierta que hay para lavarse las patas antes de meterse a la pileta. Ignorando los cuatro o cinco tipos semi en bolas que se duchan o se secan mientras cuentan cuentos a risotadas, nos lavamos rapidito, cosa de que se nos vaya un poco el sudor y la tierra antes de que las que se nos vayan sean nuestras hembritas. Listo. Total, si igual nos vamos a ensuciar y vamos a sudar de nuevo, ¿no? Mucho baño al pedo es al pedo. Eso lo sabe cualquiera.

Volvemos limpitos para que nos inspeccionen las dos pendejas, a ver si pasamos el control de higiene. Las dos minitas que se habían quedado cuidándonos la Vespa mientras nos duchábamos rapidito, nos miran venir y hacen como que nos huelen por todos lados. En joda, nomás. Al final nos aprueban la pinta y encaramos los cuatro para el lado de los árboles —para allá atrás, para el lado de las arboledas tupidas al costado derecho y atrás de la sede del Tiro, medio como yendo para el campo prohibido —ese que existe entre el edificio del Tiro y los blancos. La tierra de nadie. Ahí no te podés meter porque ese campo está en el trayecto de las balas que salen de los stands desde donde tiran los tipos con los mausers en dirección a los blancos. Es a lo largo de ese enorme terreno desierto que las balas hacen su viaje relámpago. Te metés a joder ahí y te recontracagan a balazos; de ahí no salís vivo ni con la protección del Dios Aparte del que habla mi vieja. Te cagan matando. Seguro.

De eso algo de experiencia tengo porque desde que me hice amigo de mi amigo grande Enriquito Genoud, empezó a convidarme a la Cena de los hombres de los miércoles en el Club Social (en el Social hay también una de las mujeres; no me acuerdo en qué otro día) y una cosa lleva a la otra, y entonces resulta que Enriquito es tirador del Tiro Federal, entonces me dice que vaya con él que me va a enseñar a tirar con máuser. Empiezo a ir, y –no sé si por mi experiencia con el Churrinche 4,5mm y después con el Maheli 5,5mm de aire comprimido que tuve–, ¿no es que soy un tirador muy certero y efectivo para mi edad? Resulta que el contramaestre del club, que creo es un tal Omar Caviedes, pero no estoy seguro, le dice a Enriquito que por qué no encuentra dos pibes para que representasen al Club Social en el Campeonato juvenil provincial de tiro, que se realizará durante la mañana de un domingo del mes siguiente en el Tiro. Caviedes le sugiere esto a Enriquito porque Enriquito Genoud es una especie de ‘socio emérito’ del Social. Yo qué sé; la familia es famosa, ¿viste?

Pibes tiradores en el Club Social, solamente el Quito Deppeler y yo. Así que empezamos a ir a practicar juntos todas las tardes bajo la supervisión del contramaestre Omar Caviedes y Enriquito Genoud (si es que este primero es el contramaestre: por ahí Omar Caviedes no tiene nada que ver con esto y estoy confundiendo los tantos. Si es así, perdoname por favor, Omar Caviedes no contramaestre).

A cada día que pasa mis tiros se vuelven más certeros. Llega un momento en que de cada diez tiros siete u ocho son ‘moscas‘, justo en el centro, entre el mismísimo uno y el cero del 10. El pibe marcador, desde el foso, allá lejos, bajo el blanco, agita la pala de lado a lado del blanco y después va formando con ella un círculo centrípeto en espiral, que paulatinamente recorre el blanco en círculos concéntricos que disminuyen de tamaño hasta que la pala circular queda apoyada justo en el centro, cubriendo el número diez. Así se marca una mosca. Cada día que pasa, Quito y yo ‘matamos más y más moscas’.

Los pibes marcadores trabajan en esa fosa rectangular que te digo, esa que va de punta a punta por abajo de los blancos, bien protegida de los proyectiles ‘full metal jacket’ de los mausers. Está toda hecha de cemento, como una trinchera de la Segunda Guerra Mundial, pero mejor todavía, porque ésta es de cemento y las de la Segunda Guerra eran en su mayoría de barro, como el camino de la costa. Excepto las de Normandía que estaban bien hechas.

Lo que iba a contar es que llega el domingo del campeonato y Quito y yo vamos a las siete de la mañana, ya que los primeros tiros de prueba empezarán a las ocho. La cagada es que todavía nos dura el pedo macuco de whisky que nos agarramos en la fiesta de quince de Gloria Santi, allá cerca de la estación. Te la hago cortita y sintética: en vez de todas moscas Quito y yo hacemos casi todas papaspapa es lo opuesto de mosca: es cuando la bala de máuser ni siquiera toca el blanco. Los pibes marcadores mueven las palas de lado a lado del blanco como hace la aguja del metrónomo que tiene arriba del piano mi profe de piano, la señora de Daubián, allá frente al Atlético, por el bulevar. Los pibes del foso mueven las palas totalmente en ida y vuelta; las mueven en una especie de abanico cuyos extremos se salen del blanco; marcando así que los tiros pasaron por afuera del blanco. Balas perdidas: Papas.

Nos eliminan para siempre del flamante equipo juvenil de tiro del Club Social, que había sido recién formado y cuyos únicos integrantes éramos sólo Quito y yo. O sea, ¡kaput! el equipo juvenil de tiro del Club Social. Enriquito me perdona porque chupo whisky con él, le gusta la noche y yo le hago de ladero. Sabés: salir con un pendejo como yo le hace más fácil la levantada de pendejas de mi edad. Y gracias a eso en realidad es Enriquito Genoud quien me está enseñando la noche a mí, que todavía soy un infante microscópico y despreciable. Pero igual, debido al récord mundial de papas que logré alcanzar en el torneo juvenil del tiro, yo me quedo con tanta vergüenza y humillación que nunca más aparezco por los stands de tiro del Tiro, ahí donde están los tiradores y anda siempre merodeando y controlando el contramaestre Omar Caviedes. Qué joda.

Igual, de esa experiencia resulta que cuando me toca la colimba en la marina y tengo que pasar las pruebas de tiro, con arma corta: la pistola Ballester Molina 45mm; con arma larga: el fusil F.A.L. 7.62mm, (eso quiere decir ‘fusil automático liviano’) y con ametralladora automática de alta precisión 9mm. Ya sabés cual es esa; es la panzona cortita que parece un inflador o una máquina de flit, cuya tapa superior es también la traba. Es super celosa la mierda esa: levantás esa tapa y en cualquier momento se te escapa un tiro. Cuando estábamos con un pelotón de la Armada en la Costanera Sur, ya vi a un centinela encajarle dos tiros nueve milímetros a un marinero chaqueño justamente por ese motivo.  

Todo esto sucede durante la dictadura del General Lanusse: El chanta del centinela abre la tapa de la metralleta no sé para qué carajo y ¡Pah! ¡Pah!, se le escapan de inmediato dos balazos que traspasan la gamba del chaqueño y se pierden sobre el río. Suben al chaqueño (que por coincidencia es también centinela) a una pickup Ford F100 de un gil que justo pasa por ahí (lo para el suboficial segundo a cuyas órdenes estamos, y le ordena al chanta de la pickup llevar al herido al Hospital Naval). Como estamos bajo una dictadura (bueh, como siempre), vigilamos la Costanera y todo el puerto veinticuatro horas por día. Así es que se lo llevan al chaqueño en la pickup: rumbo al Hospital Naval cagando a los pedos y sangrando a borbotones. Nunca más lo vi. Por ahí se desangró; quién carajo puede saberlo. Cosas de la colimba.

Resulta que acabo siendo el mejor tirador de toda la clase ‘49 de la Armada Argentina, y eso influencia para que me designen asistente, camarero, chofer y medio como que guardaespaldas. Además de tirar rebién, también manejo como nadie. Siempre tengo una pistola cuarenta y cinco en la cartuchera y un fusil siete sesenta y dos a mi lado, sobre el asiento del acompañante de mi Ford Falcon negro. Quien va sentado atrás es mi jefe: el Capitán de Navío José María Barbieri, comandante del Crucero acorazado Nueve de Julio, esposo de doña María Julia Tamborini de Barbieri; nunca me olvido los nombres de esta parejita que transporté durante tantos meses en el asiento de atrás de mi Falcon. El capi fue el comandante del crucero durante mis primeros trece meses de colimba, y después fue nombrado Jefe de Relaciones Públicas de la Armada Argentina. –Entonces durante mis siguientes y largos trece o quince meses más de marinero nos mudamos para el Edificio Libertad, ese monstruo de cemento que se levanta en Comodoro Pi y Corbeta Uruguay y al cual llaman El elefante blanco. Siempre al servicio y a las órdenes del capitán, hago mi trabajo tan bien (esto ya te lo conté) que al final de esos veintiséis o veintiocho meses, cuando me van a dar la baja, el Cheyene (así lo apodan al Capitán Barbieri), me pregunta si no quiero dar la vuelta al mundo a vela en la Fragata Libertad, como asistente del comandante de esa Nave Enseña de la Armada Argentina. Yo daría la vuelta al mundo en un viaje de un año, parando en todos los puertos designados (the ports ‘of call’) de los varios países del derrotero. Conocería el mundo entero y tendría tan sólo que hacer lo mismo que había hecho y siendo tal quien yo había sido durante mi conscripción bajo el Capi Cheyene. Es decir, hasta ese momento. De ahí en adelante, lo haría al servicio y bajo las órdenes ahora del comandante de la fragata Libertad, un vicealmirante cuyo nombre he olvidado.

Pero lo que pasa es que en ese momento estoy recaliente con una mina brasilera y como el gran Mono pajero pelotudo que soy, le digo “No gracias, señor Capitán (‘mi capitán’ dicen los otarios del Ejército); prefiero la baja, por favor”. Hasta hoy me arrepiento de esa decisión equivocada, como te conté hace unos meses. Un reverendo boludo.

  Para tratar de olvidar este segundo oprobio armado (el primero fue como tirador juvenil del Social, ¿no?; entonces el segundo es este de la fragata Libertad) volvamos al Tiro ahora, por favor:

Las dos hembritas se han enrollado las toallas de la cintura para abajo, así que ahora la parte apetitosa y jugosita va cubierta, pero nimporta; es perfecto igual. Qué importa, si estamos yendo a tomar mate de jeta, con dos minas que están rebuenísimas y todas mojadas, en bikinis y sobre el pasto bajo de los árboles de atrás del edificio del Tiro, por donde a veces está medio desierto y de repente, quien te dice, hasta se da una de franelear. Todo es posible. Algún día se me tiene que dar a mí también, ¿no te parece? Ya estoy bastante en edad para eso. Por ahí hoy me toca.

A mí me tiemblan un poco las piernas, pero seguro que es de haber andado en la Vespa; vaya a saber. Si se lo comento a Pepi seguro que después en el corralón de la cochería fúnebre se lo cuenta a Pancho, a Bohle, a Cherro y hasta a Marujo Linera si como siempre anda de visita con su boina de vasco y el pucho de un Particulares de doce sin filtro en los labios. Los de doce sin filtro son esos de forro interior de papel de aluminio rojo y atado blanco con letras rojas y sin celofán, los de albañil. Esos de los que ya también te hablé.

No le voy a decir un carajo a Pepi eso de que me tiemblan las piernas, porque ya te conté antes del día cuando mi vieja abrió la puerta de mi pieza a la hora de la siesta y me agarró haciéndomela. Se lo comenté a Pepi lleno de vergüenza (para qué carajo fui a contarle —¡que soy repelotudo! —, pero precisaba desahogarme con alguien) y el muy guacho de inmediato se fue a las caballerizas a contárselos a los gritos a todos los peones que se empezaron a cagar de risa y a decirme “por algo te dirán Mono, che Mono”. Así que eso de que me tiemblan las piernas mientras caminamos hasta el escondite arbolado me lo guardo para mí. Al Pepi ni mu. Minga. No le digo una mierda al Pepi. No le cuento eso ni por puta al Pepi. Chusmo de mierda, mi mejor amigo.

Ni bien hallamos un lugar bastante aislado y medio oculto, las dos minitas se sacan las toallas, ponen el equipo de mate en el medio y estiran en el suelo cada una de las dos toallas bien estiraditas frente a frente sobre el pasto. En una me siento yo y en la otra se sienta Pepi. Nos sentamos primero nosotros; vas a ver por qué: cada uno de nosotros va a matear con una de las hembritas al lado. A él le toca una y a mí otra. Pero sentándonos primero, dejamos que ellas elijan a quién quieren. Esto lo hacen todos los de la barra, en el cine, en los boliches, en cualquier lugar. Para que cagarla, ¿no? Si elegís vos y por ventura a la mina le gusta el otro —está interesada en el Pepi en vez de en mí, digamos; es un ejemplo, por ejemplo— se arruina todo de salida. Que elijan ellas, ¡que tanto! Es así como funciona; ¿para qué innovar nada menos que cuando al fin se nos puede dar?

Se sientan.

Pepi saca el Carusita del bolsillo y enciende la mecha del calentador a alcohol que la mina de él había sacado de la caja del equipo de mate. El equipo de las minas es un cajoncito de madera forrado con una tela a cuadritos chiquitos rojos y blancos, como los colores de los Particulares de doce sin filtro, los de albañil. O como el de los manteles de los restaurantes italianos que uno ve en las películas del San Martín. El borde de ese forro de la caja del equipo de mate tiene una puntilla todo alrededor; bien de mina. No camino por el Tiro con uno de esos equipos de mate en la mano ni que adentro del cajón esté lleno de doblones de oro de un galeón pirata o algo así.

El equipo de mate de las pendejas viene con el calentador, la pava y un aparato que es una especie de dos latitas soldadas a una barra de metal que las une. Cada lata tiene tapa y una perillita redonda para sacarla. Una lata tiene azúcar y la otra, yerba Taragüi con palo. La tapa de las latitas tiene una ranura cada una para poder ponerla de vuelta cerrando la latita sin sacar la cucharita. Piola, ¿no?  el mango de las cucharitas queda afuera cuando las latitas están cerradas. Muy elaboradito todo; bien cosa de hembra, ¿no te parece?

Además, veo adentro de la caja del equipo de mate un paquete de Criollitas, pero está sin abrir, así que quién sabe si es para comer con nosotros o no. Por ahí no lo abren ni nos convidan. Pero nimporta; eso de tomar mate es pura excusa. Lo que queremos son las pendejitas. Uno va al Tiro porque ahí hay minas que son menos complicadas que las del Regatas. Las del Regatas son más difíciles que la mierda. Pepi y yo somos re-pendejos y nada populares. Vas a ver que las minas del Regatas no nos dejarían que les toquemos ni el equipo de mate siquiera; no tomaríamos mate con ellas ni que estuviese diluviando. Ni que vengan degollando; dos dichos de ya sabés quién. Imagínate si íbamos a poder tocarlas a ellas, las hembras del Regatas, ¡ni con una caña de pescar de dos metros como esa que usa el Gallego Rodríguez gordo y bajito para pescar desde el muelle del Regatas!

De repente y sin decir agua va Pepi la agarra a la mina que le tocó a él y le encaja la boca en la boca. Se prenden como sanguijuelas. Yo imagino que le mete la lengua hasta la garganta llena de gusto a mate dulce de yerba Taragüí con palo. Creo que a ella le gusta, porque le agarra la nuca a Pepi y le empieza a acariciar esa parte de atrás del pelo que Rafa Crescenzi, el padre de la novia del carpintero rubio teñido pintón, ese de jopo, —el Tano Crescenzi— le corta a Pepi; bien cepillito, casi rapado, hasta que se le siente de verdad como un cepillito, si le pasás la mano a contrapelo. Parece un colimba, pero arriba lo tiene más largo, y además, todo termina en un flequillo medio rubio. Pero el de Pepi no es teñido, que yo sepa. Pepi es rubio de ojos color gris verdoso. Por ahí es lindo y es por eso que lo eligió la mina que el tocó hoy para tomar mate. ¡Qué se yo, che!

Yo miro a la mía y ella pone unos ojos como de enamorada de la telenovela de las nueve por el Canal 9, Cuatro hombres para Eva. Entonces yo me le acerco y me le pongo a tiro, a quemarropa. Más o menos como a unos diez centímetros de su boca o menos todavía —por ahí, a cinco. Más cerca que eso no me animo. No me animo a llegar más cerca que eso, pero ella sí se anima y se acerca a mí y de pronto soy yo el que tiene la boca de ella en la mía. Creo que fue ella la que empezó. Yo no hice nada. Estoy casi seguro de que fue ella. Fue ella. No yo. Seguro.

Nos besamos bastante, y yo yo yo yo yo… casi me muero. No tiene gusto a mate dulce de yerba Taragüi con palo ni por putas. Siento como si el interior de su boca fuese una cuevita ajustada hecha de terciopelo húmedo, impregnado de miel. Su boca y su lengua son tibias, suaves y está llena de esa saliva dulzona. ME mete la lengua adentro de la boca y yo se le meto la mía adentro de la de ella. Me vuelvo totalmente loco; loco terminal. Toda mojada y suavecita. Casi me desmayo de tanto que me gusta. Ella. Su boca. Su lengua. Su saliva.

Pero en ese momento, ¿no es que —¡la reconchudísima puta madre que la recontra mil reparió!— el agua de mierda empieza a hervir?

La hembra de Pepi entra como en una especie de pánico y salta para sacar la pavita del mechero del calentador rápido rápido rápido, porque sabés que el mate con agua hervida no sirve para una mierda, ¿no? Si el agua se hierve hay que tirarla y empezar todo el proceso de matear de cero. Todo de nuevo. Desde el principio.

Pero acá no empieza nada de nuevo: termina todo. Es el fin. En fin:

Como Pepi y su minita largan, la mía también larga al toque. Se acaba la joda. Siempre me he preguntado cómo funciona esta clase de sincronía que existe entre dos minas amigas; es medio como esas hermanas gemelas de los cuentos, que piensan las dos con un sólo cerebro y hablan al mismo tiempo, a coro. 

Como la minita que le tocó a Pepi consiguió salvar el mate, a continuación, tomamos mate. Pero lo otro se acabó. La opción que yo al menos creí que ya se venía, por esta tarde ya está descartada.

Bueno, como te digo:  mientras mateamos conversamos con las minitas unas boludeces que ni me acuerdo. Tomamos mate por un rato comiendo las Criollitas gracias al Dios aparte: la verdad es que te confieso que cuando se acaba la cavernita de miel, me doy cuenta de que yo —ya desde cuando salimos del Regatas en la Vespa— venía con un hambre y una sed como estaría un náufrago de ese galeón pirata lleno de cofres con doblones de oro español. Parezco un pibe de Calcuta o de Biafra, qué se yo. Pura hambruna; mate y Criollitas. Nos acabamos todo el paquete.

Mientras tomamos esos mates bajo la arboleda, a las dos hembritas las bikinis se les van secando. Nosotros volvemos a insistir. Yo hago de tripas el corazón y trato de al menos tocarle un poco los muslos a la mía. Son una locura; la piel parece hecha de seda —o de terciopelo, igualito a cómo sentí la parte de adentro de su boca cuando nos besamos, pero la piel de estos muslos sólo parece estar húmeda de los restos del agua de la pileta; o tal vez todavía mejor: de su transpiración. Debajo de la piel siento su carne firme y tibia. 

Pero cuando empiezo a subir con mi mano y a encarar para el lado de adentro del muslo, siguiendo la textura de esa piel deliciosa, ahí donde el muslo se pone más calentito, no muy lejos, ya muy cerca, de la verdadera caverna, ella se levanta de la toalla y se queda parada al lado del equipo de mate, mirando para delante, hacia el vacío y sin decir nada. No sé qué le pasó. Es bien capaz que yo no entienda de esas cosas todavía. No entiendo n-a-d-i-t-a.

Por eso, sin saber bien qué es lo que corresponde hacer en una situación como esta, la imito: yo también me paro. Pepi saca la mano que le había metido adentro del corpiño a la minita que está con él (es más rápido el guacho, no tiene respeto ni vergüenza. Genio). Las dos agarraran las toallas y cada una enrolla la suya todo alrededor de la cintura, el culo, las gambas, etc. Adiós. Otra vez están vestidas como nativas de la Polinesia, Tahití, Bali, Bolivia o no sé de dónde carajo. Me acuerdo de haber visto algo parecido en una ilustración de los almanaques de lo Nasif.

Las hembritas cierran y abotonan el equipo de mate, nos dan un chau rapidito y medio desinteresado, y encararan para la pileta de nuevo. Se nos van las dos pendejitas hermosas, caminando ya de espaldas en su par de corpiñitos de bikini, y sus dos toallas. Bellezas totales. Nosotros volvemos para la motoneta caminando despacio atrás de ellas. Ellas ya ni se dan cuenta. 

Pepi patea la Vespa que no arranca hasta la quinta o sexta patada. Está medio ahogada la moto. ¡Que sorete! Pero al final arranca, ¿eh? Pepi se sube y yo me subo también. Salimos cagando aceite de oliva y derrapando de nuevo por el césped, haciendo pinta, bien con cara de machos. Como que quién sabe qué con quiénes y qué venimos de hacer quién sabe dónde… 

Guardaganado otra vez ¡Prrppprrrprrrrrppprrrr! y curva kamikaze de nuevo ¡Yyykkkkkssshhhh!, para entonces sí meterle con todo por el costado del Tiro, rajando a los mil pedos en sentido contrario a la subida y encarando hacia el camino costero. Así llegamos por segunda vez a la costa del río y Pepi dobla la curva a la derecha, para seguir para el lado de la Alcoholera, alejándonos del Tiro, de las minitas que estaban recontrarrebuenísimas y alejándonos todavía aún mucho más y más del Regatas y del Tiro, en dirección a las casillas de los pescadores y más allá. Queriendo perdernos. Irnos. Desaparecer. No vamos a parar hasta la Alcoholera.

Nos vamos levantando tierra, ambos al palo. Recuperándonos. Rehaciéndonos. Renaciendo.

La moto va a la tabla y saltamos por los huellones como pichingayo en olla de aluminio. Pero los colores de la costa ahora han cobrado una cierta fosforescencia porque, para nosotros dos, el sol del crepúsculo ya brilla con cierto resplandor glorioso. 

Ganadores. Un Dios Aparte.

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Ilustración: Tiro Federal Argentino, Baradero, Buenos Aires, Argentina

New York City, 2020

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