Foto Pablo Berninger
Foto Pablo Berninger

Baradero es mi lugar. El único sitio del mundo en el que soy completo. Lo conozco. Lo sé. Aunque haga, ya, más de treinta años que salí de allí a buscarme la vida, lo sé de memoria.

Sé, por ejemplo, que el sol nace justo encima de la alcoholera y que va a ponerse, al cabo del día, detrás del río Arrecifes, que el viento del norte trae el olor a maíz que sale de las chimeneas de la fábrica, que el del este, sobre todo en verano, viene muchas veces cargado de cenizas de la isla y que si el cielo se oscurece feo en el oeste, es muy probable que llueva a cántaros en menos de un par de horas. Sé en qué exacto momento del año los jacarandás de la plaza se visten de azul o las tipas de la bajada de amarillo. Sé lo que está haciendo mi madre, en el jardín, siempre. Y sé también, si me lo propongo, cómo llegar a cualquiera de sus rincones, desde donde esté, con os ojos completamente cerrados.

Conozco lo que está, porque vuelvo cada vez que puedo. Y conozco lo que no está: lo que estuvo alguna vez y el tiempo se llevó: la sodería de los Salaberry, el campito de enfrente donde jugábamos al fútbol, El galpón con los camiones de los Mindurry, la vieja municipalidad, las colmenas de Osvaldo apiladas detrás de la casa de su tía, la antigua biblioteca, la escuela Bolaños, los arcos de la cancha de Sportivo, el hotel de las Naciones. Y, por conocer lo que ya no está, por los cuentos que me hacían mis abuelos, a la tardecita, sentados los tres sobre un banco de madera a la puerta de su casa, conozco también lo que nunca alcancé a ver: los tiros en la plaza entre conservadores y radicales, la cerveza de los colonos suizos, el avión que nunca pudo volar Genoud.

Pero todo lo que acabo de escribir no significa casi nada.

Baradero es mi lugar por otras cuestiones.

Porque alcanzo a descubrir quién es un chico cualquiera al que cruzo por la calle en bicicleta, sólo porque en su cara puedo recordar la cara o los gestos de alguno de sus padres o la misma manera de reírse de alguno de sus abuelos. Porque las vacas, con sus ojos increíbles, tan cerca, dejándose mirar. O porque al caminar entre los cipreses del cementerio, mientras visito a mi padre, puedo, con facilidad, reconstruir demasiados cuerpos que quedaron escondidos para siempre detrás del mármol de las lápidas.

Y el asunto de la pertenencia, claro.

Un asunto que se repite en cada oportunidad, apenas pasar por el bajo de Alsina. Una suerte de paz física, como si la carne y los huesos, de modo milagroso, se acomodaran de repente. Un cuerpo que se vuelve, dichoso, liviano. Y algo que no es material, también: la ilusión de la seguridad.

Todas las civilizaciones primordiales se pensaron a sí mismas como el centro del universo. Todas. Tanto las que, con el tiempo, llegaron a convertirse en gloriosos imperios, como aquellas otras que sufrieron las derrotas más humillantes y terminaron por desaparecer si dejar rastro. Y no creo que se trate de mera pedantería. Más bien, sospecho que es la misma vana conclusión a la que arriba cada tipo al que le tocó, quizá de casualidad, quizá no, nacer y crecer en Baradero.-

Federico Jeanmaire

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5 COMENTARIOS

  1. ¡Maravilloso Federico!

    es así como sentimos la patria chica.
    Unos pocos tienen el talento de poner en palabras lo que sentimos.

    ¡ Felicitaciones! te esperamos, así nos volvemos a saludar al cruzarnos en la calle..que orgullo!!

  2. Tan lindo de leer como de sentir.La prosa sencilla,abarcable y su decir cotidiano hace de este relato una joyita para guardar.Nuestra «patria chica» se vuelve intemporal, porque al describir lo que fué y lo que es con sus escasas diferencias, nos lleva a una época que parece no haber pasado.

  3. Buenicimo Fedulo,lo que expresas es algo que muchisimos baraderences sentimos,vivamos o no en nuestro Baradero,las descripciones de vientos,olores,personajes etc.son algo muy dificil de expresar con palabras,vos con tu capacidad lo haces perfecto.Seguro en cualquier momento algun libro con algo de todo eso vas a escribir,por ahora gracias.

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