El próximo martes y dentro del ciclo de cine nacional, llega a la pantalla del Cine Colón «El Faro de las Orcas» con entrada totalmente gratuita.

Al realizador español Gerardo Olivares ya lo conocíamos por su largometraje de ficción Entrelobos, producida en el año 2010 sobre la historia, basada en hechos reales, de un niño que convivió rodeado de lobos, en plena naturaleza, durante la posguerra civil española. Congruente con su larga trayectoria como documentalista entregado al estudio entre la correlación del medio ambiente y los seres vivos, en esta ocasión nos traslada a la zona norte de la Patagonia, a la Península Valdés, provincia del Chubut, en donde la naturaleza lo domina todo, por su extrema climatología, su viento, su árida vegetación, sus imponentes acantilados… Y detrás de esas espectaculares paredes naturales, se encuentra el Mar Argentino, una parte del Océano Atlántico en donde habitan las orcas, unos cetáceos que por tamaño, voracidad y estética, producen especial atracción. No obstante, esa atracción no suele llevar a las personas, en general, a la curiosidad de la búsqueda sobre el conocimiento de las características reales de la especie, que, aunque pueda sorprender, posee una combinación de fuerza, inteligencia y belleza, que probablemente se haya conseguido por la circunstancia de que esta especie marina, al encontrarse en la cima de la cadena alimenticia, y no poseyendo enemigos naturales, se ha convertido en el depredador de los océanos.
Gerardo Olivares se vuelve a mostrar, en El faro de las orcas, como un director con extraordinarias dotes para integrarse con el entorno, con la naturaleza en general y cualquier ser vivo en particular, y es capaz de recrear al mismo tiempo, tanto la belleza como la crueldad de la existencia, la hermosura y la fealdad de ambientes o lugares que todavía conservan su virginidad prácticamente innata. Afortunadamente, algunos de esos paraísos continúan manteniendo su ecosistema, probablemente ayudado por la circunstancia de la dificultad que resulta la adaptación en ese entorno, para el ser humano actual, acomodado y acostumbrado a las facilidades que le proporciona la ciencia y la tecnología, y que no está dispuesto a abandonar, a menos de que lo haga en un periodo, digamos vacacional, en un vuelo de bajo coste, y a ser posible, preferentemente en un parque temático recreado para la ocasión y con holgura en el confort que se le ofrezca.

En esta ocasión, también el filme está basado en hechos y personajes reales, y su protagonista, Roberto Bubas, Beto para los amigos, se presenta como un hombre solitario, un guardafaunas que vive en una modesta cabaña entre dos faros, y que convierte su profesión de mantener protegida el área natural que le corresponde, en la razón de su existencia, que en la práctica se circunscribe por la relación que mantiene con el entorno, y en el mismo, fundamentalmente con las orcas salvajes, unos animales que son presentados en su bipolaridad: de una parte, con su condición de voraces asesinos de lobos y elefantes marinos, a los que se dedican a varear intencionalmente antes de devorarlos, por pura diversión; y por el contrario, en su capacidad de empatizar con el ser humano, estableciendo una vinculación de juego, amistad y complicidad. Beto Bubas está interpretado por el argentino Joaquín Furriel, actor de amplia experiencia en el mundo televisivo, cinematográfico y teatral. Realmente, hemos visto imágenes del verdadero protagonista, el de la vida real (ya aparecen al final del filme), y Furriel consigue adoptar modos y maneras del hombre interpretado con gran naturalidad, envolviéndonos, ya con sus silencios, miradas, montando a caballo, disfrutando con las orcas o tomando mate.

Fotograma de El faro de las orcas

Y en esa pequeña estancia en donde reside Beto, sin agua caliente o baño doméstico, llega Lola, interpretada por Maribel Verdú, con su pequeño hijo Tristán, que padece un autismo severo. Y se presenta de improviso, desde España, simplemente empujada por una intuición e ilusión: que el acercamiento al mundo de las orcas pueda ayudar a una evolución positiva de la enfermedad de su hijo, ya que la visión en televisión por el crío de dichos animales le produjo cierta reacción. El autismo, trastorno que ya ha sido llevado al cine en bastantes ocasiones, recordado probablemente en mayor medida por la interpretación de Dustin Hoffman en Rain Man, de Barry Levinson (1988), consiste en un desorden neurológico que encierra a la persona en su propio mundo interior, dificultando o llegando a impedir el contacto con la realidad exterior, asociándose también a rutinas o comportamientos obsesivos y/o repetitivos.

Con los referidos antecedentes, nos encontramos con un largometraje que se disfruta fotograma a fotograma, en una puesta en escena muy cuidada, un magnético panorama de una naturaleza que mejor no intenten conocer en vivo, que ya sabemos que lo harán en masa. El filme también acierta en reflejar con sinceridad comportamientos y resentimientos de los personajes, que intentan seguir su futuro arrastrando dolores o traumas que se han originado en el pasado, y siguen influenciando en la existencia presente y futura.

El faro de las orcas, película

Gerardo Olivares también encuentra huecos para retratar a la comunidad humana en donde están instalados los tres protagonistas, dibujando una imagen de seres que parecen felices con escasas pertenencias y comodidades, que se conforman con lo que tienen, que materialmente es bien poco, pero espiritualmente se presenta inmenso, en esa paz, armonía e incluso hostilidad del espacio incólume en el que se establecen, tan alejado de las urbes contaminadas, borregas y consumistas en las que la mayoría habitamos. Tampoco pierde el tiempo el director para denunciar ciertas corrupciones, o digamos, conatos de intentos en ventajas turísticas, todo ello trazando o exhibiendo cada una de sus escenas con una sensibilidad que engancha, con la sapiencia de no caer en la sensiblería.

De Maribel Verdú poco se puede decir que no se haya comentado ya, una inconmensurable artista que en cada película, y afortunadamente, no son pocas en las que interviene, le vemos con mayor profesionalidad, con cada vez mejores y más diversos registros, completamente mimetizada con el personaje que le toca interpretar, y que en la generalidad de las ocasiones consigue convertirlo en inolvidable. El niño, Tristán, está interpretado por Joaquín Rapalini Olivella, un chaval que en la realidad no posee el trastorno padecido por el crío en la ficción, pero que trasmite esa falta de conexión con el entorno, de una forma muy severa, quizá demasiado autómata.

La película ha sido rodada en La Patagonia y en Fuerteventura, y con una gran complejidad técnica, que ha tenido que combinar imágenes reales y de recreación, consigue que parezca sencilla, luminosa, muy bella, y con elipsis inteligentemente elegidos. Los problemas que arrastran los personajes no lastran una narración donde la naturaleza es el todo, y nosotros, los seres humanos, simples hormigas que transitamos por ella. El filme se contempla tan cristalino, que hasta acaba deslumbrando por lo que alcanza en verosimilitud de imágenes, en situaciones que en principio no parecerían reales, principalmente con esa empatía que se consigue con seres vivos de otras especies, y que, paradójicamente, la mayoría no llegamos a alcanzar ni con cualquier vecino de nuestra escalera.

Comentarios de Facebook