Autor: Felipe Pigna.

Los “profesionales de la guerra”, que habían usurpado el poder como mandatarios de los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, demostraron que no servían ni siquiera para cumplir su misión específica en el Atlántico Sur. Fue entonces cuando una sociedad que, a fuerza de picana y patria financiera, se había tornado despolitizada, temerosa, desconfiada y mucho más egoísta que en 1976, comenzó a pensar en la política. Los partidos políticos mayoritarios, que le habían cedido a la dictadura más de 800 intendentes para administrar ciudades mientras Videla y Martínez de Hoz hacían su cirugía mayor 1, no estaban preparados para asumir su rol en aquellas históricas circunstancias. Mientras los políticos se desperezaban tras tantos años de letargo obligado, la dictadura tuvo tiempo de organizar su retirada. Autoamnistió a los asesinos, estatizó la deuda externa de los grandes deudores privados y posicionó extraordinariamente a los llamados “capitanes de la industria”, en realidad la burguesía prebendaria argentina que había vivido del Estado y que había terminado de moldearlo a su imagen y según sus necesidades. Decía por entonces el ministro de Economía de Galtieri, Roberto Alemann, que el próximo gobierno democrático estaría tan inhibido para actuar que virtualmente estaba condenado al fracaso. Ellos se habían encargado de dejarnos un país minado.

Los “comunicadores sociales” de la dictadura comenzaron fuertes campañas en contra de las empresas estatales colocando todo el mal -que no habían querido ver en otros lados durante los años del horror- en el Estado, como si se tratara de un ente abstracto. Algunos de ellos comenzaron a utilizar el inclusivo para todos sus discursos. “Todos somos responsables”, decían, mientras doña Rosa se preguntaba quién la había consultado para quintuplicar la deuda externa.

En esas condiciones renació la democracia, limitada y amenazada por el poder real, que se arrogaba y arroga el poder de veto de cualquier política económica y social que pueda lastimar apenas su parte de la torta.
A esta burguesía prebendaria y ausentista sería injusto llamarla nacional por el solo hecho de haber nacido sus miembros en algún sanatorio local. Carecen de todo apego a lo autóctono, lucraron y lucran con el hambre de sus compatriotas en quienes ven en el mejor de los casos, no a un cliente, como las verdaderas burguesías nacionales, sino a un sujeto al que explotar y estafar.
. Para muestra vale el precio del aceite, el azúcar, la carne y la harina en la tierra de las vacas y las mieses. Sólo atinan a decir: “Nos conviene más exportar”. No los conmueven las imágenes de nuestros niños de Tucumán, culpan a través de sus serviciales comunicadores a sus padres, “que no saben alimentarlos”.

Con estos poderosos grupos de interés, marginales al sistema político, incapaces de conformar una fuerza democrática de alcance nacional en la seguridad de que no la necesitan, pareció lidiar el primer gobierno democrático, que tuvo gestos de valentía y justicia durante la brevísima administración Bernardo Grinspun.

Mientras tanto la gente iba perdiendo el miedo, ganando la calle, participando, llenando el aire de música y poesía, creyendo que el futuro estaba en sus manos, que sus representantes iban a hacer honor a sus cargos y transformarían sus inquietudes en leyes y sus anhelos, en proyectos de Ley. Pero pronto las presiones fueron más grandes que las convicciones de Alfonsín, se fue Grinspun y vino Juan Vital Sourrouille y el gobierno, reinstalando el lenguaje militar, declaró la “economía de guerra”. El mismo día que comenzaban los juicios a los comandantes, quizás uno de los días más notables en la historia de la dignidad argentina, se reunieron en Olivos los “capitanes de la industria” con Alfonsín, Nosiglia y Sourrouille. Acordaron que no entorpecerían los juicios mientras se les garantizara su tasa de ganancia. Así nació el Plan Austral y el lento pero inexorable abandono de las políticas de inclusión social.Se sabe que cuando se comienza a ceder se hace muy difícil encontrar el límite. Y así los históricos juicios quedaron sometidos a la obediencia debida y a los mandatos de los intereses antipopulares. Aquella tarde de Pascuas de 1987 comenzó la decadencia de la participación activa de la población y de la sana certeza de que su presencia ciudadana podía modificar la realidad. El vacío dejado por la política fue rápidamente ocupado por la economía. La gente, a la que antes se la llamaba “el pueblo”, ya no hablaba de política, hablaba de economía, y se  fue imponiendo el concepto de que una y otra podían ir por carriles distintos.
Esto no era nuevo en un país que tuvo una generación fundacional como la del ’80, que puede definirse como claramente conservadora en lo político y liberal en los aspectos económicos, adelantándose cien años al neoliberalismo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan.

A pesar de las innumerables concesiones y de la preocupación del gobierno radical por no entorpecer sus negocios, cuando el poder real necesitó de todo el aparato del Estado le dio el puntapié final a Alfonsín y desató la hiperinflación y el caos, su especialidad. La alternancia bipartidista casi naturalmente llevó a los argentinos a mirar para el lado del peronismo, desde donde surgía con fuerza la figura de un caudillo de discurso populista y folklore federal. En medio de los saqueos y el hambre proponía el salariazo y basaba su campaña electoral en un spot televisivo que mostraba a un dólar desconsolado porque “con esto de la revolución productiva de Menem, los argentinos no me van a dar más bola”. Con el tiempo los desconsolados serían los argentinos mientras que Franklin seguiría luciendo su inconmovible sonrisa.

Referencias:

1 Según lo publicado por el diario La Nación el 25 de marzo de 1979, el radicalismo aportó 310 intendentes; el PJ, 192; el PDP, 109; el MID, 94; el FUFEPO, 78, la Democracia Cristiana, 16 y el PI, 4.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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