Julieta era un año mayor que yo, absolutamente sensual en su delgadez escultural, con un cuerpo quemado por el sol hasta un tono bronceado intenso, debido a las tardes que pasaba, enteras, en la pileta de natación del Club de Regatas Baradero. A veces ella era la única persona allí, los lunes a la hora del almuerzo, por ejemplo.

Ese verano Julieta andaba siempre vestida (o desvestida) en mínimas bikinis —. Le recuerdo una de color azul claro levemente desteñido, en un anticipo natural de lo que en el futuro serían los ‘faded jeans’ —los vaqueros desteñidos por medio de un rápido proceso industrial. La tela era similar al banlon de esa época —o tal vez fuese, justamente, de ese nuevo género stretch y muy fino. Esta película textil elastizada se adhería a su piel y revelaba cada pequeña particularidad de su cuerpo: el ínfimo soutien apenas le cubría los pezones, esos que despuntaban en las cimas de dos pechos pequeños pero duros y enhiestos. Bajo el slip de tiro corto —que sostenían en su lugar dos cuerditas anudadas a los costados de la cadera, mucho más abajo de la cintura— se insinuaba la suave curva del monte de Venus, el cual se erguía en su entrepierna, semioculto por la delgadez de la tela. En la parte trasera del bikini, el banlon a duras penas lograba contener dos glúteos altos y firmes, pero nada voluminosos. Cuando Julieta caminaba, los largos y finos músculos de sus muslos se tensaban y cada uno de esos glúteos—igualmente dotados de músculos sutiles y delicados—, a su turno y a cada paso, subían de modo alternado hacia la cintura. Todo el conjunto muscular de Julieta se movía en sincronía armónica con el ritmo de su andar.

Ella poseía un estómago plano como el parche de un redoblante, y desde su ombligo bajaba, hasta perderse dentro del slip de banlon, una muy estrecha línea de vello ínfimo y del mismísimo color del trigo maduro de nuestros campos. Tanto así la luz diáfana del sol de nuestro pueblo había descolorido esta fila de pelitos diminutos que descendía por el estómago de la adolescente —esa mujer deslumbrante que refulgía al borde de la pileta del Club Regatas.

Las largas piernas de Julieta acababan en un par de pies delicados de uñas cuidadosamente manicuradas, sin duda tratadas de esta forma por ella misma: Julieta habitaba en un ocio dorado de sirena de leyenda.

Cubría su cráneo —y enmarcaba su cara— una larga cabellera trigueño-dorada de hebras finas y lacias. A cada lado de su nariz recta y delgada —en el espacio estético más exacto de su rostro agudo del mismo tono bronce— se implantaba un par de ojos azul acuoso. Bajo el sol despiadado del verano, éstos brillaban como dos aguamarinas preciosas de la joyería de papá. Gracias al cielo, protegían esos ojos ‘acquamarina’ sus largas pestañas curvas y delicadas —descoloridas por el sol del club, como el vello bajo su ombligo, hasta el mismísimo color del trigo.

Para agraciar aún más el todo, el mismo fino vello color oro del vientre también se insinuaba sobre los labios finos pero carnosos de su boca pequeña y sensual. Era una visión sobrenatural; Julieta era una escultura viva, la perfección escultórica de la Grecia clásica encarnada en mujer.

—Una Diosa, como decíamos por ese entonces.

De vez en cuando Julieta se arrojaba a las aguas, nadaba dos largos de pileta, trepaba por el borde que había elegido para tomar sol ese día y volvía a acostarse sobre la toalla, en ese estrecho espacio de tan sólo dos mosaicos de ancho que constituía el borde circundante de la pileta. Su cuerpo empapado brillaba, y yo lo deseaba —con desesperación apenas contenida, deseaba beber toda esa agua tibia que se evaporaba ahora sobre su piel, beberla hasta la última gota.
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Fragmento de mi reciente novela, Del lado de allá. Disponible en Baltimore, Libros y Café
Sáenz 995, Baradero, Buenos Aires, Argentina – TEL: +54 3329 62-6602

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